Se acuclilló junto al ataúd de Margaret. Ella se movió dentro, aunque tenía los músculos tan descompuestos que apenas logró levantar la cabeza un par de centímetros. Vincombe le sonrió a aquella momia antigua y luego abrió la boca al máximo. Su pecho y su estómago se contrajeron cuando se obligó a vomitar la sangre que había bebido esa noche. Cayó sobre el rostro de Margaret y sólo un poco le entró en la boca, aunque ella se volvió y removió para intentar beber más
.
Con manos amorosas, Vincombe hizo que entrara en su boca abierta hasta la última gota de sangre regurgitada
.
Justinia lo miraba con ojos desorbitados. No podía estar sugiriendo… pero… ah, sí
.
Por primera vez vio las arrugas alrededor de sus ojos. La delgadez de sus brazos y piernas, como si los músculos comenzaran a marchitársele
.
Vincombe estaba envejeciendo
.
Ella estaba demasiado absorta en sus propios planes para pensar que eso también le sucedería a ella. Algún día
.
Por el momento… aquello era una información que podía utilizar
.
—
Acepto humildemente la carga —dijo, porque era lo que él quería oír
.
Clara salió a toda prisa a la zona de aparcamiento para dirigirse en línea recta hacia su Mazda. Si Glauer la seguía, decidió, se negaría a hablar con él. Daba igual si se disculpaba por lo que había dicho, e incluso si prometía ayudarla a encontrar a Laura. Simplemente no se le hablaba a la gente de aquella manera, nunca, y…
Estuvo a punto de no fijarse en la furgoneta.
Nunca había sido una verdadera poli. Había comenzado como fotógrafa policial, y hasta hacía poco no había comenzado como especialista forense. Así pues, no tenía el tipo de instintos que desarrollan la mayoría de los polis, las dotes de observación que se convierten en una segunda naturaleza con el paso del tiempo. Había sido una fotógrafa muy buena en su momento, pero que muy buena, y la furgoneta era lo bastante fea como para ofender su sensibilidad. Era un modelo grande y negro, que tenía una escena de lobos aullando a la luna pintada con aerógrafo en un lateral, y no muy bien pintada. Frunció los labios en un gesto de asco. Era el tipo de vehículo que a ella y sus amigos del instituto les habría parecido la furgo de un pervertido zumbado.
Se encontraba aparcada cerca de la salida del aparcamiento, y podría haber pertenecido a un cocinero o un pastelero que trabajara en la parte posterior del restaurante. Pero eso no explicaba por qué estaba abierta la puerta lateral corredera de la furgoneta, ni por qué tenía el motor en marcha.
Intentó hacer dos cosas al mismo tiempo. Se volvió a toda velocidad con la intención de gritar para pedir ayuda. Puede que en ese preciso momento no quisiera dirigirle la palabra a Glauer, pero él continuaba siendo un policía, y del tipo que podía intimidar perfectamente a cualquier aspirante a violador. La segunda cosa que intentó hacer fue desenfundar la pistola.
Unas manos huesudas le impidieron hacer ambas cosas. Una se apretó sobre su boca y ella sintió que los dedos que se le deslizaban entre los dientes tenían un sabor seco, muerto. Otra mano le sujetó la muñeca antes de que pudiese siquiera desabrochar la correa de la pistolera.
—No te muevas. No digas nada —le dijo el atacante, que se encontraba detrás de ella. Tenía una aguda voz que reía tontamente y que ella conocía demasiado bien—. No vamos a matarte… todavía.
Había dicho: «vamos». Eso sugería que había otros. Se había metido en una trampa horrenda. Y sabía con exactitud quién se la había tendido, y lo mal que podían ponerse las cosas, y con qué rapidez.
—Eso es. Vamos a dar una vueltecilla en coche. Quédate callada y no te haré mucho daño. Je, je.
Clara pensó en otras dos cosas que podía hacer. Esta vez tuvo más éxito.
Hizo girar la muñeca dentro de la esquelética mano que mantenía la suya apartada de la pistolera. Los dedos del atacante se deslizaron hacia abajo, sobre la parte más ancha de la mano de ella, y perdieron la férrea presa. Al instante, su mano quedó libre.
Lo otro que hizo fue morder con mucha fuerza los dedos que tenía metidos dentro de la boca.
Durante sus estudios como analista forense le habían exigido que tomara al menos un curso de defensa personal. Se había apuntado a los cuatro que ofrecían, y obtenido sobresaliente en todos ellos.
El atacante gritó. Los dientes humanos podían atravesar de un mordisco los pequeños huesos de los dedos de cualquiera si mordían con la suficiente fuerza. Los dedos de los medio muertos eran mucho menos sólidos. Las articulaciones que tenía dentro de la boca se separaron por los nudillos, y se le llenó la boca de carne seca, carente de sangre. Tenía unas ganas desesperadas de escupirlo todo… pero aún no.
El cierre de la pistolera se soltó con un chasquido, y su mano se cerró al instante sobre la Glock. Giró sobre los talones y disparó a bocajarro al pecho del atacante.
Cayó como una muñeca de trapo. Era un varón delgado, de alrededor de veinticinco años, que vestía una sudadera con capucha. Igual que el otro al que había perseguido desde la tienda de la gasolinera, al que había hecho pedazos el semirremolque. Éste estaba en baja forma. Pero no había manera de que Fetlock pudiera negar que se trataba de un medio muerto.
Lo único que tendría que hacer sería echar una mirada a la cara de aquel hijo de puta.
O a la ausencia de cara.
«Como espaguetis hervidos» era lo primero que siempre se le ocurría a Clara cuando veía una de esas cosas. Lo segundo era que no quería volver a comer espaguetis nunca más. Los medio muertos eran criaturas antinaturales, atormentadas por su propia existencia no muerta. Expresaban su angustia rascándose la cara con sus uñas rotas hasta que se desprendía toda la piel. Lo que estaba mirando era tejido muscular desnudo, exangüe, encogido y tenso sobre el cráneo del hombre. Sus ojos oscilaban como ostras podridas en una masa de temblorosa carne fibrosa. Su boca carente de labios se extendía hacia los lados en una mueca que mostraba todos los dientes.
Gritaba pidiendo misericordia, apretándose el pecho herido con la mano mutilada. Su voz era tan aguda y chillona que a Clara le hacía daño a los oídos. Le dio una patada en la cara y él calló. Otra cosa más que le habían enseñado en la academia. Lleva siempre zapatos cómodos y prácticos.
Había dicho que había otros. Retrocedió un paso hacia el restaurante, observando el aparcamiento en busca de cualquier signo que indicara que había otro atacante. Detrás de sí oyó sonar una campanilla, y estuvo a punto de disparar la pistola a causa del pánico.
Pero no era un medio muerto lo que tenía detrás. Era Glauer. No dijo una sola palabra. Se limitó a avanzar para cubrirla con su arma.
—Hay más —dijo ella—. No sé cuántos.
Miró a través de la oscuridad hacia la furgoneta, intentando ver si había alguno de ellos en el interior. Pensaba que podría haber alguien en el asiento del conductor, pero resultaba difícil saberlo.
—Vale. Avanza despacio. Nuestro objetivo es esa furgoneta.
—Entendido —respondió Glauer en voz baja.
Se movían un paso por vez, espalda con espalda, cubriéndose el uno al otro en perfectos arcos de disparo que abarcaban la totalidad del aparcamiento, exactamente como les habían enseñado.
A Clara no se le ocurrió mirar hacia arriba.
—¿Ves algo? —preguntó Glauer.
—No, yo…
La respuesta de Clara se cortó en seco cuando algo atravesó el aire hacia ella, volando a demasiada velocidad para que pudiera apartarse. El tiempo pareció ralentizarse, de modo que Clara tuvo una oportunidad perfecta para ver llegar un gran cuchillo afilado de cocina que iba hacia ella, girando sobre los extremos. Intentó volverse hacia un lado y consiguió que se le clavara en la cadera. Le atravesó limpiamente la falda, le perforó la piel y luego cayó y repiqueteó en el suelo.
Clara gritó y cayó sobre una rodilla.
Glauer ya había reaccionado. Giró, con la pistola sujeta con ambas manos, y disparó contra una silueta oscura que había en el tejado del restaurante. La silueta estalló en una nube de fragmentos de hueso y alaridos. Al instante, otras tres sombras se separaron de un lateral del restaurante, donde había unos contenedores, y corrieron hacia la furgoneta.
Glauer disparó dos veces más, y las balas casi le arrancaron a uno un brazo. Clara intentó apuntar con su pistola pero, antes de que pudiera hacerlo, los medio muertos saltaron dentro de la furgoneta, que se alejó en la noche haciendo rechinar los neumáticos.
—¿Estás herida? —preguntó Glauer—. Llamaré a una ambulancia y…
—Por nada del mundo vamos a quedarnos sentados aquí esperando refuerzos —dijo Clara. Se puso de pie. Podía apoyarse en la pierna herida, y con eso le bastaba. Sacó del bolsillo las llaves de su coche y corrió hacia el Mazda—. Vamos —dijo—. Vamos en mi coche. Sé cómo conduces.
—Esto es una mala idea —insistió Glauer, mientras ella metía una marcha del coche y se lanzaba a toda velocidad.
—El cinturón —dijo ella.
Él se lo puso.
Clara estaba dejando el asiento perdido de sangre. El tajo de la cadera no era profundo, pero por la sensación parecía grande. No había tiempo para hacer nada por él. Pisó a fondo el acelerador y salió a toda velocidad tras la furgoneta, que apenas podía ver más adelante. Iba con las luces apagadas, pero la pintura era más oscura que la polvorienta vía de dos carriles, así que parecía una sombra enorme que intentara huir de la luz de la luna.
—Fetlock va a tener un berrinche cuando se entere de esto —le dijo Glauer.
—A lo mejor sufrirá un infarto y nosotros conseguiremos un nuevo puesto. ¿Quieres hacer el favor de informar ya de esto? En este estado es ilegal hablar por el móvil mientras conduces. Si no, lo haría yo misma.
Glauer soltó un gruñido de descontento, tal vez por el hecho de que Clara le recordara cómo hacer su trabajo. Sacó su móvil del bolsillo y tuvo que entretenerse un poco con él porque le había quitado la batería. Al fin logró ponerlo en funcionamiento.
—Aquí el agente especial Glauer del cuerpo de los marshals. Estoy persiguiendo una furgoneta de último modelo, negra y con un grafiti pintado en un lateral, que se dirige hacia el nordeste por Washington Pike. Solicito toda la ayuda disponible.
Ante ellos, la calle serpenteaba a través de una zona comercial brillantemente iluminada. Clara ya podía ver mejor la furgoneta y había acortado mucho la distancia que los separaba. Se encontraba a unas pocas docenas de coches por detrás. El medio muerto que conducía la furgoneta estaba forzándola hasta el límite, pero la velocidad máxima de una furgoneta jamás podría superar la velocidad máxima de un Mazda. Les darían alcance, y pronto.
El problema era, ¿qué harían entonces? Clara nunca había ido a un cursillo de persecución automovilística. No tenía ni idea de cómo se hacía para conseguir que un coche se detuviera. Tal vez debería haber dejado que condujera Glauer, después de todo.
Apretó los dientes. La herida de la cadera empezaba a dolerle. Pero maldita fuera si iba a permitir que ahora escaparan. Laura no se habría dado por vencida. Pisó el acelerador a fondo e intentó poner toda su voluntad en hacer que el coche corriera más.
Al parecer, los medio muertos sabían que no podían escapar, al menos sin jugar sucio. Ante ella, la puerta posterior de la furgoneta se abrió y quedó meciéndose de un lado a otro como el ala de un murciélago herido. Vio que en el interior los medio muertos se sujetaban a lo que podían para no caer fuera del vehículo. Uno de ellos se asomó por la parte trasera y lanzó algo.
El objeto describió un arco en el aire, en dirección al parabrisas del Mazda, y Clara, de forma refleja, se apartó a un lado como si quisiera evitarlo, pero no logró girar el volante antes de que el proyectil se estrellara contra el coche.
—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó. Había estado demasiado concentrada en la calle como para verlo con claridad.
Glauer no respondió de inmediato.
—¿Qué nos están tirando? —volvió a preguntar Clara.
—Era… era un brazo —dijo él.
Los ojos de Clara se desorbitaron.
—Fuera del restaurante le disparé a uno en un brazo. Ya sabes que se hacen pedazos cuando les disparas. Debe haberse arrancado el brazo herido para lanzárnoslo —explicó él. Daba la impresión de que estaba a punto de vomitar las tortitas que había comido.
—Aguanta —dijo Clara—. Necesitamos que…
Se interrumpió cuando una pierna que aún llevaba puesta una bota de excursionista se estrelló contra el parabrisas, y una larga resquebrajadura se abrió en el cristal.
—No puede ser —dijo. Una cabeza que chillaba en silencio llegó volando por el aire hacia ella, que giró el volante de modo involuntario para evitarla—. ¡Glauer… están haciéndose pedazos los unos a los otros, ahí dentro!
—Supongo… que no tienen nada más que tirarnos —le respondió él.
—¡Haz algo!
El corpulento policía se volvió para mirarla, pero ella no se atrevió a desviar los ojos de la carretera durante el tiempo suficiente como para establecer contacto ocular.
—¿Como qué? —quiso saber él.
—Como asomarte por la ventanilla y dispararles, evidente —dijo ella, mientras se preparaba para la llegada de otra pierna que rebotó en el techo del Mazda.
—¿Estás de broma? Ésta es una zona comercial en un sábado por la noche. Debe de haber cientos de civiles a nuestro alrededor —replicó él.
Ella desvió los ojos a toda velocidad hacia un lado y otro, y vio que estaban pasando ante unos enormes grandes almacenes. Había muchísimos coches en el aparcamiento. Glauer tenía razón. Cualquier bala perdida podría acabar dentro de esos grandes almacenes, o en el bar de temática deportiva de enfrente. «Maldición —pensó—. Laura lo habría hecho de todos modos.» Habría sido muy cuidadosa con los disparos que efectuara, pero se los habría cargado.
Jameson se habría puesto a disparar sin más y no se habría preocupado. Pero, por otro lado, Jameson Arkeley había acabado convirtiéndose en un vampiro para luchar mejor contra ellos. Y eso no había acabado bien.
—Vale —dijo Clara. Un brazo que alguna vez había sido humano cayó en la calzada y el Mazda rebotó al pasarle por encima—. Bien, no dispares… pero piensa en otra cosa. ¿Cuánto te han dicho que tardarían en llegar los refuerzos?