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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (15 page)

—¿Y eso por qué? —dijo Kevin, casi gritando. Toda la mesa se había quedado en silencio y los vendedores los observaban perplejos.

—Porque es usted demasiado bueno para nosotros —respondió el encargado. Lo dijo con una sonrisita en los labios. Kevin sintió que se apoderaba de él una rabia incontenible, pero entonces recordó lo que le había dicho Micky: «Si te piden que te vayas, te vas». Y, no obstante, parecía tan injusto, tan antidemocrático. Él no había hecho trampas, se había valido de su inteligencia para vencer a la banca.

También había ganado veinte mil dólares y había conseguido el teléfono de una animadora de fútbol americano. A fin de cuentas, había sido una buena racha.

«A la mierda», se dijo Kevin. Se encogió de hombros y, pasando al lado del encargado sin molestarse en mirarle, se dirigió hacia la puerta:

—Total, tampoco me ha gustado nunca este casino. Apesta a humo.

Kevin estaba sonriendo cuando llegó a la puerta de cristal que daba a la pasarela móvil que comunicaba el casino con el Strip. Martínez y Micky no le habían mentido: que te expulsaran de un casino no era tan grave. Los contadores de cartas tenían la ley de su parte y los casinos no podían hacer nada al respecto. Las Vegas era una puta mina de oro y Kevin iba a quedarse hasta la última pepita.

Empezó a caminar por la pasarela deslizante, deslumbrado por las luces de neón de su cubierta transparente. Si hubiera mirado hacia atrás, tal vez se habría dado cuenta de que un hombre alto y de facciones angulosas, con la cara marcada, el pelo plateado y unos fríos ojos azules, le observaba tras el cristal de la puerta principal.

TRECE

Chicago, mayo de 1995

—O sea que así es como tiene que ser. Lo has pensado bien y así es como te sientes —dijo Felicia.

La primavera se estaba terminando para dar paso al verano en el aeropuerto Logan. Felicia estaba de pie, visiblemente incómoda, en un rincón de la terminal de Delta Airlines. Kevin intentaba pensar qué decir para borrar la terrible expresión de abatimiento que veía en el rostro de Felicia, pero ya no podía darle falsas esperanzas. Con las manos se enderezó el traje gris marengo Armani que llevaba para recordarse la vida que estaba eligiendo.

—Lo siento, pero es lo que tenemos que hacer, Felicia. Dentro de poco nos graduaremos y ambos nos vamos a vivir a otra ciudad. Creo que nos lo debemos el uno al otro.

Era mentira, por supuesto, pero en el último año Kevin se había convertido en un maestro de la mentira. Aunque había necesitado varias semanas para darse cuenta de ello, Kevin había decidido terminar su relación con Felicia justo en el momento en que Teri Pollack se había sentado a su lado en la mesa de Blackjack.

—Podríamos intentarlo —dijo Felicia. No podía entenderlo, le estaba impidiendo vivir la vida que él quería vivir. Kevin cogió su maleta, rezando para que anunciaran su vuelo antes de que las cosas se pusieran aún más feas.

—Tú estarás en la facultad de Medicina de San Francisco —respondió— y yo seguramente trabajaré en la Bolsa de Chicago.

Había hecho dos entrevistas para el Bartlett Group, un banco de inversión situado en la zona occidental de la ciudad. Envió el currículo para complacer a sus padres, porque aún no habían superado el hecho de que no quisiera estudiar medicina ni hacer un posgrado. En realidad, tampoco quería trabajar en un banco, pero sabía que no podía quedarse en Boston sin trabajar, como Martínez y Fisher. Aún no estaba preparado para hacer del Blackjack su profesión a tiempo completo, cuestión que le había llevado a discutir acaloradamente con Fisher varias veces, pues Fisher empezaba a tomarse las cosas muy en serio tras ver los grandes beneficios que habían conseguido durante los últimos seis meses. Finalmente, Micky había intervenido sugiriendo que el trabajo de Kevin en Chicago podía ser positivo, ya que así estaría más cerca de Las Vegas y podría servir como tapadera para algunos de sus alias. Martínez se había mantenido totalmente al margen. Él estaba con Fisher, pero no le gustaba imponer sus opiniones a los demás.

En realidad, Fisher no tenía por qué preocuparse: lo último que quería Kevin era desvincularse del equipo. Los últimos tres viajes a Las Vegas habían sido los mejores de toda su vida. Había pasado casi todo su tiempo libre con Teri, utilizando los regalos de los casinos para que cayera rendida a sus pies. En cualquier otro sitio, Kevin se hubiera sentido demasiado inseguro para intentar impresionar a una mujer como Teri, pero en Las Vegas él era el gran jugador, él poseía todas las llaves de la ciudad. Tenía reservas permanentes en los restaurantes más
chic
y entradas de primera fila para todos los espectáculos. Lo único que le impedía vivir sin reservas su nueva vida era Felicia: la graduación era la excusa perfecta para deshacerse de ella.

—Lo siento —dijo Kevin cuando vio que anunciaban su vuelo en las pantallas—. Sé que seguiremos siendo amigos.

Felicia le dedicó una mirada desgarradora, pero luego la suavizó con un abrazo. Al tenerla entre sus brazos, Kevin notó que estaba temblando.

—Buena suerte con la tercera entrevista —dijo Felicia antes de irse.

Kevin observó cómo se iba. Luego cogió la maleta y se fue hacia la puerta de embarque. Se regañó a sí mismo por el nudo que tenía en la garganta: estaba haciendo lo correcto. De hecho, tendría que haberle dicho que no le acompañara al aeropuerto; con su presencia lo único que había conseguido era decir más mentiras.

La verdad es que no había tercera entrevista. Se iba a Chicago porque había quedado con Martínez, Fisher y el resto del equipo.

Durante el último viaje, había descubierto un barco casino amarrado en el Fox River, cerca de la ciudad de Elgin, situada a unos cuarenta minutos de Chicago. Tras hacer una excursión de reconocimiento por su cuenta, había invitado al resto del equipo a que lo evaluaran. Micky había dado el visto bueno a la distribución del casino, así que lo añadieron a su lista de destinaciones. Era un buen sitio para descansar de Las Vegas, sobre todo ahora que había empezado la temporada baja. Aparte de algún que otro espectáculo y la fiesta del Día de la Independencia, durante el verano la gente tendía a evitar el desierto de Nevada.

Era un buen momento para que el equipo se fuera de gira.

El Grand Victoria Casino era el local de juego más grande de todo el estado de Illinois y el más extraño que Kevin hubiera visto nunca. Se había construido al estilo de los barcos de vapor del siglo XIX, pero en realidad parecía una mezcla entre un parque de atracciones y un decorado de Hollywood fastuoso pero un poco cutre. El barco, ataviado de luces brillantes y adornos de madera, se había construido a una escala tremendamente ambiciosa; antes de entrar en el casino propiamente dicho, los visitantes pasaban por un pabellón de siete mil quinientos metros cuadrados bajo un techo de diecisiete metros de altura que lucía un reloj de dos metros y medio de alto. El casino presumía de recibir diez mil visitantes al día, algo aún más impresionante por el hecho de que la capacidad del barco era de sólo mil doscientas personas, lo cual significaba que el Grand Victoria estaba siempre hasta los topes. Gracias a las veintiséis mesas de Blackjack repartidas por la cubierta del barco, resultaba un lugar ideal para contar cartas, pues ofrecía un equilibrio perfecto entre una multitud donde esconderse y un cómodo acceso a las mesas. Además, en palabras de Micky, el Grand Victoria era un casino «con ganas de acción». Aunque el límite de las mesas era de dos mil dólares por mano, nadie iba a molestarles cuando empezaran a apostar a lo grande. Algunos casinos de Las Vegas —y todos en Atlantic City— «frenaban la acción» enviando al jefe de mesas a que vigilara al jugador por encima del hombro cuando empezaban las grandes apuestas.

Habían quedado con todo el equipo en el Buckinghams Steak House, el único restaurante de nivel que había en el casino, decorado al estilo de un salón Victoriano. Micky asignó su función a cada miembro del equipo; como en Las Vegas, él iba a quedarse al margen para que Kevin, Martínez y Fisher dirigieran el espectáculo. Al parecer Kianna y los demás aceptaban alegremente seguir trabajando como observadores —tal vez fuese por la responsabilidad de llevar grandes cantidades de dinero en metálico, tal vez porque sólo se sentían seguros interpretando ese papel—, de modo que ellos se repartirían por la sala de juegos para cubrir las mesas durante toda la noche. Martínez se adjudicó el primer turno y Kevin el segundo, mientras que Fisher esperaría hasta primera hora de la mañana para terminar la sesión. Por lo tanto, Kevin no empezaría su ofensiva hasta las dos de la madrugada. Además, decidieron que, a diferencia de lo que solían hacer en Las Vegas, los grandes jugadores no observarían mientras esperaban turno. El local era demasiado pequeño: un jugador que de repente pasara de apostar lo mínimo en una mesa a actuar como un niño rico en otra aquí llamaría la atención.

Así pues, Kevin, Micky y Fisher se quedaron en la mesa del restaurante cuando los demás se fueron hacia el casino. Micky repartió puros —unos habanos que le había regalado uno de los inversores anónimos, un magnate inmobiliario que Kevin nunca iba a conocer— y se pusieron a contarse batallitas de Las Vegas. Micky nunca hablaba de su vida anterior al Blackjack; era como si hubiera renacido en el Strip al descubrir su verdadera vocación. Hablaba con veneración del recuento de cartas: para él, era tanto un negocio como una religión. Aunque ya no pudiera jugar, se pasaba la mayor parte de su tiempo libre perfeccionando el arte e introduciendo innovaciones.

Mientras Micky hablaba, Kevin observó cómo movía las manos y se fijó en la fría expresión de Fisher. Era obvio que entre el jefe y el líder del equipo aumentaba la tensión. Kevin se preguntó si sólo era cuestión de dinero: el gran porcentaje de inversión de Micky ponía un tope artificial a lo que Fisher y los demás podían ganar. Aun así, tal vez eso no fuera todo. Kevin no sabía casi nada acerca de la historia de Micky con el equipo. Había reclutado a Fisher y a Martínez y les había enseñado a jugar, pero lo que pasara entre bastidores seguía rodeado de misterio.

Las historias de Micky sobre los viejos tiempos despertaron la imaginación de Kevin y alimentaron aún más el respeto que sentía por la vieja guardia de contadores de cartas. Micky había ganado millones de dólares durante la época dorada del Blackjack, a finales de los años setenta y principios de los ochenta, cuando los casinos aún no se habían dado cuenta del riesgo que acarreaba el recuento de cartas. Los peligros a los que se enfrentaban los contadores también eran mucho más tangibles; las historias de Micky abundaban en relatos de experiencias violentas en cuartos de atrás y peleas con guardias de seguridad neandertales. Aunque lo peor que le había ocurrido a Micky fuera una paliza en el aparcamiento de un hotel, a otros les habían roto los dedos y algunos incluso habían salido peor parados: se rumoreaba que algún contador de cartas había desaparecido tras un paseo en coche por el desierto. Por supuesto, Micky les aseguraba que ahora las cosas eran muy distintas. Los casinos nunca pondrían en peligro sus licencias de juego involucrándose en actividades tan salvajes. En cualquier caso, no cabía duda de que Micky se había ganado cada céntimo de su fortuna.

Con todo, Kevin, viendo la sombría expresión de Fisher, pensó que pronto sería hora de cambiar la guardia. Esperaba que fuera una transición tranquila: le gustaba pensar que el equipo era como una familia alegremente disfuncional. Si a Micky le obligaban a jubilarse, ¿por qué no podía seguir encarnando la figura del padre?

Dejaron los puros para atacar los postres cuando Martínez volvió al restaurante con una sonrisa de oreja a oreja.

—Estamos por las nubes —dijo, sentándose al lado de Kevin—. Los crupieres y los encargados de este casino no tienen ni idea de lo que hacen. Barajan tan poco que ya casi tengo localizadas todas las cartas.

Se desabrochó los pantalones —ahí, en medio del restaurante— y se sacó de la ropa interior una bolsa de plástico llena de dinero en metálico. Kevin hizo una mueca de disgusto al recibir la bolsa calentita y cogió el fajo de billetes:

—No quiero saber dónde te metes las fichas…

A las tres de la madrugada todo el mundo conocía a Barry Chow. El rumor se había extendido por todo el casino como un reguero de pólvora. Un grupo de secretarias que jugaban a la ruleta habían oído que era el hijo de un rico cirujano plástico de Los Ángeles —el médico que había operado a Pamela Anderson y a Cher— y que acababa de salir de un centro de rehabilitación para niños ricos de Indiana. Los viejos que jugaban a las tragaperras estaban convencidos de que su padre era el propietario de Sony, aunque su apellido pareciera chino y hablara inglés a la perfección. A los crupieres —la mayoría chicos de Chicago que habían estudiado en una escuela de Las Vegas— les daba igual quién fuera su padre, sólo se habían fijado en que las propinas las pagaba con fichas negras. Y en cuanto a los jefes de mesas —sobre todo hombres de mediana edad con ganas de conseguir algún día un ascenso—, ellos estaban encantados con su juego. Tal vez estuviera teniendo una buena racha, pero si siempre apostaba dos mil dólares por mano sería bienvenido todos los días del año. Era lo más emocionante que había pasado en el barco desde la breve visita al casino de Michael Jordan hacía dos meses. Y ni siquiera Michael Jordan apostaba como Barry Chow.

Kevin se lo estaba pasando en grande. Era el centro de atención, ahora que Kianna se había marchado tenía una mesa para él solo y estaba rodeado de una enorme multitud de espectadores. Jugaba en los ocho círculos de apuestas a la vez, aprovechando al máximo un recuento de diecinueve positivos. Kianna le había ayudado a quemar un bosque de cartas bajas —robando una y otra vez para superar una mala racha hasta que el recuento volviera a crecer— y ahora la baraja estaba llena de color: los reyes, las reinas, las jotas y los ases iban desfilando con cada movimiento de muñeca del crupier.

Era una preciosidad. En la última ronda de la baraja, Kevin apostó el máximo en las ocho manos, poniendo dos mil dólares en fichas moradas en cada uno de los círculos de apuestas. Sacó siete veintes y un dieciocho contra un siete del crupier. El crupier descubrió su carta tapada y reveló un diez: Kevin había ganado las ocho manos. El crupier empezó a pagarle cuando se dio cuenta de que su estante estaba vacío. No tenía suficientes fichas para cubrir las ganancias de Kevin.

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