Read Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos Online

Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra

Tags: #Relatos fantásticos

Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos (14 page)

Al día siguiente se celebró el entierro de Gerardo Dijoux. Su anciana tía no dejó de repetir lo hermoso que había quedado el joven y lo bien que le sentaban sus barbas. Mientras que en el cementerio de Guacamalindo el enterrador colocaba una lápida con el nombre de Gerardo Dijoux grabado en la piedra, en la abandonada funeraria el viento mecía un cartel con la leyenda: “Cerrado por unas largas vacaciones”. Al mismo tiempo, en la estación vacía una atractiva pareja esperaba el tren. Todo Guacamalindo estaba congregado en el entierro y nadie los vio subir al vagón. La mujer se cubría el cabello y el rostro con un pañuelo de flores y unas enormes gafas de sol. El hombre guardaba un cierto parecido con Clark Gable. La pareja entró en uno de los compartimentos, colocó el equipaje en el portamaletas y dejaron en el asiento de enfrente un gran maletín negro. Se sentaron y observaron como Guacamalindo iba haciéndose más y más pequeño, hasta que sólo pudieron distinguir el original campanario de su iglesia. Él se pasó la mano por su rostro, se detuvo en el bigote y con un deje de nostalgia en la voz dijo:

—Creo que echaré de menos mis barbas.

Ella acarició el maletín negro y contestó:

—Francamente, querido, me importa un bledo.

Cuentos de Maronía

Ilustrados por Xavier Casals

La maldición de las mujeres sirena

La mañana del primer sábado de otoño transcurría plácida y perezosa para los clientes de la barbería El borreguito pelado. Sus tertulias sabatinas eran una costumbre sagrada entre los hombres más ilustres de Maronía, y de hecho, ningún suceso podía considerarse importante en la isla si no era digno de mencionarse en los corrillos de la barbería de Don Eladio.

No obstante, aquel día, los tertulianos habían tenido poco trabajo. Pasadas las doce del mediodía, las novedades de Maronía habían sido ya ampliamente debatidas. Ahora, envueltos en silencio, todos disfrutaban de la suave luz otoñal que se filtraba por la persiana del escaparate. Don Eladio repasaba las patillas al médico del pueblo. Lorenzo, su aprendiz, lavaba distraídamente los escasos cabellos del señor párroco. Y de cuando en cuando, desde las butacas en piel rojiza, donde los demás clientes esperaban su turno, se escuchaba algún que otro leve ronquido.

De repente la puerta se abrió, y una muchacha entró de forma precipitada en la barbería. La reconocieron al instante. Era la ayudante de Berta la comadrona. Todos la observaron expectantes. Algo muy importante debía haber pasado si se atrevía a interrumpir la sagrada ceremonia masculina de los sábados en la barbería. A la chiquilla, que no llegaba a los quince años, le resbalaban gotas de sudor por las mejillas y le faltaba el aliento, como si hubiese estado corriendo un largo trecho. Miró alrededor, cohibida, y finalmente, fijando sus ojos en el suelo, pronunció las siguientes palabras:

—Doña Berta me manda avisarles que Arcadia, de las muchachas Aguaclara, ha tenido un hijo. Es un varón. Y está vivo.

Un murmullo de sorpresa recorrió la barbería. Jamás había sobrevivido varón alguno en la familia de mujeres Aguaclara. Durante generaciones todos habían nacido muertos. E incluso los hombres que se aventuraban a tener relaciones con alguna de ellas acababan por desaparecer en trágicas circunstancias. Las llamaban las mujeres sirena, y hacía tiempo que ningún hombre respetable quería saber nada de ellas, pese a su indiscutible hermosura. De tez clara y melenas infinitas, con cabellos negros y sedosos, se distinguían por una extraña e hipnotizadora delicadeza. Y por el color de sus ojos. Azulísimos, en todas las gamas, desde el impenetrable color del cielo que amenaza tormenta, al centelleante turquesa de las aguas que rodeaban Maronía. Pero eran mujeres malditas. Tan sólo extranjeros de paso o pescadores de otras islas, embrujados por su atractivo, se atrevían a desafiar la maldición que rodeaba a las mujeres sirena, para perecer, más temprano que tarde engullidos por el mar o víctimas de extrañas enfermedades sin nombre.

De esas uniones fugaces, predestinadas a la desgracia, las niñas eran las únicas supervivientes. Y así, desde hacía más de un siglo, el linaje de mujeres Aguaclara seguía perpetuándose en la isla. Poco se sabía de su origen. Aunque se decía que su familia había llegado en un barco, atestado de emigrantes en busca de fortuna, y que la mala suerte parecía haberlas perseguido desde entonces. Nadie, en kilómetros a la redonda, ignoraba el triste accidente del navío Esmeralda. El barco se había incendiado poco antes de llegar a tierra firme y muchos de los pasajeros habían dejado atrás parientes y amigos para poder salvar sus propias vidas. Desde entonces, la parte de la isla a la que habían llegado los escasos supervivientes, era poco frecuentada por los habitantes de Maronía. Y precisamente allí, ajenas a la vida del pueblo, era donde vivían las hermanas Aguaclara, descendientes de aquellas primeras mujeres, quizá ya malditas, que habían sobrevivido al naufragio.

En cuanto la portadora de noticias se hubo marchado, las reacciones del barbero y sus clientes en El borreguito pelado no se hicieron esperar. El párroco se había levantado y con los cabellos chorreando se esforzaba por hacerse escuchar. Don Eladio, todavía con la navaja en la mano, gesticulaba intentando poner orden en una algarabía de voces similar al cacareo de las gallinas en un corral. Todos querían dar su opinión. Aquello les parecía imposible. ¿Significaba este niño el fin de la maldición de las mujeres sirena? ¿Tendría algo que ver con la extraña desaparición de la hermana pequeña de Arcadia, la joven Adriana? Hacía mucho tiempo que no se sabía nada de ella. Inmersos en la discusión, nadie se percató de que Lorenzo, el aprendiz, había desaparecido de la estancia, y de que, sigilosamente, se había metido en el cuartucho donde Don Eladio guardaba los tintes y los botes extra de espuma de afeitar. El muchacho estaba pálido. Se apoyó en la pared y se dejó deslizar hasta tocar el suelo. Allí, sentado en la penumbra, metió la mano en el bolsillo de su delantal. Sacó un trozo de tela azul, deshilachado, y lo apretó en su puño. Adriana. Él sí recordaba el tiempo exacto que hacía desde que ella había desaparecido. Seis meses, dos semanas y un día. Durante todo ese tiempo había guardado el viejo lazo, llevándolo siempre consigo, desgastándolo con el roce permanente de sus dedos. Era todo lo que le quedaba de ella y hasta aquel instante se había obligado a conservar un suspiro de esperanza. Los extraños acontecimientos que había presenciado le permitían creer en una magia, esta vez benévola, que algún día pudiera devolvérsela. Mas ahora tenía la certeza que no iba a ser así. Cerró los ojos, mareado por la ansiedad y el sofocante calor del diminuto cuarto, y la vio, tal y como era aquella mañana en la que había estado con ella por última vez.

Fue en la playa donde vivían las hermanas Aguaclara. Allí se habían encontrado los dos, cada día, desde que eran tan sólo unos niños. Huérfano de madre y con un padre atado a la botella de aguardiente, nadie se había preocupado de advertir a Lorenzo sobre las mujeres sirena, y desde pequeño había jugado en aquella playa abandonada. Una tarde, mientras buscaba tesoros imaginarios de piratas en la orilla, una pequeña sombra se había aproximado, arrodillándose a su lado. Al girarse, Lorenzo descubrió unos extraordinarios ojos azules que le sonreían tímidamente, y desde aquel momento su voluntad quedó hechizada por la mirada líquida de Adriana. Los dos se hicieron inseparables. Lorenzo no tardó en relacionarse con el resto de mujeres sirena, la madre, las tías y las hermanas de Adriana, y ellas se convirtieron en la única figura materna que el niño había conocido. Éste fue su secreto, resguardado por la soledad de aquella playa misteriosa a la que nadie se acercaba y en la que pasaría muchas de las mejores horas de su infancia. Mas con los años, la ingenua adoración se convirtió en un sentimiento más propio de hombres, y los días y las noches de Lorenzo se resumían ahora en una sola palabra: Adriana.

Aquella última mañana estaban tendidos en la arena. Lorenzo hablaba sobre sus dudas acerca de aceptar la propuesta que le había hecho Don Eladio para que se convirtiera en aprendiz de la barbería. Mientras tanto, Adriana, una adolescente de espléndidos quince años, lo escuchaba ausente. Y haciéndose visera con la mano, debido al radiante sol que significaba el principio de la primavera, mantenía su mirada fija en el horizonte. Él se incorporó molesto, y posando su mano en las rodillas de la joven le reprochó su falta de atención.

—Adriana, ¿has escuchado lo que te he dicho? Quizá pienses que es una tontería pero es una oportunidad para aprender un oficio y…

Adriana se giró hacia Lorenzo. Bajó la vista hasta la mano del muchacho y la agarró con fuerza.

—Lo siento, tienes razón. Sé que es importante para ti, para los dos. No obstante, Lorenzo, ha ocurrido algo que llevo temiendo desde hace mucho tiempo, y ahora me resulta imposible pensar en otra cosa. Ayer Arcadia nos confirmó lo que hacía semanas que todas sospechábamos. Está embarazada. No nos importa quién es el padre ni cuál será su destino. Pero el bebé… no hay duda. Es un varón, porque nuestras pesadillas se han hecho diarias y cada noche son más largas e intensas. Y una vez más, si ninguna de nosotras hace algo para evitarlo, este niño nacerá muerto, como todos los otros.

Lorenzo la miró sorprendido. No ignoraba lo que se contaba sobre Adriana y su familia, aunque nunca le había importado demasiado. Mas ahora le sobresaltó la tristeza que leía en el rostro de su compañera e intentó aliviar sus temores.

—Adriana, estás diciendo tonterías. ¿Cómo puedes creer en esas habladurías de viejas? ¿No ves que el tiempo les sobra y el aburrimiento se les acumula en los bolsillos? Para entretenerse no se les ocurre nada mejor que inventar maldiciones fantasma y espantar inexistentes males de ojo.

—Ojalá fuera como tú dices, Lorenzo, y todo fueran estúpidas fabulaciones. Pero los sueños existen. Y se repiten, cada vez que alguna de nosotras se queda embarazada. Tú puedes opinar lo que quieras, sin embargo todas estamos convencidas: lo que nos pasa no es de este mundo. Desde que llegamos a esta isla no hemos conocido la felicidad junto a un hombre y sólo las niñas han sobrevivido. ¿Es esto normal? Tú nos conoces, sabes que no es verdad lo que dicen en el pueblo acerca de nosotras. No somos hechiceras, ni brujas, ni nos relacionamos con demonios o espíritus siniestros como muchos cuentan. Aunque comprendo sus recelos. ¿Qué se puede pensar de unas mujeres que en cien años no han dado a luz un solo varón que resista más de un minuto en esta vida?

Lorenzo la miró. ¿Cómo podían afirmar que ella fuera una bruja o un demonio? Se acercó a ella y aspiró el olor de un cabello que, como todas las mujeres Aguaclara, cuidaba con esmero. Las hermanas se lavaban la cabeza unas a otras en el patio trasero de su cabaña, en enormes barreños perfumados y con jabones que olían a flores y a dulces especias. Él había asistido a esas ceremonias sagradas, y había escuchado sus risas y sus secretos. Las conocía bien y jamás había creído en leyendas ni maldiciones. Y mucho menos a esas horas de la mañana, bajo el influjo del aroma a espliego, a anís y a aceite de coco de los cabellos, los labios y el cuerpo de Adriana.

Ella se levantó y se alejó unos metros hasta una pequeña barca sin remos cuya procedencia desconocían y que habían encontrado en la playa hacía una semana. Se apoyó en el borde y siguió hablando.

—Nunca te he contado que mi abuela creía saber la causa de nuestra extraña maldición, mala suerte o como se le quiera llamar. Ella estaba convencida de que su origen se remontaba a las primeras mujeres Aguaclara que llegaron a esta isla, en el Esmeralda. Su madre le había explicado que eran muy jóvenes y habían embarcado solas, sin padres, pero con un hermano pequeño.

Adriana calló por un instante y hundió sus pies en la arena. Miró a Lorenzo y prosiguió casi en un susurro.

—Cuando empezó el incendio y se oyeron los primeros avisos de alarma, ellas subieron a cubierta para averiguar qué estaba pasando. Le dijeron al niño, que no tenía ni cinco años, que las esperara en el camarote porque volverían allí a recogerlo. El incendio se propagó rápidamente y no pudieron cumplir su promesa, jamás regresaron a rescatarlo. No podemos culparlas porque ellas a duras penas lograron salvarse, pero el niño se quedó allí, encerrado en uno de los camarotes, esperándolas. Mi abuela decía que aquel niño jamás las perdonó y sigue vengándose de nosotras, a través de los hombres que amamos y de nuestros hijos que mueren al nacer. Aunque es algo de lo que a ninguna nos gusta hablar, todas lo vemos en nuestros sueños. Él nos llama, y creo que sigue allí, esperando a que alguna de nosotras vaya en su busca.

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