Read Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos Online

Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra

Tags: #Relatos fantásticos

Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos (10 page)

La ocasión se presentó gracias al hijo de uno de sus protectores más fieles. El licenciado Esteban era un muchacho tímido y escuálido que había estudiado para médico y que, en pocos días, partía a trabajar hacia uno de los más prestigiosos hospitales de la capital. Su padre había hablado con Madame Dadou para prepararle una agradable sorpresa y, debido al carácter un tanto retraído de su hijo, habían acordado que la dulce e inexperta Benigna era la más indicada del burdel. Durante la tarde todo fueron consejos y trucos de cortesana para iniciarla en las viejas artes del amor y embellecerla como si se tratara de una novia antes de dar el “sí”. Le cepillaron un centenar de veces la melena con un peine de púas de plata, traído especialmente de las Indias, que le daba a los cabellos el tacto del satén. La embadurnaron con cremas de efectos milagrosos, que despertaban la libido de los hombres. Le aplicaron polvos para destacar la extraordinaria blancura de su piel, y acabaron con un toque de delicado carmín en mejillas y labios, que acentuaba la belleza de su rostro. Para acabar fue la propia Dadou quien puso el punto final, al prestarle un camisón parisiense, de finos encajes rosados, que Marlene, felizmente casada con el magnate irlandés, había enviado en agradecimiento desde la capital francesa durante su luna de miel.

Anocheció. El joven Esteban esperaba en calzones dentro de la alcoba más lujosa del burdel y parecía más asustado que un pajarillo en las zarpas de un gato. Benigna entró radiante en la estancia que estaba a media luz, para reforzar la intimidad y avivar el deseo de los dos jóvenes. Tropezó con los zapatos de Esteban y más que moverse sensualmente vacilaba por temor ante lo que se le venía encima. Se miraron el uno al otro sin decir nada hasta que Benigna dio el primer paso y se acercó a él. El muchacho, que ya empezaba a sentir calor en las venas y un ligero cosquilleo en la entrepierna, le sacó el camisón y le acarició el rostro, descendiendo lentamente hacia el cuello para llegar a la frontera de sus senos. Se dejó llevar y la besó, pero Benigna lo miraba fijamente como si quisiera decirle algo. Cuando se apartó, ella puso las manos sobre sus hombros y observándolo con ojos absurdamente abiertos, en estado de trance, susurró:

—No vayas a la capital o morirás antes de que acabe el mes.

El pobre Esteban empezó a temblar como una hoja en la oscuridad y semidesnudo salió de la habitación a buscar consuelo en los brazos de Madame Dadou. Pero ni las más sensuales artes de las mejores profesionales del burdel pudieron levantarle el ánimo aquella noche, y las pesadillas no le dejaron dormir durante tres días. Al cuarto decidió no emprender el viaje, y renunció a su plaza en el hospital para quedarse haciendo prácticas con el viejo médico del pueblo, aliviando constipados y curando sarampiones. El padre de Esteban puso el grito en el cielo montando tal escándalo que casi acabó con la reputación de la pobre Dadou. Aquello fue la gota que colmó el vaso y la vieja alcahueta no tuvo más remedio que poner a Benigna de patitas en la calle. Fue a buscarla a su habitación y le dijo:

—Benigna, hija, hay cosas en la vida que vale más no saber y la muerte es una de ellas. Esto es un paraíso para el placer, mi niña, un lugar donde los clientes vienen a dar rienda suelta a las alegrías del cuerpo y no a desentrañar los negros presagios del fin de la vida. Tus predicciones van acabar con mi negocio y no puedo permitirlo. Lo siento mucho pero… debes marcharte.

La mañana de la despedida de Benigna fue un mar de lágrimas. La maleta de la joven rebosaba de trastos tan vistosos como inútiles: un abanico de plumas de avestruz regalo de la Filo, el camisón parisién del viaje de novios de Marlene o el mantón de seda apolillado que le había servido de toquilla en su primera noche de vida. No obstante, sus bolsillos estaban llenos con algunos de los ahorros de las trabajadoras del burdel que, en el fondo y pese a sus rarezas, la querían como a una hija. Madame Dadou, con los ojos rojos, la esperaba a la salida para darle el último abrazo. Cuando cerró la puerta todas se quedaron tristes, en silencio, y la vieja cacatúa Liberta calló desde entonces para no volver jamás a pronunciar una sola palabra.

Al salir del burdel, Benigna pensó en su futuro incierto y miró el billete de tren que debía llevarla hasta un pueblo que a duras penas podía señalar en el mapa. En la estación se dio cuenta que le era imposible mirar a la gente sin adivinar, ipso facto, el día de su traspaso y cuando subió al vagón vio la sombra de un accidente mortal dibujada en todos los rostros de sus compañeros de viaje. Pero ya había tenido suficiente, y sabía de sobras que sus negros presagios no siempre eran bien recibidos. Así que calló, y decidió bajar en un punto intermedio del camino, para evitar el fatídico descarrilamiento que truncó la vida del resto de los pasajeros antes de llegar al final del trayecto.

Benigna se paró en un pequeño pueblo llamado Guacamalindo. Allí, con el dinero que llevaba fundó una casa de comidas donde cocinaba las recetas aprendidas de cada una de las singulares madres que había tenido en el burdel de Madame Dadou. Los platos eran variados y sabrosos: sopa de cebolla a la francesa, albóndigas suecas o el famoso goulash que le había enseñado la Filo. Aunque, sin lugar a dudas, el plato estrella que volvía locos a sus clientes era la tarta strudel de la rotunda Marlene. Con los años Casa Benigna se convirtió en un negocio próspero y respetable y nadie sospechaba que aquella insignificante mujer, blanca como la leche de coco, era la artífice de la milagrosa esperanza de vida en Guacamalindo. Porque la experiencia había enseñado a Benigna que debía camuflar sus artes, y enviaba sus premoniciones de muerte a través de discretos anónimos que nadie desobedecía, por si acaso, pero que tampoco admitían, por miedo a ser tildados de crédulos y cobardes. Todos se beneficiaban de su don, mas lo ocultaban al vecino, y no intentaron jamás descubrir al autor de tan negras advertencias. Y así fue como Guacamalindo, que anteriormente ya era conocido por la longevidad de sus habitantes, burló a la muerte durante mucho más tiempo, convirtiéndose en el pueblo con el índice de mortalidad más bajo de la península.

Al cabo de los años, una mañana en la que Benigna se dirigía a la misa dominical que se celebraba en el pueblo vecino, fijó su atención en un forastero que paseaba por el camposanto anexo a la iglesia. El individuo era alto, de porte elegante y se cubría con un abrigo oscuro que tenía el cuello alzado tapándole el rostro. El desconocido se paró, como si hubiera sentido la mirada de Benigna clavada en él, se bajó el cuello del abrigo y la miró. Sus ojos eran tan negros que parecían vacíos y contrastaban con el color de su piel blanca como las plumas de un cisne. Benigna sintió como se le helaba el aliento y se le erizaba el vello en la nuca. Pero lo más sorprendente fue que, por más que se esforzaba, la muerte de aquel hombre era un misterio para ella. Él empezó a andar, aproximándose. Cuando se encontraba a dos palmos se paró y con un gesto autoritario la agarró del brazo mientras le decía:

—Vamos Benigna, debes acompañarme. Ha llegado tu hora.

Caminaron juntos hasta la casa de comidas. Al llegar, él sin pronunciar una sola palabra se sirvió un trozo de tarta strudel y mientras lo devoraba hambriento Benigna observó sus facciones y se reconoció en la forma de sus ojos, la melancolía del porte y la extraordinaria blancura de su piel. Cuando hubo acabado el desayuno, el extranjero se limpió cuidadosamente con la servilleta. Miró a Benigna y se dignó a hablar de nuevo.

—Tal vez ya has adivinado quien soy, Benigna. Como puedes ver hasta yo tengo debilidades y tu madre fue una de ellas. Te agarraste a su vientre con una fuerza sobrenatural y ni yo mismo fui capaz de devolverte al sitio de donde nunca debiste salir. Sí, fui débil porque hasta yo puedo equivocarme, hija mía. Durante estos años he sido paciente aunque hayas boicoteado mi trabajo hasta tal punto que, en este pueblo, me han perdido todo respeto y casi hay más viejos que niños. Al lado de aquellos que estaban a punto de ser míos te encontraba a ti, dispuesta a impedir que las cosas siguieran su curso. Pero hoy he venido a acabar con un despropósito que ha durado demasiado tiempo. No temas, no vas a sufrir. También puedo ser delicado si lo deseo. Ha llegado tu hora y mucho me temo que esta vez te he pillado por sorpresa.

Al cabo de cinco minutos, el extranjero cogió el largo y negro abrigo y salió de forma apresurada porque tenía mucho trabajo retrasado por hacer en Guacamalindo. Dentro dejó el cuerpo inerte de Benigna. Cuando la descubrieron, al día siguiente, su expresión era serena y estaba más blanca que nunca porque su piel tenía el color de la muerte.

Un milagro para un santo

Por la ventana de la cocina se escapaba un aroma a canela, anís y miel que dormía la voluntad y despertaba los sentidos. Perucho trajinaba nervioso a un lado y a otro de la diminuta estancia, atestada hasta el techo de cacerolas sucias, sacos de harina y botes con especias dulces y miel. Del horno salía un humo que olía a golosina, y el pastelero se acercó para ver si la torta de ajonjolí y anís estaba ya en su punto. Inclinándose, pinchó con un tenedor la masa dorada, concluyendo que faltaban todavía unos minutos para poder sacarla. Así que miró alrededor e intentó descubrir un lugar libre donde sentarse a esperar. En una esquina vio un taburete cubierto de harina, lo sacudió y se sentó, contemplando el desorden que lo rodeaba.

—Así no hay quien trabaje —masculló Perucho—, hasta las cucarachas han huido por falta de espacio.

Aquella cocina de juguete no era precisamente la pastelería con la que soñaba desde que su padre le había enseñado a hornear sus primeras galletas. De tanto inventarla había llegado a gastarla, aunque todavía podía imaginar los estantes del tamaño de un gigante, repletos de brazos de gitano, pasteles multicolor y delicados bombones, ofrecidos por sonrientes dependientas vestidas con delantales de organdí. Mas ahora, que todo Guacamalindo andaba revolucionado con la construcción de su primera iglesia, ese sueño le parecía más lejos que nunca. El alcalde, Don Honorio, era el impulsor del divino proyecto. Y Perucho estaba seguro de que la solicitud para iniciar las obras de su pastelería estaría guardada en el cajón de los asuntos pendientes del alcalde. El pastelero se encogió de hombros. Esperaría. Y seguiría esmerándose con los pastelillos de crema y azúcar glasé que tanto parecían gustar a Don Honorio. Se acordó entonces de los que había abandonado en el alféizar de la ventana, y que eran para el pleno extraordinario de la tarde, en el que debían decidirse las bases para la construcción de la nueva iglesia. Se levantó para taparlos, antes de que acabaran derretidos al sol. Y cuando iba a extender sobre ellos el único paño limpio que le quedaba descubrió tres puntos negros posados en los dulces. Enojado y con una blasfemia, espantó las moscas de un manotazo, sin saber que en unos días iban a convertirse en el instrumento celestial que obraría el mayor milagro conocido hasta entonces en Guacamalindo.

Las moscas huyeron precipitadamente, aunque dos de ellas no llegaron muy lejos. Atraídas por los geranios que adornaban el balcón de Muñequita Elvira, entraron en su casa. Dieron una vuelta y acabaron posándose en la colcha de su cama, bordada con anclas y estrellas de mar. Muñequita Elvira no se dio cuenta. Sentada frente al espejo del tocador, daba los últimos retoques a su peinado para asistir a la reunión extraordinaria en el ayuntamiento. Mientras se atusaba un mechón de cabello ceniciento, pensaba satisfecha en que por fin iban a acabarse las excursiones de los domingos a la iglesia del pueblo vecino. Le costaba reconocerlo, pero cada semana el camino se le hacía más largo y pesado. Porque, pese a que seguían llamándola Muñequita, por su cuerpo diminuto y espigado, ya rondaba los cincuenta y sus flacas piernas no respondían como hacía veinte años. Además, tener al Señor a un tiro de piedra forzosamente habría de traerle algún beneficio para la consecución de sus plegarias. Elvira contempló sus tirabuzones y dejó las tenacillas encima del tocador. Abrió el primer cajón y cogió el rosario que su madre le había regalado con el último suspiro. Y recordó la escena, y sus últimas palabras, mientras le recomendaba guardar en casa y bajo llave, la honra y el corazón. Elvira había seguido el consejo materno hasta que un marinero con aires de marqués convirtió en humo la advertencia. Ella aceptó entonces, como palabra de ley, cada una de las promesas de amor eterno de aquel pirata de los sentimientos y lo esperó durante mucho tiempo. Mas el marinero, en cuanto su barco levantó el ancla para escapar a otros puertos, no volvió a acordarse de ella. Con los años, Elvira, lejos de sentirse rechazada, se había convencido de ser demasiado para cualquier hombre, y se había consagrado con el cuerpo y la mitad del alma a una vida piadosa y recatada. Cuidaba, con esmero de madre frustrada, su pequeño jardín de rosas blancas y flores de azahar, daba clases de canto a las niñas de Guacamalindo y bordaba con motivos marineros todo trozo de tela que caía en sus manos. No se olvidaba de rezar el rosario cada noche antes de acostarse, y jamás había dejado de asistir a las misas dominicales del pueblo vecino. Pero la otra mitad de su alma seguía suspirando por un ladrón que robara de nuevo la llave de su más preciado tesoro. Elvira suspiró y guardó el rosario. Todavía tenía que elegir vestido y abrillantar sus botines, y debería darse prisa si no quería llegar tarde a la reunión en el ayuntamiento.

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