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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

Una tienda en París (9 page)

CAPÍTULO 10

El carpintero hincó su cincel en una pequeña muesca del portalón del sótano y fue descosiéndolo poco a poco del suelo para poder abrirlo.

—Tiene usted agallas si quiere bajar ahí abajo. Eso, hoy por hoy, es una cueva oscura —dijo mientras arrodillado recogía su instrumental repartido por el suelo.

Al principio no estaba muy convencida pero tampoco tenía miedo. En absoluto. El miedo me era extraño y si pensaba en Alice era solo porque la obsesión de los últimos días me llevaba al punto de esperar su aparición. Que me llamara. Teresa, estoy aquí. Poder saber qué quería de mí. Su incógnita. Su nombre. No podía, no quería, no dejaba de pensar en ella. Me ofrecía una paz que borraba el aburrimiento de años en Madrid. Y además, y sobre todo, había apagado mi desgana.

Agarré la linterna. El sótano ya estaba abierto y se me ofrecía una oscuridad tan sedante y muda a dos metros bajo mis pies que no era nada tranquilizadora. La imaginación se había disparado a tal velocidad que no era capaz de centrarme en ninguno de mis pensamientos, si miraba abajo se me escapaba de un plumazo la decisión con la que me había puesto allí erguida, dispuesta a todo y determinada a echar para delante. No era más que un sótano, una sala vacía que venía con las escrituras. «Nada más…». Estaba segura de mí misma, animada incluso a todo, pero tenía la impresión de hallarme metida en una película norteamericana de esas de sobremesa donde una mujer se arriesga en el momento cumbre de la cinta para salvarse del agresor. Aquí solo había una profundidad en sombra. Confiaba plenamente en mi ángel de la guarda y en que las escrituras tuvieran parte de razón. Era la necesidad de un cambio de vida lo que me había traído a París, recuperarme de tantos años yermos. No quería que surgiesen de nuevo los miedos de siempre y me contuviesen, esas ansiedades que siempre lo habían estropeado todo. Fue esta nueva sensación de plenitud la que me empujó hacia abajo.

La escalera no podía hacer más ruidos, estaba a punto de quebrarse, avanzaba lentamente, muy lentamente, bajando un escalón, otro, uno más. Mi linterna iluminaba en una dirección y el aire estaba viciado por los años. Mis piernas flaquearon y estuve a punto de perder el equilibrio. Seguía bajando en silencio, pero no en calma, enfocándome a los pies para buscar seguridad. Otro escalón. El único sonido que llegaba de ahí abajo era el suave, crudo y húmedo frío del abandono. Al pisar suelo firme noté un charco de agua y al levantar la luz para alumbrar hacia la pared no pude reaccionar. Estaba completamente desencajada por la situación, la visión me aterrorizó. Era ella. Estaba de pie delante de Alice Humbert. Desnuda, su cara blanca y mirándome a los ojos. Me ahogué. Estaba paralizada. Imposible respirar. Me apreté el pecho y subí corriendo a la superficie más ahogada todavía por la consternación. Retrocedí sobre mis pasos sin pisar los escalones, tenía ya la sensación de flotar por los aires en busca de la calle. Mis pensamientos se entrechocaban sin lograr concentrarse. No había manera de encontrar el oxígeno con el que volver a poner en marcha mi cuerpo entumecido. Estaba preparada para esto, pero si lo estaba no sabía que podía asimilarlo.

Salí a la calle buscando aire. Hélène estaba en su puerta fumando un cigarrillo, cuando me vio aparecer notó que me pasaba algo.

—Thérèse, ¿estás bien? Parece que has visto a un fantasma, estás blanca…

La voz que me llegaba de la vecina era lejana y mis ojos estaban dilatados del esfuerzo visual en la penumbra, derretida de espanto en el portal de mi tienda y con la sangre coagulada sin poder circular de ninguna manera por mis articulaciones. Me apoyé en la pared. Tardé en responder el tiempo que me costó asimilar lo que había visto en el sótano, callada, contenida para no estropearlo todo.

—Es el asma. No me encuentro bien. Creo que la humedad de estas maderas me afecta. Solo necesitaba aire de la calle —dije calmándola y calmándome.

—Eso será pocos días. Para la semana que viene ya no huele esto a humedad, necesita ventilación y que se oxigene la madera.

—Es cierto.

La pared del sótano estaba llena de fotos de mujeres desnudas, todas eran la misma mujer, Alice Humbert. Tal como temía, aquel lugar guardaba todas las respuestas. Su nombre estaba escrito en los reversos de las fotografías y, aunque era imposible leer el texto, gastado por los años, puesto que la tinta se había desdibujado formando manchas azules por la humedad, sí que era posible leer en letras más grandes en una caligrafía preciosa:
Je t’aime
.

Se me saltaron las lágrimas de envidia. Bajo mi tienda, decenas de imágenes de una mujer que guiñaba a la cámara sabiéndose irresistible, con la sensualidad del sexo y los pechos mostrados sin pudor. Orgullosa, presumida, vanidosa, guapa, con la piel perfecta sin mácula de pecas, estrías o imperfecciones. Y todo eso en una época en la que la fotografía te sacaba tal como eras. Alice era una mujer joven y bellísima. Avanzaba lentamente con mi lámpara, más grande y más luminosa en esta ocasión, enfocando todas esas imágenes que salpicaban la pared, respirando un aire húmedo y con sabor a fermento que me descomponía ligeramente. Una leve presión me oprimía la boca del estómago mientras me dejaba llevar a media luz y me preguntaba qué mujer habría sido esa que tenía frente a mí. Su presencia, su cara, la que vi espantada nada más enfocar la linterna la primera vez que bajé, era un primer plano que tenía toda la fuerza vital del mundo, una mujer feliz. Alice sonreía, con la piel nívea, en medio de una atmósfera rancia que se convertía en pura nada más por el esplendor de aquella modelo.

Si el brillo de los años veinte tuvo muchísimos rostros reconocibles, es injusto que uno de ellos no fuera el de esta mujer de las fotos. La serenidad que transmitía su sonrisa en el lucimiento de unos dieciocho años era tan preciosa que obligaba a apartar la mirada buscando otras fotografías de alrededor. Alice aparecía vestida, apoyada en columnas romanas con túnicas que la cubrían parcialmente, sentada en poltronas ofreciendo los pechos al fotógrafo, lasciva con la mano cerca de su sexo, femenina, coqueta con pelo corto a lo
garçon
, infantil, sujetando un pájaro disecado entre los dedos, primaveral en una imitación del nacimiento de Venus. Había fotografías para alimentar el ego de una mujer que tuvo que haber sido la mujer más feliz de París.

Lo siguiente era recogerlo todo con mucho cuidado para guardarlo. Había que hacerlo enseguida, había que hacerlo para evitar que un solo día más en el infierno estropeara la belleza de las fotografías. Tan pronto como salí de compras me hice con una caja de latón que compré en mi calle, «photographies», perfecta para ese recado. En una de las ocasiones en las que bajé después, menos ansiosa que la vez anterior, me di cuenta de que el suelo estaba, además de encharcado en algunas zonas más bajas, obvio por tantos años cerrado, lleno de colillas y paquetes de tabaco Gitanes arrugados. Solo una poltrona baja, ese fue el único mobiliario que encontré en el sótano.

Me metí en la cama con un café con leche caliente, puse la caja de las fotografías a mi lado y empecé a sacarlas extendiéndolas sobre la colcha. Una puede ver su vida en la vida de otros, cada sonrisa, cada pose, cada gesto de libertad de Alice era un reflejo de todo eso que yo no había experimentado más que una vez en mi vida. Me vino a la cabeza Laurent. Cuanto más miraba la felicidad ajena, más reverdecían en mí aquellos meses de vida con mi amor. Si al menos me hubiese dicho por qué se había ido de allí, me hubiese explicado las razones de su partida, habría tenido la posibilidad de formularle reproches, quejas, decirle que se quedara, gritarle que no me dejara sola después de haber llenado mis días de felicidad. Pero se fue. Su partida tan repentina fue tan dolorosa que me había impedido rehacer mi vida de nuevo. Cuando empezaba a fijarme en un chico, cuando volvía a dejarme invitar a una cena —incluso con algún trabajador de la Fundación—, justo en ese momento «aparecía». Una canción que me recordaba a él, un olor que se me cruzaba por la calle y me revolvía las tripas y los recuerdos, una nuca afeitada como la suya que me hacía acelerar el paso como una absurda por la calle para comprobar si era él… Poco a poco me fui cansando de buscar, de esperar su vuelta, de aguardar una carta que me explicara todo, una llamada que justificara su huida, ¿para qué?, ¿qué me podía explicar?, ¿que se había ido? Perdí las ganas de volver a amar. Y también las de volver a verle. Su cuerpo se había quedado en el mío como una calcomanía de colores y por más que intentaba lavarme la piel a tirones, era incapaz llenar su ausencia. No se puede estar más huérfana de lo que lo estaba yo.

Desde la cama noté que había empezado a llover. La ventana del chaflán que miraba al puente tenía una chapa metálica como alféizar y las gotas estaban golpeando como los dedos de un pianista. Primero suave, fue cogiendo ritmo y las teclas empezaron a ser chaparrón. Me cubrí un poco más con las sábanas y me abrigué en la felicidad de Alice. La vida de esta mujer había sido apasionante, foto a foto, me encontraba ante una película de fiestas, excesos y vestidos. La primera fotografía que me llamó la atención era la de la puerta de un café llamado The Jockey en la que aparecían hombres vestidos de traje, encorbatados, aparentemente guapos —la foto estaba en parte desenfocada—, mirando a cámara y orgullosos de las tres chicas que los acompañaban con generoso escote y provistas de joyas que eran vistosas incluso en blanco y negro. En todas las fotos se veía una pandilla libre y abierta, unas veces en cafés, restaurantes, terrazas, pero sobre todo había profusión de fiestas. Alice era una chica con la mirada romántica de los años veinte, una mezcla de puerilidad y sexualidad que debía de haber hecho estragos en los hombres. A veces posaba recostada sobre una mesa con la mirada perdida en sus pensamientos y otras, las más, desnuda ofreciéndose a la cámara. A veces estaban tomadas en salones de un lujo obsceno, entre sillones y mantones bordados que aparecían tirados por las butacas, y otras, en las rocas de un río, recién salida del baño sin más atavío que una cadena al cuello. Treize, Kiki y Alice. Esos eran los nombres que más se repetían en las imágenes; las tres eran bellas, sugerentes y felices. Y así, generosas y picantes, se las veía rodeadas de gente en un
night club
en el que, me sorprendía, posaban también los camareros o el portero negro del local, como si conocieran a todo el mundo. Me fascinaba lo desprovistas de pudor que aparecían las chicas y lo maravillosas que parecían las fiestas, siempre con botellas de por medio, señores de sombrero y pañuelo, barullo y despreocupación. Así todas. La fotografía de Alice apoyada en el quicio de una puerta, desnuda completamente y con una pequeña tortuga a sus pies, estaba marcada con el número 9 de la rue Campagne Première. Parecía el descanso de una sesión de fotos. Llevaba tacones y el corte de pelo a lo
garçon
, la mirada estaba perdida en el suelo de madera y al fondo apenas se podía apreciar nada porque la luz de un gran ventanal había cegado la habitación.

La lluvia había parado. Me quedé un largo rato tumbada en la cama, mordiendo el borde de la sábana, desvelada de sueño y llena de interrogantes. Yo no había vivido nada en comparación con esta mujer, ese era el mayor castigo que me podía infligir a mí misma, ver la felicidad de otros, pero también la mejor gasolina para encender el motor de mi vida. En la vida, lo que a veces parece un final, es realmente un nuevo comienzo. Se me cerraron los párpados y al abrirlos miré a mi alrededor. Alice, Kiki y Treize bebían y brindaban con vino en una de las fotografías. Aquellas fiestas llenas de glamur y bulla me parecían tan deseables, tan apasionantes, tan lejanas… Acabé levantada y pegada a los cristales húmedos y fríos de la ventana. Me sequé las lágrimas.

CAPÍTULO 11

Me hubiera gustado echarla de menos, pero no…, ¿se puede odiar a los muertos? Aquella forma de maltratarme y gritarme con la mirada formaba parte de mi vida desde muy pequeña. Si me sentía culpable de algo precisamente era de eso, de no echarla de menos. Yo solo extrañaba a mi madre. Sin embargo, marqué su número de teléfono con las manos temblorosas confiando en que escucharía su voz gemela. Luego cerré los ojos para oírla… Laurent, tú me dirías: «¿Qué haces, pequeña?, olvida el dolor, quédate con su recuerdo, el verdadero». Y como un golfillo me sacarías a respirar aire y a tomar cañas. Sin embargo, marqué sin hacer ruido en las teclas del teléfono. Silenciándome a mí misma, como si me escondiera en una paradoja absurda de mí. Pero no la oí a ella, sino al director de la Fundación, que estaba contestando a todas sus llamadas lacónicamente: «Teresa, deberías haber venido a Madrid, tía Brígida habría querido que estuvieras en su velatorio».

—No hace falta que vaya, te lo aseguro, te lo aseguro…

Yo ya había visto muerta a esa mujer el día que murió mi madre. La tía estaba erguida junto al ataúd llorando por su hermana gemela y mi único consuelo fue pensar que la que estaba tumbada en aquella seda blanca era ella, y no mi madre. ¿Podría yo haber cambiado lo que sucedió? Mientras me vestía, cerraba los ojos para sentir que eran sus manos, las de mamá y no las de ella, las que me hacían el lazo a la espalda, las que me estiraban el pelo en una trenza o las que abotonaban el vestido. No tenía miedo; mi rol imaginario me hizo creer que la tía era la que cerraron en la caja para sacarla a hombros por los pasillos. Por eso no lloré. Durante meses viví pensando que mi madre seguía viva, conmigo. La seguía por los pasillos, esquivando las sillas o escondida tras los sillones, su misma forma de caminar, su mismo tono de voz, su mismo perfume… Después, aproximadamente dos años más tarde, empecé a darme cuenta de que el «no» también existe. Tuve que aceptar que la tierra se había llevado a mi madre y que me había dejado la copia mala. Entonces vomité.

La echaba de menos. A mi tía ahora también. Porque hasta cuando me gritaba por teléfono, oía la voz de mamá.

CAPÍTULO 12

Miré el mapa y crucé la calle. Mi ánimo investigador me dejó a las diez y media en la esquina que abre Campagne Première. Era esa calle la que marcaba las fotografías del sótano. Una calle inhóspita, llena de coches vulgares aparcados en cordón junto al reguero de agua que circulaba por el bordillo, comercios sin vida alguna: una frutería en la que apenas atendían a una mujer, una tintorería abarrotada de bolsas y alfombras, un local de masajes chinos… Nada que pudiera evocarme la presencia de Alice, nada hasta que llegué al número 9.

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