Cualquier tipo saldría de allí mismo en segundos y se negaría en redondo a la inversión de compra de una vieja tienda en París hecha polvo. Todos conocíamos la situación económica y me habían advertido de todos los problemas que iba a tener. Sin embargo, la balanza que contrarrestaba mis ganas estaba vacía, no tenía a nadie que me disuadiera de abrir una tienda en París y desear que todo me fuera no sé si bien, pero sí distinto en aquel nuevo lugar.
La chica de la inmobiliaria me había entregado las llaves, dos, y había salido con prisas hacia su nuevo destino como si la propiedad estuviera embrujada. No era algo que me asustara. No creo en figuras que regresen del otro mundo para mortificar cien años después a los que revisitan sus lugares propios. Había algo en mi sensación que era positivo, más allá de un ruido de cañerías, una radio que se encendía sola o unas flores que duraban semanas más de lo normal. La agente inmobiliaria no tenía ninguna obligación de mencionarme nada porque, creo, no tenía nada constatable. En la rue du Pont Louis-Philippe los tenderos sabían que ese local llevaba años cerrado y que podía estar así muchos años más. Pero era poco probable que ese vacío de décadas tuviera algo que ver con mi
sensación
. Noté una corriente de aire en la espalda y me volví.
—¿Hola? —la voz venía de la puerta—. Soy del comercio de al lado. He visto que ha llegado para quedarse.
—Puede pasar, me llamo Teresa. Buenos días.
—… Qué pena que lleve tanto tiempo cerrado, era el único local que quedaba así. Tan vacío, tan triste. Me llamo Hélène, trabajo en Orphée.
—Por favor… Le agradezco muchísimo que me visite. Estoy recién llegada y me pilla inspeccionando el local, estoy olfateando esto por primera vez. La acabo de comprar y examino el estado. Perdone, me levanto, soy una grosera…
Yo seguía arrodillada intentando abrir la portezuela del sótano, más por curiosidad que por intención de bajar a inspeccionar. «No hay manera de desatascar esta portezuela, además tampoco hay luz», pensé en voz alta. «Está como cicatrizada al suelo».
—¿Quiere que le ayude? Puedo traer alguna herramienta, necesitará linterna —dijo mientras se hincaba junto a mí ante el portón obstruido de un metro por un metro.
—No importa —dije cuando comprobé que aquella trampa estaba taponada por el tiempo y la humedad—. Llamaré a un carpintero y le pediré ayuda. Déjelo, puede mancharse, está pegado a las maderas. No es forma de recibirla.
Nos dimos la mano después de un titubeo mío al sentir que la podía tener sucia.
—Esto puede quedar bonito —dijo mirando hacia el escaparate—, es idéntica a la mía, el mismo tamaño, la misma profundidad, la altura de los techos…
—Me gusta, tiene muchas posibilidades.
—Temía que nunca la iban a volver a abrir. Se ha convertido en la tienda más enigmática de la calle, al final todos bromeábamos con que su anterior dueña había embrujado el local y se negaba a que lo volvieran a abrir. Ya sabe. Esas rumorologías absurdas que acaban por gafar un lugar. Fantasmas, ¡ya ve!
Fingí que no me interesaba lo que contaba y cambié de conversación.
—Si todo va bien, tendré la tienda abierta en pocos meses —le dije a la señora de Orphée limpiándome discretamente las palmas de la mano en los bolsillos. Su comercio era un heterogéneo muestrario de estilográficas, papeles de calidad, lupas, cartones selectos, sobres de todos los tamaños y marcados al agua con letras góticas, y todo un sinfín de material refinado para oficina que daría pena usar. Tras sus gafas de concha marrón se escondían unos ojos grises, como los de tía Brígida, pero en este caso amables.
—Es usted bienvenida. Si desea algo…
—… no dude de que acabaré pidiendo ayuda —estaba sorprendida ante la amabilidad de la vecina, después del bofetón de la agencia. París era mi obsesión desde hacía años, pero era consciente de lo arisco de su carácter, mucho más con los españoles. A mí, que tampoco era la reina de las relaciones sociales, no me molestaba ese temperamento áspero y distante de los parisinos. Me di cuenta de que, en el fondo, yo siempre había sido poco cariñosa. Me resultaba fácil imitar sus ademanes y su talante. La táctica es parecer que guardas un secreto importantísimo y vital para la paz mundial adoptando al mismo tiempo la postura de revisor uniformado.
—Este es un barrio precioso. Lo verá. Y olvídese de los rumores.
La acompañé hasta la puerta de la calle, donde se apreciaba que algunos comerciantes, escasos de clientes, habían salido a mirar quién era yo.
—Ah, por cierto —cortó en seco su despedida—, el sótano yo lo uso como almacén, es una pena perder esos metros cuadrados. La verdad es que viene muy bien. Le sacará partido si consigue abrirlo un carpintero.
No era extraño percatarse de que todos eran conocidos en la manzana de tiendas de Point Louis-Philippe. Poco transitada por el turismo más bullicioso de París, esa zona era un acceso diferente —desde el Sena— hacia Le Marais. A partir de la calle siguiente, tras pasar La Perla, un restaurante mexicano con especialidad de mojitos, uno se adentraba en la rue Vieille du Temple, llena de cafeterías y tiendas de moda, que, como una espina de pescado, se distribuía en callejuelas que a la vez se dividían en otras más pequeñas y retorcidas. El barrio judío, lo moderno y lo contemporáneo mezclado en un ir y venir de nacionalidades y cortes de pelo. Supe que mi nueva vida iba a estar de espaldas a todo eso, prefería quedarme mirando al Sena, a la isla de Saint-Louis. Por eso alquilé también el último piso —otra vez en las alturas— del edificio de Chez Julien.
Ajourd’hui
Thon blanc,
Salade de pousses d’épinards,
Riquette et daikon,
Vinaigrette mangue.
24 euros.
Ese era el menú del día. No sabía qué era
daikon
, así que decidí comer en L’Ébouillanté una
feuilleté de chêne
y
tarte aux agrumes
con una copa de vino tinto por quince euros. Un lugar de la rue des Barres del que me hice habitual desde aquel almuerzo porque tenía mucho color, que era lo que había ido a buscar. (Azul de prusia y anís, el viejo pintor estaría contento de mi matiz). Fue un alivio encontrar mesa y saber que me dejaban quedarme sentada junto a la ventana que daba a Saint-Gervais, una iglesia donde siempre entraban y salían monjas con aspecto de felicidad. En el exterior había un pequeño jardín, una fachada repleta de hiedra verde y varias filas de mesas azul índigo que servían de descanso a los que subían los escalones hacia la fachada de la iglesia y de la que salían niños.
—Creo que es usted la nueva propietaria del número 10 de Louis-Philippe —había corrido la voz en pocas horas.
—Estoy deseando abrirla de nuevo. Soy española.
—Habíamos perdido la ilusión en ese local, es una pena que se mantuviera vacío después de tantísimos años, parecía que se iba a quedar así para siempre —me explicó el camarero.
Yo tomaba un café y agua mineral.
—Puedo arriesgarme a decir que su tienda va a ser de libros —me dijo.
—No le han puesto muchas dificultades, ¿verdad? —replicó la chica de pelo largo que estaba en la puerta de la cocina.
Yo hice como que guardaba silencio, eso les gusta.
—Estoy acostumbrada a las dificultades.
La señora más vieja de la mesa de al lado escuchaba conmovida. Era lo que decía su mirada: la turista que acaba de llegar a la cueva. Y miró a la dueña para ver si a ella también le inquietaba aquello. Pero ya fuese porque yo ignoraba todas las señales amenazantes, o ya fuese porque tenía una gran ilusión sobre mí misma, la anciana se sonrió simplemente y siguió con su café.
Me miró con afecto y me di cuenta de que tenía una misión, devolver a aquel lugar la vida que había tenido a principios de siglo. A estas alturas era absurdo montar un negocio de telas, ya nadie tenía modista ni buscaba tejidos para hacerse faldas, abrigos o blusas; la moda estaba desde hace décadas en las tiendas a precios más asequibles que pagar a una costurera o buscar sastre. Pero pensé, fue mi primer pálpito al ponerme de frente a la puerta de mi local, que una tienda con sombreros, una discreta pequeña joyería y bisutería de delicados detalles para el pelo y muchos pañuelos y fulares de colores sería perfecta. Ese era mi único pensamiento. Montaría un despacho en la parte superior y un pequeño almacén en la parte oscura de ese sótano que debía inspeccionar. Todo se me hacía tan perfecto como el espectáculo musical de la orquestilla que cruzó la calle en dirección al templete de la parte de atrás de Notre Dame.
El chico me acompañó hasta la puerta, apenas dos metros, me ayudó con la maleta y yo abracé el paquete del cartel de Alice Humbert protegiéndolo de unas gotas de lluvia fina. Había oscurecido bastante por unas nubes que empezaron a ponerse sobre los tejados de la pequeña rue du l’Hôtel de Ville, la de atrás que da al muelle. Las ventanas estaban cerradas y los pájaros que descansaban hasta ese momento en las chimeneas de barro, esas circulares de tubo, salieron en dirección al Sena.
—¿Quiere que le ayude con el paquete?, ¿es un regalo? —me preguntó.
—No, no, no. Prefiero cogerlo yo —me apresuré a decir como si Alice estuviera hablando por mí.
—Así que abrirá ese local…
—Sí, lo he comprado hoy mismo.
—Y… ¿ya le han contado?
—Yo no creo en la mala suerte si es lo que me vas a decir. La conozco bien.
—Bueno, tiene cara de buena persona.
Le faltó decir: «¿Usted es la tonta a la que han vendido eso?».
El cartel lo coloqué en la entrada de mi nueva casa. Casi en la misma orientación en la que estuvo situado en Madrid. Había, la casualidad es un juego lleno de matices, dos alcayatas que coincidían exactamente con la distancia entre las dos argollas del cartel. No debía modificar nada. Igual que en Madrid. Lo colgué provisionalmente allí hasta la apertura de mi tienda y me fui con la maleta a la habitación. Debería estar extrañada con la casualidad, pero ¿acaso servía para algo pensar que el destino se había puesto de mi lado? La certeza de que todo iba a ir bien me perseguía desde el momento en que una buganvilla seca de la calle Fernando VI me hizo parar para mirar hacia el interior del patio en el que se amontonaban decenas de trastos viejos, más o menos valiosos, que jugaban con el mismo encanto de un trapero de Emaús o del mercado de las pulgas. No hubo que escudriñar, allí tenía mi regalo. Y aquí lo tenía ahora, colgado en una planta sexta del distrito 4 de París.
La casa estaba congelada, abrí las ventanas para que la humedad exterior del Sena ganara la batalla a la molesta temperatura interior. Los ventanales del salón se imponían sobre el tejado, cuatro hojas blancas que casi se elevaban hasta el techo y que estaban protegidas por una pequeña barandilla de hierro. Todo lo que uno pueda soñar se encontraba en ese lugar espacioso y abuhardillado. No iba a castigar la vista con cortinas, ni siquiera con el sofá que estaba bajo los cristales. Corrí el mueble hacia un lateral del salón y dejé la zona libre para poder asomarme con libertad hacia mi paraíso: el puente de Louis-Philippe que lleva hasta el quai d’Anjou y al de Bourbon. Esa era la pequeña isla de Saint-Louis en la que parecía que habían escondido un tesoro todos los reyes con apellidos de bebidas. Durante unos diez minutos —era todavía verano— me apoyé en la barandilla de mi ventana —mi ventana, lo repito— decorada con inmundicias de palomas. El cielo despedía un olor a tormenta y la isla de Saint-Louis recogía turistas que venían evitando la lluvia desde la parte trasera de Notre Dame, los que no solo se quedan con la fachada principal y prefieren colarse por las portezuelas del parque en el que a veces hay pintores vendiendo obras fatales. El Sena, que bajaba lentamente, golpeaba en las piedras de los límites mojando y dibujando olas que se secaban al instante. Mucho más grandes cuando alguno de los barcos con carga baja por la corriente y organiza una resaca de rizos y olas a su paso como si estuviera decidiendo tener a la ciudad siempre en agitación. Los historiadores deben calcular decenas de muertos en esas aguas que bajan congeladas hasta en agosto. Cientos de muertos. Y sin embargo, la vida no para en la superficie ajena a los años de guerras que ha protagonizado la ciudad. En ese momento de sosiego me desconcertó un golpe seco detrás de mí, como si una caja de libros hubiera caído al suelo, me giré sobresaltada y las puertas de la ventana también se cerraron. «La corriente de aire», pensé. Recorrí el salón hacia el punto donde me había parecido haber escuchado el ruido.
—Alice… ¿Alice? —dije involuntariamente.
Como es normal, no obtuve respuesta.
En mi casa a los fantasmas se les llamaba fantasmas y se decía que había que tener más miedo de los vivos que de los muertos, sin embargo, me estremecí al recorrer la casa en la que iba a vivir desde ese día. Era poco probable que fuera a aparecer alguna visión, por si acaso estaba preparada. El cuarto de baño estaba cerrado, lo abrí, encendí la luz y vi todo en orden. Apenas había nada inquietante para justificar ese ruido brusco. Cuando pasé a la habitación volví la mirada al salón, como si estuviera siendo seguida. Cualquiera que me viera, pensé, creería que estaba demasiado tranquila. La escasa luz permitía vislumbrar un bulto junto a la cama. Ahogué un grito, de miedo, cubriéndome la cara.
Sola. Tenía oprimida la respiración. Estaba agarrotada pero abrí los ojos para mirar bien. La maleta estaba abierta en el suelo, se había caído de la butaca e inexplicablemente estaba desplegada en el parqué de par en par. «Estaba convencida de que había dejado la clave echada, los números siempre los giro para que se quede bien cerrada —murmuré para mí misma—, sin embargo, está abierta». La maleta no tenía nada desordenado, todo seguía como si la acabara de disponer. Al mirar detenidamente me ahogué en una carcajada nerviosa que disimulaba mi estado de ánimo. No sé qué pensaría el viejo pintor de todo esto. En ocasiones así es cuando más echaba de menos tenerle cerca para contarle qué estaba sucediendo con mi vida. El móvil que había dejado en silencio dentro de la maleta estaba iluminado lleno de mensajes y llamadas perdidas del director de la Fundación, el único ser amable de ese edificio: «Teresa. No coges el teléfono. Esta es la única manera de darte la noticia: tía Brígida ha muerto de un infarto esta misma tarde. Mañana es el funeral. Llámanos».
Mientras me duchaba intenté controlar los nervios y disimular mi alegría bajo el chorro de agua. Estaba en París y no pensaba volver.