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Authors: Jack McDevitt

Un talento para la guerra (46 page)

Una amplia extensión de implicaciones surgía a partir de este simple hecho. La más importante para Chase y para mí, sentados en esa antigua fragata, sin ninguna seguridad de llegar sanos y salvos a casa, era la siguiente: los objetos físicos grandes son capaces del salto cuántico por parte del electrón. Esto es, que es posible moverlos de punto a punto sin cruzar el espacio intermedio.

El
Corsario
estaba equipado con un colector de ondas de gravedad ajustable amplificado por magnetos hiperconductores diseñados para reducir la resistencia eléctrica a un factor negativo. El resultado: la nave podía desplazarse en la estructura tiempo/espacio con un intervalo de tiempo cero.

Bien. Esto ya se sabe. Pero es por eso por lo que Chase y yo no estamos todavía en el flanco más distante de La Dama Velada.

El propulsor cuántico.

Su alcance es ilimitado, por supuesto. Es un factor de la naturaleza del propulsor y de la energía disponible. La energía se acumula en un anillo hiperconductor y debe ser aplicada en cantidades exactísimas en el momento de transición. La mínima distancia que cruzará es un poco más larga que un día luz. Después de eso, los intervalos se reducen mediante variables infinitesimales, aunque directamente crecientes. Es parecido a las estaciones. Todo eso está en apariencia ligado a la estadística, a la lógica cuántica y al principio de Certeza de Hays. Pero el resultado es que el método no resulta práctico para viajes que sean o muy cortos o muy largos.

Ahora comprendemos mejor lo que fueron las relaciones entre los diferentes mundos humanos durante la guerra contra el Ashiyyur. (O al menos Chase y yo sí.) Aunque siempre hemos sabido que desconfiaban unos de otros, fue de gran impacto que los dellacondanos escondieran su descubrimiento a sus aliados. Y esto se mantuvo durante dos siglos después de Rigel.

Muchas cosas han cambiado desde que volvimos de Belmincour con el
Corsario.

La unidad política a gran escala se ha hecho posible en la práctica y la Confederación parece estabilizarse. Lo hemos conseguido, después de todo.

También me hace feliz que el propulsor no se haya usado contra el Ashiyyur. No les tengo ni pizca de aprecio, pero creo que en todo esto hay una lección que señala un rumbo. Ahora poseemos una enorme ventaja tecnológica. Han cesado las tensiones y algunos expertos dicen que no se puede mantener ninguna rivalidad seria sin un equilibrio militar. Tal vez estemos entrando en una nueva era. Espero que así sea.

El Maracaibo Caucus sigue abierto en la Casa Kostyev. Nunca he vuelto, pero espero que les vaya bien.

Aún se ve la tumba de Matt Olander en las afueras de Punto Edward. Los ilyandanos han rechazado la historia de Kindrel Lee.

Se habla ahora de una misión intergaláctica. La energía sigue siendo un problema. El viaje debería hacerse en una serie de saltos relativamente cortos. La recarga es lenta y los expertos estiman que un viaje a Andrómeda costaría más de un siglo y medio. Pero iremos. Ya se han hecho varios progresos a partir de los diseños básicos de Machesney. Espero vivir lo suficiente para romper una botella en la proa de la primera nave intergaláctica. (Se han hecho promesas.)

La reputación de los Sim no ha sufrido grandes daños. De hecho, la mayoría de la gente rechaza la historia de Belmincour y cree firmemente que el guerrero murió en Rigel.

Hay una teoría que ha ganado prestigio entre los estudiantes y que a mí me resulta interesante: la idea de que hubo una confrontación final en el peñasco y que los hermanos se abrazaron al final y se separaron entre lágrimas.

Lo que nos lleva a la inscripción de las rocas:

La primera parte es un grito de angustia usado a menudo por el héroe en la tragedia griega clásica:
«Oh Demóstenes»
. La mayoría de los historiadores interpretan el grito como un tributo de Christopher Sim a las habilidades oratorias de su hermano y, por lo tanto, como una demostración de perdón:
«Qué agonía, oh Demóstenes»
, parece decir. Esto también conlleva la visión de la despedida final en el peñasco, considerando toda la ternura y la afección que ese hecho debió de generar.

Pero tengo mis dudas. Después de todo, ¡Demóstenes persuadió a sus compatriotas para que se embarcaran en una lucha sin sentido y suicida contra Alejandro Magno!

Si
nosotros
no hemos entendido la frase, creo que Tarien sí la entendió.

Siempre nos preguntamos, acerca de Tanner y de Sim, por qué ella lo buscó tan obstinadamente durante años. De algún modo parece que hubo mucho más que compasión o lealtad en esa búsqueda. Chase le daría un tono romántico. En una ocasión, mientras el viento soplaba fuera y el fuego nos calentaba, me dijo:
«Ella lo amaba. Y lo encontró. Estoy segura. Ella nunca se dio por vencida».

Quizá.

Siempre sospeché que Tanner era parte del complot original. Y que fue ella y no una anónima tripulante quien vio la Rueda. Y que fue la culpa más que el amor lo que la llevó hasta allí.

Sin embargo, sabemos que él no volvió. Nunca más se supo de Christopher Sim después de Rigel. A veces pienso en él, solo en ese peñasco, y deseo, más que nada en la vida, creer que ella descendió de ese cielo azul claro para buscarlo.

Me gusta pensar en eso. Aunque no lo crea.

Y, finalmente, Gabe.

Hoy los diarios de a bordo del
Corsario
y unos apuntes manuscritos de Christopher Sim se exhiben en el Centro de Estudios Acadios. En el ala llamada «Gabriel Benedict».

Epílogo

El deslizador trazó un arco sobre la colina del valle de San Antonio, circunvaló la abadía y se posó en la pista de visitantes, cerca de la estatua de la Virgen, frente al edificio de Administración.

Un hombre alto, de piel oscura, salió de la cabina, parpadeó a la luz del sol y echó una mirada a las torres de dormitorios, a la biblioteca y la capilla que parecían esparcidas en un escenario no tan antiguo.

Un joven con ropas rojas estaba de pie afuera, a un lado, cerca de la Virgen, observando. Se dirigió presuroso hacia el visitante.

—¿Señor Scott? —preguntó.

—Sí.

—Bienvenido a San Antonio. Yo soy Mikel Dubay, el representante del abad.

Habitualmente Mikel rompía la formalidad del anuncio con la observación adicional de que él era un novicio. Pero los modales de Scott hicieron que no se atreviera.

—Ah. —Miraba por encima del hombro de Mikel.

—Le hemos preparado un cuarto.

—Gracias. Pero no pasaré la noche aquí.

—Oh. —Era sorprendente—. Creí que se iba a quedar.

—Es verdad —dijo Scott, consciente de pronto de la presencia del novicio—. En cierto sentido. Pero durante una hora o dos.

La mandíbula de Mikel se puso tensa, pero no replicaría hasta estar seguro de conjurar el hielo de su voz.

—El abad me pidió que le atendiese.

Con el corazón dando tumbos, Hugh Scott siguió a su guía por los vestíbulos de la residencia y a través del área de recreo. Los gritos de un grupo de jóvenes jugadores se elevaban en el aire frío de la tarde. Una pareja de curas de hábito blanco, que llegaban desde la dirección opuesta, saludaron efusivamente a Mikel y a su acompañante y siguieron. Scott pudo oír parte de su conversación, que se refería a la energía física.

Sonó la campana de la capilla. Una gran ave voló por encima de uno de los árboles y cayó. Emitió un sonido agudo al golpear el suelo, se levantó y saltó sobre sus pies en forma de cuña.

—Siguió a uno de los padres desde su retiro en la montaña hace algunas semanas —explicó el novicio—. Estamos tratando de capturarla para devolverla a su hogar.

—Nunca he visto nada igual —musitó Scott reflexivamente, mirando hacia la cima de las colinas, tal vez sin pensar en absoluto en la criatura. De hecho, ni se había percatado de su existencia.

—Es un ave burlona —continuó Mikel, quedándose luego en silencio.

El camino hacía una curva a entre arbustos florecientes y árboles enanos. Subieron la colina. Allí, bajo una empalizada de hierro, Scott vio las filas de inscripciones blancas.

Caminó despacio. Era un día hermoso, una tarde para disfrutar, un momento para saborear. Y la sangre se le agolpaba en las venas.

Los bancos de mármol estaban cerca de la entrada, en lugares adecuados para contemplar la brevedad de la vida. Su mirada recorrió el lugar donde descansaban los padres. A la entrada se leía una inscripción: «El que quiera enseñar a los otros cómo morir debe saber cómo vivir».

, pensó Scott.
¡Sim lo sabía!

—Allí atrás.

Mikel señaló hacia una sección sombreada por árboles antiguos. Scott recorrió las filas de marcas blancas y le conmovió la idea de que quizá era la primera vez en su vida adulta que visitaba un cementerio y no sucumbía a las negras imágenes de su propia mortalidad. Algo más importante sucedía hoy.

—Aquí, señor.

El novicio se detuvo en una marca que se distinguía de las otras. Scott se aproximó y leyó la inscripción:

Jerome Courtney

Fallecido en 11.108 d.C.

Scott consultó su intercomunicador. La fecha equivalía a 1249 en el calendario de Rimway. ¡Cuarenta años después de la guerra! Se le llenaron los ojos de lágrimas y se arrodilló. El césped se agitaba con la brisa de la tarde. Un curso de agua corría cerca. Las voces flotaban a la luz del sol. Le abrumaba la sensación de intemporalidad del lugar.

Cuando se recobró y se puso de nuevo de pie, Mikel se había ido. Un hombre estaba en su lugar, con barba y con la casaca blanca de los discípulos.

—Soy el padre Thasangales —dijo, ofreciéndole su mano. Era alto y huesudo, endurecido por el trabajo.

—¿Sabe quién era? —preguntó Scott.

—Sí. Los abades siempre lo supieron. Me temo que el obispo también lo sabe. Pero era necesario.

—Estuvo aquí cuarenta años —replicó Scott atónito.

—Estuvo aquí de vez en cuando durante cuarenta años —informó Thasangales—. No era un miembro de la orden. Ni siquiera de la fe, aunque hay evidencia de que simpatizaba mucho con la Iglesia. —El abad miró fijamente las colinas—. Según lo que se sabe, venía y se iba con frecuencia. Pero nos complace saber que San Antonio era su hogar.

—¿No tienen ningún documento? ¿No dejó ninguna declaración? ¿Explicó lo que pasó?

—Sí. —El abad cruzó los brazos y miró al hombre alto con placer—. Sí, tenemos varios documentos suyos; manuscritos, en realidad. Uno en particular parece ser un intento de sistematizar el resurgimiento y la decadencia de las civilizaciones. Fue considerablemente más lejos en el tema que cualquier otro. Hay también varias historias, una serie de ensayos filosóficos y una memoria.

La respiración de Scott se agolpaba en su garganta.

—¿Tienen todo eso? ¿Y nunca dejaron que el mundo lo supiera?

—Así lo pidió él. Dijo: «No se lo den a nadie hasta que alguien venga a pedirlo». —Le miró fijamente a los ojos—. Creo que ha llegado la hora.

Scott rozó con sus dedos la lápida. A pesar del frío de la tarde, se sentía bien.

—Creo que voy a pasar la noche aquí. Y, sí, me interesa ver lo que tenía que decir.

Nota sobre el autor

John Charles McDevitt
(Filadelfia, 1935), aclamado como uno de los mejores autores contemporáneos de ficción especulativa, habría de esperar hasta los cuarenta y seis años para que su primer relato de ciencia ficción fuera publicado en una revista. Su primera novela,
E
L TEXTO DE
H
ÉRCULES
, la escribiría una vez rebasada la cincuentena. Sin embargo, la relación de McDevitt con el género se remonta muchos años atrás: leyó
Una princesa de Marte
durante su infancia, se sobrecogió en su adolescencia con
1984
, y los viejos seriales de 'Flash Gordon' terminaron de convertirle en un gran aficionado a la ciencia ficción.

Su personal estilo nos ha legado uno de los cultivadores de la ficción especulativa clásica más maduros y completos. Le encanta jugar al ajedrez, la historia antigua, especialmente, el período de la Grecia clásica, algo que el lector podrá degustar en su novela
U
N TALENTO PARA LA GUERRA
, la arqueología, el teatro, el cine (aunque cada vez se muestra más crítico, por entender que se despilfarra demasiado esfuerzo en los efectos especiales y se está desdeñando lo más importante: el argumento) y devorar libros de misterio.

Su gusto por la historia antigua, la arqueología, el teatro, el cine y los libros de misterio ha contribuido a perfilar un estilo muy personal, donde se puede apreciar la influencia de
Ray Bradbury, Robert A. Heinlein, Isaac Asimov
o
Nancy Kress
, algunos de sus autores favoritos. En sus novelas late la convicción de que son los personajes los que otorgan un significado a las historias, acercando la especulación al lector y convirtiéndola en algo profundamente humano.

Bibliografía

Series de lectura independiente

Serie de Alex Benedict

  1. 1989 - A Talent for War(_
    Un talento para la guerra
    , La Factoría de Ideas, Solaris n.° 141, 2010), Ediciones B, Nova CF n.° 53, 1993)
  2. 2004- Polaris (Próximamente en La Factoría de Ideas)
  3. 2005- Seeker
  4. 2008 - The Devil's Eye
  5. 2010 - Echo

Serie de Las máquinas de Dios

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