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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (44 page)

Miró fijamente la pantalla del ordenador: el rostro parcialmente oculto de la mujer estaba congelado. «¿Por qué no podría esa mujer ser uno de esos?»

«Claro que podría.»

«Pero también podría ser alguien totalmente diferente.»

Sarah dirigió la mirada a Karen y a Jordan. Las dos representaban polos opuestos. Una tenía prisa por contraatacar. La otra era excesivamente prudente. «Hubiese estado bien —pensó—, si ella hubiese encajado entre las dos, la fuerza de la razón.» Pero este no era el caso: en parte quería salir corriendo, en ese preciso instante, aprovecharse de su nueva vida como Cynthia y dejar a las otras dos atrás para que se enfrentasen al Lobo. Estaría a salvo. El estaría satisfecho con las otras dos pelirrojas. Ella sería libre. Una oleada de egoísmo y de miedo a punto estuvo de vencerla.

La rechazó.

—Solo podemos hacer una cosa —dijo bruscamente, como una maestra imponiendo orden a una clase desobediente—. Ahora vamos a ser nosotras quienes vamos a vigilarla.

Jordan esperó hasta que oyó en su dormitorio el sonido de la puerta al cerrarse. Se dirigió a la ventana y vigiló hasta que vio a la profesora responsable de la residencia escabullirse rápidamente en la oscuridad de la noche.

Justo detrás de Jordan había una pandilla de adolescentes, sus compañeras de habitación. Todas se iban a un baile en la galería de arte del colegio. Ya se oían por el campus los acordes estridentes de un grupo de rock local que tocaba una versión de la vieja canción de Wilson Pickett
In the Midnight Hour
. Entonces cogió un destornillador, de los que se utilizaban para reparar aparatos electrónicos, y el carné de estudiante plastificado. Ya se había descalzado para poder caminar por el pasillo sin hacer ruido.

Vivir en una antigua casa victoriana de más de ciento cincuenta años convertida en dormitorios individuales para alumnos de clase alta tenía una ventaja importante. Era de sobras conocido que las cerraduras de las puertas eran muy viejas y endebles y la información que siempre pasaba de un ocupante de un dormitorio al siguiente era cómo utilizar el borde del carné de estudiante de plástico duro para forzar cualquier cerradura y abrirla.

Esperaba que la puerta del modesto apartamento de la planta baja que ocupaba la profesora responsable de la residencia tuviese la misma descuidada seguridad.

La tenía.

Pasó el borde de la tarjeta entre la jamba y la cerradura, dobló la tarjeta con un movimiento experto y la puerta se abrió. Encima tuvo la suerte de que la profesora había dejado la lámpara del escritorio encendida, así que Jordan pudo moverse con rapidez por las habitaciones, sin tropezarse con muebles distribuidos de una manera para ella desconocida.

Lo que buscaba podía estar en el escritorio o cerca del teléfono de la mesilla del dormitorio. Jordan no tardó más de noventa segundos en localizarlo.

Se trataba de una carpeta azul con el nombre y el logo del colegio debajo de las palabras: CONFIDENCIAL/DIRECTORIO DEL PERSONAL Y DEL CUERPO DOCENTE. Los alumnos no tenían acceso al directorio. Si ellos o sus padres, invariablemente enfadados, querían contactar con alguien de la administración o del personal docente, en la página web del colegio aparecía la lista de los correos electrónicos y los números de teléfono oficiales. Sin embargo, el directorio que Jordan había cogido de debajo de un montón de trabajos de alumnos tenía información que no era tan fácil de obtener.

Lo abrió en la sección titulada: «Despacho del Director.»

Allí, al lado de «Secretaria de Administración» había un nombre. Estaba el número de la oficina y el número privado, además de la dirección y, todavía mejor, entre paréntesis aparecía un nombre masculino. El marido de la secretaria.

La mano le tembló cuando leyó el nombre.

«¿Eres el Lobo?»

Durante un instante, la cabeza le dio vueltas con frenesí. Jordan respiró hondo para calmar el pulso acelerado y el nudo en el estómago. A continuación, copió toda la información de la entrada del directorio con tinta negra en el dorso de la mano. Tenía miedo de perder un trozo de papel. Quería esta información tatuada en la piel.

Sintió que una mezcla de miedos y seguridades se debatían en su interior. Intentó vencer esas sensaciones, diciéndose que debía conservar la calma, que debía mantener la concentración para dejar el directorio exactamente igual como lo había encontrado. Se recordó que debía asegurarse de que no había cambiado nada y que no había dejado ningún rastro en el apartamento de la profesora, ni siquiera el olor de su miedo. El aire en el apartamento parecía agrio, como humo amargo. Se instó a ser sigilosa y a asegurarse de que salía de la habitación con el mismo sigilo y secretismo que había utilizado al entrar.

«Que nadie te vea, Jordan», se había advertido.

«Sé invisible.»

Durante un instante pensó que tenía su gracia. Había entrado en el apartamento y había actuado como un ladrón, había quebrantado una norma del colegio que significaba la expulsión inmediata, sin embargo, no había robado nada, tan solo una información que quizá fuese mucho más importante que cualquier cosa que jamás había tenido en sus manos. Era como robar algo que podía ser muy valioso o, por el contrario, no valer nada.

Se desplazó con sigilo por la habitación y apretó la oreja contra la puerta. No se oía a nadie en el exterior. Inspiró rápidamente, como si fuese una submarinista preparándose para zambullirse bajo aguas oscuras y giró poco a poco el pomo de la puerta para salir. Lo extraño fue que en ese segundo deseó haber traído el cuchillo de filetear. Decidió que a partir de ese momento lo tendría siempre a mano.

El grupo estaba tocando una versión de
Sbe's so Cold
, de los Rolling Stones, y hacía una imitación pasable de Mick, Keith y el resto de la banda, incluidas las lastimeras súplicas del cantante condensadas en las letras. El grupo local estaba en una esquina de la sala principal de la galería de arte. Normalmente, la galería exponía obras de los estudiantes, del profesorado y de ex alumnos, pero el espacio abierto se podía convertir con facilidad en una pista de baile. Alguien había sustituido las luces del techo por una gigantesca bola plateada que reflejaba destellos de luz sobre la pista abarrotada. La música reverberaba en las paredes; los estudiantes giraban o, en diferentes grupos, muy juntos, gritaban más fuerte que la música del grupo. Hacía mucho calor y había mucho ruido. En un lateral había una mesa con refrescos atendida por dos de los profesores más jóvenes que repartían vasos de plástico con un ponche aguado rojo. Otro par de profesores situado a los lados de la pista vigilaba a los alumnos e intentaba asegurarse de que no saliesen a hurtadillas cogidos de la mano para tener un encuentro ilícito. Era una tarea imposible; Jordan sabía que el calor de la sala se traduciría en conectar. «Más de uno perderá la virginidad esta noche», se dijo.

Tres veces se había abierto camino a codazos a través de la masa densa y móvil de alumnos que bailaban, las tres veces atravesando la pista en diagonal, deteniéndose un par de veces para mover el cuerpo en círculos para que así la confundiesen con una de las asistentes a la fiesta. Sin embargo, tenía la mirada fija en las salidas y en los profesores que intentaban evitar las inevitables escapadas a lugares más oscuros y tranquilos.

Jordan había asistido a suficientes bailes de este tipo como para saber lo que sucedería. Los profesores descubrirían a una pareja intentando salir junta. O serían lo bastante listos como para darse cuenta de que la alumna de segundo que salía por la puerta derecha tenía intención de encontrarse con el alumno del último curso que salía por la puerta izquierda y pararían a los dos.

Jordan esperó el momento oportuno. Cuando vio una pareja que intentaba salir, se deslizó tras ellos. Sabía lo que iba a pasar.

—¿Adonde se supone que vais? —exigió saber el profesor.

Interrogó a la pareja, que al menos tuvo la sensatez de soltarse de la mano y contestó con timidez y sudando que solo querían salir y que no hacían nada malo y que no tenían la menor idea de lo que el profesor pensaba que iban a hacer.

Y mientras discutían, Jordan se coló por la puerta.

Se dirigió rápidamente pasillo abajo. Con cada paso, la música se iba desvaneciendo tras ella. Al final del pasillo se detuvo. A su derecha había una escalera, a su izquierda otro pasillo que llevaba a los servicios. Habría profesores vigilando todos los lavabos. Era un lugar obvio para que las parejas se metiesen mano a toda prisa o para tragarse con rapidez una pastilla o esnifar cocaína. Los chavales que querían utilizar el baile como tapadera para fumar marihuana siempre eran lo bastante listos como para salir al exterior para que el revelador olor de la droga no pudiese ser detectado por las narices de sabueso de los profesores.

Las escaleras de la derecha bajaban a una segunda planta donde se encontraban los estudios de dibujo y de escultura.

Jordan miró por encima del hombro, se había convertido en algo habitual asegurarse de que no la seguían, y entonces voló escaleras abajo.

Un profesor que hacía rondas cada quince minutos más o menos vigilaba los estudios, que eran uno de los lugares preferidos para enrollarse. Jordan pretendía esquivar estos lugares tan obvios y salir por una puerta de la planta baja y, pegada a las sombras, dirigirse hasta al edificio contiguo, el de Ciencias y Física. Parecía como si fuese un prisionero de guerra que esquiva las torres de control y a los guardias.

Estar en el último curso y llevar cuatro años en el colegio era una ventaja. Para cuando llegaba el momento de la graduación, ya se conocían todas las pequeñas manías y las idiosincrasias del colegio, por ejemplo, que las puertas no las cerraban con llave.

Jordan ignoró las clases que estaban nada más entrar y bajó por unas escaleras. Los laboratorios estaban abajo y sus ventanas no daban a los principales pasajes y patios del colegio sino a los campos de deporte. Estaba oscuro, la única luz era la del edificio de Arte, donde se celebraba el baile, que estaba bien iluminado. Estaba en silencio; el ruido de sus zapatillas deportivas al golpear el suelo y su respiración era lo único que se oía cerca, todo lo demás era el rhythm and blues y el rock and roll de la banda que tocaba en el edificio de al lado.

Jordan se paró en la puerta del tercer laboratorio y la abrió. El interior era negro y gris. Distinguía las sombras de los aparatos del laboratorio colocados sobre mesas amplias donde los alumnos hacían los experimentos.

—¿Karen? ¿Sarah? —susurró.

—Estamos aquí —respondieron desde la sombra de una esquina.

38

El lugar presentaba un aire conspirador.

Las sombras oscuras que se filtraban por las esquinas, la luz tenue del cercano edificio de Arte, las formas extrañas del material de laboratorio diseminado por el espacio amplio y largo, se conjuraban para que pareciese el tipo de lugar donde se tramaban malas ideas y planes descabellados. Hacía años que Karen no había estado en el laboratorio de un colegio y la sensibilidad científica de Sarah se reducía a los estudios de patos y ranas y animales de establo en las clases de primaria. Sin embargo, a Jordan le encantaba ese lugar, no por la ciencia que contenía, sino porque le parecía que allí podían combinarse raros productos químicos y extrañas sustancias para producir fracasos olorosos o éxitos explosivos, algo que se parecía a la situación en la que ella creía que se encontraban. También le agradaba la idea de que se trataba de un lugar de fórmulas bien definidas y de razonamientos indiscutibles, por lo que el orden y el entendimiento que la ciencia intentaba imponer al mundo podrían ayudarles a planear sus próximos pasos.

Las tres pelirrojas estaban sentadas en el suelo detrás de una mesa larga con las piernas cruzadas. Tenían entre ellas el ordenador portátil de Karen y se inclinaron hacia delante cuando Jordan escribió varios fragmentos de información.

—Aquí —indicó Jordan. Señaló la pantalla—. Las imágenes de Google son increíbles.

La imagen poco atractiva de un hombre de unos sesenta años les devolvió la mirada. Tenía abundante pelo canoso alrededor de las orejas, pero en la parte superior le empezaba a clarear y llevaba unas gafas de montura de concha apoyadas en la punta de la nariz. La fotografía se la habían hecho unos años antes en unas sesiones de lectura de una librería local. Se veía claramente que medía un poco menos de metro ochenta y que no era corpulento, pero tampoco atlético. Su normalidad era el rasgo que más llamaba la atención.

—¿Creéis que es un asesino? —preguntó Jordan.

—No tiene el aspecto que imaginaba que tendría el Lobo —repuso Karen.

—¿Qué aspecto tienen los asesinos? —inquirió Jordan—. ¿Y qué aspecto crees que tiene un Lobo?

—Alto. Fuerte. Depredador. No veo eso —dijo Karen en voz baja.

—Es escritor. Novelas de misterio y de suspense —añadió Sarah.

—¿Eso significa algo? —respondió Karen.

—Bueno, supongo que quiere decir que sabe algo de crímenes —repuso Sarah—. ¿No crees que cualquier escritor lo bastante bueno como para que le publiquen un libro ha de saber cómo cometer un crimen?

—Sí, probablemente —contestó Karen con sequedad—. Pero también sabe cómo los pillan.

Se dirigió a Jordan.

—Háblanos sobre la esposa —pidió.

—Una hija de puta —contestó de forma brusca.

—Eso no nos dice mucho —añadió Karen.

—Sí que nos dice —interrumpió Sarah.

—La mujer se sienta muy derecha en el despacho del director y nunca sonríe —explicó Jordan—. Nunca saluda. Parece como si estuviese molesta cuando apareces para que el director te eche una reprimenda por cualquier cosa que hayas hecho mal, como si de alguna manera le fastidiases el día.

—Entonces, solo porque es un poco maleducada, tú crees que… —Karen calló.

«El pensamiento de los adolescentes es simplón —se recordó Karen—. Salvo cuando no lo es, y entonces te sorprenden con alguna idea u observación verdaderamente profética.» Observó a Jordan a través de la oscuridad, intentando discernir de qué momento se trataba. Jordan era la que estaba más enfadada de las tres. Incluso en la penumbra del laboratorio veía cómo su rostro se encendía con una ira apenas contenida. Karen imaginó que era esa ira de adolescente lo que la hacía tan osada. Y también tan atractiva. No le asaltaban las dudas o, al menos, no dudas que Karen percibiese. Se preguntaba si alguna vez había sido como Jordan y sospechó que la respuesta a esa pregunta era «sí», porque la línea entre la ira y la determinación solía ser muy fina. Al menos esperaba que en el pasado fuese así. De repente se sintió mayor, y entonces pensó: «No, no es eso lo que siento. Lo que pasa es que ya siento la derrota de lo que tal vez tengamos que hacer.»

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