—Venga, joder—susurró Jordan—. Sé que estás ahí.
El flujo de personas disminuyó y al final cesó.
—Mierda, mierda, mierda —maldijo Jordan de nuevo. En la pantalla se veía la imagen del libro de firmas esperando inútilmente sobre la mesa. La música cesó y se oyeron las primeras palabras del discurso panegírico de Karen—. Cabronazo—añadió Jordan.
—Veámoslo otra vez —sugirió Karen con calma. Tenía que esforzarse mucho para evitar levantar la voz por el pánico.
—No ha venido —concluyó Sarah. Tenía la sensación de que iba a desplomarse. Tenía la impresión de haber perdido el punto de apoyo en la ladera de una montaña y de repente caer al vacío.
Karen vio que Jordan apretaba los puños y golpeaba el aire, en un intento de estampárselos en la cara al Lobo, que estaba y no estaba con ellas.
—Tenemos que verlo otra vez —sugirió Karen, un poco más suave, pero con toda la furia insistente que fue capaz de reunir—. Se nos ha tenido que pasar algo.
Pero en su fuero interno le embargaba el miedo, porque tal vez no se les había pasado nada. Notaba que la ansiedad amenazaba con quebrar cada palabra que pronunciaba y que los latidos del corazón se aceleraban. «Esto tiene que funcionar», gritó para sí. Y no se le ocurría ninguna otra idea. Tenía ganas de echarse a llorar y le costó un inmenso esfuerzo controlarse.
—Empezaremos desde el principio. Y, Jordan, esta vez congela la imagen en cada persona que firma.
Era una tarea meticulosa. Lenta y pausada. Con cada persona que no era el Lobo, crecía la tensión en la habitación. Ninguna sabía exactamente qué buscaban. Les empujaba la disparatada idea de que algo resultaría completamente obvio, aunque las tres pensaban que precisamente lo contrario sería lo más probable.
Jordan quería coger algo y estamparlo. Karen quería gritar bien fuerte y después seguir gritando. Sarah estaba al borde del llanto, pues pensaba que decepcionaba a las otras dos.
Jordan congeló la imagen de un grupo familiar que se entretuvo en el libro de firmas.
—Bueno —dijo, con la voz cargada de frustración—. Y ahora, ¿quién demonios son estos?
—El hombre es un técnico de emergencias médicas que trabajaba en el departamento de bomberos donde mi marido era jefe de turno. Creo que él es quien llamó para…
Se detuvo, incapaz de pronunciar las palabras «el accidente». Se levantó, caminó por la habitación unos pocos metros arbitrarios, como si de repente tuviese miedo de contemplar una segunda vez las imágenes de la pantalla.
Karen comprendió enseguida qué era lo que le hacía dudar a Sarah. Prosiguió ella en un intento de persuadir a Pelirroja Dos para que continuase con el proceso.
—Bien, así que trabajó con tu marido, ¿y las personas que le acompañan quiénes son?
Sarah detuvo sus pasos y volvió a las imágenes. Pero se quedó unos metros alejada, como si la distancia de alguna manera la mantuviese a salvo de sus recuerdos.
—Esa debe de ser su mujer, la que lleva al niño de la mano y al bebé en brazos. Vinieron una o dos veces a cenar. Y supongo que la mujer que está detrás de ella es la suegra. Me acuerdo. Tenían una suegra que vivía con ellos. Creo que mi marido me dijo que estaba cansado de escuchar sus quejas…
—Vale. Sigamos —instó Jordan—, a no ser que creas que el técnico de emergencias es un Lobo.
Karen se detuvo. Había algo que no le gustaba, pero no sabía decir exactamente qué.
—No —repuso con cuidado—. Retrocede un poco y después avanza muy despacio.
Volvió a ver a la familia. El marido llevaba un traje azul. Le quedaba un poco estrecho y se movía con rigidez al acercarse a la mesa y al libro de firmas. Llevaba una corbata que parecía que lo iba a estrangular y tenía un aspecto que hablaba de pérdida. La esposa, de la edad de Sarah, guapa, pero con el pelo un poco despeinado y un maquillaje que parecía que se lo había aplicado a toda prisa, llevaba un bonito vestido floreado y un abrigo y del hombro le colgaba una bolsa de bebé que indudablemente contenía biberones, pañales y sonajeros. Le costaba sujetar en brazos al bebé, que no paraba de moverse, y a la vez agarrar de la muñeca al otro niño para que no saliese corriendo. Era la típica coreografía madre-hijo tan habitual, una de las tantas obligaciones, de las tantas responsabilidades en la situación limitada en que se encontraban: un momento de adultos nada apropiado para niños pequeños.
—Esto no está bien —dijo Karen.
Sarah negó con la cabeza.
—No, lo conozco. Quiero decir que es un hombre dedicado a su trabajo. Salva vidas. No es un asesino.
—Eso no se puede saber con certeza —añadió Jordan con frustración—. El Lobo puede ser cualquiera.
Eso no era lo que preocupaba a Karen sobre la imagen, pero había algo que no estaba bien. No podía estar segura de qué era, pero se inclinó hacia delante, para mirar fijamente y con atención.
—Avanza lentamente —indicó.
Jordan movió el ratón del ordenador.
La suegra apareció en la pantalla, pero su imagen, al inclinarse sobre el libro, estaba parcialmente oculta por la esposa, el marido y los niños.
—Esto no está bien —repitió Karen.
—¿Qué? —preguntó Sarah.
—La madre lo está pasando mal con los niños. ¿Por qué no le da uno a su madre cuando firma en el libro? Pero no lo hace. Quiero decir, ¿no es para eso para lo que les ha acompañado la suegra? ¿Para ayudarlos? Y está claro que la chica necesita…
Karen se calló.
Todas se inclinaron hacia delante.
—No le veo bien la cara —dijo Sarah—. ¡Maldita sea, mira hacia aquí! —casi gritó a la figura que aparecía en la pantalla del ordenador.
—¿Llegaste a conocer a la suegra? —preguntó de repente Karen.
—No.
—Entonces no podemos estar seguras de que…
Calló. Se volvió, como si el hecho de mover el cuerpo hiciese que la imagen de la mujer se viese con mayor claridad. Jordan adelantó la imagen tan solo un poco y acercó su rostro a la pantalla del ordenador.
—¿Sabes quién es? —preguntó Karen bruscamente.
—No —contestó Sarah.
Karen respiró hondo. Dio un grito ahogado al reconocerla de repente.
—Yo sí —añadió.
Hubo un silencio en la habitación. Pensó: «¿Una mujer que asiste a un funeral y no conoce al difunto?» Las tres pelirrojas oían la calefacción que silbaba en las tuberías ocultas en el techo sobre ellas.
—Yo también —dijo Jordan en voz baja. En ese instante, toda su bravuconería de adolescente se había esfumado y palideció.
Escribió todo lo que recordaba en una libreta que había comprado en una papelería local. Estaba entusiasmada, como una adolescente que espera el baile de fin de curso. Por primera vez sentía que de verdad formaba parte del misterioso proceso. Describió a los asistentes con detalle al imaginarlos mentalmente: «Este hombre mayor llevaba un traje azul que no le quedaba bien y una corbata verde lima; esta mujer estaba embarazada como mínimo de siete meses y estaba muy incómoda.» Citaba cada palabra y cada frase que recordaba del panegírico de la doctora: «Nadie salvo Sarah sabe por qué tomó su última decisión…» Identificó los temas musicales que reconoció —
Jesús, Alegría de los Hombres
, de Bach y una sonata de Mendelssohn—. Puso por escrito todos los fragmentos de conversaciones insustanciales que había conseguido oír mientras estaba en la cola de las personas que entraban en la pequeña sala de la funeraria: «Odio los funerales» y «qué triste» y «chsss niños, ahora a callar…».
Al final de su informe, la señora de Lobo Feroz añadió: «Estoy segura de que la doctora Jayson no me ha reconocido. He desviado la mirada y me he escondido entre la gente. Me he sentado en el fondo de la sala y en cuanto ella ha acabado de hablar he agachado la cabeza. Después he esperado al otro lado de la calle, frente al aparcamiento de la funeraria hasta que todo el mundo se ha ido, incluida la doctora. Ni siquiera ha mirado hacia donde yo estaba.»
Añadió una anotación más: «No ha habido señal de Jordan en ningún momento. Si hubiese venido al funeral, la habría visto enseguida.»
La señora de Lobo Feroz siempre había pensado que sus rasgos anodinos e insulsos eran una traba. En un grupo nunca destacaba y siempre, durante toda su vida, había estado celosa de las chicas populares —entonces mujeres— que sí destacaban. Incluso se irritó un poco porque su doctora no pareció darse cuenta de su presencia, pese a que había tomado medidas para que no la vieran. Pero esta sensación de ligero enfado había sido sustituida por la idea de que su aspecto —precisamente su mediocridad y el hecho de mezclarse a la perfección en un grupo— era de repente una ventaja.
No sabía que su marido, el asesino, había dicho casi lo mismo al principio de su libro.
«Era como una mosca en la pared —pensó—, lo veía y lo oía todo y nadie se daba cuenta de mi presencia.»
Miró hacia abajo a las hojas escritas con su informe: una letra clara, fácilmente legible y una forma de escribir concisa, muy en el estilo preciso de una secretaria.
Era, imaginó, una forma completamente diferente de ponerse en pie y que contasen contigo. «No hace falta hacer mucho ruido o ser muy guapa —se dijo a sí misma—. No hay que medir un metro ochenta y ser pelirroja como las mujeres que protagonizan el libro. Cuando tienes las palabras a tu disposición, eres especial de forma automática.» Para ella era muy seductor y totalmente romántico. Miró las anotaciones escritas en las hojas de rayas que tenía ante sí y esperó haber utilizado un lenguaje descriptivo y exacto.
De pronto se dio cuenta de que su marido nunca antes le había pedido que escribiese algo para él. Esto lo hacía todavía más especial.
El hecho de que hubiese confiado en ella para que asistiese al funeral resultaba muy satisfactorio.
—Es crucial, para todo lo que voy a incluir en la nueva novela —le había dicho su marido mientras contemplaba cómo se arreglaba; había escogido una sencilla y anodina chaqueta gris, pantalones negros y unas gafas tintadas, no exactamente gafas de sol, pero que servían para ocultarle los ojos—. Yo no puedo estar allí, pero necesito saber todo lo que pasa.
No había preguntado por qué ni había dudado de él cuando le dijo que tenía que evitar en todo momento que la reconociesen. Se limitó a arreglarse el pelo con un estilo completamente diferente al habitual. Se había sorprendido al mirarse en el espejo porque la mujer que la miraba no era ella.
El también le había indicado lo que tenía que decir si alguien la reconocía. «Simplemente hazte la sorprendida y di que conocías al marido de Sarah de hacía años, de su época de estudiante. Eso funcionará. Nadie te hará más preguntas.»
Con una sonrisa, le había informado de la escuela a la que había asistido el marido y en qué universidad había estudiado antes de entrar en el cuerpo de bomberos. También le explicó que el marido de Sarah había asistido a unos cursos nocturnos de Literatura en la escuela de adultos local. «Simplemente di que ahí es donde le conociste —le había dicho—. Un interés común desgraciadamente interrumpido por el accidente.»
Ella había seguido todas las instrucciones al pie de la letra y lo había hecho mejor de lo que él jamás hubiese esperado, o eso creía.
Se felicitó: «Tendrías que haber sido actriz. Artista. Esta ha sido la primera vez que has subido a un escenario y la has bordado.»
Por un momento, pensó que era como si escribiese un capítulo propio que se incluiría palabra por palabra en el libro, lo cual la emocionó sobremanera.
No conseguía estarse quieta en la silla mientras se inclinaba sobre sus notas, rebuscando entre todo lo que recordaba del funeral, añadiendo todo elemento que le venía a la mente, porque sabía que incluso la más pequeña observación podría servir para que toda la descripción funcionase y eso haría que la escena también funcionase y, por último, el capítulo y, en última instancia, el libro entero.
Levantó la vista y de repente vio unos focos que aparecían en la noche y que se adentraban en el camino de entrada a su casa. Se puso en pie, entusiasmada.
La señora de Lobo Feroz se dirigió a la puerta principal para abrirle a su marido. Parecía como si los años que la llevaban hasta los linderos de la vejez se esfumasen en ese momento. Ya no era la mujer tímida, preocupada y enfermiza que ocupaba una posición discreta y sin importancia a su lado. Rebosaba de intensa pasión, como una de las primeras noches en que se conocieron. Era, pensó, «Mata Hari. Una mujer fatal».
Ahora que sabían algo, todavía estaban más asustadas porque subrayaba lo poquísimo que sabían antes.
Las tres pelirrojas hablaban a gritos.
—No tenía ningún motivo para estar allí, lo que significa que solo hay una razón —dijo Jordan con contundencia—. Ella tiene algo que ver con esto.
—No lo sabemos con certeza —repuso Karen con vehemencia—. Maldita sea, Jordan, no podemos sacar conclusiones precipitadas que creemos que son obvias, porque puede que nos equivoquemos.
—Tú dijiste tres lados de un triángulo. Eso es lo que necesitaríamos para entender quién es el Lobo Feroz. Pero solo veo dos. —Sarah saltó en medio de la discusión—. No tengo ni idea de quién es esta mujer y por qué ha venido a mi funeral. Así que, ¿dónde está el tercer lado?
—El hecho de que no sepas quién es y que nosotras sí lo sepamos, ese es el tercer lado —resopló Jordan.
—Eso no tiene sentido —repuso Karen.
—Entonces, déjame que te pregunte una cosa: ¿perseguir a tres desconocidas que da la casualidad que son pelirrojas porque tienes algún tipo de obsesión de mierda por los cuentos tiene sentido? En serio, ¿tiene sentido?
—Debe de tenerlo. De alguna forma. De alguna manera. Tiene sentido.
—Fantástico. ¿Estás diciendo que no estamos más cerca de descubrir nada y de hacer algo sobre ese Lobo de mierda porque no estamos seguras? Estupendo. De verdad, estupendo de cojones.
Jordan caminaba por la habitación moviendo las manos de la rabia. Solo sabía una cosa: que quería hacer algo. Cualquier cosa.
La idea de esperar a la muerte la estaba matando, pensó. La ironía se le escapaba. Sabía que se estaba comportando de forma impulsiva. Pero ya no pensaba que eso fuese un error.
Sarah se dejó caer en la silla, intentando entender por qué una desconocida había ido a su funeral y por qué eso la disgustaba tanto. Se dijo que tenía que haber otros asistentes, personas que no eran antiguos amigos, conocidos o familia de los alumnos a los que había dado clase. Tenía que haber aficionados a los funerales que ocupaban sus vidas desesperadas asistiendo a todo tipo de funeral que viesen anunciado, para poder derramar falsas lágrimas y pensar que eran afortunados porque sus vidas, por tristes que fuesen, no habían acabado.