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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (33 page)

»Quizás eso sería mejor.»

—Por supuesto que no —repuso.

El Lobo Feroz suavizó la mirada y contempló a su mujer de la misma manera que un niño miraría a un gatito. Su cabeza no paraba, en parte felicitándose y en parte pensando con rapidez nuevos planes. En primer lugar, le parecía que la conversación había ido exactamente de la forma que esperaba. No había sabido «cuándo» su mujer iba a tropezarse con su realidad, pero sí había sabido que sucedería y en muchas ocasiones, solo en su despacho o encaramado en alguna atalaya observando a las tres pelirrojas, imaginaba lo que ella diría y cómo él le respondería. Y estaba contento con la forma en que había limitado las mentiras. Creía que era un factor importante. Siempre hay que decir la máxima verdad posible, para que así las mentiras sean bastante menos reconocibles.

Pero más allá de su sensación de satisfacción por haberse preparado para ese momento, ya estaba acelerando el siguiente paso. «Escribe un capítulo titulado "Mantener el disfraz adecuado" —se dijo—. La clave para un asesinato perfecto radica en crear el escondite apropiado. No tiene sentido ser un solitario, estar aislado, apestando a obsesión al primer policía que llegase olfateando algo. Los mejores asesinos parecían a simple vista ser algo muy diferente. Jamás nadie podría decir sobre él: "Parecía que tramaba algo malo." No. Sobre el Lobo Feroz dirían que no tenían ni idea de que era tan especial. "Parecía tan normal. Pero no lo era, ¿no es así?"

»"No teníamos ni idea de que era tan increíble."

»Eso es lo que dirán sobre mí.»

Miró a su mujer. Veía todos los problemas y las dudas que todavía retumbaban en su interior como si fuesen destellos de luz que brotaban de sus ojos.

El Lobo Feroz alargó el brazo y le cogió la mano. Todavía temblaba.

—Creo que he sido demasiado celoso de mi trabajo —declaró—. Demasiado, demasiado celoso —recalcó—. Me conoces tan bien —continuó, mintiendo ligeramente—. Creo que tendría mucho más sentido que estuvieses un poco más involucrada. Sabes tanto sobre literatura y te gustan tanto las palabras y me conoces tan bien, tal vez sería una ventaja que me ayudases un poco. Bueno, tú siempre has sido mi mejor fan. Tal vez con esta novela también podrías ayudarme un poco. Ser una especie de ayudante de producción o mi editora, de hecho.

Vio que su mujer levantaba un poco la cabeza. Su ternura tuvo un claro impacto.

—Sécate las lágrimas —dijo, mientras alargaba la mano y cogía un pañuelo de papel de una mesa auxiliar para después secarle los ojos con delicadeza.

La señora de Lobo Feroz asintió con la cabeza. Consiguió responder a su sonrisa con otra propia.

—Pero no estoy muy segura de lo que puedo hacer… —empezó a decir, pero él movió la mano en el espacio que había entre ellos, cortándola.

—Ya se me ocurrirá algo —repuso.

Se incorporó de su asiento habitual y se sentó a su lado.

—Me alegro de haber tenido esta charla—prosiguió—. Quiero hacerte sentir mejor y sé que cuando te preocupas tanto no es bueno para tu corazón.

—Estaba tan… —de nuevo dejó la frase inacabada.

«¿Asustada? ¿Preocupada? ¿Inquieta? —pensó—. Bueno, pues tenías todo el derecho a estarlo.»

Se rio y le dio un apretón de hombros, rodeándola con suavidad con sus brazos, como si fuesen un par de preadolescentes en su primera salida al cine.

—Es difícil vivir con un escritor —añadió.

La cabeza de la señora de Lobo Feroz subía y bajaba.

—Muy bien —dijo el Lobo Feroz con una sonrisa—. ¿Así que me ayudarás a matarlas?

Pronunció la palabra «matar» en un tono que implicaba que estaba rodeada de signos de interrogación. «Una mentira más —pensó—. Y después podremos ver la tele.»

La señora de Lobo Feroz asintió con la cabeza.

—En la ficción, claro —puntualizó el Lobo Feroz con una risa feliz.

29

El policía que le tomó declaración pensó que Pelirroja Tres estaba al borde de la histeria, pero el sargento era un veterano con veintiún años de experiencia en el cuerpo y dos hijas mellizas de catorce años en casa así que estaba acostumbrado a manejarse con el sonido agudo que las adolescentes utilizan como lenguaje en situaciones de estrés, aunque en secreto deseaba que todas tuviesen un control de volumen que se pudiese graduar para bajarlo un poco.

En su libreta escribió frases como «la he visto saltar» y «ha desaparecido por el borde» y «en un momento dado estaba ahí de pie y al otro había desaparecido», que Jordan había soltado a toda velocidad entre sollozos. El había intentado que la adolescente describiese con exactitud a la mujer que había visto saltar desde el puente, pero Jordan, con los ojos desorbitados, se limitaba a mover los brazos y a decir: ropa oscura, abrigo, gorro, altura normal, treinta y pico.

El policía interrogó al entrenador, al ayudante del entrenador y a las otras jugadoras. Nadie había visto lo que Jordan vio. Todos dieron razones plausibles para explicar por qué su atención estaba en otra parte.

Se ofreció a llamar a una ambulancia, pues temía que Jordan, que continuaba alternando entre las lágrimas y una mirada retraída, gélida e inexpresiva, sufriese un ataque. Ciertamente, el policía creía que la reacción de la adolescente era la prueba más convincente de un suicidio en el puente.

«Vio algo», pensó.

Ninguno de los demás agentes de la media docena de coches de policía desplegados en el puente había conseguido nada importante. Las luces intermitentes rojas y azules de los coches de policía se reflejaban en la calzada húmeda y dificultaban que los agentes que iban y venían por la estrecha pasarela encontrasen alguna prueba. Los potentes focos dirigidos a las aguas que fluían con rapidez hacían resaltar pequeños trozos de la superficie negra del río. Mediante la inspección ocular de la zona se encontraron pocos indicios de suicidio; al principio de la acera del puente había una reveladora huella de barro de una zapatilla de correr de un número de mujer, y en el lugar donde Jordan había dicho que la mujer misteriosa se había tirado había una marca en el cemento. Sin embargo, la falta total de indicaciones manifiestas de una muerte no sorprendieron al policía. No era la primera vez que tenía que ir al puente porque habían informado de un suicidio. Era uno de los lugares preferidos de los suicidas. Sobraba mucha desesperación en la pequeña y decadente población dedicada a la industria textil donde los trabajos en las fábricas habían sido reemplazados por las drogas ilegales. Él, como muchos de sus conciudadanos, sabía que las fuertes corrientes podían arrastrar un cuerpo río abajo, quizás hacia la planta depuradora, posiblemente hacia las cataratas. La fuerza de las aguas implacables podría arrastrarlo kilómetros río abajo. También se podía dar el caso de que el cuerpo quedase atrapado entre los desechos que ensuciaban el lecho del río. A veces la policía había tardado semanas en recuperar los cuerpos de las personas que se habían lanzado desde el puente y algunos nunca se encontraron.

Ya estaba escribiendo en su mente el informe que iba a dejar a los agentes de la mañana. El seguimiento del caso les correspondería a ellos. Identificar a la persona. Notificar a sus familiares. El hecho de que para el policía no parecía haber una prueba fehaciente no significaba que no hubiese sucedido. Quería terminar con su parte del caso. Submarinistas de la policía y la tripulación de un barco patrulla esperarían hasta que se hiciese de día para empezar con la búsqueda del cadáver. «No se pondrán contentos cuando reciban esta orden», pensó. Era un trabajo oscuro y difícil en aguas negras como la tinta y con toda probabilidad una tarea totalmente inútil.

«Lo más probable es que el cadáver aparezca por accidente. Puede que un pescador lo enganche algún día este verano. Una buena sorpresa al enrollar el sedal.»

Puso una mano sobre el hombro de Jordan.

—¿Quieres que llame a una ambulancia y que te vea el médico? —preguntó con suavidad, pasando del tono de voz de policía al de padre.

Jordan negó con la cabeza.

—Estoy bien —contestó.

—Tenemos personal de apoyo en el colegio que puede ayudarla si lo necesita. Especialistas en experiencias traumáticas —interrumpió el entrenador.

El policía asintió lentamente con la cabeza. Le sonaba un poco presuntuoso.

—¿Estás segura? —preguntó de nuevo, dirigiendo la pregunta a Jordan. No le gustaba el entrenador, parecía un poco enfadado con todo el asunto. «Como si fuera una gran molestia que una mujer se suicide justo cuando pasas tú», pensó el agente—. No me cuesta nada llamar —agregó, dirigiéndose a Jordan, que se enjugaba los ojos con el dorso de la mano y cuya respiración acelerada parecía ya más normal. No le importaba hacer esperar un poco más al entrenador en el puente, bajo la fría llovizna. Además, por experiencia sabía que los servicios de emergencias sanitarias eran mucho mejor para tratar este tipo de choques emocionales que cualquier otro.

—Gracias —repuso Jordan. Su voz parecía tener un poco más de fuerza—. Pero estoy bien. Lo único que quiero es volver al colegio.

El policía se encogió de hombros. Siempre resultaba tentador ver a través de los ojos de sus hijas a cualquier joven normal atrapado en una cuestión policial, pero sus años como policía le habían hecho más duro y le habían dado un aspecto más seco. Tenía las declaraciones. Tenía los teléfonos de contacto de todos los pasajeros de la furgoneta. Había ordenado a otros agentes que continuasen con el infructuoso registro de la zona.

Había hecho todo lo que estaba en su mano esa noche.

El policía vio que el entrenador marcaba un número en su móvil.

—¿A quién llama? —preguntó.

—A la dirección del colegio —repuso el entrenador—. Querrá saber por qué nos retrasamos. El comedor tiene que estar abierto. Y se encargará de que alguien hable con Jordan esta noche, si es necesario.

El policía pensó que, en realidad, lo que el entrenador pretendía era cerciorarse de que no le culpasen del retraso al regresar al colegio.

—Bien —dijo—, podéis marcharos. Si necesitamos algún seguimiento, un agente se pondrá en contacto con vosotros.

—Tendrán que llamar al despacho del director si quiere hablar con alguna de las chicas —repuso el entrenador.

—¿Ah sí? —contestó el policía. No añadió «por supuesto», que era lo que pensaba. Simplemente dejó que el tono escéptico que había utilizado con esa sola palabra transmitiese esa impresión.

Observó cómo, el equipo se subía a la furgoneta. Algunas de las chicas todavía parecían afectadas e iban de la mano o se abrazaban. Se dio cuenta de que a Jordan nadie le puso un brazo sobre los hombros para consolarla y confió en que sus hijas fuesen más sensibles.

El policía observó que Jordan iba hasta el fondo de la furgoneta y que se sentaba sola.

Le dijo adiós cariñosamente con la mano, algo no muy profesional, pero que le salió de forma natural. Se puso contento cuando vio una sonrisa fugaz en el rostro de Jordan y que tímidamente le devolvía el saludo.

«Malditos chavales, qué crueles pueden ser», pensó. Sabía que no llegaría a casa antes de que sus hijas se acostasen, pero decidió que iría a verlas y a lo mejor se quedaría unos minutos observando sus rostros dormidos. Sabía que su mujer entendería por qué lo hacía y que no le haría ninguna pregunta.

No fue hasta la mañana siguiente, temprano, cuando los agentes asignados para completar la investigación del suicidio recibieron una llamada de dos empleados de la oficina local de registro de vehículos. Mientras estaban en la parada esperando el autobús, vieron el sobre que Pelirroja Dos había clavado en el árbol y diligentemente cumplieron lo que decía en su exterior y llamaron a la policía. Habían sido lo bastante inteligentes como para no tocar nada y lo bastante entregados como para esperar a que llegase un agente y cogiese la nota y la fotografía, a pesar de que esto supuso que llegasen tarde a trabajar.

Más o menos a la misma hora, Pelirroja Uno estaba sentada frente a una mujer tan solo un poco más joven que ella, pero el doble de tamaño. La mujer llevaba el pelo muy corto y tenía unos brazos enormes y un contorno acorde. Media docena de pendientes, como mínimo, perforaban su oreja y debajo de la blusa asomaba el borde de un tatuaje. Era el tipo de mujer que daba la sensación de que iba al trabajo en una Harley-Davidson y que por diversión retaba a los leñadores a echar un pulso que rara vez perdía. Sin embargo, a Karen le sorprendió su suave tono de voz.

—Esto es lo que podemos hacer —propuso la mujer—. Podemos proteger a su amiga. Podemos proteger a sus hijos. Podemos encontrarle un lugar seguro como transición a una nueva vida. Podemos ayudarles con el asesoramiento de asistentas sociales y con ayuda legal mientras se adaptan. También les podemos proporcionar terapeutas, porque una serie de psiquiatras muy destacados de la zona hacen trabajo voluntario con nosotros. Podemos ayudarles a empezar de nuevo.

—¿Sí? —dijo Karen porque percibió un «pero» al final.

—No hay nada infalible —repuso la mujer.

El sonido distante de unos niños riendo traspasaba las paredes.

Karen supuso que provenía de una guardería que debía de haber arriba.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Karen.

La mujer se reclinó en la silla de su escritorio, balanceándose hacia atrás como si descansase, pero con la mirada fija en el rostro de Karen, calibrando sus reacciones.

—Por ley estoy obligada a decirlo.

—Pero hay algo más, ¿no es así? —preguntó Karen.

La enorme mujer suspiró.

—Aquí en Lugar Seguro estamos a tres manzanas de la comisaría. Está abierta todo el día y todo el año. El tiempo de respuesta desde allí hasta nuestra puerta, después de una llamada al 911, es de menos de noventa segundos. Tenemos un acuerdo con la policía, tenemos una contraseña que el personal al completo y todos nuestros clientes conocen, eso significa que algún hombre se ha presentado con intención de hacer algo violento y la policía ha respondido con contundencia, con las armas desenfundadas. Organizamos esto después de un incidente que ocurrió el año pasado. Puede que usted lo recuerde.

Karen lo recordaba. Titulares e intensos artículos se prolongaron durante varios días. Un hombre, su ex mujer, dos niños, de seis y ocho años, y tres policías. Cuando terminó el tiroteo, la mujer y uno de los agentes estaban muertos y uno de los niños, herido de gravedad. El ex marido había intentado suicidarse, pero había gastado todas las balas de su pistola, así que se había arrodillado en la acera, con la pistola en la boca, apretando el gatillo que inútilmente hacía clic en la recámara vacía hasta que lo esposaron y se lo llevaron. El caso todavía se estaba juzgando. El hombre alegaba enajenación mental transitoria.

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