El centro comercial no estaba muy concurrido aquella noche. Había muchas plazas vacías y Karen buscó indicios de la cercanía del lobo.
Igual que antes, cuando se había reunido por primera vez con Pelirroja Tres, tenía la impresión inconfundible de que era importante no permitirse que la siguieran, aunque no estaba segura de por qué exactamente. Una parte de ella se sentía totalmente ridícula. Había tomado medidas cuando regresaba a casa por la tarde para asegurarse de que no la seguían. Había conducido como una loca al ir a recoger a Pelirroja Tres. Ahora repetía la misma fórmula errática, y estaba prácticamente convencida de que las otras dos pelirrojas hacían lo mismo de forma rutinaria, y no se veía capaz de responder a la pregunta esencial: «¿por qué haces esto?». Pensó: «No es muy probable que las tres estemos sentadas en una cafetería y él aparezca con una metralleta y se nos cargue a las tres de golpe.»
Entonces vaciló, jadeó con fuerza como si en el coche no quedara aire y se dio cuenta de que todo era posible.
«No sabes cómo va a matarte.»
La médica que era identificó la paranoia. Intentó remontarse a la época de estudiante de Medicina en prácticas en la unidad de Psiquiatría de un hospital estatal grande, pero cualesquiera lecciones que hubiera aprendido en aquellas semanas se habían disipado con los años de práctica de la medicina interna. «Todo mi —no, todo nuestro— comportamiento está definido por el miedo.»
Cerró los ojos con fuerza.
«Ponle nombre —se dijo. Le resultaba imposible. Intentó pensar—: Miedo a las alturas. Aquello era la acrofobia. Miedo a las arañas. Se llamaba aracnofobia. ¿Miedo a la muerte? Tanatofobia.»
Lo que sentía parecía ser una combinación de aquellos y de todos los demás miedos que surgían de su corazón.
«Ponle nombre —se repitió—. Eso se dice pronto.»
Karen intentó ahuyentar de su mente distintas imágenes mortíferas que empezaron a perturbar con fuerza su imaginación e intentó dedicarse a observar a las demás pelirrojas. «Pistolas. Cuchillos. Venenos. Sangre. Estrangulamiento.» Lo único que veía eran docenas de asesinatos, todos expuestos ante ella como un bufé y, como si de una pesadilla se tratara, se veía obligada a escoger uno. El problema era que no había forma fácil de despertar de esa pesadilla.
Se pasó la mano por la cara. Notaba el sudor en las axilas. Respiraba de forma entrecortada. Miró a su alrededor. No existían motivos obvios para encontrarse al borde del pánico. No había ninguna silueta acechante en la penumbra. No había ningún hombre que corriera hacia ella empuñando un arma. No había ningún faro que la enfocara desde atrás.
Pero todo aquello estaba allí, aunque no estuviera presente.
Barrió con la mirada los espacios vacíos del centro comercial.
—Vamos —susurró en voz alta, dirigiéndose a las otras dos pelirrojas—. Quiero largarme de aquí.
A los pocos segundos de su llegada, Pelirroja Dos y Tres habían aparecido por las anchas puertas del centro comercial y caminado hacia ella. Todas ellas habían tomado rutas al azar por entre las tiendas, corriendo por los pasillos, saliendo y entrando de los lavabos, volviendo sobre sus pasos, subiendo y bajando escaleras mecánicas, cruzando dos veces los mismos senderos antes de reunirse y salir. Habría resultado difícil seguirlas, incluso con la poca gente que había en el gigantesco edificio.
—¿Creéis que funcionará? —preguntó Sarah sin aliento mientras entraba rápidamente en el coche.
—Seguro —repuso Jordan convencida desde el asiento de atrás. ¿Por qué no?—. No puede estar en tres sitios a la vez.
Las demás asintieron aunque Pelirroja Uno y Dos pensaran en silencio «yo no estaría tan segura».
Karen vio que Jordan esbozaba una ligera sonrisa y la doctora de su interior se preguntó si la joven disfrutaba de la situación. Entonces vio que Pelirroja Tres miraba por la ventanilla trasera, como si comprobara una vez más que no las seguían. «Energía nerviosa —pensó—. No, es miedo. Solo que se presenta de un modo un poco distinto en cada una.»
Pelirroja Dos fue quien preguntó.
—¿Adónde vamos ahora?
Karen sonrió con ironía aunque sabía que tenía pocos motivos para sonreír.
—Ayer, Jordan me dijo que buscara un sitio que fuera totalmente seguro, joder, para hablar. Conozco uno bueno.
The Moan and Dove era un bar de estilo antiguo, típico de poblaciones universitarias, de madera oscura y rincones oscuros en el que se ofrecían whiskies puros de malta y más de setenta variedades de cerveza, servidos desde una larga barra de madera que acababa en un espacio con un pequeño escenario con una cortina negra andrajosa como telón de fondo. En el local también había espacio para dos docenas de mesas pequeñas. La mayoría de las noches estaba atestado de universitarios, un poco escandalosos y alborotadores, pero los martes actuaban cantantes de folk locales —aspirantes a Joni Mitchell y Bob Dylan— y de vez en cuando dedicaban las noches del sábado a espectáculos de comediantes espontáneos. Por eso lo conocía Karen. Pero los jueves, como aquel, se ocupaba de la comunidad lesbiana aceptando solo la entrada de mujeres. Así pues, cuando las tres pelirrojas entraron por la puerta, se encontraron con un local lleno y bullicioso, sin un solo hombre a la vista. Hasta los camareros, que solían ser tíos culturistas para tener músculo suficiente para lidiar con los universitarios que se desmadraban, habían sido sustituidos por mujeres jóvenes, delgadas, con
piercings
en la nariz, el pelo violeta y de estilo punk-rock, que parecían, todas ellas, imitar a Elisabeth Salander de los libros y películas. La clientela del bar iba desde las moteras duras con vaqueros negros ajustados y chaquetas de cuero, tomando chupitos, al tipo ex hippy que prefería tomar cócteles con las típicas sombrillas de papel a modo de adorno y que hablaban por arrebatos agudos.
Pelirroja Dos y Pelirroja Tres se colocaron junto a Karen en el umbral de la puerta y se hicieron cargo de la situación.
Karen sonrió un poco y dijo:
—Me gustaría ver entrar al Lobo en este local. No creo que durara mucho.
Sarah se rio. A ella le parecía una verdadera ironía, lo cual captaba la esencia de su existencia. «Sería fantástico —pensó—. El Lobo entra en un bar de lesbianas y lo único que tengo que hacer es levantarme y apuntarle diciendo: "¡Este hombre mata mujeres!", y como una especie de ménades modernas, estas damiselas lo despellejarán y podremos continuar alegremente con lo poco que nos queda de vida.»
Jordan estaba un poco alterada.
—Soy menor de edad —le susurró a Karen—. Si en la escuela se enteran de que he estado aquí, me expulsarán.
—Pues entonces nos aseguraremos de que no se enteren —respondió Karen, aunque la seguridad de su voz contradecía la idea de que no tenía ni idea de cómo cumplir esa promesa.
Jordan asintió. Miró a su alrededor y sonrió.
—¿Sabes? La entrenadora de hockey sobre hierba a lo mejor está aquí… —Entonces se calló, se encogió de hombros y añadió—: A lo mejor podríamos sentarnos en un rincón.
Encontraron una mesa vacía cerca del escenario, que tenía la ventaja añadida de estar situada de forma que podían echarle el ojo a la puerta de entrada, aunque ninguna de las tres pelirrojas creyera que algún lobo sería lo bastante valiente o imbécil para seguirlas al interior. Una camarera tatuada que llevaba una camiseta negra ajustada acudió a tomarles nota y, mirando con recelo a Jordan, dio la impresión de estar a punto de pedirle el carné cuando Karen dijo:
—Mi hija tomará un refresco.
Jordan asintió y añadió:
—Ginger ale.
Karen pidió una cerveza y Sarah en un primer momento pidió un vodka con hielo, pero entonces le asaltó la idea de que quizá no fuera muy conveniente y pidió otro ginger ale.
La camarera gótica puso los ojos en blanco.
—Esto es un bar —dijo con tono desagradable.
—Vale —repuso Sarah—. Pon un trozo de peladura de limón en el vaso para que parezca una bebida de verdad.
Aquello hizo reír a las otras dos pelirrojas e hizo marchar a la camarera con cara de amargada. No es que fuera una broma, pensó Sarah, pero por lo menos era un intento de mostrar sentido del humor, lo cual parecía mucho más de lo que había conseguido en los últimos meses.
Las tres guardaron silencio durante unos momentos, mientras esperaban que la camarera les trajese las bebidas. La más joven del trío fue la primera en hablar.
—Bueno, aquí estamos. ¿Ahora qué hacemos?
Volvió a producirse un silencio antes de que Karen formulara la pregunta práctica.
—¿Alguna de vosotras piensa que esto es una tomadura de pelo? Ya me entendéis, que es todo un juego, que somos el blanco de una broma que no tiene ni pizca de gracia y que en realidad no pasará nada.
Tanto Sarah como Jordan eran conscientes de que se habían planteado esta pregunta y la habían descartado por separado, pero ninguna quería desembuchar.
Sarah fue quien alcanzó a ir más allá de todo el dolor que sentía en su interior.
—No creo que tenga tanta suerte —reconoció.
El silencio volvió a cernirse sobre ellas. Ninguna de ellas sentía que tuviera «tanta suerte».
—Entonces… —empezó a decir Karen. Le pareció que se atragantaba, un poco como el miedo escénico. Cuando alcanzó a continuar, las palabras brotaron rajadas como el cuero viejo—. Tenemos que encontrarle un sentido a todo esto.
Jordan fue quien respondió pero le pareció que era como oír hablar a otra persona, no a ella misma.
—¿Qué quieres decir con lo de «encontrarle un sentido»? Un pirado quiere matarnos porque somos pelirrojas y está obsesionado con Caperucita y tenemos que pensar qué hacer al respecto. Me refiero a ¿qué sentido quieres encontrarle? Y, mientras intentamos encontrarle el sentido, a lo mejor nos está acechando y poniéndonos en fila como blancos en un campo de tiro y preparándose para apretar el gatillo. «Pim, pam, pum, estáis todas muertas.»
Había ido tomando impulso con cada palabra por lo que Jordan hablaba rápido, aunque apenas lo había dicho todo en un susurro.
—Tomémosle la delantera, tomémosle la delantera, tomémosle la delantera —repitió la adolescente tres veces, como si fuera una por ella y una por cada una de las otras pelirrojas.
Karen se echó hacia atrás. No había hecho mucho caso a la propuesta homicida de la joven la primera vez que la había sugerido. Pero con las tres reunidas alrededor de la mesa, no era tan fácil desestimarla.
No sabía por qué no le parecía una opción viable. Se oyó hablar pero tuvo la impresión de que las palabras no se relacionaban con ella.
—Mira, Jordan, no somos asesinas. No sabemos qué estamos haciendo. Y no podemos rebajarnos…
Se calló porque tuvo la impresión de que sonaba como una imbécil y veía que la más joven de las tres negaba fuertemente con la cabeza para expresar su desacuerdo.
Se movió inquieta en el asiento. «¡Sé lógica!», le gritó una voz en su interior. Pero le costaba mucho obedecer la orden. Notaba que se le cerraba la garganta y se le secaba la boca. Se humedeció los labios y tomó un sorbo de cerveza.
—Mirad, lo primero —dijo—, es que hay algo que nos une —habló lo más despacio posible—. Tenemos que averiguar qué es.
—Sí, que somos pelirrojas —interrumpió Jordan.
—No, tiene que ser algo más.
—¿A qué te refieres? —preguntó Sarah. Se sentía un poco intimidada delante de las otras dos, como si ellas controlaran mejor la situación y tuvieran muchos más recursos que ella, aunque ahora que hablaban de matar recordó que daba la impresión de que ella era la única que poseía un arma.
—El nos encontró. Así que hay algo que nos une. No puede ser el azar.
—¿Por qué no? —preguntó Jordan.
Las tres mujeres intercambiaron una mirada. Todas pensaban lo mismo. Todas imaginaban que las otras dos eran lo más distintas posible de una misma. Aparte del pelo rojo, no había nada obvio. Ninguna alarma, campana ni sirena anunciaba una similitud. Ninguna era capaz de ver que compartieran una conexión obvia.
Las mujeres volvieron a callar absortas en sus propios pensamientos.
Y de nuevo volvió a ser la más joven quien rompió el silencio.
—Sí, pero aunque lo averigüemos, ¿luego qué? ¿Llamamos a la policía?
—Yo ya lo he hecho —reconoció Karen—. Por supuesto, si averiguamos quién nos acosa, podemos llevar el nombre a la policía y a lo mejor pueden hacer algo…
Titubeó. Aquella vía lógica parecía totalmente irracional. «Cuando te ves abocada a una locura —pensó—, ¿qué te hace pensar que la lógica te ayudará?»
Se hundió en el asiento. Era un poco como si toda su formación y toda su vida adulta hubieran estado dedicadas a la razón. Era como emitir un diagnóstico: haces esta prueba y esa otra prueba, tienes en cuenta el síntoma, lo mezclas todo con los estudios y la experiencia y obtienes una respuesta. Una respuesta «razonable». Tal vez fuera una respuesta «feliz», pero una respuesta de todas formas. Negó con la cabeza.
Jordan era sumamente consciente de que Karen colgaba del precipicio de los pensamientos. Miró a la mujer adulta y pensó que era respetable, culta, responsable y madura y Jordan había imaginado que sabría exactamente qué hacer porque era el tipo de mujer que siempre sabía qué hacer. Claramente, se trataba del tipo de mujer en el que las adolescentes como ella querían convertirse. Trabajadora y responsable. Entonces, cuando vio la misma confusión y duda en el rostro de Pelirroja Uno que imaginó que traslucía el de ella, se asustó. Se giró a medias para ver si apreciaba lo mismo en los ojos de Sarah, pero el tercer miembro del trío estaba recostada, mirando el techo, como si esperara que un rayo revelador cayera de los cielos, atravesara las paredes y la alcanzara para mostrarle el camino a seguir. Jordan pensó: «Es como ir a la deriva en el mar con dos desconocidas.»
No lo dijo sino que espetó:
—Solo hay una manera de protegernos.
—¿Cómo lo hacemos? —preguntó Sarah, como si descendiera lentamente por una escalera hacia la tierra.
—El lobo está en una situación ventajosa con respecto a Caperucita Roja —dijo—, salvo en un aspecto.
—¿Cuál?
—Es un prisionero —dijo.
—¿De qué? —gruñó Karen.
—De lo que quiere.
—No te sigo —reconoció Sarah.
—¿Qué le hace meter la pata? Sus propios deseos.
Sarah y Karen miraron a Jordan.