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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (17 page)

—Ya sabes lo que hacemos entonces —dijo Jordan.

—No, no lo sé —reconoció Karen.

Pero sí que lo sabía, incluso antes de que Jordan llenara el silencio.

—Lo matamos primero —dijo Jordan.

Así, sin más, como si le diera una palmada a un mosquito que acabara de posársele en el brazo.

La joven se recostó en el asiento. Estaba un poco asombrada de lo que acababa de decir. No sabía exactamente de dónde había sacado esa idea pero imaginó que había estado escondida detrás de todos sus miedos, a la espera del lugar limpio y de luces brillantes hasta tal extremo que resultaba opresivo en el que se encontraba para que surgiera. Pero se sintió satisfecha igual de rápido. Por primera vez en días, meses incluso, pensó, le gustaba el rumbo que estaba tomando. Con sangre fría y determinación. Notó que se le aceleraba el pulso. Era un poco como saltar hacia la canasta, soltar la pelota y darse cuenta de que había rozado el aro con las yemas de los dedos. «Los chicos —pensó— sueñan con volar y hacer mates para poderse golpear el pecho con chulería. Yo soy más modesta, me conformo con alcanzar el objetivo y tocarlo.»

15

Desde la cuestionable seguridad de su casa, Pelirroja Dos observaba el coche estacionado al otro lado de la calle. Se había fijado en él hacía un cuarto de hora, mientras se tambaleaba por el salón, revólver en mano y con unas pastillas en la otra, sin saber muy bien qué usar primero. En circunstancias normales no habría prestado atención a un coche anodino aparcado en el arcén justo más allá del alcance de la luz de la farola. Alguien que busca una dirección. Alguien que ha parado para hacer una llamada. Alguien que se ha perdido y quiere orientarse. Aquella última posibilidad hizo que Sarah pensara «a lo mejor es alguien como yo».

Pero Sarah Locksley sospechaba que ya no había nada normal en su vida y a pesar de la penumbra negro-grisácea de la noche que caía con rapidez, solo acertaba a distinguir la silueta de una persona sentada en el coche. ¿Hombre? ¿Mujer? La forma era imprecisa. Miró por la ventana durante unos instantes, esperando a que quienquiera que fuese saliera del coche y caminara hasta una de las puertas de sus vecinos. Se encendería una luz, una puerta se abriría, se oirían los saludos y quizás hubiera un apretón de manos o un abrazo.

«Eso habría formado parte de mi vida no hace tanto tiempo. Ahora ya no.»

Siguió esperando, contando los segundos mientras la mente se le quedaba en blanco salvo por la acumulación continua de números.

La situación esperada no se produjo. Y cuando llegó a sesenta y la figura seguía a oscuras en el vehículo, se le aceleró el pulso. Como una imagen que poco a poco va enfocándose empezó a combinar los pensamientos de una forma parecida a un algoritmo desacompasado.

«Estoy sola esperando a un asesino. Es casi de noche. Hay un coche estacionado al otro lado de la calle. Hay alguien dentro que me observa. No ha venido a visitar a un vecino. Está aquí por mí.» Se apartó de golpe cuando la fórmula cobró entidad en su interior, salió del campo de visión de la persona que, de repente, estuvo segura al cien por cien de que la miraba con intenciones asesinas. Sarah se apretó contra la pared, respirando con dificultad y luego se deslizó ligeramente hacia el lado para poder agarrar un trozo de cortina de cretona y atisbar el vehículo.

La noche abortó sus posibilidades de ver con claridad.

Las sombras se deslizaban como cuchillas a lo largo de su línea de visión. Se echó hacia atrás, como si pudiera esconderse. Se le ocurrió una idea imposible: «El me ve pero yo a él no.»

Sarah se meneó. Se estremeció. Pensó «ya está» y echó hacia atrás el percutor del arma. Hizo un clic perverso.

Una parte oculta de ella —la parte que razonaba— comprendía que un asesino no podía actuar así. Sería cauto, preparado y preciso. En cuanto ella se percatara de que lo tenía al lado, sería su último momento. El lobo no iba a limitarse a aparcar delante de su casa y luego, tras una espera considerable que le daba tiempo para que ella se preparara, presentarse en su puerta y anunciar: «¡Hola! ¡Soy el Lobo Feroz y he venido a matarte!»

Pero la lógica era escurridiza y esquiva y necesitaba tensar los músculos y sujetarla con manos sudorosas para aferraría en su imaginación.

«Un momento —se insistió de repente—, eso es exactamente lo que hace en el cuento. Se acerca mucho a Caperucita y ella solo advierte que tiene los ojos, las orejas, la nariz y, por último, los dientes raros.»

Alargó el cuello hacia delante una vez más y lanzó otra mirada al coche.

Estaba vacío.

La silueta había desaparecido.

Se encogió de nuevo y tuvo la impresión de que la pared la cercaba casi como si la empujara hacia la luz, intentando imaginar cómo podía empequeñecer. Una voz presa del pánico en su interior —que sabía que era el fruto de las drogas, el alcohol y la desesperación— le gritaba: «¡Corre! ¡Echa a correr!» Y ella miraba en derredor como una posesa en busca de una salida, aunque sabía que no existía. Durante un instante tuvo una visión:

«Sarah abre la puerta trasera.

»Sarah corre por el jardín, salta por encima de la vieja cerca de madera.

»Sarah huye por el espacio que separa las casas. Los perros ladran. Los vecinos oyen sus pisadas apremiantes y gritan asustados. Llaman a la policía. Llega con las sirenas encendidas, justo a tiempo.

»Sarah se salva.»

Inhaló aire y contuvo el aliento. La visión se desvaneció. Lo sabía: «No hay escapatoria. Ni por detrás. Ni por delante. No puedo salir volando por el techo. No puedo esconderme en el sótano. No puedo volverme invisible.» Tenía la boca seca y le costaba enfocar la vista, como si ambos sentidos hubieran decidido traicionarla. La mano en la que llevaba las pastillas las dejó caer al suelo y traquetearon y rebotaron hacia otro lado. La mano con la que sostenía el revólver parecía tirar de ella hacia abajo, como si el peso del arma de su esposo se hubiera multiplicado por diez de repente. A medida que los temores y las dudas se apoderaban de su cuerpo como muchas corrientes explosivas a la vez, no sabía a ciencia cierta si podría levantar el arma y si sería capaz de hacer acopio de fuerzas para apretar el gatillo cuando llegara el momento de enfrentarse al lobo.

Y entonces, de forma igualmente abrupta, vio el arma levantada delante de ella, sujeta con las dos manos y se dio cuenta de que había adoptado la postura de un tirador.

Durante unos instantes Sarah se preguntó si había otra persona guiando el arma. Era como si ella no tuviera más que una conexión periférica con el arma.

Se preguntó cuándo había respirado por última vez. Los pulmones le pedían aire y dio bocanadas como un nadador que sale a la superficie.

Pensamientos contradictorios como «estoy preparada para lo que sea» o «me estoy muriendo» se agolparon en su interior.

Quería hablar en voz alta, decir algo fuerte y valiente, pero cuando intentó pronunciar las palabras «Venga, coño, estoy esperando…» sonaron como un graznido y se quebraron y apenas resultaron inteligibles.

Sonó el timbre.

Era un repique alegre, tres notas que no tenían ningún sentido para ella.

«¿Los asesinos llaman a la puerta?»

Se dio cuenta de que estaba dando saltitos, que se movía casi como un cangrejo mientras cruzaba el salón con el arma levantada. Se paró delante de la puerta.

El timbre volvió a sonar.

«¿Por qué no iba a llamar al timbre? ¿O llamar a la puerta? ¿O llamarla por su nombre para anunciar su llegada? ¡Hooola, Sarah! Soy el Lobo Feroz y vengo a matarte…»

De repente no tuvo ni idea de lo que haría un lobo. Nada de lo que ocurría tenía sentido para ella. Era como en
Alicia en el País de las Maravillas
, arriba era abajo, delante era detrás, alto era bajo.

Notó que el dedo apretaba el gatillo con más fuerza. Se le ocurrió que podía disparar y ya está. «La bala atravesará la madera y lo matará en el sitio.»

Le pareció buena idea. Una muy buena idea. Casi sensata.

Una parte de ella contuvo una carcajada. «Menuda broma —pensó—. Menuda broma, para partirse el pecho y troncharse de la risa. Le dispararé a través de la puerta.»

Apuntó el revólver, y lo colocó a la altura que imaginaba que estaría el pecho del lobo. Era como tomar medidas en su interior. «¿Es alto? ¿Bajo? No quiero fallar.»

El revólver temblaba, guiñando adelante y atrás como un barco pequeño zarandeado por las olas en una tormenta. Vio que alargaba la mano izquierda y cogía el pomo de la puerta, desafiando lo que parecía un plan eminentemente bueno y sustituyéndolo por una insensatez mayúscula. Imaginó que abría la puerta a la muerte.

Con un fuerte bandazo abrió la puerta de par en par. Con el mismo movimiento, soltó el pomo y echó hacia atrás la mano izquierda para preparar el arma. Estaba ligeramente inclinada hacia delante y preparada para disparar.

El silencio hizo que el dedo se le detuviera en el gatillo.

Había dos mujeres mirándola desde el umbral de la puerta. Parecían conmocionadas bajo la tenue luz del porche. Alguien inspiró profundamente, pero Sarah no estaba segura de si había sido una de las dos mujeres o ella.

Todas estaban paralizadas. Sarah no lo sabía pero el cañón abierto de un revólver con el percutor levantado tiene la capacidad de acallar cualquier conversación.

«No es posible que sean el lobo —pensó Sarah—. ¿Dos lobos?» Pero acariciaba el gatillo con el dedo. En lo más profundo de su capacidad cognitiva sabía que a la menor presión el arma se dispararía.

Tras un intervalo durante el que Sarah esperó oír el rugido del revólver al matar a quienquiera que tuviera delante, observó completamente boquiabierta cómo una de las mujeres se quitaba poco a poco una gorra de lana azul marino y soltaba unos largos rizos de pelo rojo fresa, sin apartar la mirada de Sarah y del revólver.

Acto seguido, como siguiendo el palo en una partida de naipes, la otra mujer, de mayor edad y con la cara llena de líneas de preocupación, alzó las manos y se soltó también el pelo, que le cayó como una capa apagada de brasas casi extintas sobre los hombros.

—Hola, Pelirroja Dos —saludó la mujer adulta—. Ya ves quiénes somos. No nos mates, por favor.

Sarah se avergonzó del estado en que se encontraba su casa.

Por primera vez en varios días fue consciente de la basura y restos, de las botellas de alcohol vacías y de los recipientes de comida preparada, envoltorios de chocolatinas y bolsas de patatas fritas esparcidos por todas partes. También se avergonzó del sistema de defensa tipo
Solo en casa
colocado bajo las ventanas y al otro lado de las puertas. Quiso disculparse ante las dos mujeres y explicarles que ella no era realmente así, pero habría sido una mentira y consideró que sería imprudente empezar su relación con Pelirroja Uno y Pelirroja Dos con tamaña falsedad. Así pues, mantuvo la boca cerrada y observó la reacción de las otras dos mientras contemplaban aquel paisaje de desesperación.

Pelirroja Tres fue la primera en hablar.

—Me llamo Jordan —dijo—. ¿Tienes una foto de tu marido e hija? ¿Los que murieron?

La pregunta dejó a Sarah pasmada. Le parecía sumamente íntima, como si le pidieran que se quitara la ropa y se quedara desnuda.

—Por supuesto, pero… —respondió tartamudeando.

Y entonces se quedó sin palabras. Se acercó a una estantería de la esquina y sacó una foto enmarcada de ellos tres, tomada un mes antes del accidente. Sin mediar palabra se la tendió a Jordan, que la miró con fijeza y se la pasó a Karen Jayson. Ella también la observó con detenimiento.

Se produjo un silencio breve. A Sarah le pareció que normalmente cuando alguien miraba una fotografía como aquella de ella, su marido y su hija hecha un día de verano en la playa diría algo como «qué monos» o «qué guapos estáis». Pero se percató de que aquellas reacciones eran para los vivos. De repente se sintió no exactamente enfadada sino disgustada o incómoda, y quiso recuperar la foto.

—¿Qué buscáis? —preguntó Sarah.

—Un motivo —respondió Karen.

Sarah tardó varios segundos en comprender que Pelirroja Uno no buscaba el motivo por el que el marido e hija de Pelirroja Dos habían muerto. No quería oír hablar del camión cisterna que se había dado a la fuga ni del carácter caprichoso del destino.

—O quizás una explicación —dijo Jordan. Ella tampoco se refería al accidente.

—¿Cómo me habéis encontrado? —empezó a decir Sarah.

Karen dirigió la mirada a Jordan. La joven se encogió de hombros.

—Tu vídeo de YouTube. Acababa con la imagen de una lápida. Encendí el ordenador y busqué a partir de esos nombres.

Sarah asintió. Aquello tenía sentido de un modo extraño, casi misterioso.

—No tardé mucho —continuó Jordan—. En el periódico local había una noticia sobre el funeral en el parque de bomberos. Había una foto en color. Estabas ahí. Con este…

Jordan señaló su melena rojiza. Recordó lo brillante que se veía el pelo de Pelirroja Dos en contraste con la ropa negra de luto.

A Sarah le pareció que debía decir algo pero guardó silencio. Tras unos instantes incómodos, Karen intervino.

—No deberíamos quedarnos aquí —dijo—. Tenemos que ir a un lugar seguro a hablar.

Dio la impresión de que Sarah estaba a punto de decir algo, por lo que Karen habló con rapidez, interrumpiéndola antes de empezar.

—Mira, cuando Jordan y yo nos conocimos ayer, nos dimos cuenta de que el hecho de que estemos las tres juntas aumenta nuestra vulnerabilidad. Estar en el mismo sitio, a la misma hora, nos convierte en un objetivo mucho más fácil.

—Es como si él quisiera que estuviéramos todas juntas para lanzarnos una granada de mano —espetó Jordan—. ¡Bum! Pelirroja Uno, Dos y Tres desaparecen de golpe. —En su voz el cinismo se mezcló a discreción con la angustia. Karen no se molestó en ahondar en el concepto de la «granada de mano», aunque una parte de ella consideraba que tenía tanto sentido como todo lo demás.

Porque nada de aquello tenía sentido. O sí. No estaba segura.

—Pero tenemos que hablar de todos modos, pensar qué vamos a hacer…

—Ya sé lo que vamos a hacer —masculló Jordan entre dientes. Karen no se giró hacia la más joven del trío sino que mantuvo la vista fija en Sarah.

—Así pues, tenemos que ir a algún sitio en donde sepamos que podemos planificar sin que nos vean.

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