Read Un asesinato musical Online
Authors: Batya Gur
Esperanzado y temeroso, Michael volvió a pensar que podría eludir el asunto. Le pareció ver a la mujer de Shorer saliendo por una puerta y quiso creer que llamaría a Shorer, que lo distraería. Pero al mirar de nuevo a su interlocutor, vio que tenía la vista clavada en él. Así pues, como quien se ve obligado a saltar a un pozo profundo con la esperanza de que al fondo haya una buena capa de serrín, expuso en tres o cuatro fases lo que denominó, con vergüenza y consciente de lo forzado del intento de sonar objetivo y comedido, «las circunstancias especiales en el ámbito personal».
En primer lugar habló de la niña y de cómo la había encontrado, de su deseo de quedarse con ella, y luego de Nita, y a continuación de la primera llamada de radio que recibió informándole del caso. Se refirió a las objeciones que los compañeros habían puesto a su presencia en el EEI y a su incapacidad para renunciar al caso o a la niña. Repitió su conclusión con cierta perplejidad: «No puedo renunciar a ninguno de los dos. Los necesito», dijo, sorprendiéndose a sí mismo, como si acabara de descubrir una gran verdad. «Los necesito.»
Shorer guardó silencio durante largo rato.
—Vamos a sentarnos allí —dijo al fin con fría reserva, señalando un par de silloncitos vacíos—. Sentémonos a charlar un rato —añadió, y cogió a Michael del brazo, como quien ofrece apoyo a un enfermo. Se sentó en el silloncito tapizado de naranja y dio una palmada sobre el otro sillón. Dejó el café en el suelo de linóleo y se volvió hacia Michael, quien aún tenía en las manos la taza, de la que no había tomado ni un sorbo.
Con el corazón en vilo y la boca seca, Michael esperó, con fingida indiferencia absoluta, a que se dictara sentencia.
—La quieres y por eso no puedes distanciarte del caso —dijo Shorer—. Es así de sencillo.
—Es tan chiquitita, tan dulce, y me necesita tanto —trató de explicar Michael—. Si la vieras...
—Me refería a la mujer, no a la niña —dijo Shorer a la vez que posaba una mano en el brazo de Michael—. A Nita van Gelden.
Michael se quedó en silencio. No logró emitir siquiera un sonido inarticulado. El mundo comenzó a dar vueltas sobre sí mismo. Lo que había dicho Shorer le parecía confuso, inesperado, distorsionado. ¿Cómo saber si tenía razón?
—No pretendo lanzar cohetes por nada de lo ocurrido —declaró Shorer—, pero sí hay algo que me llena de contento, y es que la quieres de verdad. Y me da la impresión de que te habías hecho ilusiones con respecto a ella, a la posibilidad de formar una familia feliz. Te conozco.
—Estoy interesado en ella —admitió Michael—. Me preocupa lo que le pasa. Pero mi principal preocupación es la niña.
—A la niña tendrás que renunciar —dijo Shorer severamente—. Eso cae por su propio peso.
—Pero ¿por qué? —Michael depositó la taza llena de café al pie de su silla y se quedó mirando a Shorer. En su garganta comenzaba a formarse un gran nudo, y él temía que pudiera abrirse camino hasta sus ojos.
—Porque no es tuya —contestó Shorer llanamente—. Uno no se va encontrando niños por la calle. Las cosas no funcionan así. Entre vosotros dos no queda espacio para la niña.
—¡Pero si no hay nada entre nosotros! Todavía no ha pasado nada entre nosotros... Tienes que creerme. ¡Te he dicho toda la verdad!
—Sólo creo en los hechos. Tranquilízate. Ni siquiera tú —dijo Shorer con calma— estás al tanto de todo lo que te concierne.
Michael no replicó.
—¿Desde cuándo nos conocemos? Hace casi veinte años. Sabes que te conozco. Nunca he hecho comentarios sobre tus relaciones. Pero siempre he sabido cuándo estabas con alguien. Con cualquiera de tus mujeres, incluida la casada... ¿Cuánto duró aquello? ¿Siete años?... Avigail era la que más me gustaba. No le faltaba valor, a Avigail. Ni delicadeza o encanto. Y no era tonta. Nunca has llegado a contarme qué pasó con ella, pero estoy seguro de que no la querías de verdad, porque entonces no habrías dejado que se fuera. Tal vez deseabas quererla, yo qué sé, eres un romántico perdido, ¡Dios nos asista! La cosa no funcionó. ¿Por qué?
—Avigail no quería tener hijos. Por encima de todo, se negaba a tener hijos —dijo Michael—. Puede que ése fuera el motivo. Creo que lo es. Y padecía una enfermedad de la piel que no lograba superar, lo que le causaba montones de problemas psicológicos. Con ella, todo eran complicaciones. No lograba confiar en mí. Este tipo de cosas no se pueden explicar. Es una suma de muchos factores. Desengaños constantes. Con ella era imposible alcanzar la tranquilidad o la intimidad. La paz de espíritu. Si hubiera esperado algunos años más, tal vez...
—No la querías bastante —sentenció Shorer—. A veces es tan sencillo como eso. Ahora te he oído hablar de esta mujer, de Nita. Y sé que se te ha metido en el bolsillo. Así están las cosas.
—Yo no lo siento así —dijo Michael con timidez—. Sólo sé que estoy preocupado por ella. Que quiero que vuelva a la vida. Que comience a tocar el chelo de nuevo. No sabes qué talento tiene. Quiero que vuelva a ser feliz. No quiero que nadie la trate mal nunca más. Antes de que sucediera todo esto, creía que podría hacerla feliz. A nuestra manera cautelosa, las cosas nos iban bien.
—Lo siento, pero no puedes seguir así —dijo Shorer con un suspiro—. Tienes que renunciar a la niña y abandonar el caso. Con hipnosis o sin ella, y hasta que se demuestre lo contrario, Nita sigue siendo una sospechosa. ¿La está interrogando Balilty?
—¿Por qué tengo que renunciar a la niña? —susurró Michael. El embotamiento que sentía empezaba a desvanecerse, dando paso a la ira.
—Te lo diré una vez más: uno no se va encontrando niños por la calle. No, no se encuentran en la calle. Por no hablar ya de que no tienes tiempo para cuidarla como es debido. ¿Quieres un hijo? Estupendo. Enamórate de una mujer y tenlo. Ya te lo dije hace mucho: si el mundo funciona así, por algo será. Niégalo si quieres, pero el orden natural de las cosas encierra una lógica. Un niño necesita una madre y un padre.
—¿Es sólo porque soy un hombre? —protestó Michael.
—Sí. Esto no es California, ni Hollywood. Es la vida real —respondió Shorer sin sonreír—. Yo creo que, para criar a un niño, hacen falta una madre y un padre. No estoy diciendo —su voz perdió de pronto cierta certidumbre y autoridad— que no haya circunstancias especiales, divorcios, muertes, cosas así, pero ¿encontrar a una niña en la calle? ¡Qué va!
—Estás siendo de lo más ilógico —dijo Michael abruptamente—. Pero si pareces mi abuela. ¿Cómo puedes someter una cosa así a ese tipo de razonamientos?
—Qué le voy a hacer —dijo Shorer con un suspiro—. Cuando pasas dos días y dos noches metido aquí, y ves tantos problemas, y te quedas hecho un trapo, sintiendo que en cuestión de minutos puedes perderlo todo... a tu hija, a tu nieta... empiezas a encajar las cosas en sus verdaderas dimensiones. ¡Así que soy ilógico! Más bien será que no comprendes mi lógica. Aunque a veces esa lógica sea la tuya y yo haya sido incapaz de comprenderla muchas veces. ¿Qué quieres que te diga? ¡Hemos intercambiado los papeles!
—Supongamos, y sólo es un suponer, porque no pienso hacerlo, supongamos que renuncio a la niña, y entonces, ¿qué?
—¿Cómo que «supongamos»? ¡Aquí no hay nada que suponer! ¡Tendrás que renunciar a ella porque la señora Mashiah te obligará! Así que, partiendo de que no hay nada que suponer, ¿cuál es tu pregunta?
—¿Conoces a Ruth Mashiah?
—No te preocupes de eso ahora. ¿Cuál es tu pregunta?
—El caso. Este caso.
—¿Si puedes seguir trabajando en él?
Michael asintió con un gesto.
—Nunca se nos había presentado una situación semejante. Y tú, ¿cómo lo ves? Te acuestas con ella y luego...
—¡Nunca me he acostado con ella! —exclamó Michael desesperado—. Ya te lo he dicho, nunca la he tocado.
—Está bien, está bien —lo aplacó Shorer—. Digamos entonces que pasas la tarde con ella en plan de amigos. Le coges la mano, juegas con su hijo o lo que sea, quieres que vuelva a la vida, que sea feliz y todo lo demás, ¿y luego la interrogas en tu despacho? ¿Con Balilty? ¿Qué te parece a ti? ¿Cómo lo imaginabas? Explícamelo. Lo pasado, pasado está. Pero quiero que me expliques cómo ves el futuro. Una investigación de estas características puede prolongarse durante semanas o meses, ¿quién sabe?
—Encontraremos una solución. Puedo concentrarme en otros aspectos del caso —farfulló Michael—. Tengo que descubrirlo —se oyó decir roncamente—. Tengo que descubrir qué ha pasado exactamente.
—Sí. Tienes que descubrirlo —dijo Shorer con un suspiro—. Y créeme que lo siento. Para una vez que te oigo hablar de una mujer como nunca te había oído hablar de ninguna otra. Dime cómo crees que podría funcionar.
—No tendré el menor contacto con ella hasta que hayamos resuelto el caso —anunció Michael. Él mismo percibió en su voz el tono fanfarrón del niño desobediente que promete portarse mejor. «Ni el menor contacto personal.» Lo asaltaron pensamientos escépticos: «¿Estás seguro? Un poco de seriedad. ¿Cómo vas a soportar que se sienta abandonada? Tendrás que acostumbrarte a que te odie. Ni siquiera serás capaz de explicárselo».
Shorer le dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Cómo piensas conseguirlo? Vives justo debajo de ella. Supongamos, sólo por suponer, para seguir hablando, que eso resolviera el problema. ¿Cómo lo llevarías a la práctica?
Michael inclinó la cabeza. Tampoco él lo sabía muy bien, ni si sería capaz de conseguirlo. Ni tenía claro qué lo impulsaba a continuar trabajando en la investigación. Miró a Shorer queriendo decir que no lo sabía y que lo ayudase. Pero por encima de ese deseo estaba el de mantener el autodominio, no delatar su incertidumbre ni la confusión que lo abrumaba. Si Shorer le hubiera preguntado por qué estaba dispuesto a renunciar a Nita —puesto que renunciar a ella temporalmente significaba, bien lo sabía, renunciar a ella para siempre—, sólo por trabajar en el caso, Michael no habría sabido qué responder. Y aun cuando encontrara la manera de expresarlo, Shorer no lo comprendería.
—Ponme bajo vigilancia. Pídeme lo que quieras. Puedo mudarme de casa —dijo al fin—, pero no me retires del caso. Por favor. Y también necesito estar seguro de que van a tener vigilada a Nita. Puede que esté en peligro. No sé si te he dicho que estoy muy preocupado por ella.
—¿No crees que ahora te necesita más como amigo? —preguntó Shorer—. Olvídate por un momento de los procedimientos. Ahora estamos hablando en plan personal.
—¡Ahora mismo no puedo ser su amigo! —se lamentó Michael—. No podré hasta que esté seguro, hasta que haya encontrado una prueba —tenía la garganta reseca, le dolía. Apuró los restos del café.
—¿Tengo que poner en peligro un caso de asesinato por el que el comisario jefe y el ministro se me han echado encima, y la prensa y el mundo entero me acosan...? ¿Tengo que mandarlo a la mierda por tus problemas personales? —dijo Shorer enfadado—. Dejemos de hablar en plan personal. Hablemos del trabajo, de lo que es conveniente en ese sentido. Siempre te he dicho que para trabajar es necesario distanciarse.
Michael meditó durante un rato largo.
—Hay cosas que sólo yo sé preguntar —dijo al cabo—. O comprender —añadió enseguida. Y al ver la expresión de Shorer, se apresuró a decir—: Soy el único que tiene algún conocimiento sobre la música clásica. Poca cosa, pero algo es algo. Y éste, créeme, es un caso musical.
Shorer lanzó un bufido.
—Así que al fin llegamos a tu famoso «espíritu de las cosas» —dijo con mordacidad—. Ya me extrañaba a mí que todavía no lo hubieras mencionado. Pero esta vez no es tan sencillo. ¿Recuerdas el lío en que te metiste con Ariyeh Klein? Y no eras más que ex alumno suyo. No podías evitar creerle ni siquiera cuando descubriste que mentía. Le tenías afecto y lo admirabas, lo conocías. ¿Qué me dices de este caso? ¿De verdad podrás ser objetivo?
—Así lo creo, con toda sinceridad, al noventa y nueve por ciento. Para ser estrictamente racionales, dejemos un margen de duda de un uno por ciento.
Shorer lo interrumpió furioso:
—Conoces nuestras normas. Tienen su razón de ser. Como tú mismo dirías en mi lugar: la implicación emocional te descalifica automáticamente.
—Pero yo no siento que tenga ese problema, esta vez no. Es distinto de lo de Ariyeh Klein —protestó Michael, a sabiendas de que sus protestas caían en saco roto. Ni siquiera a él lo convencían. Se había adentrado en terreno muy peligroso, como un jugador que apuesta todo a una carta—. Además, en definitiva, no me equivoqué con él. Mintió, pero fue una mentira sin importancia.
—¿Todavía no habéis arrestado a nadie? —preguntó Shorer en un tono por completo distinto, como si estuviera viendo ante él al comisario jefe o al ministro—. ¿O tengo que recurrir a Balilty para enterarme de lo que está pasando realmente?
—No hemos arrestado a nadie. De momento, nos hemos limitado a confiscar pasaportes. Pero no es que Balilty hubiese querido arrestar a alguien y yo me haya negado.
—A los hermanos, y tal vez también al enfermo psiquiátrico —reflexionó Shorer en voz alta—, a ellos al menos habría que interrogarlos en serio. ¿Y qué hay de Izzy Mashiah? No has profundizado suficientemente en ese sentido.
—¿A Nita también?
—De momento no hay nada en su contra —reconoció Shorer—. Ni contra nadie. En eso tienes razón.
—Entonces, tal vez —dijo Michael con una súbita iluminación que le reportó un cierto alivio— podríamos esperar un par de días. Mañana, cuando haya hablado con Dora Zackheim, y después de pasar el día con los hermanos en Zichron Yaakov, entonces quizá podamos reevaluar la situación.
—¿Piensas que en un día o dos va a suceder algo que resolverá el caso? Estás esperando un milagro, ¿es eso?
Michael cabeceó y se hundió en su asiento. Bajó la cabeza y asió los brazos del sillón con las manos.
—Todo tiene su precio, hasta perder dos días —dijo Shorer.
—¿A qué te refieres?
—No puedes estar a solas con ella.
—¿Con Nita? No se la puede dejar sola en ningún caso. Siempre está acompañada... ya te lo he dicho.
—No, amigo mío —dijo Shorer con severidad—. Me refiero a que tienes que cortar con ella, apartarte por completo.
—Creía que te alegrabas de que yo... la quisiera. Eso es lo que has dicho —se quejó Michael. Ese hecho, que Shorer inopinadamente había alcanzado a percibir, lo llenaba de pánico más que de alegría. Alteraba el curso de sus pensamientos.
—Te vas a retirar del caso —dijo Shorer rápida y firmemente— y vas a poner punto final al asunto de la niña. Hay que acabar con esa locura —continuó, mirando al frente—. Pero eso, debo decirte —añadió carraspeando—, ya lo han resuelto.