»Vas a casa, te encuentras la televisión encendida y anuncios, todos llenos de maldad y de mentiras.
»La gente es como borregos, hace caso a los anuncios, derrocha dinero y después dice que en el país no hay ni un duro.
»¿Y cómo es eso? Todos esos millones que se gastan en llamadas para decirse bobadas, ¿de dónde vienen?
»¿No se supone que el dinero debería ir primero para la alimentación, la vivienda, la educación y la salud? Pero eso, ¿a quién se lo dices? Si hasta nuestro primer ministro fue el presidente de la compañía telefónica.
»Sinceramente, el problema no está en el Gobierno. Eso viene de la tontería de la gente, que tira el dinero en llamadas y tabaco.
»Si yo controlara este país por un día, aunque fuera sólo durante un minuto, la única decisión que tomaría sería prohibir los anuncios.
»En nuestros tiempos los anuncios estaban al servicio de la sociedad, eran pocos y bastaban. Pero ahora los anuncios están para destrozar la sociedad; acabarán haciéndolo y la dejarán en ruinas. Luego pensará 'Abu Ismael ya me dijo que…'
Son muy pocas las veces que me he montado con un taxista que no haya salido del país; algunos de ellos incluso han pasado largas temporadas en más de un país.
La experiencia de este taxista en el mundo de la emigración duró desde 1977 hasta 2004. Pero a intervalos, según dijo. En cuanto volvía a casa, salía de nuevo. Había estado en Iraq, Kuwait, Arabia Saudí y Libia; y pasó, obviamente, por Jordania y Siria. Se trataba de una experiencia auténtica que, además, es una de las fuentes de ingreso principales de Egipto: los envíos de dinero de los egipcios residentes u obligados a residir en el extranjero.
Este taxista criticaba con violencia la situación en Egipto, y me aseguró que ya estaba harto de lemas sin sentido acerca del amor a la patria, como «Si no fuera egipcio…»
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, palabras que no llevan a ninguna parte. Me explicó que había vuelto hacía dos años por causas ajenas a su voluntad y que alguien a quien se le obliga a hacer algo lo pasa mal. En su caso, lo pasaba mal porque estaba viviendo en «este país de mierda», según sus palabras. Todo esto, en gran medida, es típico del gremio de los taxistas, no teniendo nada de novedoso y siendo muy común entre ellos; pero las historias que me contó sobre el exilio eran nuevas para mis oídos, a pesar de llevar cerca de un cuarto de siglo escuchando a estos currantes.
—¿Sabe cuál es la gran diferencia entre Sadat y Mubarak?
Obviamente no sabía la diferencia real, así que no respondí:
—La diferencia, señor, es que Sadat se preocupaba mucho por sus hijos fuera de Egipto. Ese hombre sí nos protegía de verdad. Pero Mubarak es un calzonazos, permite que los otros países nos devoren y le da igual. Le voy a contar una historia… Bueno, mejor dos, para que entienda esta jugada —aquí la palabra jugada no tiene significado alguno en absoluto, pero él lo dijo así—. En los setenta, Grecia abrió las fronteras para que los egipcios entraran por vía marítima y, al final, el gobierno griego puso el grito en el cielo cuando vio que el número de egipcios era muy elevado y que había mucho contrabando. ¿Sabe qué es lo que hicieron?
—¿El qué? —pregunté.
—En varios cines de los barrios en los que había egipcios pusieron una película egipcia de Halim, creo que era
Mi padre está sobre el árbol
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. Como es lógico, los egipcios fueron a verla; y en mitad de la sesión, la policía irrumpió, los trincó y los metió en lecheras para deportarlos. Los llevaron a todos a un barco para mandarlos a Alejandría, porque la mayoría eran alejandrinos. Pero ¿sabe quién se enteró? —continuó preguntando y respondiéndose a sí mismo—. Sadat, que enloqueció, llamó a su embajador y le dijo que en cuanto el barco saliera del puerto le avisara. Y en efecto, el embajador le llamó y le dijo «El barco acaba de zarpar, señor». Llamó al ministro del Interior y le pidió que reuniera inmediatamente a cien griegos y en lugar de deportarlos por barco los metió en un avión. Cuando el primer ministro griego se enteró llamó a Sadat, que le dijo «Lo que hagáis a mis hijos, se lo haré a los vuestros». A continuación, le amenazó y le dijo «Tú todavía no has visto nada». La única opción que tenía el primer ministro griego fue llamar al barco que transportaba a los egipcios y decirle que diera media vuelta y regresara de nuevo. Todos los egipcios que estaban en el barco volvieron a Atenas e incluso les dieron la residencia, ¿se lo puede creer? ¡La residencia!
Y concluyó:
—Esta historia es muy famosa. ¿Cómo es que no la conoce? Así era Sadat, defendía a todos los egipcios que estaban fuera.
Le aseguré que, a pesar de ser conocida la historia, era la primera vez que la oía. Me contestó:
—Vale, pues escuche ésta, que aunque hay muchas historias sobre Sadat, ésta está muy bien. Después de Camp David había un pique entre Egipto y los países árabes. Por ese entonces, yo estaba en Iraq. Sadam estaba poniendo a todos en contra de Egipto y empezaron a putear a los egipcios. Al mismo tiempo había roces entre Iraq e Irán. Las cosas estaban que ardían. Sadat cogió, llamó a Sadam y le dijo: «Mira, hijo, que tengamos diferencias en política, vale; pero que alguien toque a mis hijos, no». En Bagdad había un barrio problemático, en el que vivían muchos egipcios, que se llamaba Al Murabbaa. Sadat fue y le dijo: «Sadam, te voy a dejar a mis hijos en Al Murabbaa». La cuestión es que Sadam entendió que una cosa es una cosa y que alguien toque a un egipcio en Iraq es otra.
Y prosiguió:
—Pero, desde que llegó Mubarak, todos los países árabes hacen lo que quieren con nosotros. Le juro por esto que tengo en las manos —sacó un sándwich de la guantera del coche y lo apretó agitándolo violentamente— que ahora nos humillan hasta más no poder.
A continuación, concluyó el relato mientras detenía el coche:
—Pero claro, es mejor que nos humillen aquí, en nuestro propio país.
Al pasar por Midan Tahrir vimos que se había convertido en un cuartel militar, de tantos camiones militares y de policía como había. Esto fue más o menos un mes después del atentado suicida, terrorista, absurdo, estúpido o desesperado que acabó con la vida de quien lo perpetró e hirió a varios turistas, entre ellos un israelí, lo que provocó que los atascos de tráfico en El Cairo aumentaran hasta un punto insoportable.
Nos desviamos hacia la calle Ramsés y me sorprendió ver una línea interminable de camiones de policía aparcados a la derecha de la calzada. Miré con compasión a esos miserables policías, todos ellos de baja estatura debido a una mala alimentación; era como si la bilharciosis les estuviera devorando el cuerpo. A través de un ventanuco que se parecía al de las celdas, uno de ellos me lanzó una mirada implorante. El taxista me echó otra sarcástica y me preguntó:
—¿Sabe qué desgracia le ocurrió ayer a un oficial?
Respondí con una negativa y prosiguió la historia:
—¡Dicen que un oficial entró en uno de estos camiones para los militares —señalando a los que estaban aparcados— y murió del hedor que había!
Empezó a reírse a carcajadas. Yo, en cambio, no me reí pero él continuó contando la historia:
—¿Se imagina el pestazo de esos pobres metidos en camiones como sardinas en lata, con el calor que hace? No hacen más que sudar y tirarse pedos: ¡murió asfixiado!.
—¿Esta historia ha ocurrido de verdad? —le pregunté poniendo cara de incrédulo.
—¡A ver si nos despertamos! Que estoy de broma, hombre. Le he visto con cara larga y he pensado hacerle reír un poco.
—La verdad es que estoy un poco deprimido, pero no pensaba que se me notara tanto.
—No hay nada que no tenga solución. Bueno, escuche este chiste: Uno que iba andando por el desierto se encuentra la lámpara de Aladino, la frota y sale el genio, que le dice: «Tus deseos son órdenes para mí». El hombre, que no da crédito a sus ojos, pide un millón de libras. Va el genio y le da medio. Le pregunta el hombre: «Vale, ¿dónde está el otro medio?, ¿me vas a robar nada más empezar?». El genio le contesta: «Es que resulta que el Gobierno va a pachas con la lámpara» —y se le saltaban las lágrimas de la risa.
Sus carcajadas me hicieron más gracia que el chiste en sí. Cuando pudo parar, siguió preguntando:
—¿Sabe usted que es cierto que el Gobierno se lleva la mitad de lo que ganamos?
—¿A qué se refiere?
—A la forma que tienen de darle la vuelta a las cosas. Cada dos por tres nos vienen con un cuento nuevo, pero, sinceramente, el mejor es el del cinturón.
—¿Qué pasa con el cinturón? —pregunté con cierta intriga.
—Lo del cinturón es una broma pesada: nos dijeron una cosa y luego hicieron otra. Los muy hijos de… nos hicieron poner el cinturón para el asiento del conductor y el del copiloto, como en otros países. Y luego, la mayoría en este país circula como mucho a 30 Km./h. ¿Qué le parece todo esto? No es más que un chanchullo. De repente, cogen y dicen que el cinturón es obligatorio, que la multa por no usarlo es de cincuenta libras y los cinturones se ponen por las nubes: no bajan de doscientas libras. En toda esta historia está metida gente muy importante, peces gordos. Imagínese usted, cuántos taxis y cuántos coches hay en Egipto que no tengan cinturón. Eche cuentas y verá que es una operación de millones de libras, el negocio del siglo.
—El cinturón de seguridad es obligatorio en todas las partes del mundo; usted debería tenerlo instalado.
—¿Pero qué mundo ni qué ocho cuartos? Los del Gobierno son unos cabrones. ¿Sabía usted que antes el cinturón se consideraba un accesorio y era opcional? Los de aduanas lo consideraban un extra y había que pagar más impuestos. Quise traer un Toyota desde Arabia Saudí y tuve que cortar los cinturones con mis propias manos y quitar el aire acondicionado para no tener que pagar más impuestos. Y pocos meses después, resulta que el cinturón dejó de ser opcional y se volvió obligatorio. ¿Qué me dice a eso? Fuimos corriendo a comprar cinturones de seguridad y se forraron con nosotros.
Pero su historia no terminaba ahí:
—Todo este chanchullo fue un negocio redondo. Los peces gordos importaron cinturones y los vendieron. Ellos ganaban millones mientras el Ministerio del Interior se forraba clavándonos multas. Y luego están los desgraciados de los policías, te paran en la calle y te dicen: «¿Y el cinturón, hijo de perra?», y te toca darles cinco libras; eso si están solos, que si están con un oficial, son veinte. Vamos, que todos sacan tajada.
Además, quiso ilustrar su teoría:
—Aparte de eso voy a decirle una cosa. Usted sabe perfectamente que el cinturón es un engañabobos. Todos sabemos que es decorativo, mire: nos lo ponemos por encima y punto —dijo el conductor levantando el cinturón para enseñarme que no estaba enganchado—. El oficial te para y mira si llevas puesto el cinturón, aunque sabe perfectamente que está de adorno. Se supone que debería sujetarte cuando pegas un frenazo, pero cuando frenas en estos coches, el cinturón sale disparado contigo.
Y rió de nuevo en voz alta, diciendo al dejar de hacerlo:
—Vivimos en una mentira y nos la creemos. La única función de este Gobierno es asegurarse de que nos creemos esa mentira, ¿o no es así?
—¿Sueles ir al cine? —pregunté al taxista.
—¿Al cine? ¡Puf!, hace un siglo que no voy al cine. Espere, recuerdo que la última vez fue en el año ochenta y cuatro, en el cine El Cairo, o en el Pigalle, en la calle Emad El Din. Después la vida me hizo picadillo, me dejó como un paquete de
Faragalla
[15]
. Desde entonces no voy ni al cine ni al teatro, a pesar de que solía ir muchísimo a finales de los setenta. Vivía en la calle El Geish ¿Conoce a Mahmud, el del
fasij
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?
—Sí, lo conozco.
—Es el mejor vendedor de
fasij
del mundo.
—¿Y tú vivías al lado?
—Sí, vivía justo pegado a él —reconoció el chófer. Allí, en la calle El Geish, estaba el cine Hollywood, que tenía tres películas en cartelera: dos extranjeras y una árabe; luego había un segundo pase de las dos extranjeras. Solíamos ver las tres películas y luego ese segundo pase. Otras veces, después de que acabaran las tres películas solíamos cruzar la calle porque en la otra acera estaba el cine Misr, que en paz descanse. Tenía temporada de invierno y de verano. La de verano era arriba, en la terraza. Le pagábamos al hombre algo simbólico y nos colábamos para ver la reposición de las películas. Eso sí que era vida. Por entonces, la entrada costaba cinco piastras.
—¿Y todavía te acuerdas de las películas que veías? —interrogué sorprendido.
—Hay películas que uno no puede olvidar. La que más me gustaba era
Sol Rojo
, de Charles Bronson. Charles tenía una mirada…, así como por debajo del sombrero, que solíamos imitar. ¿Se acuerda de la película?
La expresión de mi cara albergaba la respuesta.
—¿No? Yo se la recuerdo —prosiguió—. Charles tenía cogido a un japonés y no se fiaba de él, así que, antes de irse a dormir, ató los cordones de sus zapatos a los del japonés. El japonés intentó escapar, pero sólo pudo andar lo que daban de sí los cordones, el margen que Charles les había dado. Y de repente se cae el japonés y Charles se despierta.
Hablaba de cine sin parar:
—La película egipcia que más me gustaba era
El conductor del autobús
, de Nur; ésta la habré visto como diez veces. También había una película americana buenísima,
El despertar de la bestia
, pero no me acuerdo de quién era. Estaban también
Godzilla contra el monstruo cósmico, Karate a muerte en Bangkok
, de Bruce Lee, y
Los dos amigos
, que era india… Cuando se estrenó
Mi familia elefante
, fuimos a verla al cine Sharq, en Sayyida Zainab.
—¿Y no ibas al teatro?
—Claro que sí, iba al teatro Taliaa. Conseguíamos entradas a diez piastras. ¿Qué le parece? La verdad es que el arte me volvía loco. ¿Sabe qué?
—¿Qué? —me interesé.
—Que formé parte de un grupo de teatro que se llamaba «El Nuevo Revolucionario». Estaba en la calle Galal.
—¿Dónde está la calle Galal?
—Una perpendicular a Emad El Din, justo en frente del cine Pigalle. Una vez que estaba comiendo
koshari
[17]
en Yoha, el sitio más famoso de
koshari
en Egipto, vi a un montón de chicos parados de pie, y me enteré de que pertenecían al grupo «El Nuevo Revolucionario». Me dijeron que de ese grupo habían salido muchas de las grandes estrellas, como Jayriyya Ahmad, y que pertenecía al Ministerio de Cultura.