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Authors: Adam Baker

Tags: #Intriga, Terror

Solos (8 page)

—Apex; aquí Rampart. Necesitamos saber vuestra posición. Tenemos que saber dónde estáis. Cambio. Tenemos hombres en Darwin, pero no se pueden quedar mucho tiempo. Es vuestra última oportunidad, Apex. Si no respondéis, os quedaréis allí.

Simon cogió la radio, pero estaba demasiado turbado para pulsar las teclas.

—¿Hola? ¿Hola?

Hizo girar el dial de frecuencia. Sonido de

feedback y nada más. Simon tenía los dedos hinchados. La radio se le cayó de las manos.

Zarandeó la cremallera de la tienda y salió dando trompicones hacia la nieve. La luz del sol era tenue y el frío, insoportable. Hurgó en el bolsillo sin saber qué estaba buscando.

Ghost detuvo su moto de nieve con un derrape. Punch hizo lo mismo.

—¡Allí! —exclamó Ghost, señalando al este.

Un resplandor rojo descendía lentamente, a tres kilómetros de distancia. Encendieron los motores y partieron a toda velocidad.

Encontraron a Simon boca abajo sobre la nieve. Le dieron la vuelta. Ghost le puso una inyección de adrenalina en el muslo.

Simon tenía azul la mano derecha.

—Dame un guante de repuesto —dijo Ghost.

Punch sacó un guante de la mochila y se lo lanzó a Ghost.

—Va a perder varios dedos, seguro.

Ghost puso el desmayado cuerpo de Simon en el asiento trasero de la moto de nieve.

Punch abrió la tienda rajando la lona con una navaja. Le puso una inyección a Nikki y la arrastró como pudo hasta las motos.

Amarraron a Alan, aún envuelto en sacos de dormir, a un trineo que Ghost enganchó a su moto de nieve.

—¿Crees que sigue vivo? —preguntó Punch.

—Lo sabremos cuando lo saquemos de los sacos.

Ghost reanimó a Simon y a Nikki con unos cachetes.

—Vais a ir de paquete los dos, ¿me oís? —les gritó Ghost en la cara—. Solo tenéis que agarraros fuerte.

Ghost salió primero, con Simon en el sillín trasero. Alan iba a rastras sobre el trineo.

Punch arrancó. Nikki se aferró a él.

Siguieron las huellas del camino de ida. Conducían aprisa, escupiendo nieve derretida por los lados. Otearon el cielo, buscando indicios de la tormenta que se avecinaba.

En el despacho de Rawlins, Jane y el gerente revisaban secuencias del radar. Ella señaló el código de tiempo en una esquina de la pantalla.

—Catorce cuarenta y seis. Cualquier segundo de estos.

—¿Tú no lo viste?

—Con el rabillo del ojo. Estaba en el puesto de observación. El cielo se iluminó.

El barrido del radar mostraba kilómetros de océano vacío, el borde de la isla y la mancha de la tormenta de hielo que se aproximaba.

—Cayó al noroeste de donde estaban. Eso es lo que dijeron. Cayó a tierra.

Un súbito resplandor blanco, justo fuera de su campo de visión.

—Carajo —dijo Rawlins, inclinándose adelante—. La erupción de escombros debió de ser de medio kilómetro de anchura. Veinte o veinticinco segundos de cascotes por los aires.

—¿Un meteorito?

—Posiblemente. No sería el primero por aquí. En Ontario y en Troms ya ha habido colisiones. Pedazos de asteroide del tamaño de una pelota de fútbol.

—¿Sí?

—En 1978, un satélite de reconocimiento soviético entró en la atmósfera por los Territorios del Norte. Los fragmentos aterrizaron en una zona boscosa. El ejército de Canadá estuvo buscando una pila de plutonio durante meses.

—Me encantaría echarle un vistazo.

—En otra situación, yo mismo estaría ahora allí, con un martillo de geólogo, recogiendo un souvenir. Pero solo tenemos dos motos de nieve. No podemos ponerlas en peligro por un paseo de placer.

—Supongo que no.

—¿Seguís operando la radio?

—Llamamos pidiendo ayuda cada hora. El resto del tiempo ponemos los grandes éxitos de Queen, para que sepan que tenemos un transmisor en activo.

—Buena idea.

—Sian cree haber oído una voz hace unos días. Una voz de hombre. Muy breve y débil.

—¿Qué decía?

—No se entendía.

—Bueno. Seguid con ello. No podemos ser los únicos perdidos por aquí.

Tras tres horas en el sillín trasero, Simon se desasió de Ghost, perdió el equilibrio y se cayó de la moto. Se quedó tendido en la nieve, se quitó los guantes y trató de hacer lo mismo con el abrigo.

Ghost dio media vuelta con la Yamaha, puso a Simon en pie y le dio unos cachetes.

—Mírame. Mírame, ¡vamos, hombre!

Simon tenía los ojos en blanco, estaba completamente enajenado.

Ghost le puso los guantes otra vez. Simon trató de quitárselos de nuevo.

—¡No, tío! Tienes que llevar guantes, ¿me oyes?

Punch se acercó.

—Está delirando —dijo Ghost—. Dale otra inyección.

Punch le pinchó más adrenalina en el muslo. Simon soltó un grito ahogado y reaccionó.

—¿Puedes aguantar un par de horas más, Simon? ¿Crees que vas a poder?

Simon asintió con la cabeza.

Pusieron las luces largas y reanudaron el camino. La aguja del combustible bordeaba el rojo. Las partículas de nieve azotaban las gafas de Ghost y hacían más difícil la visión.

Iban con retraso. La moto de Ghost iba sobrecargada; dos viajeros y un trineo. El trineo volcó dos veces y Alan rodó por la nieve. Le quitaron las gafas y el pasamontañas. Tenía los ojos cerrados. No le encontraban el pulso. No había forma de saber si respiraba.

—Dame tu cuchillo —dijo Ghost.

Punch le tendió la navaja, Ghost la abrió y cortó la cuerda del trineo.

—¿Qué hacéis? —preguntó Nikki, chillando para que la oyeran en medio del viento cada vez más fuerte.

—Está muerto o a punto de morir. No podemos dejar que la tormenta nos pille —contestó Ghost empujando a Nikki y a Simon hacia las motos—. De acuerdo, no os dejé elegir, ¿vale? Fue mi decisión y es todo culpa mía.

Subieron a las motos de nieve y se alejaron dejando a Alan sujeto al trineo y la cara cubriéndose de nieve, una mota azul en una vasta llanura de hielo.

El sol se puso. Iban directos a una tormenta de nieve. El viento rugía cada vez más fuerte. Los faros iluminaban ráfagas de nieve. Punch quería detenerse y levantar la tienda de supervivencia, pero Ghost no atendió a las señales de que parara.

Ghost consultó su GPS y puso rumbo a las coordenadas de la cabaña. El aparato Garmin atornillado al manillar contaba los metros que faltaban, para sorpresa de Ghost, que no entendía que el aparato fuera todavía capaz de encontrar una señal GPS. Supuso que habría algún segmento del ejército norteamericano aún en activo, quizá un puñado de generales en un centro de mando enterrado dos kilómetros bajo el suelo, tratando de movilizar tropas que llevaban tiempo muertas o que habían abandonado el puesto.

HABÉIS LLEGADO A VUESTRO DESTINO.

Pararon las motos. Un terreno indistinto. Una gran nada.

Ghost se apeó de la moto de nieve y enfocó su linterna hacia las partículas de hielo que arreciaban en enjambre, como una plaga de langostas. Localizó un banco de nieve y con ayuda de Punch empezó a excavar; escarbaban como topos. Punch hundía los guantes en la nieve y la apartaba. Ghost desplegó una pala y se puso a cavar, hasta que apareció una ventana y luego una puerta. Tiraron de las cuñas que atrancaban la puerta y la abrieron.

La cabaña estaba vacía. Encendieron los motores, entraron las motos y calzaron otra vez las cuñas que cerraban la puerta. El rugido del viento se convirtió en silencio.

Ghost levantó una tienda de bóveda en un rincón de la cabaña. Con una de sus botas clavó estacas en el suelo. Punch encendió un par de linternas de campamento y una estufa Coleman de gas, para elevar la temperatura de la cabaña, y derritió nieve para preparar café.

Envolvieron a Simon y a Nikki en mantas isotérmicas. Punch abrió unas latas autocalentables de pollo

teriyaki y Ghost le dio de comer a Simon con una cuchara. Las manos de Nikki temblaban mientras comía.

—Por radio no nos lo contaron —dijo Nikki, limpiándose la comida del mentón.

—¿Qué es lo que no os contaron? —preguntó Ghost.

—Por qué no vino el avión.

—En el continente ha estallado una especie de epidemia. Una plaga. Todo está patas arriba.

—¿Es grave?

—Más bien mucho.

—¿Gran Bretaña entera?

—El mundo entero. Quítate un momento los guantes. Y las botas.

Ghost miró si Nikki tenía síntomas de congelación.

—Tienes la piel agrietada, pero hay circulación, ¿lo ves? Si te aprieto, la piel se pone blanca y luego roja. La sangre circula. Tenemos una doctora en la plataforma. Ella te hará un reconocimiento completo.

—Quizá deberíamos ir a buscar a Alan —dijo Nikki—. Cuando recuperemos las fuerzas. Cuando el mal tiempo amaine.

—Es invierno. El tiempo no mejorará hasta dentro de seis meses. Desde ahora mismo habrá una tormenta tras otra. Y no lo en contraríamos, por mucho que buscáramos. ¿Qué más puedo decirte? No nos lo perdonarás, supongo.

Ghost se volvió hacia Simon.

—Vamos a ver cómo estás.

Simon extendió los brazos para que Ghost le desabrochara los guantes y se recostó para que le pudieran quitar las botas y los calcetines.

Tenía los dedos de los pies tumefactos y despellejados. Las puntas de los dedos de la mano izquierda estaban amoratadas. Tenía toda la mano derecha negra, cuarteada y supurando. Desprendía un olor fétido. Punch se cubrió la boca y la nariz.

—Quizá no esté tan mal como parece —mintió Ghost—. Con el tiempo, la piel volverá a crecer.

Ayudó a Simon a vestirse.

—Tómatelo con calma, ¿de acuerdo?

Ghost recogió la pala de trinchera y se dispuso a salir.

—Voy a apartar un poco de nieve ahí fuera. No queremos morir sofocados.

Salió al encuentro del viento y la nieve y habló a gritos por radio.

—Equipo de tierra a Rye. Equipo de tierra a Rye. ¿Me copia? Cambio.

Jane llamó a la puerta de Rawlins.

—Alcanzaron la cabaña —le dijo—. Pensé que le gustaría saberlo. No pudimos hablar mucho. Mal tiempo. Imagino que se pondrán en camino a la costa cuando salga el sol.

—¿Están todos bien?

—Punch y Ghost sí, pero del equipo de Apex solo quedan dos.

—¿Qué pasó con el tercero?

—Tal como decía, casi no había cobertura. Apenas entendía lo que decían, pero eran tres y ahora son dos. Quizá el otro murió de frío.

—Dios. Van a derramar muchas lágrimas cuando vuelvan a casa. Se sentirán culpables. Bueno, esto es cosa tuya. Cuidados religiosos. Pero Ghost y Punch están bien, ¿no?

—Sabremos más cosas cuando lleguen al búnker.

—Échale un vistazo a esto.

Rawlins había grapado un mapa del Ártico en la pared. La isla y el océano que la rodeaba estaban asaeteados con alfileres rojos.

—Hasta donde me alcanza la memoria, estas son todas las instalaciones que hay en nuestro sector. La mayoría son de la compañía Gazprom. Hay un par de occidentales. Supongo que han sido casi todas evacuadas, pero si las abandonaron con prisas quizá dejaron suministros de utilidad, como combustible y comida.

—¿Qué es esto? —preguntó Jane señalando un alfiler clavado en la costa norte de la isla.

—Kalashnikov. Un grupo de cabañas construidas por balleneros. Los equipos de reconocimiento las usan para pasar la noche. Si tenemos suerte, tal vez encontremos algo de comida.

—¿Kalashnikov es el nombre de una población?

—Es un Héroe del Trabajo Socialista. Le dieron su nombre a un pedazo de hielo.

—¿Se trata entonces de subir por la costa con las motos de nieve?

—Sí.

—La ruta pasa a un par de kilómetros del lugar del impacto —dijo Jane—. Se podría ir a pie tierra adentro y echar un vistazo.

—Dependerá del tiempo, pero sí, se podría.

—Esta vez iré yo, ¿de acuerdo? Si la lancha sale de aquí, quiero ser parte de la expedición. Necesito salir de esta maldita plataforma.

Jane tomaba café en la cantina cuando Sian entró corriendo.

—Es Rye. Tienes que hablar con ella —dijo Sian, pasándole la radio a Jane.

—Jane al habla.

—Estamos en el búnker. Vamos a montar en la lancha y a volver. Necesito que pongas la enfermería en marcha.

Jane accionó un interruptor en la pared y los tubos fluorescentes parpadearon.

La enfermería era una sala blanca y amplia, con una mesa de operaciones en el centro.

Varios grados bajo cero de temperatura. El aliento de Jane empañaba el aire. Jane conectó los convectores de calefacción.

—¿Qué más tengo que hacer?

—El aparato de reanimación. Enchúfalo y cárgalo.

—Hecho. ¿Qué más?

—Hay un kit de material quirúrgico en el armario de la pared. Está en un envoltorio de plástico, sellado al vacío.

—Lo tengo.

—En el cajón inferior hay una bolsa azul de nailon. Es una bañera para la hipotermia. Ínflala, pero no la llenes. Tendré que ajustar la temperatura del agua yo misma.

Jane desplegó la bañera de goma. Tenía forma de ataúd. Recordó haberla visto durante el cursillo de supervivencia que los de Con Amalgam le habían hecho atender antes de enviarla al norte.

Abrió la válvula de una pequeña bombona de CO
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y la bañera se infló como una piscina infantil.

—Hecho.

—Ve al frigorífico y coge una bolsa de suero fisiológico y otra de plasma intravenoso. Abre la farmacia y saca meperidina.

—¿Quién está herido?

—Simon, uno del equipo de Apex. Congelación grave. Edema. Posible infección.

—Mierda.

—Espéranos en el muelle. Simon está cada vez peor. Tenemos que meterlo en la bañera de hipotermia y subirle la temperatura, o lo vamos a perder.

Trato

Jane y Sian esperaban con una camilla en el muelle, a la luz de los reflectores. Jane tenía unos prismáticos.

—Aquí están.

La zódiac se acercaba a toda velocidad. Ghost paró el motor y le lanzó una amarra a Jane. Simon estaba tendido en el suelo de aluminio de la embarcación. Jane ayudó a sacarlo de la lancha. Pusieron a Simon en una camilla, esta en una carretilla y se la llevaron rodando al montacargas.

El coche camilla esperaba aparcado en la planta de habitaciones. Rye condujo a Simon a la enfermería. Jane y Sian corrían detrás. El coche eléctrico se movía y zumbaba por los oscuros pasillos.

Tendieron a Simon en la mesa de operaciones.

—Cortadle la ropa —dijo Rye— y llevadlo a la ducha.

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