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Authors: Adam Baker

Tags: #Intriga, Terror

Solos (4 page)

—Cualquiera puede freír un huevo.

Jane negó con la cabeza.

—Aquí todo el mundo habla como si nos fuéramos a ir en una o dos semanas, pero la verdad es que quizá nos quedemos bastante tiempo. Necesitamos a alguien que sepa llevar una cocina y hacer durar las provisiones.

Jane tachó tres nombres más.

—Operador de radio y teléfono. Mantenimiento. Mantenimiento. Necesitamos gente que sepa mantener las luces de la instalación.

—Ya tenemos tachados seis.

—¿Dice algo en las fichas?

—Puedo darte dos nombres seguros. Rosie Smith y Pete Baxter. Rosie es diabética. Se inyecta insulina cada día. Hay una caja llena de eso, guardada en hielo en la enfermería. Se supone que tenemos que darle azúcar o algo parecido si le da un ataque.

Jane trazó un círculo alrededor de ROSIE SMITH.

—Muy bien. Ella subirá al barco. ¿Qué hay de Pete Baxter?

—Hace cuatro años tuvo un ataque de corazón. Toma algún tipo de anticoagulante. Oí que llevaba su propio desfibrilador. Lo guarda junto a la cama. No me puedo creer que le dieran el empleo.

Jane trazó un círculo alrededor de PETE BAXTER.

—Dos más. Quizá deberíamos echarlo a suertes. Sería la manera más fácil.

Fox News repetía las mismas imágenes una y otra vez.

… que Dios nos proteja en estos sombríos y difíciles momentos

Tras un lúgubre saludo, el presidente subía a bordo del helicóptero Marine Uno y abandonaba la Casa Blanca.

Supermercados saqueados. Coches en llamas. Vehículos militares Humvee en la calle.

Nail miraba con los brazos cruzados. Estaba lo bastante cerca del televisor como para ver la cara del presidente reducida a líneas y píxeles.

Luego se volvió.

Inclinado sobre un tazón al fondo de la cantina, el capitán devoraba sopa a cucharadas. Su escopeta descansaba sobre el tablero de formica, al alcance de la mano.

Nail cruzó la sala y se sentó con Ivan, su compinche del gimnasio.

—¿Crees que podrías pilotar ese barco?

—¿Un remolcadorcito como ese? Claro —contestó Ivan.

—¿Seguro? ¿Podrías hacerlo andar, navegar con él?

—Sí. Estoy seguro de que podría.

—Tenemos que quitarle el arma.

—Se ha puesto de espaldas a la pared. Y fíjate en lo nervioso que está. Sin duda está esperando a que alguien intente algo.

—Quizá debería acercarme a él —dijo Nail— y ofrecerle otra taza de café. Quiero ver si la escopeta tiene el seguro puesto.

—Podemos esperar a que se levante y sorprenderlo en las escaleras o en el pasillo. Allí lo tendremos cerca, pero habrá que quitarle el arma.

—Sí.

—¿Y qué hacemos con el primer oficial?

—¿Qué pasa con él? Tendremos un arma.

—¿Harías eso? ¿Dispararías contra una persona?

—Haría primero un disparo de advertencia.

—¿Y si no basta con eso?

—Entonces, sí, dispararía —dijo Nail—. Se trataría de él o de nosotros, ¿no?

—De acuerdo. Tú y yo. Y Gus, Mal y Yakov. Tú das la señal. Saltamos todos a la vez, rápido. Pero tenemos que subir al barco y largarnos sin dar tiempo a que nadie reaccione. Debemos tener las bolsas y los abrigos preparados.

—Se lo diré a los otros. Ve a la cocina y prepárate un bocadillo. Y, una vez allí, hazte con algunos cuchillos.

Rawlins se llevó al capitán al despacho. Este seguía empuñando la escopeta como si esperara un asalto en cualquier momento. Examinaron juntos un mapa del Ártico.

—Nos mandaron a una estación de bombeo en el mar de Kara, pero no había nadie. Luego pasamos por la Tierra del Norte, para ver cómo les iba a los del equipo ruso de allí, pero habían evacuado. Noruega está cerrada. No os atreváis a acercaros. Hay un par de aviones AWACS guiando lanchas cañoneras.

—¿Adónde iréis entonces?

—Engancharemos la corriente sur. Bordearemos Noruega e Islandia. El oeste de Escocia parece un buen lugar para capear el día del Juicio Final. Buscaremos una isla y nos esconderemos allí.

—Entonces ¿qué ha oído? —preguntó Jane—. Aquí solo tenemos la televisión.

—Dave, mi primer oficial, él lo vio en persona en Roscoff, hace un mes. Estaba en un café desayunando. Era mediodía. Estaba todo tranquilo. De repente entró una muchedumbre corriendo y gritando que alguien llamara a la policía. En la calle, una mujer intentaba morder a todo el mundo, como un perro rabioso. La mujer sangraba.

—¿Sangraba?

—Eso es lo que Dave me contó. Unos soldados la mataron a tiros y luego acabaron con todos los que ella había mordido. Hicieron una pila con los cadáveres y los quemaron.

—¡Dios mío!

—Lamento decíroslo, camaradas, pero nadie va a venir a rescataros en un futuro cercano. Quizá tengáis que apañároslas para llegar a casa.

—Dios.

—¿Ya habéis decidido quién viene?

—Estamos trabajando en ello.

—Me iría bien un poco de comida para el viaje. Y gasóleo, si podéis.

—Lo arreglaremos.

—Me vuelvo al barco —dijo el capitán—. El tiempo está empeorando. Cada vez hace más viento, y cuando se desate la tormenta, puede llegar a fuerza diez. Me gustaría estar fuera de aquí en media hora.

El capitán se fue.

—¿Tenéis nombres para mí? —preguntó Rawlins.

Jane señaló la pizarra.

—Dos nombres seguros. Posibles, varios más.

Rawlins examinó la lista.

—La elección es fácil —dijo—. Vosotras dos. Lo lamento, señoritas, pero necesito gente capacitada. Vosotras dos estáis de más.

El depósito de carburante. Una cámara enorme. Punch encendió las luces. Condujo al capitán entre latas de combustible, bidones de petróleo y tanques de propano. Punch ayudó al capitán a cargar bidones en una carretilla elevadora.

—También necesita comida, ¿verdad?

—Estamos muertos de hambre los dos. Nos comimos la última lata de alubias hace días. No contábamos con pasar tanto tiempo en el mar. Necesitamos comida para dos o tres semanas. No mucha. No quiero dejaros secos. La suficiente para mantenernos en pie hasta que lleguemos a Gran Bretaña.

—Llenaré una caja. Latas y otras cosas. ¿También agua potable?

—¿Tenéis un poco de sobra?

—Tenemos una planta de desalinización. No hay problema.

—Lamento dejar a tanta gente aquí, de veras que lo siento. Me duele dejaros abandonados en este lugar.

—Usted hace lo que puede.

—La cosa está realmente jodida. Ya iba mal cuando zarpamos de Rosyth hace un mes. Asaltos a supermercados. Saqueos. Parece que ha empeorado mucho desde entonces. Dave, mi oficial, y yo tenemos familia. Tenemos que pensar en ellos y poner rumbo a casa.

—Nadie se lo reprocha. Nadie en absoluto.

—Avisaremos de que estáis aquí. No permitiremos que se olviden de vosotros.

Condujeron la carretilla elevadora por el pasillo, hacia el montacargas del Nivel Cuatro.

—Voy a la cantina —dijo Punch—. Le traeré más cosas.

—Gracias —respondió el capitán.

Entró en el montacargas y pulsó el botón de bajar.

Nail y sus compinches esperaban a la puerta del ascensor en el Nivel Uno, con un cuchillo en la mano cada uno. Una pantalla mostraba los números de las plantas. Ellos vigilaban la bajada del montacargas.

—Ahí llega —dijo Nail.

Jane se miró las manos.

—No —se oyó decir a sí misma—. Aprecio la intención. Quiero irme a casa, y es cierto que aquí no aporto demasiado. Soy solo una boca más a la que dar de comer, pero no me iré.

—¿No podemos dejar de lado las objeciones obligadas?

—Quiero subirme a bordo. Tengo allegados en casa, pero hay otros que lo merecen mucho más que yo.

—Es una orden. Te marchas.

—Tendrá que obligarme con la pistola
taser
.

—Lo haré encantado.

—Algunos de ellos tienen niños. ¿Bardock no tiene un hijo? La mitad de los que están aquí tomaron el empleo para pagar el sustento de sus hijos.

—Bardock dirige el oleoducto.

—No parece que haya mucho que bombear, ahora mismo. Bardock es tan innecesario como yo.

—Lo mismo pasa conmigo —dijo Sian—. Solo tengo un padrastro. Elija a un par de hombres con hijos y súbalos al barco.

—¿Es así como lo queréis? ¿Que elija a padres de familia? Es vuestra última oportunidad para cambiar de idea. No tenéis que avergonzaros de aprovechar la ocasión.

—Haga el sorteo.

Salieron los nombres de RICKI COULBY y EDGAR BARDOCK.

—Bardock y Coulby —dijo Jane—. Dos tipos queridos por todos. Nadie se quejará de que hayan ganado un pasaje de vuelta al mundo.

—Coulby tiene cuatro hijas —dijo Sian revisando los expedientes—. Y, sí, Bardock tiene un hijo. Lista completa, pues.

—A menos que pongamos a Nail en el barco —dijo Jane—. Esta es nuestra otra opción.

—¿Por qué cojones querríamos hacer esto? —preguntó Rawlins.

—Porque es un tipo que trae problemas.

Jane se giró hacia Sian.

—¿Cuántas veces te ha acosado? Estos días apenas te vemos; siempre estás encerrada en tu habitación. Llamadlo instinto si queréis, pero puede que pasemos una temporada aquí. Sería más fácil para todos si mandáramos a Nail de vuelta a casa.

Las puertas del montacargas se abrieron. Nail y sus compinches se abalanzaron hacia el ascensor, cuchillo en ristre. Una carretilla cargada de bidones, pero el capitán no estaba.

—¿Cómo va, compadres?

Detrás de ellos, en la entrada de la escalera, el patrón aguardaba con la escopeta al hombro.

—Arrojad los cuchillos.

Nail empuñaba un cuchillo serrado de submarinista. Lo esgrimió con fuerza. Cuatro metros lo separaban del capitán.

—En serio, tíos. Este cañón está preparado para una perdigonada abierta. Con un solo disparo os puedo tumbar a todos. Arrojad esos putos cuchillos.

Yakov avanzó un poco, pegado a la pared, como si se dispusiera a atacar. Llevaba la cabeza afeitada y caracteres cirílicos tatuados en los nudillos.

Nail hizo un gesto con la cabeza y soltó el cuchillo. De mala gana, todos tiraron sus armas.

—Empujadlos hacia aquí.

Con los pies empujaron los cuchillos hacia la escalera.

—Las manos arriba. Todos.

—Sin rencores, ¿vale? —dijo Nail—. Si hubiera estado en nuestro lugar habría hecho lo mismo.

—Agarrad las latas, compadres. Me vais a ayudar a cargarlas.

Transportaron los bidones de combustible al barco y los metieron en la bodega. El capitán y el segundo de a bordo vigilaban desde el montante, con las escopetas en ristre.

El grupito desembarcó de mala gana y se quedó en la plataforma del muelle.

—Lo siento, tíos —dijo el capitán—. Ojalá hubiera lugar para todos. Y ahora, ¿por qué no os vais a que os den por el saco? ¡Nos largamos!

Partida.

Nail y su pandilla de forzudos se esfumaron.

El resto de la plantilla se quedó en la plataforma de embarque. Algunos le preguntaban cosas a gritos al primer oficial. Jane observaba desde el helipuerto. El oficial respondió desde proa con evasivas; dijo menos de lo que realmente sabía. Con la escopeta al hombro, vigilaba cualquier indicio de otro intento de asalto al barco.

Los cuatro elegidos subieron a bordo. No había espacio para el equipaje, así que lo dejaron en la plataforma. Se quedaron en cubierta, saludando con la mano, mientras el remolcador se alejaba.
Spirit of Endeavour
. Un barquito en un gran océano. Jane se preguntó si el remolcador llegaría a Escocia. Era una larga travesía hacia el sur, pero quizá lo lograran si conseguían capear el temporal.

El resto del personal volvió a las habitaciones, a deshacer el equipaje.

No había nada nuevo en la televisión.

La CNN no funcionaba.

Sky News emitía una señal de prueba:

—Un fallo técnico ha interrumpido la programación. La emisión se reanudará en breve. Disculpen las molestias
.

BBC: un locutor demacrado repetía el mismo aviso. Mantengan la calma. No salgan de casa. Permanezcan atentos a sus pantallas. Jane reconoció a aquel joven. Era el hombre del tiempo. Delante de un mapa, daba el parte de lluvias o de oleadas de calor. Y ahí estaba, informando sobre el fin del mundo.

Punch le quitó el sonido al televisor y programó varias canciones en la máquina de discos.

—Debes de estar contenta —le dijo a Jane—. Lo que has hecho hoy es admirable. Ahora mismo podrías estar de camino a casa.

—No sé si mi madre pensaría igual.

—Seguro que está a salvo.

Jane miró al mar.

—Fíjate en ese banco de nubes. Se acerca un frente frío. El mar se está rizando.

—Yo subí una caja de comida al barco. Es poco más que un bote de remos. Ahora mismo no me gustaría estar navegando en eso. Y menos con seis personas encajonadas dentro. Es de lo más precario. Tendrán suerte si llegan a tierra.

—¿Quieres decir que estamos más seguros aquí?

—Quién sabe. Quién sabe si les hemos dado un pasaje a casa o los hemos enviado a la muerte.

Rawlins llevó a Jane y a Sian a una cúpula de observación en el techo, situada en la punta del helipuerto. Una serie de ventanas en círculo ofrecían una vista de trescientos sesenta grados de la refinería, del mar y de los peñascos de la Tierra de Francisco José.

—Ya que habéis decidido quedaros, mejor si sois útiles en algo —les dijo mientras quitaba el guardapolvo de unos aparatos de transmisión—. Deberíamos haber hecho esto hace días.

»Siéntate ahí —le dijo a Sian, señalando una silla giratoria—. No toques los potenciómetros.

Rawlins encendió un equipo de amplificación.

—Un tipo llamado Wilson solía hacer de pinchadiscos al acabar su turno. Tenía su propio pequeño programa de máxima audiencia. Yo lo sustituí un par de días cuando se rompió la muñeca. Este aparato está pensado para emitir para la plataforma, pero si el tiempo acompaña podemos llegar a trescientos o cuatrocientos kilómetros de distancia.

—¿Y la radio de banda marina?

—Funciona cuando quiere. Quiero probar con onda corta, más ancha y local. El océano es enorme. No podemos ser los únicos perdidos aquí.

—¿Y qué hago? —preguntó Sian, colocando su silla frente al micrófono.

—Pulsa para hablar, suelta para escuchar.

—SOS, SOS. Refinería Con Amalgam de Kasker Rampart llamando a cualquier embarcación. Cambio.

Sin respuesta.

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