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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Sobre la muerte y los moribundos (20 page)

La sensación de pérdida por parte de un hombre puede ser todavía mayor, ya que puede que sea menos flexible o por lo menos esté menos acostumbrado a ocuparse de cuestiones de niños, colegios, actividades al salir del colegio, comidas y vestidos. Esta sensación de pérdida puede aparecer en cuanto la mujer tenga que quedarse en cama o limitar sus actividades. Puede haber una inversión de papeles, más difícil de aceptar para un hombre que para una mujer. En vez de ser servido, se esperará de él que sirva. En vez de descansar un poco después de un largo día de trabajo, verá a su mujer sentada en la cama viendo la televisión. Consciente o inconscientemente, estos cambios pueden crearle un resentimiento, aunque comprenda lo razonable del asunto. “¿Por qué tenía que ponerse enferma justo entonces, cuando yo estaba empezando aquel nuevo proyecto?”, dijo un hombre. Esta reacción es frecuente y comprensible, cuando la miramos desde el punto de vista del inconsciente. Reacciona ante su mujer igual que el niño al abandono de la madre. A menudo tendemos a ignorar al niño que llevamos dentro Podemos ayudar mucho a estos maridos dándoles la oportunidad de airear sus sentimientos, por ejemplo, encontrando a alguien que se ocupe de la casa una noche a la semana, para que él pueda quizás ir a la bolera, a divertirse sin sentimiento de culpa y desahogándose como no puede hacerlo en casa de una persona enferma.

Creo que es cruel esperar la presencia constante de un miembro de la familia. Igual que tenemos que respirar, la gente tiene que “cargar batería” a veces fuera de la habitación del enfermo, vivir una vida normal de vez en cuando; no podemos funcionar eficazmente si tenemos siempre presente la enfermedad. He oído a muchos parientes quejarse de que miembros de la familia hacían viajes de placer los fines de semana o seguían yendo al teatro o al cine. Les reprochaban que disfrutaran de estas cosas mientras en casa había alguien enfermo de gravedad. Sin embargo creo que es más importante para el paciente y su familia ver que la enfermedad no rompe totalmente un hogar, ni priva completamente a todos los miembros de cualquier actividad placentera; más bien, la enfermedad puede permitir un cambio y un ajuste gradual a la clase de casa que va a ser aquélla cuando el paciente ya no esté allí. Así como el paciente grave no puede afrontar la muerte todo el tiempo, los miembros de la familia no pueden y no deberían excluir todas las demás actividades para estar exclusivamente junto al paciente. Ellos también necesitan negar o eludir las tristes realidades, a veces para afrontarlas mejor cuando su presencia sea verdaderamente necesaria.

Las necesidades de la familia cambiarán desde el principio de la enfermedad y continuarán haciéndolo de muchas formas hasta mucho después de la muerte. Por esto, los miembros de la familia deberían administrar sus energías y no esforzarse hasta el punto que se derrumben cuando más se los necesita. Una persona comprensiva puede ayudarles mucho a mantener un sensato equilibrio entre el cuidado al paciente y el respeto a sus propias necesidades.

Problemas de comunicación

A menudo es a la mujer o al marido a quien se labia de la gravedad de una enfermedad. A menudo se les deja a ellos la decisión de compartirlo o no con el paciente, o de qué es lo que se ha de ocultar a éste o a otros miembros de la familia. A menudo se les deja a ellos decidir cuándo y cómo hay que informar a los hijos, que es quizá la tarea más difícil, especialmente si los hijos son jóvenes.

Durante estos días o semanas cruciales, mucho depende de la estructura y unidad de cada familia concreta, de su capacidad para comunicarse, y de si disponen de verdaderos amigos. Un extraño neutral, sin excesivas implicaciones emocionales, puede prestarles gran ayuda escuchando las confidencias de la familia, sus deseos y preocupaciones. Él, o ella, puede aconsejar en cuestiones para asegurar el cuidado —provisional o permanente— de los niños que se quedan sin padres. Aparte de estas cuestiones prácticas, a menudo la familia necesita un mediador, como quedó demostrado en la entrevista del Sr. H. (en el Capítulo IV).

Los problemas del paciente moribundo se acaban, pero los problemas de la familia continúan. Muchos de estos problemas pueden disminuir cuando se habla de ellos antes de la muerte de un miembro de la familia. Desgraciadamente, la gente tiende a disimular sus sentimientos ante el paciente, a intentar mantener una cara sonriente y una apariencia de falsa alegría que tarde o temprano habrá de venirse abajo. Hemos entrevistado a un esposo enfermo de gravedad que dijo: “Sé que me queda sólo muy poco tiempo de vida, pero no se lo diga a mi mujer, porque ella no podría aceptarlo”. Cuando hablamos con la mujer, por casualidad, un día que había venido a hacerle una visita, ella nos dijo espontáneamente casi las mismas palabras. Ella lo sabía y él lo sabía, pero ninguno tenía el valor de compartirlo con el otro, ¡y esto después de treinta años de matrimonio! Fue un joven capellán quien pudo animarles a compartir su secreto, quedándose él en la habitación a petición del paciente. Ambos se sintieron muy aliviados al no tener que seguir disimulando y empezaron a tomar decisiones que cada uno solo no podía tomar. Más tarde, llegaron incluso a sonreír pensando en aquel “juego infantil”, como ellos mismos lo llamaban, y a preguntarse quién lo había sabido primero y cuánto tiempo habrían seguido como antes sin una ayuda exterior.

Creo que la persona moribunda puede ser de gran ayuda para sus parientes a la hora de hacerles afrontar su muerte. Puede hacer esto de diferentes maneras. Una de ellas es compartir con naturalidad algunos de sus pensamientos y sentimientos con los miembros de la familia para ayudarles a hacer lo mismo. Si puede sobreponerse a su propio dolor y mostrar con su ejemplo a la familia cómo uno puede morir con ecuanimidad, ellos recordarán su fortaleza y soportarán su propio pesar con más dignidad.

El sentimiento de culpa es quizás el compañero más doloroso de la muerte. Cuando se diagnostica que una enfermedad puede ser fatal, los miembros de la familia a menudo se preguntan si no serán responsables de ella. “Si le hubiera llevado al médico antes” o “Debería haberme dado cuenta antes del cambio y haberle incitado a buscar ayuda” son lamentaciones frecuentes en las esposas de pacientes enfermos desahuciados. No hay que decir que un amigo de la familia, el médico, o un sacerdote, pueden ayudar mucho a una mujer así, aliviándola del peso de su poco realista reproche y asegurándole que probablemente hizo todo lo posible para conseguir ayuda. Sin embargo, no creo que sea suficiente decir: “No te sientas culpable, porque no lo eres.” Si escuchamos a estas esposas cuidadosa y atentamente, a menudo averiguamos la razón verdadera de su sentido de culpabilidad. A menudo los parientes se sienten culpables por sus malos deseos, muy reales, respecto a la persona muerta. ¿Quién, en un momento de disgusto, no ha deseado a veces que alguien desapareciera, se marchara, o incluso se ha atrevido a decir: “Muérete”? El hombre entrevistado en el Capítulo XII es un buen ejemplo de esto. Tenía buenas razones para estar disgustado con su mujer, que le había abandonado para ir a vivir con su hermano (el de ella), al que él consideraba un nazi. Ella había abandonado a nuestro paciente, que era judío y había educado a su único hijo como a un cristiano. Ella murió mientras él estaba ausente, y el paciente también le reprochaba esto. Desgraciadamente, nunca había tenido la ocasión de manifestar toda aquella ira contenida, y el hombre estaba tan apenado y se sentía verdaderamente tan culpable que había llegado a caer él mismo en un estado de grave enfermedad.

Un elevado porcentaje de los viudos y viudas que se ven en las clínicas y en los consultorios de médicos privados, presentan síntomas somáticos que son consecuencia de su incapacidad para sobreponerse a sus sentimientos de dolor y culpa. Si les hubieran ayudado antes de la muerte de su pareja a salvar el abismo existente entre ellos y el moribundo, se habría ganado la mitad de la batalla. Es comprensible que la gente se resista a hablar tranquilamente de la muerte, especialmente si la muerte de pronto se convierte en una cosa personal que nos afecta a nosotros, si se acerca de algún modo a nuestras puertas. Las pocas personas que han experimentado la crisis de una muerte inminente, han descubierto que la conversación sobre ese tema sólo es difícil la primera vez y que se hace más sencilla con el aumento de experiencia. En vez de aumentar el alejamiento y el aislamiento, la pareja se descubre comunicándose cada vez más profundamente, y puede alcanzar esa intimidad y comprensión que sólo puede producir el sufrimiento.

Otro ejemplo de falta de comunicación entre el moribundo y la familia es el caso de la Sra. F.

La Sra. F. era una enferma desahuciada, gravemente debilitada, negra, que llevaba semanas echada en la cama, sin moverse. La piel oscura de su cuerpo entre aquellas sábanas blancas me recordaba de un modo repugnante las raíces de un árbol. La enfermedad la había deformado hasta tal punto que era difícil distinguir el contorno de su cuerpo o de sus facciones. Su hija, que había vivido con ella toda su vida, estaba sentada junto a su madre, igualmente inmóvil y sin decir palabra. Fueron las enfermeras quienes nos pidieron ayuda, no para la paciente sino para la hija, que les tenía preocupadas, y con razón. Veían cómo pasaba más horas cada semana junto al lecho de su madre. Había dejado de trabajar, y al final se pasaba prácticamente todo el día y toda la noche en silencio junto a su madre moribunda. Tal vez las enfermeras se habrían preocupado menos si no hubieran percibido la peculiar dicotomía entre la presencia cada vez mayor y la completa falta de comunicación. La paciente había sufrido un ataque recientemente y no podía hablar; tampoco podía mover los miembros, y se suponía que su mente ya no funcionaba. La hija permanecía sentada en silencio, nunca decía una palabra a la madre, nunca hacía un gesto de solicitud o afecto —salvo el de su muda presencia.

Entramos en la habitación para pedir a la hija, que tenía cerca de cuarenta años y era soltera, que viniera a hablar un poco con nosotros. Confiábamos en comprender las razones por las que pasaba allí cada vez más tiempo, lo cual significaba un creciente alejamiento del mundo exterior. A las enfermeras las preocupaba cómo reaccionaría después de la muerte de su madre, pero la veían tan incomunicativa como ella, aunque por diferentes razones. No sé qué fue lo que me hizo volverme hacia la madre antes de salir de la habitación con la hija. Quizá tuve la impresión de que estaba privándola de una visita; quizá fue la vieja costumbre que tengo de tener informados a mis pacientes de lo que está, pasando. Le dije que me llevaba un rato a su hija porque nos preocupaba su bienestar una vez se quedara sola. La paciente me miró y comprendí dos cosas: primero, que era plenamente consciente de lo que estaba pasando a su alrededor, a pesar de su aparente incapacidad para expresarse; segundo, una lección inolvidable: nunca hay que ignorar a nadie diciendo que se encuentra en estado meramente vegetativo, aunque parezca que no reacciona ante los estímulos.

Tuvimos una larga charla con la hija, que había abandonado su empleo, sus pocas amistades, y casi su apartamento, para pasar el mayor tiempo posible con su madre moribunda. No había pensado en lo que pasaría si ésta moría. Se sentía obligada a permanecer en la habitación del hospital casi todo el día y toda la noche, y en realidad llevaba dos semanas durmiendo sólo unas tres horas cada noche. Empezaba a preguntarse si no estaría cansándose tanto para no poder pensar. No quería salir de la habitación por miedo a que su madre se muriera entretanto. Nunca había hablado con su madre de esas cosas, aunque la madre llevaba enferma mucho tiempo y había podido hablar hasta hacía poco. Al final de la entrevista, la hija reveló algunos sentimientos ambivalentes de culpabilidad y resentimiento —por haber llevado una vida tan aislada, y más aún, quizás, por verse abandonada. La animamos a expresar sus sentimientos más a menudo, a volver a trabajar algunas horas para tener vínculos y ocupaciones fuera de la habitación de la enferma, y nos pusimos a su disposición por si necesitaba a alguien con quien hablar.

Al volver con ella a la habitación, informé de nuevo a la paciente de nuestra conversación. Le pedí su aprobación para que su hija viniera a visitarla sólo parte del día. Ella nos miró fijamente a los ojos y, con un suspiro de alivio, volvió a cerrarlos. Una enfermera, que presenció este encuentro, manifestó su sorpresa ante aquella reacción. Estaba muy contenta por haber observado esto, ya que las enfermeras habían cogido mucho cariño a la paciente y se sentían apenadas por su agonía silenciosa y la incapacidad de expresarse de la hija. Ésta encontró un trabajo de media jornada y —para satisfacción de las enfermeras— participó esta noticia a su madre. Ahora sus visitas eran menos ambivalentes, tenían menos sentimientos de obligación y resentimiento, y por lo tanto, tenían más sentido. La hija además reanudó la relación con otras personas dentro y fuera de los muros del hospital, e hizo unas cuantas amistades nuevas antes de la muerte de su madre, que se produjo apaciblemente pocos días después.

El señor Y. fue otro hombre que siempre recordaremos, porque nos hizo comprender la agonía, la desesperación y la soledad del viejo que va a perder a su mujer después de muchas décadas de matrimonio feliz.

El señor Y. era un viejo granjero, curtido y algo macilento, que nunca había puesto los pies en una ciudad grande. Había arado la tierra, había visto parir muchos terneros, y había criado a sus hijos, que vivían en diferentes rincones del país. Él y su mujer llevaban muchos años viviendo solos y, como decía él, se habían “acostumbrado el uno al otro”. Ninguno podía siquiera imaginar vivir sin el otro.

En el otoño de 1967, su mujer se puso gravemente enferma, y el médico aconsejó al viejo que buscara ayuda en la gran ciudad. El señor Y. se resistió un poco, pero como su mujer estaba cada vez más débil y más delgada, la llevó al “gran hospital”, en donde la instalaron en la unidad de tratamiento intensivo. Todo el que haya visto una unidad así, comprenderá lo diferente que es allí la vida comparada con la de una habitación de enfermo improvisada en una granja. Todas las camas están ocupadas por enfermos en estado crítico, desde niños recién nacidos hasta viejos moribundos. Cada cama está rodeada por el equipo más moderno que este granjero había visto en su vida. Hay botellas colgadas de barras, al lado de la cama, máquinas succionadoras en marcha, un monitor que registra, y miembros del personal constantemente ocupados manteniendo en marcha el equipo y vigilando por si aparecen síntomas críticos. Hay muchos ruidos, un ambiente de urgencia y de decisiones críticas, muchas idas y venidas, y ningún sitio para un viejo granjero que nunca ha visto una gran ciudad.

El señor Y. insistió en estar con su mujer, pero se le dijo firmemente que sólo podría verla cinco minutos cada hora. O sea que allí se estaba cinco minutos cada hora, en pie, mirando su cara blanca, tratando de sostenerle la mano, mascullando cuatro palabras desesperadas, para oír que
le
dijeran constante y firmemente “Salga, por favor, se ha acabado el tiempo.”

El señor Y. fue descubierto por uno de nuestros estudiantes, quien le encontró, completamente desesperado, yendo de un extremo a otro del pasillo, como un alma en pena en el gran hospital. Lo trajo a nuestro seminario, donde compartió un poco su agonía, sintiéndose aliviado al tener a alguien con quien hablar. Había alquilado una habitación en la International House, ocupada principalmente por estudiantes, muchos de los cuales estaban volviendo para empezar el trimestre. Le habían dicho que tenía que marcharse pronto, para dejar sitio a los estudiantes que llegaban. El edificio no estaba lejos del hospital, pero el viejo recorría a pie aquella distancia docenas de veces. No tenía ningún lugar adonde ir, ningún ser humano con quien hablar, ni siquiera la seguridad de disponer de una habitación en el caso de que su mujer viviera más de unos pocos días. Y además, le atormentaba la inquietante consciencia de que en realidad podía perderla, de que tal vez tendría que volver sin ella.

Mientras le escuchábamos, se fue poniendo cada vez más furioso con el hospital: furioso contra las enfermeras que eran tan crueles que sólo le daban cinco minutos cada hora. Tenía la impresión de que les estorbaba incluso durante aquellos momentos demasiado breves. ¿Era así como iba a decir adiós a la que había sido su mujer durante casi cincuenta años? ¿Cómo explicar a un viejo que una unidad de tratamiento intensivo funciona así, que hay normas administrativas y leyes que regulan las horas de visita y que en una unidad así sería intolerable un exceso de visitas, quizá no para los pacientes, pero sí para todo ese equipo tan sensible? Naturalmente, no le habría servido de mucho decirle: “Bueno, usted ha querido a su mujer y ha vivido en la granja con ella muchos años... ¿por qué no puede dejarla morir aquí?” Él quizá habría respondido que él y su mujer eran uno, como un árbol y sus raíces, y que uno no podía vivir sin el otro. El gran hospital prometía alargar su vida, y él, el viejo de la granja, había querido aventurarse en él por el destello de esperanza que se le había ofrecido.

No podíamos hacer mucho por él, salvo ayudarle a encontrar un sitio más apropiado para vivir dentro de lo que permitían sus medios económicos, e informar a sus hijos de que estaba solo y necesitaba su presencia. También hablamos con las enfermeras. No conseguimos que le dejaran hacer visitas más largas, pero por lo menos logramos que le hicieran sentirse mejor recibido durante los breves períodos que le permitían estar con su mujer.

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