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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

Sobre la muerte y los moribundos (18 page)

La esposa del doctor G. ofrece una buena descripción de la reacción de un pariente próximo al paciente ante la noticia inesperada de un tumor maligno. La primera reacción: una sacudida, seguida de una breve navegación: “No, no puede ser verdad.” Luego trata de encontrar algún sentido en medio de la confusión y encuentra consuelo en las Escrituras, que siempre han sido una fuente de inspiración para su familia. A pesar de su aparente resignación, observa la esperanza en la “investigación” y reza pidiendo un milagro. Este cambio, además de hacer más hondas las experiencias religiosas de la familia, le ha dado tiempo a la señora G. para volverse más autosuficiente e independiente.

Quizá lo más destacado de esta doble entrevista sea otra vez el fenómeno de las dos versiones para explicar cómo se dio la noticia al paciente. Esto es bastante típico y hay que entenderlo si se quiere alcanzar una comprensión de fondo de los hechos.

El doctor G. dice que su hijo ha madurado y finalmente ha asumido la responsabilidad de compartir la mala noticia con él. Está obviamente orgulloso de su hijo, lo ve como un hombre maduro y adulto, que podrá asumir sus responsabilidades cuando él tenga que abandonar a su mujer, bastante dependiente. La señora G., en cambio, insiste en que fue ella quien tuvo el valor y la fuerza de explicar a su marido el resultado de la operación, y no atribuye a su hijo esa difícil tarea. Ella se contradijo más tarde en varias ocasiones, o sea que no parece probable que su versión fuera la verdadera. Sin embargo, este deseo de habérselo dicho ella a su marido nos revela algo sobre los deseos de la señora G. Desea ser fuerte, ser capaz de afrontarlo y de hablar de ello. Quiere ser la mujer que comparte lo bueno y lo malo con su marido y que busca alivio y fuerza en las Escrituras para aceptar todo lo que pueda venir.

La mejor ayuda para una familia como ésta pueden constituirla un médico tranquilizador que asegure que se hará todo lo posible y un pastor siempre disponible que visite al paciente y a su familia lo más a menudo posible, utilizando los recursos que la familia ha utilizado anteriormente.

8. Esperanza

Con una esperanza desesperada la busco por todos los rincones de mi habitación; y no la encuentro.

Mi casa es pequeña y lo que ha salido de ella una vez nunca puede recuperarse.

Pero tu mansión es infinita, señor, y buscándola a ella he llegado a tu puerta.

Estoy bajo la bóveda dorada de tu cielo nocturno y levanto los ojos ansiosos hacia tu rostro.

He llegado al borde de la eternidad, desde la cual nada puede desaparecer: ni la felicidad, ni la imagen de un rostro visto a través de las lágrimas.

¡Oh! Sumerge mi vida vacía en ese océano, húndela en la más honda plenitud. Déjame sentir por una vez en la totalidad del universo ese dulce contacto perdido.

Tagore
,
Gitanjali,
LXXXVII

Hasta ahora hemos, hablado de las diferentes fases que atraviesan las personas cuando tienen que hacer frente a la noticia trágica —mecanismos de defensa, en términos psiquiátricos, mecanismos que sirven para afrontar situaciones sumamente difíciles. Estos medios durarán diferentes períodos de tiempo y se reemplazarán unos a otros o coexistirán a veces. La única cosa que generalmente persiste a lo largo de todas estas fases es la esperanza. Así como los niños de los barracones L 318 y L 417 del campo de concentración de Terezin conservaron la esperanza hace años, aunque de un total de unos 15.000 niños menores de quince años sólo salieron de allí con vida unos 100.

El sol ha hecho un velo de oro tan hermoso que me duele el cuerpo.

Allá arriba, los cielos lanzan su grito azul.

Por algún error, he sonreído.

El mundo florece y parece sonreír.

Yo quiero volar, pero ¿adónde? ¿a qué altura?

Si puede florecer algo en un alambre con púas, ¿por que no voy a poder yo? ¡No moriré!

1944,
Anónimo,
Una tarde soleada

Al escuchar a nuestros pacientes enfermos de muerte siempre nos impresiona el hecho de que incluso los que aceptan mejor las cosas, los más realistas, dejan abierta una posibilidad de curación, de descubrimiento de un medicamento nuevo o de un “éxito de última hora en un proyecto de investigación”, como dijo el señor J. (la entrevista con él se encuentra en este capítulo.) Es esta chispa de esperanza la que los sostiene durante días, semanas o meses de sufrimiento. Es el deseo de que todo esto tenga algún sentido, de que al final valga la pena que hayan aguantado un poco más. Es la esperanza, que a veces se introduce furtivamente, de que todo esto no sea más que una pesadilla, de que no sea verdad; de que se despertarán una mañana y les dirán que los médicos están dispuestos a probar un nuevo medicamento que parece prometedor, que lo van a usar con él y que él es el paciente escogido, especial, y sentirán, como debió sentir el primero al que trasplantaron un corazón, que han sido elegidos para representar un papel muy especial en la vida. Esto da a los enfermos desahuciados una sensación de misión especial que les ayuda a conservar el ánimo, y que les permitirá soportar más pruebas cuando estén cansados de todo —en cierto modo es, a veces, una racionalización de su sufrimiento; para otros no es más que una forma de navegación temporal, pero necesaria.

Se la llame como se la llame, nos encontramos con que todos nuestros pacientes mantenían un poco de ella y se alimentaban de ella en momentos especialmente difíciles. Manifestaban la máxima confianza en los médicos que les permitían tener esperanza —realista o no— y agradecían mucho que se les diera esperanza en vez de malas noticias. Esto no significa que los médicos tengan que decirles mentiras; sólo se trata de que compartan con ellos la esperanza de que puede pasar algo imprevisto, de que puede producirse una remisión, de que pueden vivir más de lo previsto. Si un paciente deja de manifestar esperanza, generalmente es señal de muerte inminente. Suelen decir: “Doctor, creo que esto ya está”, o “Me parece que ya está”, o pueden expresarlo como el paciente que siempre creía en un milagro, y que un día nos saludó con estas palabras: “Creo que éste es el milagro: ahora estoy dispuesto y ya no tengo miedo.” Todos estos pacientes murieron antes de pasar veinticuatro horas. Aunque nosotros les fomentábamos la esperanza, no lo hacíamos ya cuando, al final, ellos la abandonaban, no con desesperación, sino en una fase de aceptación final.

Los conflictos que hemos visto en lo que se refiere a la esperanza surgían de dos fuentes principales. La primera y más dolorosa era la transmisión de una sensación de desesperanza por parte del personal o la familia cuando el paciente todavía necesitaba esperanza. La segunda fuente de angustia venía de la incapacidad de la familia para aceptar la fase final de un paciente; se aferraban desesperadamente a la esperanza cuando el propio paciente estaba dispuesto a morir y notaba la incapacidad de la familia para aceptar este hecho (como hemos visto en los casos de la señora W. y del señor H.).

¿Qué pasa con el paciente con “síndrome pseudoterminal” que ha sido desahuciado por un médico y luego —tras un tratamiento adecuado— se recupera? Implícita o explícitamente, estos pacientes han sido “eliminados”. Tal vez les han dicho que “no podemos hacer nada más por usted” o sencillamente los han mandado a casa, previendo implícitamente su muerte inminente. Cuando estos pacientes son tratados con toda la terapia posible, podrán considerar su recuperación como “un milagro”, “un nuevo aplazamiento”, o “un tiempo de más que yo no había pedido”, según cómo se les haya tratado antes y lo que se les haya dicho.

El interesante mensaje que nos comunica el doctor Bell
[3]
es que hay que dar a todos los pacientes la posibilidad del tratamiento más eficaz y no considerar desahuciados a los pacientes gravemente enfermos, dándolos por perdidos. Yo añadiría que no deberíamos “dar por perdido” a ningún paciente, tanto si va a morir como si no. El que esté fuera del alcance de la ayuda médica es quien necesita quizá más cuidados que el que puede esperar una curación. Si damos por perdido a un paciente así, él puede darse por perdido a sí mismo y cualquier ayuda médica que pudiera venir después, sería inútil porque él no estaría dispuesto a “hacer un esfuerzo otra vez”. Es mucho más importante decir: “Que yo sepa, he hecho todo lo que he podido para ayudarle. Sin embargo, continuaré intentando que esté lo más cómodo posible.” Este paciente conservará su chispa de esperanza y continuará considerando a su médico como a un amigo que perseverará hasta el fin. No sé sentirá desamparado o abandonado en el momento en que el doctor le considere incurable.

La mayoría de nuestros pacientes experimentaron una recuperación, de una forma o de otra. Muchos de ellos habían abandonado la esperanza de poder siquiera explicar a alguien lo que les preocupaba. Muchos de ellos se sentían aislados y abandonados, y la mayoría frustrados porque no se les tomaba en consideración a la hora de tomar decisiones importantes. Aproximadamente la mitad de nuestros pacientes pudieron ir a su casa o a una clínica, y reingresaron más tarde. Todos se mostraron agradecidos por haber podido compartir con nosotros su preocupación por la gravedad de su enfermedad y sus esperanzas. No consideraron las conversaciones sobre la muerte ni prematuras ni contraindicadas con vistas a su “recuperación”. Muchos de nuestros pacientes nos explicaron lo tranquilos y a gusto que habían vuelto a casa después de haber descargado sus inquietudes. Varios de ellos pidieron reunirse con su familia en presencia nuestra antes de ir a casa, para eliminar barreras y disfrutar plenamente, juntos, las últimas semanas que les quedaban.

Sería muy útil que hubiera más gente que hablara de la muerte como de una parte intrínseca de la vida, del mismo modo que no vacilan en hablar de que alguien está esperando otro niño. Si esto se hiciera más a menudo, no tendríamos que preguntarnos si debemos tocar este tema con un paciente, o si deberíamos esperar al último momento. Como no somos infalibles y nunca podemos estar seguros de cuál es el último momento, podría ser que esto no fuera más que otro razonamiento que nos permite evitar la cuestión.

Hemos visto a varios pacientes que estaban deprimidos y eran presa de una incomunicación morbosa hasta que hablamos con ellos de la fase final de su enfermedad. Se sintieron aliviados, empezaron a comer otra vez, y unos cuantos pudieron irse otra vez a su casa, para gran sorpresa de sus familias y del personal médico. Estoy convencida de que hacemos más daño eludiendo la cuestión que dedicando nuestro tiempo a sentarnos a escuchar y a compartir, buscando el momento oportuno.

Menciono la oportunidad del momento porque los pacientes no son diferentes del resto de nosotros, que tenemos momentos en los que nos apetece hablar de lo que nos preocupa y momentos en que deseamos pensar en cosas más alegres, sin considerar si son reales o no. Mientras el paciente sepa que le dedicaremos el tiempo que sea cuando
a él
le apetezca hablar, cuando percibimos sus indicaciones, veremos que la mayoría de pacientes desean compartir sus preocupaciones con otro ser humano y reaccionan con alivio y un aumento de la esperanza ante estos diálogos.

Si este libro no sirve más que para sensibilizar a los familiares de pacientes desahuciados y al personal de hospitales de cara a las comunicaciones implícitas de los pacientes moribundos, entonces ha cumplido su objetivo. Si nosotros, como miembros de las profesiones asistenciales, podemos ayudar al paciente y a su familia a ponerse “a tono” con sus respectivas necesidades y a llegar a aceptar juntos la inevitable realidad, podemos contribuir a evitar mucha angustia y sufrimiento innecesarios por parte de los moribundos y aún más por parte de la familia que ellos dejan atrás.

La siguiente entrevista con el señor J. es un ejemplo de la fase de ira y demuestra —a veces de forma encubierta— el fenómeno de la esperanza siempre presente.

El señor J. era un negro de cincuenta y tres años que fue hospitalizado con micosis fungoide, una enfermedad maligna de la piel que él describe en detalle en la entrevista que viene a continuación. Esta enfermedad le obligaba a recurrir al seguro de incapacidad para el trabajo, pues se caracteriza por estados alternativos de remisión y recaída.

Cuando fui a verle el día antes de nuestra sesión de seminario, el paciente se sentía solo y con ganas de hablar. Explicó muy rápidamente y con mucho dramatismo y colorido los muchos aspectos de aquella desagradable enfermedad. No me dejaba marchar y varias veces tuve que volverme a sentar. A diferencia de lo ocurrido en este encuentro improvisado, durante la sesión tras el espejo de una cara manifestó disgusto y a veces incluso ira. El día antes de la sesión de seminario había empezado a hablar de la muerte, mientras que durante la sesión dijo: “No pienso en morir, pienso en vivir.”

Menciono esto porque, al ocuparse de pacientes desahuciados, hay que tener en cuenta que tienen días, horas o minutos en que desean hablar de estas cosas. Pueden, como hizo el señor J. el día anterior, explicar espontáneamente su filosofía de la vida y la muerte, y podemos considerarlos pacientes ideales para una sesión de seminario. Tendemos a ignorar el hecho de que el mismo paciente puede desear hablar sólo de los aspectos agradables de la vida al día siguiente deberíamos respetar sus deseos. No hicimos esto durante la entrevista, pues intentamos recuperar algo del interesante material que había ofrecido el día anterior.

Esto es un peligro sobre todo cuando una entrevista forma parte de un programa de enseñanza. En estas entrevistas nunca se deberían forzar preguntas y respuestas en beneficio de los estudiantes. La persona deberá ser siempre lo primero y los deseos del paciente deberán ser respetados siempre, aunque eso signifique tener una clase con cincuenta estudiantes y ningún paciente para entrevistar.

Doctora:
Señor J., sólo como presentación, ¿cuánto tiempo lleva en el hospital?

Paciente:
Esta vez llevo desde el 4 de abril de este año.

Doctora:
¿Qué edad tiene?

Paciente:
Tengo cincuenta y tres años.

Doctora:
¿Le han dicho lo que estamos haciendo en este seminario?

Paciente:
Sí. ¿Me dirigirá usted con preguntas?

Doctora:
Sí.

Paciente:
Muy bien, empiece cuando quiera.

Doctora:
Tendría curiosidad por tener una imagen más clara de usted, porque sé muy poco de usted.

Paciente:
Ya.

Doctora:
Usted ha sido un hombre sano, casado, trabajador...

Paciente:
Eso es, y con tres hijos.

Doctora:
Tres hijos. ¿Cuándo se puso enfermo?

Paciente:
Bueno, me declararon incapaz para el trabajo en 1963. Creo que la primera vez que tuve síntomas de esta enfermedad fue alrededor de 1948. Primero empecé con pequeños salpullidos en el pecho izquierdo, y bajo el hombro derecho. Y al principio no parecía nada anormal. Y yo usaba las pomadas habituales: loción de calamina, vaselina, y las diferentes cosas que se compran en la farmacia. No me molestaba demasiado. Pero gradualmente, hacia 1955, fue afectándome la parte inferior del cuerpo, aunque sin cubrir mucha superficie. Tenía la piel seca, escamosa, y usaba muchos ungüentos grasientos y cosas así para mantenerme húmedo y lo más cómodo posible. Todavía seguía trabajando. De hecho, a veces tenía dos empleos, porque mi hija iba a la universidad y yo quería que acabara sus estudios. Hacia 1957, la cosa llegó a tal punto que empecé a ir a diferentes médicos. Estuve yendo al doctor X durante unos tres meses, pero no noté ninguna mejoría. Las visitas eran bastante baratas, pero las recetas suponían de quince a dieciocho dólares por semana. Cuando estás sosteniendo a una familia con tres hijos con un salario de trabajador, a pesar de que tengas dos empleos, no puedes resistir una situación así. Y fui a la clínica donde me hicieron un reconocimiento apresurado que no me satisfizo. No me molesté en volver allí. Y no hice más que ir de un lado para otro, sintiéndome cada vez más desdichado, hasta que, en 1962, el Dr. Y me hizo ingresar en el P. Hospital. Estuve allí unas cinco semanas, y en realidad no se arregló nada. Salí de allí y, al final, volví a la primera clínica. Finalmente, en marzo de 1963 pude ingresar en este hospital. Estaba tan mal para entonces que pasé a la categoría de incapacitado para el trabajo.

Doctora:
¿Esto fue en el 63?

Paciente:
En el 63.

Doctora:
¿Entonces tenía idea de la clase de enfermedad que tenía?

Paciente:
Sabía que era micosis fungoide y todo el mundo lo sabía.

Doctora:
O sea que, ¿desde cuándo sabía el nombre de su enfermedad?

Paciente:
Pues lo estuve sospechando durante algún tiempo, y luego lo confirmó una biopsia.

Doctora:
¿Hace mucho tiempo?

Paciente:
No hace mucho tiempo, sólo unos meses antes de que hicieran el diagnóstico propiamente dicho. Pero cuando estás así, lees todo lo que te cae entre manos. Escuchas todo, y aprendes los nombres de las diferentes enfermedades. Y, según lo que leía, la micosis fungoide respondía a mis síntomas. Cuando finalmente se confirmó, ya para entonces yo estaba hecho una ruina. Se me habían empezado a hinchar los tobillos, sudaba constantemente, y me sentía completamente desgraciado.

Doctora:
¿Es eso lo que quiere decir con “para entonces yo estaba hecho una ruina”? ¿Que se sentía muy desdichado? ¿Es eso lo que quiere decir?

Paciente:
Claro. Me sentía desdichado: todo me picaba, estaba lleno de escamas, sudaba, me dolían los tobillos, no era más que un ser humano completa, total y absolutamente desgraciado. Naturalmente, en estas ocasiones te vuelves un poco resentido. Te preguntas por qué tiene que pasarte eso a ti. Y luego recobras el buen sentido y dices: “Bueno, no eres mejor que cualquier otro, ¿por qué no ibas a ser tú?” De esa manera puedes resignarte un poco, porque entonces empiezas a fijarte en la piel de todo el que ves. Miras si tienen alguna mancha, alguna señal de dermatitis, porque tu único interés en la vida es ver si tienen alguna mancha y quién más está padeciendo algo parecido, ¿sabe? Y supongo, también, que la gente te mira porque tienes un aspecto muy diferente al de ellos...

Doctora:
Porque es un tipo de enfermedad visible.

Paciente:
Es un tipo de dolencia visible.

Doctora:
¿Qué significa para usted esta enfermedad? ¿Qué es para usted esta micosis fungoide?

Paciente:
Para mí, significa que hasta ahora no han curado a nadie. Ha habido remisiones durante ciertos períodos de tiempo, ha habido remisiones por tiempo indefinido. Para mí, significa que en alguna parte alguien está investigando. Hay muchos buenos cerebros dedicados a estudiar esta enfermedad. Pueden descubrir un medio de curarla al estudiar cualquier otra cosa. Y para mí significa también que tengo que apretar los dientes y seguir adelante y esperar que alguna mañana me sentaré en la cama y el doctor estará allí y dirá: “Quiero ponerle esta inyección”, que será algo así como una vacuna, y al cabo de unos días, se arreglará todo.

Doctora:
¡Algo que dé resultado!

Paciente:
Podré volver a trabajar. Me gusta mi trabajo porque había llegado a estar en calidad de supervisor.

Doctora:
¿Qué hacía?

Paciente:
En realidad era el encargado del principal servicio de correos de aquí. Había llegado a ser el responsable de los encargados. Tenía siete u ocho encargados que me daban cuenta de su actuación cada noche. Más que ocuparme de los empleados, me encargaba del funcionamiento. Tenía buenas perspectivas de ascenso porque conocía bien mi trabajo y disfrutaba con él. No escatimaba el tiempo a la hora de trabajar. Siempre ayudé a mi mujer mientras crecían los niños. Esperábamos a que fueran capaces de arreglárselas por sí solos para poder disfrutar de algunas de las cosas que habíamos leído y que nos habían contado.

Doctora:
¿Como qué?

Paciente:
Viajar un poco, porque nunca tuvimos unas vacaciones. Nuestra primera hija fue una niña prematura y pasó mucho tiempo en un estado crítico. Cuando vino a casa tenía ya sesenta y un días. Todavía ahora tengo en casa un montón de recibos del hospital. Fui pagando sus facturas a razón de dos dólares por semana, y en aquella época sólo ganaba unos diecisiete dólares por semana. Bajaba del tren y llevaba corriendo dos botellas de leche del pecho de mi mujer al hospital, recogía dos botellas vacías, volvía a la estación, y me dirigía a mi trabajo, en la ciudad. Trabajaba todo el día y por la noche llevaba a casa las dos botellas vacías. Y ella tenía bastante leche como para alimentar a todos los niños prematuros que había allí, creo yo. Siempre dábamos a nuestros hijos todo lo que necesitaban, y eso para mí supuso superar muchos obstáculos. Iba a llegar pronto a un nivel de salario en el que no me vería obligado a economizar cada céntimo. Para mí significaba que tal vez algún día podríamos planear unas vacaciones en vez de decir: “No podemos ir a ninguna parte, a este niño hay que hacerle arreglar la boca”, o algo así. Eso es todo lo que significaba para mí. Significaba unos cuantos buenos años de vida más o menos descansada.

Doctora:
Después de una larga y dura vida de trabajo.

Paciente:
Bueno, para la mayoría de la gente la lucha es más larga y más dura que para mí. Yo nunca lo consideré una lucha. Trabajé en una fundición y lo hacía a destajo. Yo podía trabajar como un demonio. Había tíos que venían a casa y decían a mi mujer que yo trabajaba demasiado. Ella me regañaba por eso, pero yo le decía que era cuestión de celos; cuando trabajas con hombres musculosos, ellos no quieren que tengas más músculos de los que ellos tienen, y era evidente que yo los tenía, porque a cualquier sitio que fuera a trabajar, trabajaba duro. Y siempre que había un ascenso en perspectiva, yo ascendía. De hecho, me llamaron a las oficinas del sitio donde trabajaba y me dijeron: “Cuando haya encargados negros, usted lo será.” De momento me entusiasmé, pero cuando salí, pensé que habían dicho
cuando
, y eso podía ser en cualquier momento desde entonces al año dos mil. Y me desanimaba mucho tener que trabajar en aquellas condiciones. Pero, a pesar de todo, para mí nada era duro en aquellos tiempos. Tenía muchas fuerzas, tenía mi juventud, y creía que podía hacerlo todo.

Doctora:
Dígame, señor J., ahora que usted ya no es tan joven y que tal vez no pueda volver a hacer esas cosas, ¿cómo se lo toma? Probablemente eso no lo puede arreglar ningún médico con una inyección.

Paciente:
Tiene razón. Uno aprende a aceptar estas cosas. Primero te das cuenta de que quizá nunca volverás a estar bien.

Doctora:
¿Cómo le afecta esto?

Paciente:
Primero es una sacudida, y luego tratas de no pensar en esas cosas.

Doctora:
¿Piensa alguna vez en ello?

Paciente:
Claro, hay muchas noches que no duermo bien. Pienso en un millón de cosas durante la noche. Pero no me entretengo en ello. Yo tuve una infancia feliz y mi madre todavía vive. Viene a verme aquí bastante a menudo. Yo siempre soy capaz de hacer marcha atrás con la mente y volver a algo ocurrido hace tiempo. Solíamos coger una carraca de coche que teníamos y viajar por nuestros alrededores. En aquella época viajábamos bastante, y había muy pocas carreteras asfaltadas, y otras estaban llenas de barro. A veces, íbamos por una carretera y nos hundíamos en el barro, que llegaba hasta los tapacubos del coche, y tenías que empujar o arrastrarlo o algo así. Creo que mi infancia fue bastante agradable, mis padres eran estupendos. En casa no había broncas ni mal humor. Esto hacía la vida agradable. Pienso en estas cosas y me doy cuenta de que soy bastante dichoso, porque raro es el hombre que en este mundo no haya tenido más que desgracias. Miro a mi alrededor y veo que he tenido lo que yo llamo unos cuantos días de paga extraordinaria.

Doctora:
En realidad está diciendo que ha tenido una vida plena. Pero esto ¿hace más fácil el morir?

Paciente:
Yo no pienso en la muerte, pienso en la vida. Yo creo... ¿sabe?, solía decir a los chicos cuando crecían, y se lo diría ahora: “Haced las cosas lo mejor que podáis en cualquier circunstancia”, y les decía muchas veces que no malgastaran el tiempo. Les decía: “Recordad que en esta vida habéis de tener suerte.” Era una expresión que usaba a menudo. Y yo siempre me consideraba afortunado. Miro hacia atrás y pienso en todos los chicos que he conocido cuando era joven y que están en la cárcel o en algún sitio así. Yo tuve las mismas oportunidades que ellos, pero no estoy allí. Yo siempre me alejaba cuando empezaban a meterse en algo que no estaba bien. Tuve muchas peleas por culpa de eso, porque creen que tienes miedo. Pero es mejor luchar por aquello en lo que crees, y decir: “¡Basta!, yo sigo.” Porque invariablemente, tarde o temprano, te ves metido en algo que marca un rumbo a tu vida que ya no puedes invertir. Dicen que puedes salirte cuando quieres y todo eso, pero quedas fichado y lo primero que hacen cuando pasa algo en tu barrio, por mucho tiempo que haya pasado desde entonces, es cogerte y preguntarte dónde estabas tal y cual noche. Yo tuve la suerte de mantenerme apartado de todo eso. O sea que cuando pienso en mi vida he de decir que he tenido suerte y la proyecto un poco más hacia adelante. Todavía me debe de quedar un poco de suerte. Quiero decir que ya he tenido mi lote de mala suerte, o sea que tarde o temprano tiene que cambiar, y eso será el día que saldré de aquí y la gente ni siquiera me reconocerá.

Doctora:
¿Es eso lo que ha evitado que se desespere?

Paciente:
Nada puede evitar que te desesperes alguna vez. Por muy equilibrado que estés, te desesperarás alguna vez. Pero yo diría que ha evitado mi derrumbamiento. Te desesperas y llega un momento en que no puedes dormir y al cabo de un rato luchas contra ello. Cuanto más luchas, más tienes encima el problema, porque en realidad puede llegar a ser una batalla física. Te pones a sudar como si estuvieras haciendo un ejercicio físico, pero todo es mental.

Doctora:
¿Cómo lucha usted? ¿Le ayuda la religión? ¿O le ayuda alguna persona?

Paciente:
No me tengo por un hombre especialmente religioso.

Doctora:
¿Qué le ha dado la fuerza para hacer esto durante veinte años? Porque lleva así unos veinte años, ¿verdad?

Paciente:
Bueno, sí, creo que las fuentes de fortaleza de uno vienen de ángulos tan diferentes que sería bastante difícil decirlo. Mi madre tiene una fe profunda. Cualquier esfuerzo de menos que yo hiciera en todo esto, tendría la impresión de que la traicionaba. O sea que puedo decir que con la ayuda de mi madre. Mi mujer tiene una fe profunda, o sea que también con la ayuda de mi mujer. Mis hermanas... parece que siempre son las mujeres de la familia las que tienen la religión más profunda, y creo que son las más sinceras en sus oraciones. Para mí la mayoría de personas que rezan lo hacen para pedir algo. Y siempre tuve demasiado orgullo para pedir. Creo que quizá por eso no puedo aceptarlo plenamente. No puedo dar libre curso a todos mis sentimientos por esos canales, supongo.

Doctora:
¿Cuál es su credo religioso? ¿Católico o protestante?

Paciente:
Ahora soy católico, me hice católico. De mis padres, uno era baptista y el otro metodista. Y convencidos.

Doctora:
¿Cómo se hizo usted católico?

Paciente:
Me pareció que el catolicismo coincidía con la idea que yo tenía de lo que debía ser una religión.

Doctora:
¿Cuándo hizo usted ese cambio?

Paciente:
Cuando los niños eran pequeños. Iban a escuelas católicas. A principios de los años cincuenta, me parece.

Doctora:
¿Tuvo esto algo que ver con su enfermedad?

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