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Authors: Kathy Lette

Sexy de la Muerte (32 page)

BOOK: Sexy de la Muerte
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Shelly vio el rostro de Dominic brillar de placer. Éste sacudió la cabeza en un esplendor de autofelicitación.

—Hum, pero creo que hay un fallo justo ahí; el pensar que no tiene ninguno —replicó Shelly. Al menos Kit sabía que estaba profundamente defectuoso, lo que a sus ojos le hacía bastante más perfecto—. ¿Sabes lo que de verdad quiere una mujer? Un hombre que sea lo bastante perfecto como para entender que ella no lo es.

—¡Yo necesito un puto final feliz, joder! —Los ojos fríos de Gaby hicieron limpias incisiones quirúrgicas en su tema. Se catapultó al escenario—. ¡Y tú me lo vas a dar! —Por poco no arrancó el brazo de Shelly de su fosa—. Dominic es el antídoto francés a ese arrogante yanqui cabrón, Kinkade. Dominic representa la cultura europea civilizada. ¡Kinkade personifica a todos los americanos… con la cabeza tan bien plantada en la tierra!

Puede que Kit tuviera la cabeza en la tierra, se percató Shelly con una punzada de dolor, pero ella veneraba esa tierra. Sintió angustia. Se miró en el espejo que estaba detrás de la barra. Tenía ese aspecto amargado y enfermizo de alguien que se acaba de comer una ostra en mal estado, o que está cogiendo la gripe, o bien está total, profunda y locamente enamorado.

—¿Qué pasó con la hermandad, Gaby? ¿Qué pasó con eso de que las chicas tenían que estar juntas? Lo patético de ti es que te has convertido exactamente en el tipo de macho arrogante y despiadado al que tanto odias.

Mientras Gaby intentaba frenéticamente resucitar su cámara, Shelly se fue corriendo a su
búngalo
a hacer la maleta. El suelo parecía ondularse bajo sus pies como una cama de agua, con las siluetas de los edificios resbalando y deslizándose. A pesar del alivio de tener sol y oxígeno tras un día entero metida en el
bunker
asfixiante, Shelly, corriendo por delante de la piscina, se sintió tan inhóspita como
Cumbres borrascosas
, y más fría que la señora Danvers.

Lo que Shelly había creído que era el rugido de las olas resultó ser el sonido de camiones armados y coches de policía patrullando por la carretera de la playa. El complejo, habitualmente un lugar conocido por su belleza con su puerto de pesca y calas arenosas, se estaba llenando con incongruencia de morteros, obuses y lanzagranadas propulsados por cohete. En lo que una vez fue una fragante arboleda ahora merodeaban dos camiones de camuflaje con equipos de radar. Shelly estaba tan distraída que se estampó contra los negociadores de rehenes de Pandora, que volvían de su reconocimiento del complejo.

—¿Negociadores de rehenes? —Shelly fingió una cálida sonrisa—. ¡Guau! ¡Qué emocionante!

Sus ojos sospechosos revolotearon a su alrededor como moscas zumbando.

—Aunque lo primero que me viene a la mente es… ¡pobres secuestradores! ¿Han conocido a la hija de Pandora? Bueno, créanme, esa niña les interrogará hasta conseguir su sumisión en menos que canta un gallo, por lo que yo he oído. «¿Quién vivirá más tiempo? ¿Dios, el conejo de Pascua o Papá Noel?… ¿Lleva bragas la Estatua de la Libertad?…» En pocas horas esos rebeldes estarán tambaleándose por las montañas suplicándoles que se lleven otra vez a los rehenes. ¡Maldita sea, les pagarán por ello! Probablemente incluso les regalen algunos ponches. «¡Rápido! ¡Antes de que la niña me pregunte otra vez dónde acaban las carreteras!»

Los dos hombres no estaban exactamente sonriendo, pero se quedaron relajados. Uno de ellos hasta llegó a quitarse la chaqueta, revelando el tatuaje de una esvástica.

—Y ese marido horrendo que tiene —persistió Shelly—. No me extraña que Pandora les encargara ofrecer a los rebeldes quinientos mil dólares por devolver a la niña, y más para retener a Kit.

—Retener, sí, o mejor incluso, matar —dijo el más fornido de los dos, con un acento afrikáner que tenía un regusto a caza de búfalo y a carne seca—. Más barato que el divorcio. —Le guiñó un ojo a Shelly, pero era un guiño carente de humor, cargado de advertencia.

—Sí, hasta que la muerte los separe —se burló el otro, con un cigarro medio masticado en un lateral de su cara.

Abandonar a Pandora no era motivo de divorcio… por lo visto, era motivo de asesinato.

La realidad salpicó como agua fría. De entre todas las siniestras especulaciones que nadaban en su cabeza, Shelly sólo estaba segura de una cosa: tenía que encontrar a Kit antes que ellos. ¿Pero cómo? Una vez más esa carrera en música clásica demostraba ser de suma utilidad. Y en caso de que consiguiera llegar al cuartel de los rebeldes antes que los intermediarios de rehenes, ¿luego qué? El dinero de Pandora no podría comprar su amor, pero desde luego la pondría en mejores condiciones de negociación…

Diferencias entre sexos: El humor

 

Los hombres defienden que las mujeres no saben contar chistes.

Las mujeres defienden que eso es probablemente porque se casan con ellos.

19

Movilización

Las vacaciones hoy en día lloran más muertes prematuras que la industria de los dobles de actores, el toreo y los viajes al espacio. ¡Sí! ¡Venid de vacaciones a las colonias francesas! ¡Dad más empleo a los agentes funerarios!

Esto es lo que pasaba por la mente de Shelly mientras entraba en su habitación y cerraba la puerta, sólo para descubrir, al girarse, que algo se estaba moviendo en las sombras. Un temor primitivo le electrizó los nervios, y tuvo una sensación de picor y movimiento en la piel como si criaturas invisibles estuvieran trepando por su carne. Conforme sus ojos se adaptaban a la oscuridad, la sensación de que alguien la estaba observando se intensificó. Shelly hurgó rápidamente en el cajón de la ropa interior en busca de la pistola de Coco. La violencia no entraba en el carácter de Shelly, pero la necesidad y la urgencia habían transformado su rabia en puro objetivo. Eliminando pensamientos de que así era como empezaban los asesinos en serie amartilló y apuntó la pistola. No sólo no tenía Shelly una licencia de armas, ni siquiera tenía el permiso de aprendiz, pero la pistola demostró ser lo bastante persuasiva para que su agresora saliera de su escondite.

—¡
Merde
! Me pguegunto qué pasó con esa pistola. —Shelly abrió las persianas para revelar a Coco levantándose de su posición en cuclillas junto a la cama. Extendió la mano—. Yo llevagué eso.

—Hum, en realidad, lo que vas a llevarte es a mí, a la fortaleza de los rebeldes.

Coco se rió.

—Me pagúese que no. Yo voy, pego sola. Hay contgoles policiales y h'endagmes pog todos lados. Yo he venido aquí paga coh'egte pguestada la ggopa. —Shelly notó que la terrorista se había deshecho de su traje de faena militar y ahora llevaba uno de los vestidos de Shelly… un vestido tan lleno de flores como el campo, un vestido que —se percató el corazón de Shelly con resentimiento— quedaba mucho mejor sobre Coco.

—Y ahoga tengo que igme —dijo Coco.

—Y yo voy contigo. Kit está allí y corre un gran peligro.

—No a menos que me des la pistola.

Shelly se la tendió y Coco la escondió en su voluminosa mochila con sus botas de combate.


Au revoir, chérie.

—Has prometido llevarme contigo hasta Kit.

—Nunca lo conseguirás —se burló Coco, añadiendo gafas de sol y pamela a su disfraz informal de conjunto de veraneo. Hizo una salida indecisa por la puerta de la cabaña, entonces, segura, y caminó descalza tranquilamente hacia la playa.

Shelly metió unas cuantas pertenencias en su mochila y corrió tras ella.

Un día antes había habido una rebelión y una crisis de rehenes, pero ahora ya estaban otra vez los barcos con fondo de cristal, las motos acuáticas y los esquiadores acuáticos empujando por hacerse un hueco como siempre en el mar infestado de turistas. Los veraneantes habían vuelto a la normalidad con rapidez surrealista.

Una cosa era segura. Shelly necesitaría sin lugar a dudas las vacaciones de sus vacaciones que le había prometido Kit. ¿Qué había pasado con los días lánguidos holgazaneando en hamacas y mirando la arena dorada que ella había esperado tener en Reunión? Hasta entonces había disfrutado de ciclones, maderos corruptos, revoluciones, secuestros, de ser cómplice de terroristas, de haber sido apuntada con una pistola y ahora estaba de camino a una encarcelación en una prisión angosta y tercermundista donde, demacrada y plagada de disentería, unas celadoras psicóticas de prisión lesbis sin duda le arrancarían confesiones con una botella de coca-cola.

La parte buena era que Shelly estaba tan asustada de su futura encarcelación que se había olvidado de su terror a la Madre Naturaleza. En esta parte de la isla, playas curvilíneas se extendían desde la cala del hotel con bordes de coral hasta el volcán extinguido. Para evitar a los gendarmes, éste fue el camino que estaba siguiendo Coco, alejándose de la ciudad y hacia la jungla.

—¡Deh'a de seguigme! —siseó Coco a su acosadora, quince minutos después.

—No te estoy siguiendo. Sólo estoy dando un paseo por la naturaleza.

—¿Ah sí? —Coco señaló el amenazador tramo de río que estaba ante ellas conforme éste vomitaba en el mar—. ¿Qué tal te sientan los cocodguilos de agua salada, doña amante de la natugaleza? El complejo alquila gafas y tubos de buceo, pego —soltó una risita siniestra— la tasa de devolución es bastante bah'a.

—No pretendo nadar, Coco. —Shelly caminó por un saliente rocoso donde uno de los barcos de aluminio del complejo de vacaciones había llegado durante la tormenta y lo arrastró al borde del río—. ¿Ves lo útil que soy?

Coco le lanzó una de esas miradas de «casi tan útil como tener un vibrador que funciona por energía solar en un día de lluvia», pero subió a bordo. El motor, tras una convulsión preparatoria, se puso en marcha y Coco tomó las riendas. El barco vagó a lo largo de la costa un rato hasta que vieron un gigante avanzando pesadamente por la playa detrás de ellos, que una vez enfocado resultó ser un tanque blindado. Automáticamente Coco se desvió a través del arrecife y se adentró en la agitada espuma. El pequeño barco gemía en el oleaje. Aunque Shelly intentó ocultar su angustia, las manchas verdes y amarillas en su frente, el borde de los ojos enrojecido y el pelo húmedo le daban el aspecto de una mujer de un cuadro de Picasso.

Consciente de la debilidad de Shelly, Coco hizo todo lo que pudo para aterrorizar a la turista inglesa y disuadirla de su misión. Primero la informó de que si volcaban, ella debería permanecer pegada al barco. Un barco anegado es más seguro que intentar nadar a la orilla en estas aguas peligrosas. Coco nadaría hasta la costa, por supuesto, pero sólo porque era una nadadora excelente. Si el barco se perdía en el mar, le sermoneó a Shelly, podrían pasar días enteros hasta que la rescataran. Por lo tanto, Coco le aconsejaba que se comiera las algas que estarían creciendo en el casco del barco.

—Los peses también se gguefuh'iagán en él. Los coh' es pogque, paga entonces, estagás desespegada pog bebeg, así que expguimes líquido de su cagne kguda y absogbes sus globos oculagues.

Huelga decir que durante el resto del viaje Shelly continuó vomitando por encima de la proa sobre la medusa gigante de ciencia ficción que había traído la tormenta y esperando a que le diera una picadura mortal si se caía del barco. La luz del día decayó y las sombras del volcán
Pitón des Neiges
se extendían de manera inquietante a través del agua cuando llegaron a la orilla rocosa. Coco se ató sus botas de marcha mientras Shelly, una mujer de aire libre por naturaleza, se las arregló para caerse en las algas y llenarse el culo de espinas de erizo de mar.

—Ya es suficiente —suspiró Coco—. Vuelve ahora pgonto sega de noche y no tengo tiempo paga ayudagte.

Sin embargo, Shelly no se rendiría. Mientras subía con grandes dificultades las laderas de la montaña, jadeando por seguir el ritmo de Coco,
La Tigresse
se vio obligada a continuar su campaña de terror. Su primer consejo fue que si Coco se caía y moría en uno de esos cañones de paredes escarpadas, dejando a Shelly ahí fuera, totalmente sola, «debes pegmaneceg en las colinas, no en los valles, pogque entonces los salvadogues te localizagán fácilmente». Le dijo que un triángulo de aluminio de envoltura de chocolate tirado sobre las rocas era un signo universal de angustia.

—Lo único, una lástima, es que no tenemos chocolate. Lo que significa que estagás muy hambguienta. Pego no debes malgastag enegh'ías pegsiguiendo animales paga comeg.

¿Persiguiendo animales para comer? Shelly sólo había estado una vez en su vida en una acampada, con las
girl scouts
. Llevaban comida. ¡E incluso entonces había tenido problemas para alimentarse!

—Puedes pasag vaguios días sin comeg —continuó Coco—, pego lóh'icamente no en el fguío y, ya sabes, en el
Cirque Mafate
hace muchísimo. Si no tienes comida, entonces envuélvete en bag'o y hoh'as paga manteneg el calog, encuentga gguefuh'io y ggueza paga no coh'er hipotegmia. Eso es cuando tgocitos de tu cuegpo se conh'elan, entonces se despguenden pog la escagcha. Muegues, de fogma lenta y dologosa. —Coco le dijo que recogiera agua atando trapos a sus pies y caminando por el follaje cubierto de rocío por las mañanas—. O si tienes demasiado fguío como paga caminag, bébete tu pgopio pis —añadió, alegremente.

—¡Tenemos que estar a punto de llegar! —resolló Shelly, conforme el miedo y el cansancio inundaban su cuerpo—. ¡Quiero decir, debemos de haber pasado ya por tres zonas horarias!

—Entonces, ¿te vuelves ya? —preguntó Coco con picardía.

Shelly se arriesgó a mirar atrás en la dirección que habían seguido. El mar lechoso parecía cortado bajo la luna. Entonces alzó la mirada hacia delante al paisaje obstinado. En la oscuridad, los árboles y las cadenas de colinas adquirían una malevolencia terrorífica. Sin embargo, la ansiedad y la culpa la impulsaron. Trepó por las rocas, siguiendo a Coco hasta que la luna desapareció y se hizo demasiado oscuro para seguir caminando.

Coco se hizo una cama de hojas y Shelly la copió. Una vez que Shelly se tumbó, Coco dijo amablemente:

—Sólo hay una agaña de la que tienes que teneg cuidado. Ggocía un acido mogtal de su pagte tgasega.
Bonne nuit
. —Y con eso se hizo un ovillo en su catre de abono.

Mientras sus ojos analizaban las sombras secretistas, Shelly se dio demasiada cuenta de la presencia de millones de criaturas con varios ojos en los matorrales, esperando a devorarla. Un pájaro asustado emitió el ruido de la víctima de un asesino. Incluso la silueta de la cadena de montañas parecía la de una bestia preparada para abalanzarse. ¿Quiénes podían estar haciendo todos esos ruidos extraños y crujientes? ¿Los rabiosos cazadores de recompensas
afrikáners
? ¿O una manada de arañas lanzadoras de ácido letal apuntando con sus patas traseras? Mientras forzaba la vista para ver en la oscuridad, una serpiente se deslizó fuera de la maleza. «Oh, qué bien quedaría en el cinturón de una modelo de pasarela», pensó Shelly, conforme subía por el tronco de un árbol y decidía que en realidad no estaba tan cansada, después de todo.

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