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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (3 page)

El Grand Marquis bloqueaba un todoterreno lleno de niños y madres que se habían hartado de estar allí fuera con el ruido y el frío, así que Richard, alegre por tener una excusa para marcharse, se dirigió rápidamente hacia el vehículo, pasando entre Peter y Zula. En un tono de voz no demasiado alto anunció:

—Voy al pueblo.

Lo cual significaba que iba al Walmart. Subió al enorme Mercury, oyó las puertas abrirse tras él, vio a Peter y Zula ocupar el mullido sofá del asiento trasero. La puerta de pasajeros se abrió también y entró otra mujer de veintitantos años cuyo nombre Richard debería saber pero no podía recordar. Tendría que sonsacárselo durante el trayecto.

Los juguetones jóvenes tuvieron mucho que decir sobre el Grand Marquis mientras Richard se dirigía a la carretera. Pillaron la broma y decidieron que Richard molaba. La chica del asiento de pasajeros dijo que nunca había estado antes en «un coche como este», refiriéndose, al parecer, a un sedán. Richard se sintió mucho más que simplemente viejo.

La conversación alternó como un gorjeo de pájaros durante unos cinco minutos, y luego todos guardaron silencio. Peter no estaba especialmente interesado en divulgar detalles de su vida. A Richard le pareció bien. La gente que tenía puestos de trabajo y tarjetas de presentación podían decir fácilmente dónde trabajaban y qué hacían para ganarse la vida, pero los que trabajaban por cuenta propia, haciendo cosas de naturaleza complicada, aprendían con el tiempo que no merecía la pena dar explicaciones si su único propósito era mantener una conversación anodina. Era mejor ir directamente a hablar de los viajes en avión.

Las extremidades congeladas sorbían toda la energía de sus cerebros. Contemplaron a través de las ventanas el paisaje devorado por la escarcha. Estaban en el oeste de Iowa. La gente de cualquier otro lugar, al cruzar el estado, habría tenido dificultades para ver ninguna diferencia entre el este y el oeste, o, ya puestos, para distinguir Ohio de Dakota del Sur. Pero al haber crecido aquí, y haber realizado muchas búsquedas de tesoros piratas y emboscadas indias a lo largo del riachuelo, Richard sentía una gradación en el territorio, estaba convencido de que se hallaban en el umbral entre el Medio Oeste y el Oeste, como si en un lado del riachuelo estuvieras en la tierra de las hojas rojas rastrilladas sobre el indulgente suelo negro y húmedo mientras escuchabas en el transistor los partidos de fútbol de los Big Ten, pero en el otro lado te estuvieras arrancando flechas del sombrero.

También había una gradación norte-sur. Al sur estaban Misuri y Kansas, de donde había venido esta rama de los Forthrast (según su investigación) allá por la época de la Guerra Civil para escapar de los terroristas y los escuadrones de la muerte. Al norte (algo difícil de pasar por alto un día como hoy) casi se podía ver el recodo del mundo volviéndose hacia el Polo. Estos Forthrast que buscaron el norte debieron de pensárselo mejor cuando ascendieron a esta latitud y sintieron el frío aire metiéndose por los cuellos de sus abrigos y cachearlos, y por eso se detuvieron aquí y echaron raíces, no del modo en que lo hacían los viejos castaños alrededor del riachuelo, sino como lo hacían las zarzamoras y los dientes de león cuando una semilla afortunada se posa y prende en un trozo de terreno sin vigilancia.

El Walmart era como una nave espacial que hubiera aterrizado en los campos de soja. Richard dejó atrás la zona de alimentación, la farmacia y el centro óptico, y aparcó al fondo, donde almacenaban la mercancía. Los aparcamientos estaban preparados para furgonetas grandes, un detalle que ahora le resultaba útil.

Entraron. Los jóvenes se detuvieron cuando sus irónicas sensibilidades, que les hacían las veces de almas, fueron interceptadas por una señal de abrumadora potencia. Richard siguió moviéndose, ya que era el que tenía una misión. Había visto un modo de contribuir a la reunión sin pisar ni meter el pie hasta el tobillo en ninguna de las bostas de vaca tan retorcidamente colocadas en su camino.

Siguió caminando hasta que todo en su campo de visión fue camuflaje o naranja fluorescente, y luego buscó el mostrador de las municiones. Salió un hombre mayor vestido con un chaleco azul y apoyó sus arrugadas manos en el cristal como si fuera un camarero del viejo oeste. Richard asintió ante el saludo indiferente del hombre y luego anunció que quería tres cajas grandes de cartuchos de 5,56 milímetros de la OTAN. El hombre asintió y se dio media vuelta para abrir la vitrina de cristal donde estaba guardado el material bueno. En la parte trasera del chaleco llevaba un gran Smiley amarillo que sobresalía y parecía casi una semicircunferencia debido a su joroba de viudo.

—Len estuvo descargando tres rondas cada vez —le explicó a los demás, cuando lo alcanzaron—. Todo el mundo quiere disparar su carabina, pero nadie compra munición, y la 5,5 es cara hoy en día porque todos los chalados están convencidos de que la van a prohibir.

El empleado depositó con cuidado las pesadas cajas sobre el mostrador de cristal, sacó un lector de código de barras en forma de pistola de su cartuchera de plástico, y le disparó a cada una de las tres cajas por turno: tres apretones al gatillo, tres blancos directos. Citó una cifra impresionantemente alta. Richard ya había sacado la cartera. Cuando la abrió, la sobrina o sobrina segunda (todavía no había conseguido sonsacarle el nombre) contempló la cartera de hermoso cuero de manera tan indiscreta que estuvo a punto de entregárselo todo. Ella se sorprendió al ver la efigie de la reina Isabel y pintorescas imágenes de jugadores de hockey y soldados de la Primera Guerra Mundial. No se le había ocurrido cambiar el dinero, y ahora estaba en un sitio donde no había oficina de cambio. Pagó con tarjeta.

—¿Cuándo te mudaste a Canadá? —preguntó la joven.

—En 1972 —respondió él.

El viejo lo miró por encima de sus bifocales: «¡Desertor del reclutamiento!»

Ninguno de los jóvenes pareció hacer la conexión. Richard se preguntó si sabían siquiera que el país tuvo en tiempos un reclutamiento, y que la gente se daba patadas en el culo para evitarlo.

—Necesito su PIN, señor Forrest —dijo el empleado.

Richard, como muchos que se habían marchado, pronunciaba su apellido forTHRAST, pero atendía cuando lo pronunciaban FORthrast, que era como lo decía aquí todo el mundo. Incluso atendía por «Forrest», que era como acabaría por degradarse muy pronto, si la familia no tomaba medidas.

Para cuando llegaron a la salida, había decidido que el Walmart no era tanto una nave espacial como un portal interdimensional a cualquier otro Walmart del universo conocido, y que cuando atravesaran las puertas de recepción podrían encontrarse en Pocatello o en Wichita. Pero resultó que seguían todavía en Iowa.

—¿Por qué te fuiste a vivir allí? —preguntó la chica en el camino de regreso. Estaba profundamente afectada por la patología del habla nasal y cantarina que era tan común en las chicas de su edad y que Zula había hecho grandes esfuerzos por dejar atrás.

Richard miró por el espejo retrovisor y vio que Peter y Zula intercambiaban una mirada significativa.

«Chica, ¿no has oído hablar de la Wikipedia?»

En vez de decirle por qué se había mudado, le contó lo que hizo cuando llegó allí.

—Trabajé de guía.

—¿De guía de caza?

—No, no soy cazador.

—Me preguntaba por qué sabías tanto de armas.

—Porque crecí aquí —explicó él—. Y en Canadá algunos de nosotros las llevábamos al trabajo. Allí es más difícil poseer armas. Tienes que recibir cursillos especiales, pertenecer a un club de tiro y esas cosas.

—¿Por qué las llevabas en el trabajo...?

—¿Si no era guía de caza?

—Sí.

—Por los grizzlies.

—Oh, ¿por si alguno te atacaba?

—Así es.

—¿Podías, no sé, disparar al aire y espantarlo?

—Al corazón y para matarlo.

—¿Sucedió alguna vez?

Richard miró de nuevo por el retrovisor, esperando hacer contacto ocular y enviar el mensaje telepático: «Por el amor de Dios, que alguien me rescate de esta conversación.» Pero Peter y Zula parecían meramente interesados.

—Sí —dijo Richard. Sintió la tentación de mentir. Pero esto era la reunión. Se enterarían.

—La alfombra de oso de la habitación del abuelo —explicó Zula desde el asiento de atrás.

—¿Es de verdad? —preguntó la chica.

—¡Pues claro que es real, Vicki! ¿Qué creías que era, poliéster?

—¿Mataste a ese oso, tío Dick?

—Le metí dos balas en el cuerpo mientras mi cliente volvía a descubrir habilidades trepadoras largamente olvidadas. Poco después, su corazón dejó de latir.

—¿Y lo despellejaste?

«No, se quitó amablemente la piel antes de exhalar el último suspiro.» A Richard le costaba cada vez más trabajo resistirse a responder con retruécanos. Solo las Musas Furiosas lo mantenían a raya.

—Cargué con él hasta la frontera con Estados Unidos —se encontró explicando—. Con cráneo y todo, pesaba la mitad que yo a esa edad.

—¿Por qué hiciste eso?

—Porque era ilegal. No dispararle al oso. Ahí no hay ningún problema. Es defensa propia. Pero luego hay que entregarlo a las autoridades.

—¿Por qué?

—Porque —repuso Peter, deduciéndolo—, de otro modo, la gente se lanzaría a matar osos. Dirían que fue en defensa propia y se quedarían con los trofeos.

—¿Qué distancia recorriste?

—Trescientos kilómetros.

—¡Debías de querer quedártelo con ganas!

—No lo quería.

—¿Por qué cargaste con él trescientos kilómetros?

—Porque el cliente lo quería.

—¡No lo entiendo! —se quejó Vicki, como si su estado emocional fuera realmente lo importante aquí—. ¿Lo hiciste solo por el cliente?

—¡Todo lo contrario! —dijo Zula, levemente indignada.

—Espera un momento —intervino Peter—. El oso te atacó a ti y tu cliente...

—¡Yo contaré la historia! —anunció Richard, alzando una mano. No la quería contar, desearía que no hubiera salido a colación. Pero era la única historia sobre sí mismo que podía contar en compañía decente, y si iban a contarla, quería ser él quien lo hiciera—. El perro del cliente fue el que empezó. Acosó al pobre oso. El oso atrapó al perro en sus fauces y empezó a sacudirlo como si fuera una ardilla.

—¿Era un caniche o algo así? —preguntó Vicki.

—Era un labrador de cuarenta kilos —dijo Richard.

—¡Dios mío!

—Es lo que estaba diciendo. Cuando el labrador dejó de debatirse, cosa que no tardó mucho, el oso lo arrojó a los matorrales y avanzó hacia nosotros como diciendo: «Si tenéis algo que ver con ese puñetero perro, estáis muertos.» Entonces empezaron los tiros.

Peter hizo una mueca ante la frase escogida.

—No hubo nada de valentía por medio, si eso es lo que estás pensando. Solo había un árbol al que poder subirse. El cliente no batió ningún récord al hacerlo. No podíamos subir los dos al mismo tiempo, eso es lo que estoy diciendo. Y ni siquiera un caballo puede correr más rápido que un grizzly. Yo estaba allí de pie con una escopeta de postas. ¿Qué otra cosa pude hacer?

Silencio, mientras consideraban la pregunta retórica.

—¿Una escopeta de postas? —preguntó Zula, pasando a modo ingeniero.

—Una escopeta calibre 12 cargada con postas en vez de balas. Optimizada para esto. Dos cañones paralelos: un arma especial típica de Elmer Fudd. Así que hundí una rodilla en tierra porque temblaba de arriba abajo y la descargué en el oso. El animal huyó y murió a unos cuantos cientos de metros de nuestro campamento. Fuimos y encontramos el cadáver. El cliente quiso la piel. Le dije que era ilegal. Me ofreció dinero para que lo hiciera por él. Así que empecé a despellejarlo. Tardé días. Un trabajo horrible. Sacrificar incluso a animales de granja domesticados es inenarrable, y por eso traemos a mexicanos a Iowa para que se encarguen —dijo Richard, animándose—, pero un oso es peor. Es apestoso.

La palabra no tenía mordiente alguno. Era una de esas palabras que todo el mundo había oído pero nadie sabía lo que significaba realmente.

—Casi olía a pescado. Es como si te metieras dentro de las hormonas del bicho.

Vicki se estremeció. Richard pensó en contar en detalle las dimensiones físicas de los testículos de un oso grizzly, pero, a juzgar por su lenguaje corporal, ya había establecido bastante bien su argumento.

De hecho, había sentido la tentación de acelerar el trabajo de despellejar al oso. Pero el problema fue que empezó por las garras. Y recordó haber leído en su infancia sobre los indios lakota que quitaban las garras después de matar al oso como rito de masculinidad, y hacían collares con ellas. Los chicos de su quinta se tomaban en serio todas esas cosas; sabía tanto sobre Caballo Loco como cualquier hombre de una generación anterior podía saber de César. Así que se sintió obligado a hacer el trabajo siguiendo la manera sagrada. Tras haber empezado así, no pudo encontrar el momento adecuado para pasar al modo carnicero puro y duro.

—Cuanto más tiempo pasaba, cuanto más me sumergía en ello, menos quería que se lo quedara el cliente —continuó Richard—. Él lo quería con todas sus fuerzas. Yo estaba allí cubierto de sangre, espantando abejorros, y él bajaba del campamento y venía a mirar, ya sabes. Me lo imaginé contemplándolo en el suelo de su despacho o su salón. Era un bróker de Nueva York. Diría que él mismo lo había matado mientras el gallina de su guía se subía a un árbol. Nos pusimos a discutir. Una estupidez por mi parte, porque ya estaba metido hasta las trancas en la ilegalidad de todo aquello. Amenazó con denunciarme, con conseguir que me despidieran, si no le daba el trofeo. Así que le dije que a la mierda y me marché con él. Le dejé las llaves de la furgoneta para que pudiera volver a casa.

Silencio.

—Ni siquiera lo quería tanto —insistió Richard—. Pero no podía dejar que se lo llevara a casa y contara mentiras al respecto.

—¿Te despidieron?

—Sí. Me causó problemas también. Me quitaron la licencia.

—¿Qué hiciste después de perder el trabajo?

«Dediqué mis recién halladas habilidades a transportar marihuana por la frontera.»

—Esto y lo otro.

—Mmm. Bueno, espero que mereciera la pena.

«Oh, Cristo, sí.»

Llegaron a la granja. El camino de acceso estaba lleno de todoterrenos, así que Richard, dejando claro que había crecido en esa propiedad, aparcó el Grand Marquis en la hierba muerta del patio lateral.

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