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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

Post Mortem (44 page)

BOOK: Post Mortem
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—¿Por mí? —pregunté, extrañada.

—Me dijo que una noche fue a visitarla a su casa y vio acercarse un extraño automóvil que, de pronto, apagó los faros y se alejó a toda prisa. Temió que alguien la estuviera vigilando y que este alguien pudiera ser el asesino...

—¡Era Abby! —exclamé sin pensar—. Fue a verme a mi casa para hacerme unas preguntas, vio el automóvil de Bill y se asustó...

Marino pareció sorprenderse momentáneamente, pero después se encogió de hombros.

—Lo que sea. Pero, aun así, nos llamó la atención, ¿verdad?

No dije nada. Estaba a punto de echarme a llorar.

—Fue suficiente para que yo me preocupara. El caso es que llevaba algún tiempo vigilando su casa. La vigilaba mucho de noche. Entonces va y se publica el reportaje sobre el ADN y yo pensé, a lo mejor este tío está acechando a la doctora y ahora se pondrá como una furia. El reportaje no le empujará hacía el ordenador sino directamente hacia ella.

—Y tuvo usted razón —dije, carraspeando.

Marino no hubiera tenido que matarle, pero nadie lo sabría excepto nosotros dos. Yo jamás lo diría y no lo lamentaba. Yo misma lo hubiera hecho. A lo mejor, estaba molesta en mi fuero interno porque sabía que, de haberlo intentado, hubiera fallado. El revólver del 38 no estaba cargado. Clic. No hubiera pasado de aquí. Creo que estaba molesta porque sabía que yo no me hubiera podido salvar por mí misma y no quería deberle la vida a Marino, motivo por el cual la cólera me subía por la garganta como si fuera bilis.

De pronto, entró Wingo.

Con las manos metidas en los bolsillos, pareció dudar al ver la mirada despectiva de Marino.

—Mmm... doctora Scarpetta, ya sé que no es un buen momento. Quiero decir que aún está trastornada...

—¡No estoy trastornada!

Wingo me miró con asombro y palideció.

—Perdone, Wingo —dije bajando la voz—. Sí, estoy trastornada y enfurecida. No soy yo. ¿Qué me quería decir?

Se introdujo la mano en un bolsillo de los pantalones de seda verde azulada y sacó una bolsa de plástico. Dentro había una colilla de cigarrillo de la marca Benson & Hedges 100.

La colocó con sumo cuidado sobre el papel secante de mi escritorio mientras yo le miraba, esperando una explicación.

—Bueno, ¿recuerda que yo le pregunté si el comisionado era un enemigo del tabaco y todo eso?

Asentí con la cabeza.

Marino se estaba poniendo nervioso y miraba a su alrededor con cara de asco.

—Verá, mi amigo Patrick trabaja como contable en la acera de enfrente, en el mismo edificio donde trabaja Amburgey.

A veces, Patrick y yo tomamos su coche y nos vamos a almorzar juntos. Su plaza de aparcamiento se encuentra situada dos hileras detrás de la de Amburgey. Le hemos visto otras veces.

—¿Le han visto otras veces? —pregunté, desconcertada—. ¿Han visto a Amburgey otras veces? ¿Haciendo qué?

Wingo se inclinó hacia adelante y dijo en tono confidencial:

—Le hemos visto fumando, doctora Scarpetta. Lo juro —añadió, enderezando de nuevo la espalda—. A última hora de la mañana y después de la pausa del almuerzo, Patrick y yo solemos sentarnos a charlar un rato o a escuchar música en su automóvil. Hemos visto a Amburgey subir a su New Yorker negro y encender un pitillo. No usa cenicero porque no quiere que nadie lo sepa. Mira constantemente a su alrededor. Después, arroja la colilla por la ventanilla, mira un poco más y regresa al edificio, refrescándose la boca con un aerosol contra el mal aliento...

Wingo me miró perplejo.

Yo reía tanto que casi lloraba. Debía de ser una cosa histérica, pero no podía parar. Aporreé con el puño mi escritorio y me enjugué los ojos. Estoy segura de que me oyeron desde todos los despachos del pasillo.

Wingo también se echó a reír nerviosamente sin poder detenerse.

Por su parte, Marino nos miraba como si fuéramos un par de imbéciles. Al final, no tuvo más remedio que reprimir una sonrisa y, apagando la colilla de su cigarrillo, estalló en una carcajada.

—El caso es... —añadió Wingo, respirando hondo—, el caso es, doctora Scarpetta, que un día esperé y, en cuanto se alejó de su automóvil, me acerqué corriendo y recogí la colilla. Después la llevé directamente a serología y le pedí a Betty que la analizara.

—¿Cómo? —dije, emitiendo un jadeo—. ¿Que le llevó la colilla a Betty? ¿Eso es lo que le entregó el otro día? ¿Por qué? ¿Para qué le analizara la saliva? ¿Por qué razón?

—El grupo sanguíneo. Es AB, doctora Scarpetta.

—Dios mío.

Inmediatamente comprendí la relación. El grupo encontrado en el ERP erróneamente etiquetado que Wingo había descubierto en el frigorífico donde se guardaban las pruebas era AB.

El grupo AB es extremadamente insólito. Sólo un cuatro por ciento de la población tiene el grupo AB.

—Sospechaba de él —añadió Wingo—. Sé lo mucho que... mmm... la odia. Siempre me ha dolido que la tratara tan mal. Entonces le pregunté a Fred...

—¿El guarda de seguridad?

—Sí. Le pregunté si había visto entrar en el depósito de cadáveres a alguien que no fuera de allí. Me dijo que había visto a este tipo un lunes por la tarde. Fred iba a comenzar su turno y se fue al lavabo. Al salir del lavabo, se cruzó con este tipo blanco. Me dijo que el blanco sostenía una cosa en las manos, una especie de paquete de papel. Después, Fred se fue a lo suyo.

—¿Amburgey? ¿Seguro que era Amburgey?

—Fred no lo sabía. Dice que, para él, todos los blancos son iguales. Pero aquel tipo le llamó la atención porque lucía un anillo de plata precioso con una enorme piedra azul. Era un tipo canijo y algo calvo.

—A lo mejor —apuntó Marino—, Amburgey entró en el lavabo e impregnó unas torundas...

—Son orales —le recordé—. Me refiero a las células de los portaobjetos. Y no había corpúsculos de Barr. Cromosoma Y, en otras palabras..., varón.

—Me encanta oírle decir palabrotas —dijo Marino, mirándome con una sonrisa—. O sea que se pasó las torundas por el interior de las mejillas... confío en que no fueran las de abajo sino las de arriba... las que tiene encima del maldito cuello. Untó los portaobjetos de un ERP, les pegó una etiqueta.

—Una etiqueta que sacó de la ficha de Lori Petersen —dije yo, interrumpiéndole casi sin poderlo creer.

—Y después lo introdujo todo en el frigorífico para hacerle creer a usted que había cometido un fallo. A ver si habrá sido él el que se introdujo en la base de datos del ordenador. Sería el colmo —dijo Marino muerto de risa—. ¿No le encantaría? ¡Le vamos a sorprender con las manos en la masa!

Alguien se había vuelto a introducir en el ordenador durante el fin de semana, creíamos que el viernes, después del horario laboral. Wesley vio los comandos reflejados en la pantalla el sábado por la mañana cuando se presentó para conocer los resultados de la autopsia de McCorkle. Alguien había intentado recuperar el caso de Henna Yarborough, pero, como es lógico, la llamada no se había podido localizar. Estábamos esperando a que Wesley recibiera el informe de la compañía telefónica.

Yo pensaba que, a lo mejor, McCorkle había intentado introducirse en el ordenador en algún momento de la noche del viernes, poco antes de ir a mi casa.

—Si el comisionado ha estado manipulando el ordenador —les recordé a mis interlocutores—, no corre ningún peligro. Tiene derecho por el cargo que ocupa a conocer todos los datos de mi oficina y cualquier otra cosa que se le antoje examinar. Jamás podremos demostrar que alteró los datos.

Todos los ojos se posaron en la colilla de la bolsa de plástico.

Manipulación de pruebas, falsedad. Ni siquiera el gobernador del estado podía tomarse tales libertades. Un delito es un delito, pero yo dudaba que lo pudiéramos demostrar.

Me levanté y colgué mi bata de laboratorio detrás de la puerta, me puse la chaqueta del traje y recogí una abultada cartera de documentos que había dejado en el asiento de una silla. Me esperaban en los juzgados en cuestión de veinte minutos para declarar en un nuevo caso de homicidio.

Wingo y Marino me acompañaron hasta el ascensor. Les dejé en el pasillo y entré.

Mientras se cerraban las puertas le lancé un beso a cada uno.

Tres días más tarde, Lucy y yo nos encontrábamos sentadas en la parte de atrás de un Ford Tempo camino del aeropuerto. Ella regresaba a Miami y yo la acompañaba por dos poderosas razones.

Quería comprobar la situación de su madre y el ilustrador con quien ésta se había casado, y necesitaba desesperadamente unas vacaciones.

Tenía el propósito de llevar a Lucy a la playa, a los cayos, a los Everglades, a la Selva de los Monos y al Acuario. Veríamos a los indios seminolas luchando contra los caimanes. Veríamos la puesta de sol en cabo Vizcaíno e iríamos a ver los flamencos rosa de Hialeah. Alquilaríamos la película
El motín del Bounty
y después visitaríamos el célebre barco en Bayside y nos imaginaríamos a Marlon Brando en la cubierta. Iríamos de compras al Coconut Grove y nos pondríamos las botas comiendo mero, cuberas coloradas y tarta de lima. Haríamos todo lo que yo hubiera querido hacer cuando tenía la edad de Lucy.

Hablaríamos también del sobresalto que ella acababa de experimentar. Milagrosamente, se había pasado la noche durmiendo hasta que Marino disparó. Pero Lucy sabía que su tía había estado a punto de morir asesinada.

Sabía que el asesino había entrado por la ventana de mi despacho, la cual estaba cerrada, pero no asegurada porque ella misma había olvidado correr el pestillo tras haberla abierto unos días antes.

McCorkle había cortado los hilos del sistema de alarma eléctrica instalado en la parte exterior de la casa. Saltó por la ventana de la planta baja, pasó a escasa distancia de la habitación de Lucy y subió sigilosamente por la escalera. ¿Cómo sabía él que mi dormitorio estaba en el piso de arriba?

No creo que pudiera saberlo a menos que previamente hubiera vigilado mi casa.

Lucy y yo teníamos muchas cosas de qué hablar. Quería llevarla a un buen psicólogo infantil. Quizás a ambas nos convenía ir al psicólogo.

Nuestra conductora era Abby. Se había empeñado amablemente en acompañarnos al aeropuerto.

Se acercó a la entrada de nuestras líneas aéreas, se volvió en su asiento y esbozó una sonrisa nostálgica.

—Ojalá pudiera acompañaros.

—Puedes hacerlo si quieres —contesté con toda sinceridad—. Lo digo en serio. Nos encantaría, Abby. Yo estaré allí unas tres semanas. Ya tienes el teléfono de mi madre. Si puedes escaparte, toma un avión y nos iremos las tres juntas a la playa.

Un tono de alerta sonó en su escáner. Ella se volvió para bajar el volumen y ajustar el pitido.

Comprendí que no tendría noticias suyas ni al día siguiente ni al otro ni al otro.

En cuanto despegara nuestro avión, Abby ya andaría persiguiendo de nuevo ambulancias y vehículos de la policía. Era su vida. Necesitaba escribir reportajes como otras personas necesitaban el aire para respirar.

Yo estaba en deuda con ella.

Gracias a lo que ella había organizado entre bastidores, habíamos descubierto que el intruso del ordenador era Amburgey y habíamos podido establecer que la llamada procedía de su teléfono particular. Era aficionado a la informática y en su casa tenía un ordenador personal con un modem.

Creo que la primera vez lo hizo porque quería controlar mi trabajo, como de costumbre. Debió de examinar los casos de estrangulamiento al observar un detalle en el caso de Brenda Steppe que no coincidía con los datos que Abby había publicado en el periódico. Pensó que la filtración podía proceder de mi despacho y, en su afán de que lo pareciera, alteró los archivos.

Después conectó deliberadamente con el eco e intentó recuperar el caso de Lori Petersen. Quería que viéramos los comandos reflejados en la pantalla el lunes siguiente, pocas horas antes de que me convocara a su despacho en presencia de Tanner y Bill.

De una cosa pasó a otra. El odio le cegó la razón y, cuando vio las etiquetas informatizadas en la ficha del caso de Lori, no pudo contenerse. Yo había reflexionado mucho acerca de aquel encuentro en mi sala de reuniones, en cuyo transcurso los hombres se pasaron un rato examinando las fichas. Al principio, pensé que la etiqueta del ERP había sido robada cuando varias fichas resbalaron de las rodillas de Bill y cayeron al suelo. Pero después recordé que Bill y Tanner lo habían vuelto a ordenar todo según los números correspondientes a cada caso. La ficha de Lori no figuraba entre ellos porque Amburgey la estaba examinando en aquel momento. Aprovechó la momentánea confusión y arrancó rápidamente la etiqueta del ERP. Más tarde abandonó la sala de informática en compañía de Tanner, pero se entretuvo en el depósito de cadáveres para ir al lavabo. Y fue entonces cuando dejó los portaobjetos en el frigorífico.

Ése fue su primer error. El segundo fue subestimar a Abby, la cual se puso pálida de rabia al enterarse de que alguien estaba utilizando sus reportajes para destruir mi carrera. Sospecho que eso a ella le daba igual. Lo que no soportaba era que la utilizaran. Era una defensora de la verdad, de la justicia y del estilo de vida americano. Estaba preparada para atacar, pero le faltaba un objetivo.

Tras la publicación del reportaje, se fue a ver a Amburgey. Ya sospechaba algo, me dijo, porque había sido él quien le había facilitado astutamente acceso a la información sobre el ERP con las etiquetas equivocadas. En su escritorio tenía el informe de serología y unos apuntes personales acerca del «error en la serie de pruebas» y «la discrepancia entre aquellos resultados y los de las pruebas anteriores». Estando Abby sentada junto a su famoso escritorio chino, se retiró un momento y la dejó sola en el despacho... el tiempo suficiente como para que ella viera lo que había sobre el papel secante.

Sus propósitos estaban muy claros y los sentimientos que yo le inspiraba no constituían un secreto para nadie. Abby no tenía un pelo de tonta. Entonces decidió convertirse en agresora. El viernes por la mañana acudió nuevamente a verle y le planteó el asunto de la intrusión en el ordenador.

Amburgey se mostró evasivo y fingió horrorizarse ante la posibilidad de que ella pudiera publicar semejante cosa, pero, en realidad, se estaba relamiendo de gusto y ya saboreaba de antemano mi ignominia.

Abby le tendió una trampa, diciéndole que no tenía suficiente material para llevar a buen fin su proyecto.

—La intrusión sólo se produjo una vez —le dijo—. Si volviera a ocurrir, doctor Amburgey, no tendría más remedio que publicarlo junto con otros detalles que he averiguado, pues la opinión pública tiene derecho a saber que hay un problema en el departamento de Medicina Legal.

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