Cuando su visión se adaptó, Gennaro pudo ver que estaban en una especie de enorme estructura subterránea, pero artificial: había junturas de hormigón y se veían las protuberancias de unas varillas de acero. Y, dentro de ese vasto recinto en el que retumbaban los sonidos, había treinta velocirraptores. Quizá más.
—Es una colonia —susurró Grant—. Cuatro o seis adultos. El resto, jóvenes y recién nacidos. Por lo menos, dos nacimientos recientes; uno, el año pasado y el otro, este año: esos bebés parecen tener unos cuatro meses de edad. Es probable que hayan salido del huevo en abril.
Uno de los bebés, curioso, estaba retozando en el reborde y se acercó a ellos, chillando. Ahora estaba a menos de tres metros.
—¡Oh, Jesús! —musitó Gennaro.
Pero de inmediato, uno de los adultos se adelantó, levantó la cabeza y, con delicadeza, empujó al bebé con suaves golpes de hocico para que volviera. La cría gorjeó una protesta; después, dio un salto para encaramarse en el hocico del adulto. El adulto se movió con lentitud, para permitir que la cría le trepara a la cabeza, le bajara por el cuello y se le subiera al lomo. Desde ese sitio protegido, la cría se dio vuelta y les gorjeó ruidosamente a los tres intrusos. Los adultos todavía parecían no haber caído en la cuenta de la presencia de los seres humanos.
—No lo entiendo —susurró Gennaro—. ¿Por qué no nos atacan?
Grant sacudió la cabeza en gesto de negación:
—No nos deben de ver. Y no hay huevos por el momento… Eso hace que estén más tranquilos.
—¿Tranquilos? —dijo Gennaro—. ¿Cuánto tiempo nos tenemos que quedar aquí?
—El suficiente para hacer el recuento —dijo Grant.
Según vio Grant, había tres nidos, cuidados por tres conjuntos de padres. La división del territorio se centraba, aproximadamente, en torno a los nidos, aunque las proles parecían superponerse y correr en diferentes territorios. Los adultos eran bondadosos con las crías muy jóvenes y más rudos con las de mayor edad, en ocasiones daban mordiscos a los animales mayores, cuando el juego de éstos se hacía demasiado violento.
En ese momento, un raptor muy joven llegó hasta Ellie y se frotó la cabeza contra la rodilla de la joven. Ellie miró hacia abajo y vio el collar de cuero con la caja negra. Estaba mojada en un punto. Y había excoriado la piel del cuello del animal, que gemía.
En el gran recinto de abajo, uno de los adultos se volvió, curioso, hacia el lugar del que provenía el sonido.
—¿Crees que se lo podré quitar? —preguntó Ellie.
—Pero hazlo deprisa.
—Muuuy bien —dijo Ellie, poniéndose en cuclillas al lado del pequeño velocirraptor, que gimió de nuevo.
Los adultos resoplaron; sus cabezas subieron y bajaron como boyas en el agua.
Ellie palmeó al pequeño, tratando de calmarlo, para acallar sus gemidos. Movió las manos hacia el collar de cuero y volvió a levantar la lengüeta de la hebilla, que sonó como si se rasgara. Con movimiento espasmódico, los adultos levantaron la cabeza.
Después, uno de ellos empezó a caminar hacia Ellie.
—Oh, mierda —dijo Gennaro entre dientes.
—No se mueva —indicó Grant—. Mantenga la calma.
El adulto pasó junto a ellos; los largos dedos curvos de las patas sonaban con un clic al posarse en el hormigón. El animal se detuvo frente a Ellie, que se mantenía acuclillada junto a la cría, detrás de una caja de acero. La cría estaba al descubierto, y la mano de Ellie todavía estaba sobre el collar. El adulto alzó la cabeza y olfateó el aire; su enorme cabeza estaba muy cerca de la mano de la botánica, pero no podía verla debido a la caja de empalmes. A modo de ensayo, una lengua asomó con rapidez.
Grant llevó la mano hasta una granada de gas, la sacó del cinturón y mantuvo el pulgar en la argolla del seguro. Gennaro le puso una mano para contenerlo, negó con la cabeza y señaló con la cabeza en dirección a Ellie.
La joven no llevaba su máscara.
Grant bajó la granada y buscó a tientas la picana. El animal todavía estaba muy cerca de Ellie y entonces, en forma repentina, el adulto retrocedió un paso o dos.
Ellie aflojó y sacó la tira de cuero. El metal de la hebilla tintineó al caer sobre el hormigón. El adulto movió la cabeza imperceptiblemente y, después, la levantó hacia un lado, curioso. Otra vez avanzaba para investigar, cuando la pequeña cría chilló con alegría y salió a la carrera. El adulto permaneció al lado de Ellie. Después, dio la vuelta por fin y regresó al centro del nido.
Gennaro lanzó el aire que había retenido:
—Jesús. ¿Podemos marcharnos?
—No —repuso Grant—. Pero creo que podemos hacer parte del trabajo ahora.
Al fulgor verde fosforescente de las lentes para visión nocturna, Grant escudriñó el recinto desde el reborde, en busca del primer nido: estaba hecho con barro y paja, en forma de una canasta amplia y poco profunda. Grant contó los restos de catorce huevos.
Por supuesto que no podía contar las cáscaras reales desde esa distancia y, de todos modos, hacía mucho se habían roto y estaban esparcidas por el suelo, pero pudo contar las depresiones que había en el barro: aparentemente, los velocirraptores hacían el nido poco antes de que se pusieran los huevos, que dejaban una huella permanente en el barro. Grant también vio pruebas de que uno, por lo menos, se había roto. Reconoció la existencia de trece animales.
El segundo nido estaba roto por la mitad. Pero Grant estimó que había contenido nueve cáscaras de huevo. El tercero tenía quince huevos, pero parecía que tres se habían roto temprano.
—¿Cuál es el total? —preguntó Gennaro.
—Treinta y cuatro nacidos —dijo Grant.
—¿Y cuántos ve?
Grant movió la cabeza en gesto de negación: los animales corrían por todo el cavernoso espacio interior, entrando en la luz y saliendo de ella con mucha rapidez.
—He estado observando —dijo Ellie, iluminando con la linterna su libreta de anotaciones—. Habría que tomar fotos para estar seguros, pero todas las marcas que hay en el hocico de los recién nacidos son diferentes: mi cómputo es de treinta y tres.
—¿Y ejemplares jóvenes, pero de más edad?
—Veintidós. Pero, Alan… ¿no notas algo extraño en ellos?
—¿Como qué?
—El modo en que se disponen. Quiero decir, su ordenamiento en el espacio: se sitúan en el recinto según una especie de pauta.
Grant frunció el entrecejo.
—Está bastante oscuro… —observó.
—No, mira. Mira tú mismo. Observa a los pequeñitos cuando no están jugando: cuando están jugando brincan y corren para cualquier parte. Pero, entre juegos, cuando están quietos, observa cómo orientan el cuerpo. O bien miran hacia esa pared, o hacia la de enfrente. Es como si se pusieran en fila.
—No lo sé, Ellie. ¿Piensas que hay una metaestructura colonial? ¿Como con las abejas?
—No, no exactamente. Es más sutil que eso. Simplemente es una tendencia.
—¿Y los bebés la siguen?
—Todos la siguen. Los adultos también. Obsérvalos. Te lo digo: se alinean.
Grant frunció el entrecejo. Daba la impresión de que Ellie tenía razón: los animales se dedicaban a toda clase de conductas, pero, durante los períodos de pausa, parecían orientarse de maneras particulares, casi como si hubiera líneas invisibles en el suelo.
—No me lo explico —manifestó—. Quizás haya una brisa…
—Si la hay, no la siento, Alan.
—¿Qué están haciendo? ¿Es algún tipo de organización social, expresada en forma de estructura espacial?
—Eso no tiene sentido, porque lo hacen todos.
Gennaro levantó su reloj:
—Sabía que esta cosa resultaría útil algún día. —Debajo de la esfera del reloj había una brújula.
—¿Eso tiene mucha aplicación en el tribunal?
—No. —Gennaro sacudió la cabeza—. Mi esposa me lo dio para que no me perdiera.
—¿Es una broma?
—Nunca se lo pregunté. —Fijó la vista en la brújula—: Bueno —aclaró—, no están alineados según algo… Supongo que están en posición nordeste-sudoeste, algo así. No hay una orientación en especial.
—Quizás estén oyendo algo, volviendo la cabeza para poder oír… —aventuró Ellie—. O quizá no es más que una conducta ritual —prosiguió Ellie—, una conducta identificatoria de la especie, que les sirve para identificarse entre sí. Pero quizá no tenga un significado más amplio. O quizá sean extraños. Quizá los dinosaurios sean extraños. O quizá sea una especie de comunicación.
Grant estaba pensando lo mismo: las abejas se podían comunicar en forma espacial, ejecutando una especie de danza. A lo mejor, los dinosaurios podían hacer lo mismo.
Gennaro los observaba, y preguntó:
—¿Por qué no salen al exterior?
—Son de hábitos nocturnos.
—Sí, pero es como si se escondiesen.
Grant se encogió de hombros. Al instante siguiente, los ejemplares recién nacidos empezaron a chillar y a saltar, excitados. Los adultos los observaron con curiosidad durante unos instantes. Y después, con un ulular y un griterío que retumbaron en el oscuro recinto cavernoso, todos los dinosaurios se volvieron y corrieron, dirigiéndose por el túnel de hormigón hacia la oscuridad que aguardaba más allá.
John Hammond se sentó pesadamente en la tierra mojada de la ladera y trató de recuperar el aliento. «Dios bendito, hace calor», pensó. Calor y humedad. Se sentía como si estuviera respirando a través de una esponja.
Miró hacia abajo, hacia el lecho del arroyo, ahora doce metros por debajo de donde había llegado: parecía que hubieran pasado horas desde que dejó el arroyuelo y empezó a subir la colina. El tobillo estaba ya tumefacto y de color púrpura oscuro; no podía cargarle nada de peso encima. Se veía forzado a subir la colina saltando sobre la otra pierna, que le dolía por el esfuerzo.
Y estaba sediento. Antes de dejar el arroyuelo detrás de sí, había bebido de él, aun cuando sabía que eso era una necedad: ahora se sentía mareado y, a veces, el mundo le daba vueltas. Tenía problemas de equilibrio. Pero sabía que tenía que subir la colina y regresar al sendero de arriba. Creyó haber oído varias veces pisadas en el sendero, durante las horas pasadas, y en cada ocasión había gritado pidiendo auxilio. Pero, por alguna causa, su voz no había llegado suficientemente lejos y no le habían rescatado. Y por eso, a medida que caía la tarde, se empezó a dar cuenta de que tendría que trepar la colina, con la pierna lesionada o no. Y eso era lo que estaba haciendo ahora.
Esos malditos chicos.
Hammond sacudió la cabeza, tratando de aclararla. Llevaba subiendo más de una hora y sólo había logrado recorrer un tercio de la distancia colina arriba. Y estaba cansado, jadeando como un perro viejo. La pierna le latía. Estaba mareado. Por supuesto, sabía perfectamente bien que no corría peligro, estaba casi a la vista de su cabaña, por el amor de Dios, pero tenía que admitir que estaba cansado: sentado en la ladera de la colina descubrió que, realmente, ya no quería seguir moviéndose.
«¿Y por qué no habría de estar cansado?», pensó: tenía setenta y seis años. Ésa no era edad para andar subiendo colinas. Aunque estaba en óptimo estado para un hombre de su edad. Personalmente, esperaba vivir hasta los cien. Tan sólo era cuestión de cuidarse, de atender a las cosas a medida que se iban presentando. Ciertamente, tenía abundantes razones para vivir. Otros parques que construir. Otras maravillas que crear…
Oyó un grito; después, un gorjeo: grito de pájaro pequeño que andaba saltando por la maleza. Había estado oyendo animales pequeños toda la tarde. Vivían toda clase de animalitos por ahí: ratas, zarigüeyas, víboras.
El grito creció en intensidad, y pedacitos de tierra rodaron por la ladera, más arriba de donde él estaba: algo se movía hacia allí. Después vio un animal color verde oscuro bajando la colina a saltitos, que avanzaba hacia él, y otro más, y otro más.
«Compis», pensó, y sintió escalofríos.
Carroñeros.
Los compis no tenían aspecto peligroso: eran casi tan grandes como pollos y se desplazaban subiendo y bajando la cabeza con cortos movimientos espasmódicos y nerviosos, como los pollos. Pero Hammond sabía que eran peligrosos: su mordedura tenía un veneno de acción lenta, que usaban para matar animales incapaces de moverse.
«Animales incapaces de moverse», pensó, frunciendo el entrecejo.
El primero de los compis se puso en cuclillas en la ladera, mirándole con fijeza. Se ubicó a cerca de metro y medio de distancia, más allá de su alcance, y se limitó a observarle. Otros bajaron poco después y se colocaron en hilera. Observando. Brincaban en su lugar, gorjeaban y agitaban sus manitas armadas con garras.
—¡Shuuu! ¡Fuera! —exclamó, y tiró una piedra.
Los compis retrocedieron, pero nada más que unas decenas de centímetros. No tenían miedo. Parecían saber que no podía herirles.
Furioso, Hammond arrancó la rama de un árbol y la blandió contra ellos. Los compis esquivaron la rama, mordisquearon las hojas, gorjearon con alegría: parecían creer que el hombre estaba practicando algún juego.
Hammond volvió a pensar en el veneno: recordaba que uno de los cuidadores de animales había sido mordido por un compi en una jaula. El hombre dijo que el veneno era como un narcótico; apaciguante, soporífero. Sin dolor.
La víctima simplemente deseaba irse a dormir.
«¡Al demonio con eso!», pensó. Tomó una piedra, apuntó con cuidado y la arrojó, acertándole a un compi en pleno pecho. El animalito lanzó un grito de alarma cuando fue proyectado hacia atrás, y rodó sobre la cola. Los demás animales retrocedieron de inmediato.
Mejor.
Hammond se volvió y empezó a subir la colina una vez más. Con ramas en ambas manos, subió saltando sobre la pierna izquierda, sintiendo el dolor en el muslo. No había recorrido más de tres metros cuando uno de los compis se le subió de un salto a la espalda. Hammond agitó los brazos en todas direcciones, derribando al animal, pero perdió el equilibrio y resbaló nuevamente por la ladera. Cuando se detuvo en su caída, un segundo compi se lanzó hacia él de un salto y le asestó un diminuto mordisco en la mano. Hammond miró, aterrorizado al ver la sangre fluyendo entre los dedos. Se volvió y empezó a trepar a gatas la ladera, una vez más.
Otro compi le saltó sobre el hombro, y Hammond sintió un breve dolor cuando el animal le mordió la parte de atrás del cuello. Hammond gritó y se quitó de encima al animal de un golpe. Dio la vuelta para hacer frente a los animales, respirando con dificultad. Los compis le rodeaban por completo, saltando y alzando la cabeza, observándole. Desde el sitio de la mordedura en el cuello, sintió un calor que fluía a través de los hombros, recorriéndole la médula espinal hacia abajo.