Harding negó con la cabeza.
—¿Qué dijo? ¿Algo del paraíso?
—No le he entendido —dijo Harding.
Hammond recorrió la habitación un rato más. Abrió más las ventanas, tratando de hacer que entrara aire fresco. Por fin, cuando ya no lo pudo soportar, dijo:
—¿Hay algún problema en que me vaya fuera?
—No lo creo, no —repuso Harding—. Creo que este sector está bien.
—Bueno, mire, voy a salir un poco.
—Muy bien —dijo Harding, y ajustó el flujo del antibiótico intravenoso.
—Volveré pronto.
—Muy bien.
Hammond salió, emergiendo a la luz del día, preguntándose por qué se había molestado en justificarse ante Harding: después de todo, ese hombre era su empleado; él no tenía necesidad de explicarse.
Pasó por los portones de la cerca, recorriendo el parque con la mirada. Era el final de la tarde, la hora en que la bruma flotante disminuía y a veces aparecía el sol. Había salido ahora, y Hammond lo tomó como un buen augurio: dijeran lo que dijeran, sabía que su parque tenía futuro. E incluso si ese tonto impetuoso de Gennaro decidiera quemarlo hasta los cimientos, eso no alteraría mucho las cosas.
Hammond sabía que en dos bóvedas separadas, en la casa matriz de «InGen», en Palo Alto, había grandes cantidades de embriones congelados de esos dinosaurios. No sería problema hacer que se desarrollasen otra vez, en otra isla de cualquier parte del mundo. Y si había habido problemas aquí, entonces la vez siguiente los resolverían. Así era como funcionaba el mundo. Así era como se producía el progreso: resolviendo problemas.
Mientras pensaba en ello, llegó a la conclusión de que Wu realmente no había sido el hombre indicado para el trabajo: era evidente que había sido descuidado, demasiado indiferente con su gran empresa. Y había estado demasiado absorto en la idea de introducir mejoras; en vez de fabricar dinosaurios, había querido mejorarlos. Hammond tenía la oscura sospecha de que ése era el motivo de la ruina del parque.
Wu era el motivo.
Asimismo, tuvo que admitir que John Arnold estaba mal preparado para el trabajo de jefe de ingenieros. Arnold tenía un historial impresionante, pero llegado a ese punto de su carrera estaba cansado, y era una persona que interfería, al ser un hombre constantemente preocupado. No había sabido organizar las cosas y las había perdido de vista. Cosas importantes.
A decir verdad, ni Wu ni Arnold habían tenido la característica más importante, decidió Hammond: la característica de la visión. Ese gran acto arrebatador de imaginación que evocaba un parque maravilloso y niños apretados contra las cercas, maravillándose ante los extraordinarios seres, seres de historieta que habían cobrado vida. Verdadera visión. La capacidad de ver lo futuro. La capacidad de manejar los recursos para hacer que esa visión de futuro se convirtiera en realidad.
No, ni Wu ni Arnold estaban capacitados para esa tarea.
Y, si era por eso, Ed Regis había sido una mala elección también. Harding, en el mejor de los casos, había sido una elección indiferente. Muldoon era un borracho…
Hammond sacudió la cabeza para aventar esas ideas: lo haría mejor la próxima vez.
Perdido en sus pensamientos, se dirigió hacia su cabaña, recorriendo el caminito que se dirigía hacia el norte desde el centro de visitantes. Pasó junto a uno de los trabajadores, que le saludó fríamente con una inclinación de cabeza. Hammond no devolvió el saludo: hallaba que los trabajadores costarricenses eran uniformemente insolentes. A fuerza de sincero, la elección de esa isla mar afuera de Costa Rica tampoco había sido prudente. No cometería otra vez errores tan obvios…
Cuando llegó, el rugido del dinosaurio pareció aterradoramente próximo. Hammond giró sobre sí mismo tan deprisa que cayó en el sendero y, cuando miró hacia atrás, creyó ver la sombra del T-rex joven, desplazándose entre el follaje junto al sendero de lajas, acercándosele.
¿Qué estaba haciendo ahí el T-rex? ¿Por qué estaba fuera de las cercas?
Hammond sintió un relámpago de ira. Entonces vio a los trabajadores costarricenses huyendo para salvar la vida y aprovechó la oportunidad para ponerse en pie y correr ciegamente hacia el bosque que estaba en el lado opuesto del sendero. Estaba envuelto por la oscuridad; tropezó y cayó, la cara se le estrelló contra hojas húmedas y tierra mojada, y, vacilante, volvió a ponerse de pie, corrió hacia delante, cayó otra vez y, después, corrió una vez más. Ahora bajaba por una empinada colina, y no pudo mantener el equilibrio. Se desplomó, sin poder evitarlo, rodando y girando sobre sí mismo en el suelo blando, antes de detenerse finalmente al pie de la colina. Cayó de cara sobre tibia agua poco profunda, que gorgoteaba alrededor y le subió por la nariz.
Estaba caído boca abajo en un arroyuelo.
¡Se había dejado dominar por el pánico! ¡Qué tonto! ¡Debió haber ido a su cabaña! Se maldijo a sí mismo. Cuando se ponía en pie sintió un dolor agudo en el tobillo derecho, que le hizo que las lágrimas brotasen de sus ojos. Lo palpó con cuidado: podía estar roto. Se forzó a apoyar todo su peso sobre el tobillo, apretando los dientes hasta hacerlos rechinar.
Sí.
Casi seguro que estaba roto.
En la sala de control, Lex le confió a Tim:
—Ojalá nos hubieran llevado con ellos al nido.
—Es demasiado peligroso para nosotros, Lex. Tenemos que quedamos aquí. Aquí, escucha este. —Apretó otro botón y el rugido grabado de un tiranosaurio resonó a través de los altavoces del parque.
—Ese es bonito —aprobó Lex—. Es mejor que el otro.
—Tú también lo puedes hacer. Y si aprietas esto, haces que haya resonancia.
—Déjame probar —dijo Lex. Apretó el botón: el tiranosaurio rugió otra vez.
—¿Podemos hacer que dure más? —preguntó.
—Por supuesto. Simplemente, le damos vuelta a esta cosa…
Tendido al pie de la colina, Hammond oyó rugir al tiranosaurio, bramando a través de la jungla.
Jesús.
Se estremeció al oír el sonido. Era aterrador, un alarido que venía de otro mundo. Esperó para ver qué ocurría. ¿Qué haría el tiranosaurio? ¿Ya habría atrapado al trabajador? Esperó, oyendo sólo el zumbido de las cicadáceas silvestres, hasta que se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, y dejó escapar un prolongado suspiro.
Con un tobillo lesionado no podía trepar la colina: tendría que esperar en el fondo de la barranca. Una vez que el tiranosaurio se hubiera ido, gritaría pidiendo ayuda. Mientras tanto, no estaba en peligro.
Fue entonces cuando oyó una voz amplificada que decía:
—Vamos, Timmy, yo también lo voy a intentar. Vamos. Déjame hacer el ruido.
—¡Los chicos!
El tiranosaurio rugió otra vez, pero ahora tenía nítidos armónicos musicales, y una especie de eco, que perduraba después de haber terminado el rugido en sí.
—Qué bonito —dijo la niñita—. Hazlo otra vez.
¡Esos malditos chicos!
Nunca debió haber traído a esos niños. No habían sido más que un problema desde el principio. Nadie los quería cerca. Los había traído porque creyó que eso detendría a Gennaro en su intención de destruir el centro de recreo, pero Gennaro lo iba a hacer de todos modos. Y resultaba evidente que los chicos se habían metido en la sala de control y estaban jugando con los equipos… Ahora bien, ¿quién había permitido eso?
Sintió que el corazón le empezaba a galopar y experimentó una inquietante insuficiencia respiratoria. Se forzó a reposar. No pasaba nada malo: aunque no podía subir por la colina, no podía estar a más de noventa metros de su propia cabaña y del centro de visitantes. Se sentó en la tierra mojada prestando atención a los sonidos provenientes de la jungla que le rodeaba. Y después, al cabo de un rato, empezó a gritar pidiendo ayuda.
La voz de Malcolm no era más que un susurro:
—Todo… parece diferente… al otro lado —suspiró.
Harding se inclinó para acercársele:
—¿Al otro lado? —Pensó que Malcolm estaba hablando de morir.
—Cuando… sustituciones… —prosiguió Malcolm.
—¿Sustituciones?
Malcolm no contestó. Sus secos labios se movieron:
—Paradigma —dijo, por fin.
—¿Sustituciones de paradigma? —preguntó Harding. Sabía algo de las sustituciones de paradigma. Durante los últimos veinte años habían sido la forma que estaba de moda para hablar de los cambios científicos. «Paradigma» no era más que otro término para designar un modelo, pero, de la manera en que los científicos la utilizaban, la palabra quería decir más que eso: una visión del mundo; una manera más vasta de ver el mundo. Se decía que las sustituciones de paradigma tenían lugar cada vez que la ciencia producía un cambio de importancia en su visión del mundo. Tales cambios eran muy poco frecuentes y ocurrían alrededor de una vez por siglo: la evolución darwiniana había forzado una sustitución de paradigma; la mecánica cuántica había forzado una sustitución más pequeña.
—No —dijo Malcolm—. No… paradigma… más allá…
—¿Más allá del paradigma? —dijo Harding.
—No me preocupa… que… nunca más…
Harding suspiró: a pesar de todos sus esfuerzos, Malcolm estaba cayendo rápidamente en un delirio terminal. Su fiebre era más alta y casi se había agotado la existencia de los antibióticos que necesitaba.
—¿Qué es lo que no le preocupa?
—Nada. Porque… todo se ve diferente… al otro lado.
Y sonrió.
—Usted está loca —le dijo Gennaro a Ellie Sattler, al observar cómo se metía hacia atrás, comprimiéndose contra las paredes de aquel agujero de conejera, extendiendo los brazos hacia delante—. ¡Ha de estar loca para hacer eso!
La joven sonrió:
—Probablemente —contestó.
Tendió hacia delante las manos, que tenía muy abiertas, y se impulsó hacia atrás apoyándose en los lados del agujero. Y, de repente, desapareció.
El agujero estaba abierto en un bostezo negro.
Gennaro empezó a sudar. Se volvió hacia Muldoon, que estaba de pie al lado del jeep:
—No voy a hacerlo —anunció.
—Sí lo hará.
—No puedo hacerlo. No puedo.
—Le están esperando —declaró Muldoon—. Tiene que hacerlo.
—Sólo Cristo sabe lo que hay allá abajo. Se lo digo: no puedo hacerlo.
—Tiene que poder.
Gennaro se volvió, miró el agujero, miró hacia atrás.
—No puedo. Usted no me puede obligar.
—Supongo que no —aceptó Muldoon. Sostenía en alto la picana de acero inoxidable—. ¿Ha sentido alguna vez el efecto de una picana?
—No.
—No hace gran cosa; casi nunca es fatal. Por lo general, produce inconsciencia. Quizás haga que se aflojen los intestinos. Pero, por lo común, no produce efectos permanentes. No en los dinos, por lo menos. Ahora, en cuanto a personas, que son mucho más pequeñas…
Gennaro miró la picana.
—Usted no lo haría.
—Creo que es mejor que baje y cuente esos animales —sugirió Muldoon—. Y es mejor que se dé prisa.
Gennaro miró el agujero que estaba a sus espaldas a la abertura negra, una boca en la tierra. Después miró a Muldoon, que estaba ahí en pie, grande e implacable.
Gennaro estaba sudando y la cabeza le daba vueltas. Empezó a caminar hacia el agujero: desde cierta distancia parecía pequeño, pero a medida que uno se acercaba parecía hacerse más grande.
—Eso es —dijo Muldoon.
Gennaro se metió de espaldas en el agujero, pero empezó a sentirse demasiado atemorizado para seguir de esa manera. La idea de entrar de espaldas en lo desconocido le llenaba de pavor, así que, en el último momento, se volvió y entró en el agujero metiendo primero la cabeza, extendiendo los brazos hacia delante e impulsándose con los pies porque, por lo menos, vería dónde iba. Se colocó la máscara antigás.
Y, de repente, se precipitó hacia delante, deslizándose hacia la negrura, viendo las paredes de tierra desaparecer en la oscuridad que tenía delante y, después, las paredes se hicieron más estrechas, mucho más estrechas, aterradoramente estrechas, y se perdió en el dolor de una compresión asfixiante que cada vez se hacía peor, que le aplastaba los pulmones extrayéndole el aire, y sólo fue nebulosamente consciente de que el túnel se ladeaba levemente hacia arriba, a lo largo, trasladando su cuerpo, dejándolo jadeante y viendo puntos ante los ojos, y el dolor se hizo extremo.
Entonces, de manera repentina, el túnel volvió a inclinarse hacia abajo y se hizo más amplio, y Gennaro sintió superficies ásperas, hormigón, y aire frío. Su cuerpo estaba súbitamente libre, y rebotando, desplomándose sobre hormigón.
Y cayó.
Voces en la oscuridad. Dedos que le tocaban, tendiéndose hacia delante desde las voces susurrantes. El aire era frío, como el de una caverna.
—¿… está bien?
—Parece estar bien, sí.
—Está respirando…
—Muy bien…
Una mano femenina acariciándole la cara: era Ellie.
—¿Puede oír? —dijo ella.
—¿Por qué todos están susurrando? —preguntó Gennaro.
—Porque… —Ellie señaló con el dedo.
Gennaro se volvió, rodó sobre sí mismo, se puso de pie con lentitud. Fijó la mirada, a medida que su vista se acostumbraba a la oscuridad. Pero lo primero que vio, brillando, fueron ojos. Ojos verdes refulgentes.
Muchísimos ojos. Todos a su alrededor.
Estaba en un reborde de hormigón, una especie de terraplén, unos dos metros por encima del suelo. Grandes cajas de empalme, de acero, brindaban un escondrijo improvisado que les protegía de la vista de los dos velocirraptores totalmente desarrollados que estaban erguidos directamente delante de ellos, a una distancia que no llegaba a los tres metros. Los animales eran color verde oscuro, con bandas parduscas como de tigre. Estaban erguidos sobre las patas traseras, equilibrándose sobre las rígidas colas extendidas; totalmente silenciosos, mirando en derredor con sus grandes ojos, vigilando. A los pies de los adultos, crías recién nacidas de velocirraptor jugueteaban dando saltitos y gorjeando. Más atrás, ejemplares jóvenes brincaban y jugaban, emitiendo refunfuños y gruñidos cortos.
Gennaro no se atrevía a respirar.
—¡Dos raptores!
Agachado en el reborde, estaba sólo a treinta o sesenta centímetros por encima de las cabezas de los animales. Los velocirraptores estaban inquietos, sus cabezas se movían nerviosamente hacia arriba y hacia abajo. De vez en cuando resoplaban con impaciencia. Después se alejaron, volviendo hacia el grupo principal.