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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

Paciente cero (16 page)

—Me parece que sus chicos ya deberían haber asaltado esa planta. —Durante un momento vi un cambio en su mirada—. Si el DCM tiene un equipo de combate, ya debería haberse desplegado. Sigue evitando mis preguntas sobre lo que le ocurrió al resto de su equipo, comandante.

—Murieron, señor Ledger. —Fue la voz de Church y que me aspen si le oí acercarse. Poca gente se me puede acercar a hurtadillas. Me giré rápidamente y vi a Church en la puerta con el rostro muy serio. Entró en la sala y se apoyó en la pared junto a la ventana.

—¿Cómo murieron?

Courtland miró a Church, pero él me miraba a mí. Entonces dijo:

—Javad.

—Yo maté a Javad.

—Dos veces, sí. Pero la primera vez que se encontró con él todavía estaba técnicamente vivo. Infectado, claro; muriendo, seguro… pero vivo. Estaba siendo transportado a un hospital para un análisis post mórtem.

—Sí, ¿y?

—Despertó de camino a la morgue.

—Dios…

—El mordisco de un caminante es cien por cien infeccioso… —dijo Courtland.

—Eso ya lo han dicho.

—Si una persona recibe un mordisco mortal, poco después de la muerte clínica la enfermedad reactiva el sistema nervioso central y, hasta cierto punto, algunas funciones orgánicas: la víctima se convierte en un nuevo portador. Si una persona recibe incluso un leve mordisco, la infección lo matará en unas setenta horas, lo cual nos da como mucho tres días para localizar a cualquier víctima y contenerla.

—No estoy seguro de que me guste cómo utiliza la palabra «contener» —dije.

—No le gustará a nadie si llegamos a ese punto —dijo Church.

—Las víctimas mordidas comienzan a perder rápidamente las funciones cognitivas —continuó Courtland— e incluso antes de la muerte clínica se vuelven disociativos, ilusorios e incontrolablemente agresivos. Tanto en la fase previa a la muerte como en la fase de postreanimación, los portadores tienen una compulsión caníbal.

—Esta es toda la información que obtuvimos después del incidente —dijo Church.

—¿Qué demonios ocurrió? —les pregunté mirando a ambos.

El rostro de Church era tan frío como el hielo.

—Al principio no sabíamos lo que era Javad. ¿Cómo íbamos a saberlo? El proceso de aprendizaje fue muy… extraño para nosotros.

—¿Qué significa eso?

—¿Ha leído algo sobre el incendio en el hospital de St. Michael que tuvo lugar la noche del asalto del destacamento especial?

No quería oír aquello. Grace miró hacia otro lado, pero Church me observó con unos ojos terriblemente intensos.

—Javad se despertó hambriento, señor Ledger. Solo dos agentes del DCM acompañaban al cuerpo a la morgue. Perdimos contacto con ellos poco después de su llegada. La comandante Courtland y yo nos encontrábamos en el hospital, pero estábamos haciendo una entrevista en otra ala. Cuando dieron la alerta llamamos a todos los equipos disponibles, pero cuando llegaron a la escena, la infección ya se había extendido por toda el ala del hospital. El equipo Alfa de la comandante Courtland se encargó de establecer el perímetro y los equipos Charlie entraron al hospital para intentar contener la situación.

—Pensamos que había habido un intento por parte de otros terroristas de recuperar los cuerpos de sus camaradas caídos —dijo Courtland—. Pero solo estaba Javad. Cuando los equipos consiguieron entrar, la infección estaba completamente fuera de control. Javad había llegado hasta el vestíbulo y estaba atacando a la gente que había en la sala de espera. El señor Church pudo reducirlo y, antes de que lo pregunte, no, en ese momento no sabíamos lo que era Javad. Sospechábamos que era un terrorista, aunque pensábamos que estaba muerto. Nuestros agentes estaban confusos porque los atacantes parecían ser pacientes, médicos, enfermeras. Nuestros hombres… dudaron. Se vieron abrumados.

—¿Cuántos hombres perdieron?

—A todos, señor Ledger —dijo Church—. Dos equipos: veintidós hombres y mujeres. Además de los dos agentes que estaban en la ambulancia. Algunos de los mejores operativos tácticos de campo del mundo destrozados por ancianas, niños, civiles… y finalmente por ellos mismos.

—¿Qué… qué hicieron ustedes?

—Ya lo leyó en los periódicos. Había que contener la situación.

Me puse de pie de un salto.

—¡Por el amor de Dios! ¿Me está diciendo que quemaron intencionadamente todo el puto hospital? ¿Qué clase de hijo de puta enfermo es usted?

Sin girarse, dijo:

—Antes, cuando le dije que si esta plaga se propagaba no habría manera de detenerla, no estaba exagerando. Todo el mundo moriría, señor Ledger. Todo el mundo. Estamos hablando de un verdadero apocalipsis. Contando a Javad, nuestro paciente cero, hemos perdido a un total de ciento ochenta y ocho civiles y veinticuatro operativos del DCM. Doscientas diez muertes como resultado de un solo portador. Han muerto amigos míos. Gente a la que conocía y en la que confiaba… y todo esto con una sola fuente que estaba, más o menos, contenida. Tuvimos suerte de que el ataque se produjese dentro de un edificio que tenía cristales reforzados y puertas de seguridad que pudimos cerrar. Y, hasta cierto punto, estábamos en alerta, aunque no para algo como esto. Si el cuerpo no hubiese sido custodiado hasta el hospital por agentes de seguridad… bueno, dudo mucho que estuviésemos teniendo esta conversación ahora mismo. Lo mismo ocurriría si la célula terrorista hubiese continuado con su plan. Imagínese que hubiesen liberado a Javad en Times Square el día de fin de año o en la zona de South Central de Los Ángeles un sábado por la tarde, o en la reinauguración de la Campana de la Libertad en Filadelfia el próximo fin de semana. Nunca habríamos podido contenerlo. Nunca. Ahora estamos razonablemente seguros de que existen más células y probablemente en cada una haya uno o más caminantes. Sabemos dónde hay una y la tenemos bajo estrecha vigilancia. Tenemos que hacer todo lo posible para localizar y destruir a estos otros portadores. Si no lo hacemos, le habremos fallado a toda la humanidad. Quizá ya sea tarde. —Se giró hacia mí y su rostro reflejaba una intensa tristeza—. Para detener esta cosa… le prendería fuego al propio cielo.

Yo me quedé allí de pie, aturdido y mareado.

—¿Por qué demonios me ha metido en toda esta mierda?

—Le he traído aquí porque tiene cualidades que necesito. Es un investigador con experiencia y con conocimientos en política. Sabe hablar varios idiomas útiles. Tiene grandes conocimientos en artes marciales. Es duro y despiadado cuando es necesario. Ha demostrado que no duda en momentos de crisis. La duda fue la culpable de que nuestros equipos muriesen. Está aquí porque puedo utilizarle. Quiero que lidere mi nuevo equipo porque están masacrando a los agentes que tengo ahora mismo, ¡y necesito que todo eso termine de una maldita vez!

—Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué no me dijo todo esto el otro día cuando hice la prueba para usted?

—Las cosas han empeorado —dijo Courtland—. El otro día pensábamos que lo teníamos controlado, que realmente les llevábamos ventaja. Nos equivocábamos. Programamos el MindReader para buscar en todas las bases de datos disponibles cualquier cosa que pudiese tener relación con esto. Una de las cosas que programamos era buscar casos de ataques con mordiscos.

—¡Oh, mierda…!

Church dijo:

—Hasta ahora ha habido tres casos. Todos aislados, todos en Oriente Próximo. Dos en lugares muy remotos de Afganistán y uno en el norte de Irak.

—Cuando dice «aislados»… —dije.

—Y los tres fueron idénticos: pequeños pueblos en zonas remotas con barreras naturales, montañas en dos casos, y un río y un acantilado en el otro. Los pueblos quedaron devastados. Murieron todos: hombres, mujeres y niños. Todo el mundo mostraba signos de mordiscos humanos.

—¿Y qué? ¿Todos los aldeanos son ahora caminantes?

—No —dijo Courtland—. Les dispararon repetidas veces en la cabeza. No se encontraron más cuerpos.

—¿Qué le dice eso? —preguntó Church.

—¡Dios santo! —dije respirando—. El aislamiento y la posterior limpieza… Suena como si alguien se hubiese llevado a los caminantes a hacer pruebas de campo.

—El ataque más reciente tuvo lugar hace cinco días —dijo Courtland.

—De acuerdo —dije en voz baja—. De acuerdo.

—Esta vez dejaron una tarjeta de visita —dijo Church—, un vídeo de la masacre y un mensaje de un hombre encapuchado. Estamos pasándola por el programa de reconocimiento de voz, pero supongo que será El Mujahid o uno de sus tenientes.

—El ataque tuvo lugar en una pequeña aldea de montaña llamada Bitar, al norte de Afganistán —dijo Courtland con voz tranquila—. Las autoridades militares recibieron un soplo, pero llegaron horas después de que hubiese terminado. Encontraron una cinta que les habían dejado sobre uno de los cuerpos de los muertos. Barrier la interceptó y, afortunadamente, consiguieron que no se difundiese. Tuvimos suerte de que no lo publicase en YouTube.

—Si está dentro —dijo Church—, quiero que dirija el equipo Eco lo antes posible en una infiltración silenciosa en la planta de procesado de cangrejo de Crisfield. Eso los pondrá a usted y a los miembros de su equipo en un gran peligro. No pido disculpas por ello… Le traje aquí porque necesito un arma, un arma pensante. Algo que pueda soltar contra el tipo de gente que utilizaría algo como Javad contra el pueblo estadounidense. —Hizo una pequeña pausa—. La única gente que se ha enfrentado a un caminante y ha sobrevivido está en esta sala. Así que permítame que le pregunte, señor Ledger —dijo en voz baja—, ¿está dentro o no?

Me apetecía matarlo. Y a Courtland también. Podía sentir que mis labios se iban recogiendo y se me pasaba la constricción de la garganta. Con un siseo en la voz, le dije:

—Estoy dentro.

Church cerró los ojos y suspiró. Permaneció de pie durante un momento con la cabeza inclinada hacia delante. Cuando abrió los ojos parecía diez años más joven, pero mucho, mucho más peligroso.

—Entonces pongámonos a trabajar.

32

Hospital de sangre del Ejército británico en Camp Bastion / Provincia de Helmand, Afganistán / Cinco días antes

De todas las fuerzas británicas que había en Irak, la sexta brigada aérea de asalto era la que había sufrido más bajas. Había mucho movimiento en sus tropas y regularmente llegaban batallones nuevos para sustituir a las unidades que habían sufrido pérdidas o que habían estado demasiados días bajo el implacable sol iraquí, que cada día ardía a unos cuarenta y ocho grados. Los soldados heridos, tanto británicos y estadounidenses como una mezcla de otras tropas aliadas, llegaban con desalentadora regularidad. El proceso de selección había adquirido la forma de una cadena de montaje: recuperar a los soldados, estabilizar las heridas más graves, comprobar sus identidades y luego transportar por avión los peores casos a los barcos hospital que había en el Golfo. Aquellos que tenían heridas menos graves eran llevados en helicóptero o en autobuses médicos blindados a bases militares de todo el país, donde permanecían hasta ver si podrían volver a sus unidades. Gran Bretaña había reducido su presencia en Irak desde 2007 y, a nivel político, era mucho más útil mantener en el país las mismas fuerzas experimentadas que enviar otras nuevas.

Finalmente, los casos graves volvían a casa, al Centro Real para Medicina de Defensa del hospital Selly Oak, de Birmingham. Muchos de ellos, demasiados, finalmente acabarían bajo los cuidados de la asociación británica de veteranos de guerra tullidos, quienes intentarían (y a veces lo lograban) conseguirles prestaciones de invalidez y servirles de guía a través del proceso de rehabilitación mientras luchaban para encontrar una nueva versión de sus vidas civiles.

La capitana Gwyneth Dunne vivía con estos hechos día tras día. Dirigir el hospital de sangre del Ejército británico en Camp Bastion era como trabajar en un departamento de Urgencias muy concurrido en una vía de circunvalación del infierno, o a menos así se lo había descrito a su marido, que estaba destinado en el Primer Regimiento Real de Anglia, en Tikrit. Era enfermera oficial especializada en pediatría, pero los genios de la División habían decidido que esto la cualificaba para clasificar soldados heridos en batalla. Era una chapuza continua.

Estaba en su despacho en un barracón Quonset, tenía dos ventiladores de techo que lo único que hacían era revolver el aire caliente y rancio, y estaba leyendo una lista de tres soldados heridos en la emboscada cerca de Nayaf. Teniente Nigel Griffith, veintitrés años; sargento Gareth Henderson, treinta, y cabo Ian Potts, veinte. No conocía a ninguno de ellos; y probablemente nunca llegaría a conocerlos.

Se abrió la puerta y entró el doctor Roger Colson, el cirujano superior.

—¿Y cómo va el balance de la carnicería, Rog? —preguntó Dunne haciéndole señas para que se sentase.

Él se sentó y soltó un suspiro, se frotó los ojos y la miró con cara de sueño.

—Nada prometedor. El oficial, Griffith, tiene una herida en el pecho que va a necesitar más atención quirúrgica de la que le podemos dar aquí. La buena noticia es que hay un cirujano sueco especializado en ese campo en el HMS Hecla. Lo estoy preparando para que lo lleven en avión.

—¿Tiene alguna posibilidad?

El doctor Colson levantó una mano y la movió hacia delante y hacia atrás.

—Tiene metralla en la caja torácica. Intentamos volver a inflar el pulmón izquierdo, pero tiene algunos fragmentos cerca del corazón. Hará falta una mano muy diestra para que consiga salir adelante.

—¿Y los demás?

Colson se encogió de hombros.

—Ambos deberían ir con Griffith. El cabo Potts probablemente pierda la pierna izquierda por debajo de la rodilla. Quizá también la mano. Aquí no tenemos microcirujano y tampoco lo tienen en el barco hospital, así que, aunque conserve la mano, perderá la mayor parte de sus funciones, pobre cabrón. —Volvió a frotarse los ojos, que estaban rojos y tenían ojeras de pasarse demasiadas horas mirando heridas que no podía tratar por no tener el personal ni los materiales adecuados—. El mejor del lote es el sargento Henderson. Laceración facial grave. Estará desfigurado, pero ha salvado los ojos, así que eso es lo que hay.

—No conozco a Henderson. Es un tío nuevo, transferido del regimiento de Suffolk.

—Mmm… —dijo Colson sin prestar demasiada atención a esa parte—. Debería haberse quedado en Suffolk criando ovejas.

—¿Quieres que se lo lleven? —preguntó Dunne.

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