Read ...O llevarás luto por mi Online
Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins
Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía
Después, en medio de otra delirante ovación, se alejó una vez más del toro, y la res quedó mirando estúpidamente la figura que se alejaba, como si su elemental cerebro tratase de indagar a qué se debía el fracaso de sus acometidas.
Paco Ruiz estaba entusiasmado. «Lo ha hecho —pensó—. Ha triunfado». Porque sabía que, una vez terminada la corrida, se abriría de par en par la puerta grande de la plaza y el torero saldría de Las Ventas a hombros de los espontáneos. Lo que acababa de hacer bajo la lluvia, con un toro reparado de la vista e insuficientemente castigado, era más de lo que cualquier público hubiese podido esperar. Había ya llegado «la hora de la verdad». Paco se volvió buscando al mozo de estoques de El Cordobés para que le entregara la espada. Pero en el mismo momento, oyó un nuevo y entusiasta vocerío de la multitud. Se volvió a mirar al ruedo y contempló, por asombro, que el maestro, impertérrito, volvía hacia el toro. Incapaz de dominarse, salió del burladero como impulsado por un resorte.
—¡No, no, Manolo! —gritó—. ¡Ya basta!
El Cordobés se volvió al oír la desesperada advertencia. Y con autoritario ademán, obligó al peón a «taparse». Paco obedeció, de mala gana, mientras oía otra voz que le gritaba a El Cordobés desde el extremo opuesto de la plaza. Era su compañero Pepín Garrido, que se hacía eco de la frenética súplica de Paco.
Pero el joven diestro no escuchaba sus advertencias, ni las de nadie. Sólo obedecía a una voz, una voz que brotaba de lo más hondo de su alma enardecida. Con rápido ademán, apartó los mechones de la frente. Agitando la muleta, citó de nuevo a
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, exponiendo otra vez su cuerpo al ojo cegato y al pitón izquierdo del toro.
A cada pase que daba a
Impulsivo
, El Cordobés creaba un nuevo riesgo: el de romper la sutil ecuación, el ponderado equilibrio de fuerzas de la lidia. Si el espada da pocos pases, el bicho no se aviene a embarcarse en el engaño, por lo que puede impedir que el torero «se vacíe» con objeto de evitar la cogida. En tal caso, hay muchas probabilidades de que el toro dé una cornada al torero. Por el contrario, si el torero da demasiados pases a la res, ésta empieza a resabiarse, comienza a distinguir entre el hombre y la muleta. Ahora, por ejemplo, la cabeza de
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empezaba ya a vencerse peligrosamente a la derecha y a la izquierda, en busca de «hacer carne».
Seguía lloviendo. La muleta de El Cordobés, empapada, pesaba aún más y sus rojos pliegues se hallaban salpicados de barro. El centro del redondel parecía como picado de viruela con las huellas de las pezuñas de
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, como si toda una punta de toros hubiese pasado por allí. El torero tenía mojados los pies, y la humedad empapaba sus medias de color rosa hasta más arriba de los tobillos. Sus pasos sobre la resbaladiza arena tenían que ser firmes y muy seguros para no exponerse a caer.
Paco Ruiz soltaba un taco cada vez que Manolo obligaba a pasar al animal. Cada pase parecía más ceñido que el anterior, aunque Paco creyese que esto era imposible. El banderillero sentía un nudo en la garganta al ver pasar el pitón del toro tan cerca del cuerpo del maestro, hasta que Manolo, con su asombrosa destreza, alejaba al bicho después de captar con un muletazo la mirada de su ojo derecho. Tan ceñidos eran los pases, que Paco habría jurado que Manolo debía de sentir ya el roce inquietante del pitón sobre su cuerpo.
Pero Manolo no sentía nada de esto. Solo, en los medios, podía oír los suplicantes gritos de sus peones pidiéndole que no continuara. Pero era como si no los oyese. No podía detenerse. Cada explosión de «¡Olés!» le impulsaba inconteniblemente a continuar el trasteo, a dar otro muletazo a un bicho ya «pasado de faena».
La plaza de Las Ventas seguía siendo un ensordecedor coliseo. Sin embargo, entre la vociferante multitud algunas mentes lúcidas empezaron a sentir inquietud. Desde su privilegiado asiento sobre las «puertas del miedo», Francisco Galindo, el mayoral de don José Benítez Cubero, había observado la lidia con satisfacción y orgullo. El toro número 25,
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, había ostentado dignamente la divisa azul y blanca de su ganadería. A pesar de su visión defectuosa, había seguido el engaño con creciente bravura. Pero esto no podía continuar así. Contemplando el espectáculo que se desarrollaba ante sus ojos, Galindo estimó que El Cordobés «se había excedido con el toro. Le había dado más muletazos de los que el bicho requería».
Empeñado en realizar la imposible tarea de liar un cigarrillo sin apartar los ojos del hombre clavado en los medios, don Juan Espinosa Carmona, capellán de la plaza, pensaba aproximadamente lo mismo. Durante un buen rato, había invocado sin cesar a la Virgen para que protegiese al temerario diestro que, a lo largo de cuatro lustros, había logrado emocionarle como ningún otro torero.
Veinte filas más abajo, inadvertido entre la vocinglera multitud, un hombre se levantó de su asiento del burladero reservado a los médicos. Ajustó un par de muletas a sus axilas y desapareció por un oscuro corredor. Mientras el público enloquecía de entusiasmo, el doctor Máximo de la Torre se encaminaba con ansiedad a la enfermería.
Éstas eran, sin embargo, las únicas personas que se mostraban inquietas en aquel coso arrebatado. Todos los asistentes a la memorable corrida se habían puesto en pie, ovacionando con entusiasmo al espada. Y lo propio hacía media España, conectada a la plaza por la televisión. En cafés, bares y restaurantes reinaba la mayor algarabía. En clubs, colegios, tiendas y hogares, la gente se empujaba y se ponía de puntillas, pugnando por contemplar la pequeña pantalla, mientras preguntaba: «¿Qué hace ahora? ¿Qué hace ahora?»
Para Manuel Benítez, que había soñado ser torero desde una localidad de dos pesetas del Cine Jerez, estos memorables momentos constituían la realización de todos sus deseos, la compensación de todas las palizas que había recibido, el bálsamo de todos sus dolores. En el centro de aquel ruedo ecuménico, era la quintaesencia de alguien. Veinte millones de personas pronunciaban su nombre, mientras él estaba abstraído en su mundo, con un toro cada vez más cerca de su cuerpo.
En aquel instante, El Cordobés gozaba la enajenación de la alegría; volaba sobre una nube, donde «nada del mundo contaba en absoluto», salvo la inenarrable sensación gloriosa que estaba viviendo. De nuevo hizo que el toro girara alrededor del eje de su cuerpo, como si la res tuviera la cabeza prendida a la muleta por una fuerza mágica. Girando sobre la resbaladiza arena, siguió tirando del toro, con ajuste inverosímil, hasta que él mismo se sintió ligeramente mareado de tantas vueltas. Lo había olvidado todo: la prudencia, las advertencias de sus subalternos, la defectuosa visión de la res. Todo, en fin, menos el entusiasmo por cuanto estaba haciendo.
La emocionante faena de El Cordobés había impuesto sepulcral silencio a los hombres reunidos en el salón en penumbra del cortijo Los Ojuelos, a cuatrocientos cincuenta kilómetros de Madrid. No se percibía más ruido que la voz del locutor y la pesada respiración de los que rodeaban al ganadero. Don José Benítez Cubero se inclinó hacia delante, contemplando fijamente la pantalla y clavando las uñas en los brazos de su sillón de cuero negro. Hacía ya rato que su orgullo por el buen juego de la res había quedado colmado. Ahora sólo quería una cosa: que todo acabase bien, que no se produjese una tragedia irreparable. Dos veces, en los últimos minutos, había dicho para sus adentros: «Está loco, está loco». Parecía imposible que su toro pudiere aguantar más pases; y, sin embargo, El Cordobés, ebrio de gloria, seguía obligándole a embestir.
De pronto, Benítez Cubero dio un respingo. Acababa de advertir algo que esperaba, la mutación que presentía que había de producirse. Sólo él, entre los que se hallaban en el salón, lo había percibido. Al final de un muletazo, mientras El Cordobés agitaba la flámula para despedir al toro,
Impulsivo
había apartado con el pitón los pliegues del engaño, descubriendo al torero. «Ahora ya ha aprendido —pensó don José—. Ahora buscará ya al hombre».
Don José se incorporó en su sillón. Su trémula voz llenó la oscura y silenciosa estancia, lanzando una advertencia; un aviso dirigido, no a los hombres callados que le rodeaban, sino al diestro que, a cuatrocientos cincuenta kilómetros de allí, se agigantaba en el centro de la arena de Las Ventas frente a su primer toro:
—¡Mátalo, hombre, mátalo de una vez!
Palma del Río (IV)
S
eis pares de botas negras, resplandecientes como metal bruñido, entrechocaron sus tacones en el cuarto de guardia del blanco edificio de la calle de Pacheco. Con sus guantes blancos en la mano, el tricornio bajo el brazo y el aire severo e importante de un general al frente de sus tropas para un desfile, el sargento Rafael Monleón,
Cara de Tomate
, pasó revista a los hombres de su pequeña guarnición. Ni un botón ni una hebilla escaparon a los ojos vigilantes del sargento. Cuando hubo terminado, bramó una brusca orden. La tropa dio media vuelta y, orgullosa y marcial como la guardia de la ópera
Carmen
, salió del cuartel de la Guardia Civil de Palma del Río.
Los carteles que cubrían las paredes y los faroles de Palma habían sido los heraldos del acontecimiento que obligaba a la Guardia Civil a salir de su severo recinto. Con grandes caracteres negros, prometían, para las cinco de aquella tarde, un espectáculo que Palma del Río no había podido presenciar en treinta años: una corrida de toros de verdad. Como protagonista del histórico acontecimiento, anunciaban los carteles el nombre de un joven que antaño había sido enemigo encarnizado del sargento Monleón y de sus hombres, y objeto predilecto de su ira y su desprecio: Manuel Benítez, el invasor incorregible de los campos de don Félix Moreno.
Por extraño capricho del destino, aquellos hombres formarían una especie de guardia de honor para el delincuente cuya escurridiza figura habían perseguido por casi todos los pastizales de Palma del Río. Dentro de treinta minutos, en la plaza de toros alquilada para él, los relucientes tricornios y los uniformes verdegrís simbolizarían la paz y el orden público en la tumultuosa ceremonia que marcaría el regreso de Manuel Benítez a su pueblo natal, de donde había sido expulsado.
Hacía muchos años que no se producía en Palma del Río un acontecimiento que despertase tanto interés y tantas burlas. Desde sus callejuelas y sus plazas quemadas por el sol, desde sus patios floridos y sus miserables chozas, centenares de palmeños se encaminaban aquella tarde a la plaza levantada a la salida del pueblo. Abriéndose paso entre sus filas, llenando ya la amplia calzada de la avenida del Generalísimo, discurrían los coches de los ricos de Palma. Don Félix Moreno, tocado con un sombrero de fieltro, iba en uno de ellos, como un severo pero paternal monarca rodeado de sus súbditos. Sudoroso y jadeante bajo el ardoroso sol, Cara de Tomate saludó respetuosamente al ganadero al pasar con sus hombres junto al adornado vehículo. Varios pasos detrás de la guardia del sargento, inadvertida y discreta con su negra mantilla, caminaba su esposa. Recordaba perfectamente la cara hambrienta del preso a quien antaño había arrojado las sobras de la mesa de su esposo; hoy iba a la plaza a ver de nuevo aquella cara, marcada ahora —así lo esperaba—, no por la huella del dolor, sino por la sonrisa de los triunfadores.
Luciendo su sotana nueva —que sólo se ponía en las ocasiones más solemnes, como la visita anual al obispo de su diócesis—, don Carlos Sánchez, el párroco, se encaminó también a la plaza. Tres días de profunda reflexión había necesitado para tomar la decisión de unirse a la multitud para ir a ver a aquel muchacho a quien tantas veces había sonado las húmedas narices. Por fin, un pensamiento había tranquilizado su conciencia y determinado su decisión: «En la plaza, no lo permita Dios, podían necesitarse los auxilios de un sacerdote». Adolfo Santaflor, el carpintero que había dado a Manolo los palos para su primera muleta, estaba también allí. Y también estaban el rencoroso mayoral de don Félix, José Sánchez; el dueño del Cine Jerez; don Rafael, el médico sin medicinas de los crueles años de la posguerra; Luis Palo, el jefe de estación que había visto la sangrienta huella de Manolo sobre su itinerario del tren de Sevilla a Córdoba, y Antonio y Miguel, los aguadores. Todos ellos formaban parte del alud de palmeños que se dirigían a la plaza.
Pero, entre aquella muchedumbre que se encaminaba al coso adornado con banderas, nadie se sentía más dichoso que el solitario pasajero de un viejo taxi. Casi diez años habían transcurrido desde el día en que Pedro Charneca se había fijado por primera vez en el joven que había entrado tímidamente en su café y cuyo nombre cubría ahora los muros de Palma del Río. De la portezuela del taxi ocupado por el gordo dueño del café, colgaba una banderola, su tributo a la constancia del chico que se había parado a mirar su venerable colección de retratos de Manolete. «Manolo —se leía en su banderita—, tú serás el torero más grande de España».
El flaco y joven albañil que, en su viejo traje de luces azul, acababa de salir de la casa de su hermana, caminaba calle abajo, dispuesto a justificar aquella temeraria profecía. Rodeado de una horda de chiquillos, como aquella infausta tarde en que Cara de Tomate le había hecho desfilar por las calles de Palma, y acompañado por las sonrisas de ánimo de unos y por las muecas de censura de otros, avanzaba por las calles del pueblo que antaño lo había expulsado de su seno como a un paria. A su lado, incómodo en su primer traje de luces, caminaba su compañero de desdichas y aventuras: Juan Horillo. Y, detrás de ellos, el único banderillero de la improvisada cuadrilla, Antonio Columpio, veterano cincuentón de la fiesta brava que había aceptado intervenir sin más recompensa que la promesa de un buen ágape después de la corrida.