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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (21 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Este peligro era todavía mayor en una tarde lluviosa. La arena mojada aumentaba el riesgo de una caída accidental y también los segundos que tardarían sus subalternos en llegar junto a él. Era un espectacular y calculado llamamiento a los veintiséis mil espectadores de Las Ventas y a los millones que le estaban viendo por televisión, un esfuerzo por ganarse sus simpatías desde el principio de la fiesta.

La reacción fue inmediata. No bien hubo desplegado el capote y afirmado los pies sobre la mojada arena, un murmullo de aprobación brotó de la multitud.

Impulsivo
respondió al señuelo de la capa con la misma asombrosa velocidad con que había arremetido contra Paco Ruiz. Sujetando fuertemente el pico del capote, mordiéndolo previamente, El Cordobés desplegó con naturalidad la capa ante la cara de
Impulsivo
, templando la velocidad de la res.

El diestro cambió rápidamente de posición y, sacudiendo la capa con las muñecas, citó de nuevo al bicho, esta vez por la izquierda.
Impulsivo
arremetió una vez más, pasando esta vez más cerca del torero, de modo que también El Cordobés en esta verónica percibió muy próximo el aliento de la res. En el mismo instante, el torero escuchó el primer «¡Olé!» que bajaba de los graderíos.

Volvió a girar sobre sí mismo, retrocediendo un paso para dejar mayor distancia entre su cuerpo y el del toro, que se revolvía ahora más cerca de él. El bicho levantó la testuz, vaciló un momento y embistió de nuevo. Esta vez, más confiado y aguantando la embestida por la derecha, El Cordobés dejó que los cuernos del bicho pasaran a pocas pulgadas de su pecho. Otro «¡Olé!» más fuerte, más rotundo, brotó de las gradas.

Impulsivo
giró ahora más de prisa y se lanzó sobre la capa. El Cordobés varió la naturaleza de su lance. Al embestir
Impulsivo
, soltó la capa con la mano izquierda y, con un súbito y rápido giro de la derecha, se enroscó la capa al cuerpo, haciendo que sus pliegues girasen en un plano horizontal y recogiéndola de nuevo a su espalda con la zurda. Este rápido movimiento fue acompasado de manera que, en un supremo alarde de valor, hurtó el engaño al campo visual del toro en el momento en que éste pasó. Por un mágico instante, la capa pareció inmovilizarse alrededor de la cintura del torero, desplegada en el aire como los delicados pétalos morados de una enorme flor.

Impulsivo
interrumpió sus furiosas embestidas, jadeando como si le faltara el aliento, burlado por la súbita desaparición del objeto de su furia. En lo alto, un toque de clarín señaló la entrada de los picadores en el ruedo.

>El Cordobés dobló su capa sobre el brazo y se alejó despacio de su enemigo. Mientras lo hacía, un cálido y aprobador aplauso llegó hasta él desde los graderíos de cemento de Las Ventas. Segura ya de que el discutido diestro tendría una tarde memorable, la multitud olvidó por un instante la lluvia, el barro y la larga y desesperante espera. Con los desgreñados cabellos caídos sobre las cejas, y con el traje de luces color tabaco y oro manchado ya de fango y de sudor, El Cordobés correspondió al aplauso con la amplia y fácil sonrisa de un niño feliz.

Esta sonrisa duró únicamente el tiempo en que tardó el diestro en llegar hasta las tablas y desapareció en el instante en que el torero se ocultaba detrás del burladero. En aquellos breves minutos, mientras pasaba el toro junto a su cuerpo, había descubierto algo que ignoraban los entusiasmados espectadores. Había descubierto un defecto en la constitución aparentemente perfecta del toro
Impulsivo
. Y era el mismo defecto que había sido causa de la muerte del mejor torero que jamás había tenido España.

—¡Dios mío! —jadeó al oído de su banderillero Paco Ruiz—. No ve absolutamente nada con el ojo izquierdo.

Capítulo 4

Palma del Río (II)

E
l ruido de las últimas pisadas de los fugitivos defensores de Palma del Río se extinguió a lo lejos en la noche. El pueblo, desnudo ahora ante sus atacantes, se envolvió en un lúgubre silencio, como la flor que cierra sus pétalos al primer soplo frío del atardecer. Nada se movía. El laberinto de empedradas callejas de Palma estaba desierto. Las casas que se levantaban al borde de las calles parecían apretujarse entre sí, frágiles y temerosas, empañado el brillo de su blancura por la luz azulada y gris de la luna. Sus celosías estaban cerradas y atrancadas. Sólo de tarde en tarde sonaba algún ruido detrás de las cerradas ventanas, rompiendo el silencio de la noche de agosto. Eran los gemidos de alguna mujer española que desahogaba sus penas con sonidos tan roncos como el cante jondo andaluz. Abandonada de este modo a su destino, como tantos otros pueblos y villas de España en aquel mes de agosto de 1936, Palma esperaba la llegada de sus nuevos gobernantes.

Claro que les recibiría una Palma muy reducida. De sus diez mil habitantes, apenas si quedaban cuatro mil aquella noche. Los demás habían tomado la decisión que Angelita se había negado a adoptar.

Una hilera de sombras se había deslizado en la sofocante noche, cruzando el puente romano sobre el Guadalquivir, en dirección a Sierra Morena y a sus pueblos dominados por los republicanos. Cada cual llevaba un puñado de objetos personales envueltos en una camisa vieja o metidos en un saco de arpillera. Niños llorosos caminaban agarrados a las faldas de sus madres. Había mujeres que llevaban a sus pequeños colgados a la espalda como mochilas. Un grupo de ancianos marchaba con la columna, cojeando y guardando un digno y estoico silencio. Unos cuantos privilegiados viajaban en carritos tirados por asnos y que crujían bajo el peso de una carga recogida a toda prisa.

De pronto, el toque insistente de un claxon sonó detrás de la silenciosa columna; la velocidad del coche obligó a los fugitivos a saltar a las cunetas de la orilla del camino. Los que habían llegado ya al puente se apretaron contra las barandas de piedra para dejar pasar el negro vehículo. Al perderse su oscura silueta en la noche, un hosco murmullo brotó de los evacuados que estaban en el puente. Era el Packard de Pepe Martínez. En su interior, conduciendo tranquila y cómodamente, se hallaba el joven que lo había requisado treinta y nueve días antes. También Juan de España huía del pueblo cuyos destinos había regido durante breve tiempo.

Mientras veía alejarse el coche, Ana Horillo, vecina de la familia Benítez en la calle Ancha, pensó que «ni sus héroes quieren ahora a Palma». Había costado muy poco persuadir a Ana Horillo de que había de incorporarse al cortejo de los fugitivos. El resumen diario del boletín de noticias de Radio Madrid que le transmitía el carbonero, le había dejado pocas dudas sobre la suerte que esperaba a la familia de un obrero anarquista en un pueblo ocupado por los nacionales.

Justo antes de las once, su marido Juan había entrado corriendo, y con el fusil en la mano, en la casa a oscuras. «Nos vamos, Ana —le había dicho—. Tú y los niños tenéis que venir también».

Poco después, Juan, al igual que José Benítez, había cogido su chaqueta de cuero y echado a correr en dirección a una voz que le llamaba desde la calle.

Ella había vestido a sus tres hijos; el mayor era una niña de diez años, y el menor un chiquillo que tenía unos meses más que Manuel, el pequeño de sus vecinos los Benítez. Ahora le pareció a Ana Horillo que «todo Palma se marchaba corriendo».

«Caminamos toda la noche —refirió más tarde— siguiendo la orilla del Guadalquivir. Los lados de la carretera estaban llenos de gente que se habían dejado caer allí, incapaz de seguir adelante. Yo llevaba en brazos a mi pequeño Juan. Los otros chicos, Anita y José, caminaban a mi lado, agarrados a mis faldas para no perderse en la oscuridad. Cuando no pude seguir llevando a Juan, lo di a Anita y ésta lo cogió en brazos. Pero a veces el cansancio les impedía seguirme. Se soltaban de mi falda y yo tenía que retroceder a lo largo de la columna, tratando de encontrarles en la oscuridad».

Al amanecer, sus fuerzas de ruda campesina le fallaron y tuvo que separarse de la columna de evacuados para descansar a orillas del Guadalquivir.

«Nos dejamos caer al pie de un eucalipto. Cerca de nosotros, había unos soldados fugitivos que se bañaban en el río. De pronto, oímos el ruido de un motor en el cielo, y alguien gritó: “¡Cuerpo a tierra! ¡Aviones!” Después oímos el estruendo de las bombas que estallaban al otro lado del río. Cuando terminó el bombardeo, busqué un pedazo de pan que había cogido en casa, y comimos. Juan, el pequeñín, lloraba porque tenía un hambre atroz. Me desabroché el vestido y le di el pecho. Estaba seco. Ya no tenía leche. ¿Qué podía hacer?

»Después, cuando nos disponíamos a reemprender la marcha, Anita lanzó un grito. Mi marido estaba en el río con los soldados, afeitándose. Corrimos hacia él. Se había quitado la camisa y enjabonado la cara. Nos arrojamos llorando en sus brazos.

»“Juan, Juan —sollocé—, no te vayas. Quédate con nosotros.” Los niños se abrazaban a sus piernas, tiraban de su cinturón y lloraban. Él me estrechó durante largo rato. “No puedo, Ana”, me dijo.

»Se lavó la cara y se puso la camisa. Cogió el fusil y volvió a abrazarnos. Después fue a reunirse con los soldados. Les observamos mientras se alejaban por la orilla del río. Nunca volví a verle.

»También nosotros teníamos que reanudar la mar cha. Cogí a los niños, volví donde estaban los otros y echamos a andar de nuevo carretera adelante, siguiendo el río y alejándonos cada vez más de Palma».

El viaje de Ana Horillo no había hecho más que empezar. Durante tres semanas, seguiría carretera adelante, llevando a su hijo menor en brazos y a los otros dos agarrados a su falda, viviendo de limosna o de lo que podía robar en el camino. Seiscientos kilómetros tendría que recorrer en su cruel odisea hasta llegar a las afueras de la ciudad de Murcia, a pocos kilómetros del mar Mediterráneo. Allí, débil y rendida, Ana Horillo se dejaría caer sobre un montón de hierba al borde de la carretera y pariría su cuarto hijo, la criatura que había llevado en su hinchado vientre durante el largo y horrible viaje.

Pero, mientras el patético grupito se alejaba de Palma del Río, se había producido un gran ruido a su espalda. En realidad, no era más que el lejano bramido de un trueno, pero, al llegar a la infeliz columna de fugitivos, un rumor corrió por sus filas. Decían que los nacionales habían entrado en Palma y estaban volando el pueblo.

Las primeras tropas nacionales avanzaban cautelosamente por la desierta ciudad, siguiendo la calle Ancha y deslizándose como arañas junto a las enjalbegadas paredes que se erguían sobre el empedrado. Sospechando del silencio y de la nula resistencia, se encaminaron despacio al vacío Ayuntamiento, cuyas paredes lucían todavía los
slogans
del breve reinado revolucionario de Juan de España. Una vez allí, comprendieron que Palma del Río había sido abandonada por sus defensores y estallaron en ruidosos vítores.

Un puñado de pálidos y macilentos palmeños saludó su llegada: eran los vecinos del pueblo, de ideología derechista, que habían escapado a la venganza proletaria de Juan de España, escondiéndose durante semanas en sótanos y armarios. El resto de la población se ocultó tras sus ventanas cerradas, agazapada en sus oscuras y silenciosas madrigueras, esperando el castigo que les tendrían reservado los liberadores de Palma. Su espera no sería larga.

Un automóvil negro y sucio entró en la ciudad tras las columnas de civiles armados que empezaban a ocupar las calles de Palma. Su principal pasajero estaba hundido en el asiento posterior del vehículo; el hombre tenía los ojos enrojecidos por la fatiga y la irritación. Quizás estaba urdiendo la respuesta a la pregunta que atemorizaba a numerosos palmeños.

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