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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (6 page)

El Semanal, 16 Diciembre 2001

«Ding, dong. Señores clientes …»

Pues no sé si es cosa temporal, a causa de la Navidad de los cojones, o norma fija de la casa; pero lo del otro día en el Talgo Cádiz - Madrid estuvo a punto de hacer que me abalanzara sobre el freno de emergencia, tirase de él y dijera oigan, paren esto, pardiez, que necesito bajarme a echar la pota. El caso es que, fiel a mi táctica de supervivencia psíquica de evitar los aeropuertos españoles siempre que pueda - hasta la barba me ha encanecido volando con Iberia-, el arriba firmante iba tranquilamente sentado en su tren y sin meterse con nadie, leyendo Isla África, que es una novela sobre reporteros de mi colega y amigo Ramón Lobo, cuando de pronto suena la megafonía, ding, dong, o como se diga eso que suena en los trenes y en los aviones antes de contarte algo, y una voz femenina espeta: «Seeeñores clieeentes, eeestamos Ileeegando a Jeeerez». No puede ser, me digo. Clientes. Acabo de subir al tren y esto es un viaje de los de toda la vida; y si me hubiera equivocado y en vez de subirme en el Talgo hubiera entrado en unos grandes almacenes me habría dado cuenta, supongo, porque habría en la puerta un papá Noel diciéndome felicidades, el hijoputa, y sonarían villancicos animándome a querer a todo cristo y a ser dichoso acarreando paquetes y machacando la tarjeta de crédito por amor al prójimo, y una chica Revlon o Estée Lauder, o como se llamen esas top models maquilladísimas que acechan en los pasillos, me habría fumigado al pasar con esas muestras de perfume que luego, a los maridos, les cuestan un disgusto cuando llegan a casa y tienen que explicarle a la legítima por qué hueles a torda fresca, so cabrón, de dónde vienes, y el otro jurando por sus muertos te juro que fue la dependienta, Maruja, y yo sólo pasaba por ahí, etcétera.

El caso, como decía, es que oigo eso de señores clientes y pienso: no puede ser. He oído mal, seguro, porque esto es un tren y viajo en la Renfe, que dentro de lo que cabe es una cosa muy eficaz y correcta, de las que mejor funcionan en España, y aquí no hay clientes como en las tiendas y en los prostíbulos, sino viajeros, o sea, pasajeros de toda la vida. Lo mismo la chica de quiere usted café o té, caballero, es nueva y ha metido la gamba, me digo; o igual trabajó antes en la sección de charcutería de un supermercado y se le quedó el latiguillo. Así que sigo leyendo, y de vez en cuando miro el paisaje y pienso menos mal, desde que se pide a los pasajeros que no usen el teléfono móvil más que en las plataformas de los vagones, la gente, aunque no hace ni puto caso, por lo menos se corta un poquito y baja la voz cuando dice estoy en el tren, Manoli, y Ilego a Atocha a las nueve, en vez de contar su vida a gritos, aunque todavía quede algún subnormal recalcitrante. Algo es algo. Estoy en eso, como digo, a mi rollo, cuando de pronto el altavoz hace otra vez ding, dong, y la misma pava suelta: «Seeeñores clieeentes, eeestamos Ileeegando a Seeevilla». Y ntonces empiezo a mosquearme un poquito más, y pienso que alguien, no sé, el revisor o quien mande algo, debería decirle a la chica que no, oye, que en los trenes y en los aviones y en los barcos no viajan clientes sino pasajeros, que es una palabra muy respetable y muy antigua, y nada tiene que ver con el que entra en una tienda o en un restaurante o pide un crédito en un banco. Pero en fin, concluyo. De un momento a otro la pobre chica se dará cuenta y rectificará, que es cosa de sabios y sabias.

Pero no. Al rato, la megafonía vuelve a la carga. «Seeeñores clieeentes, eeestamos Ileeegando a Córdoba». Y entonces pienso no puede ser. Aquí no hay error. Como le decía Auric Goldfinger a James Bond, una vez es casualidad, dos coincidencia, y tres enemigo en acción. Así que empiezo a mosquearme, porque está claro que lo de señores clientes va por mí y por el resto de la peña que ocupamos el vagón, y que algún tonto del culo del departamento de relaciones públicas de la Renfe confunde las churras con las merinas. Así que, cuando pasa el revisor, le pregunto oiga, jefe, eso de clientes ¿va por mí? y el buen hombre me mira primero con recelo y luego cae en la cuenta de lo que digo, y entonces encoge los hombros y suspira, avergonzado y solidario, como diciendo si yo le contara, amigo. Y se va el hombre a lo suyo, sin decir ni pío porque, supongo, no quiere arriesgar el pan de sus hijos. Y yo me quedo pensando.

Hay que joderse: ahora ya no somos pasajeros, ni viajeros, ni votantes, ni nada, sino que todos nos hemos convertido en eso, en clientes; y así se nos trata y se nos menciona sin el menor empacho. Sin ningún respeto. Ya verán como, de aquí a nada, en vez de dirigirse a nosotros como ciudadanos, empezarán a Ilamarnos clientes. Clientes españoles, dirá José María Aznar en sus discursos. Clientes y clientas vascos y vascas, matizará el lehendakari Ibarretxe. Porque en eso nos han -nos hemos- convertido: en clientela políticamente correcta, salida de la mesa de diseño de cuatro soplapollas que confunden la modernidad con el mercado y con la estupidez. Y en Renfe, por lo visto, de esos imbéciles también hay unos cuantos.

El Semanal, 23 Diciembre 2001

Feliz año nuevo

Era guapísima, pensó. La mujer más guapa del mundo. Un vestido negro, escotado por detrás, el pelo recogido en la nuca. Unos ojos grandes e inteligentes que lo miraron de esa manera singular con que miran algunas mujeres, como si se pasearan por dentro de ti, escudriñándote cada rincón, y esa certeza te erizara la piel. No sabía cómo se llamaba, ni quién era. Ni siquiera si estaba con otro. Pero comprendió que era ella. Así que venció el nudo que se le había hecho en la garganta y dijo aquí te la juegas, chaval, te juegas el resto de tu vida, y a lo mejor haces el ridículo más espantoso; pero sería peor no intentarlo. Así que se fue derecho hacia ella, recorriendo esos cinco últimos metros que ningún hombre inteligente franquea si no son los ojos de la mujer los que invitan a recorrerlos. Hola, me llamo tal, dijo, y no me perdonaría nunca dejarte salir de mi vida sin intentarlo. Ella lo miró despacio, evaluando su sonrisa algo tímida, la manera sencilla que tenía de estar de pie ante ella, encogiendo un poco los hombros como diciéndole ya sé que lo hemos visto muchas veces en el cine y por ahí, pero no puedo evitarlo. Te pareces a esas cosas que uno sueña cuando es niño.

Lo consiguió. La felicidad le estallaba dentro y el mundo y la vida eran una aventura maravillosa. Bailaron, rieron. Compartieron sus mundos e hicieron que éstos empezaran a fundirse el uno con el otro. Música, cine, viajes, libros. Tiene cosas que yo necesito, pensó. Cosas que a mí me faltan. A veces se quedaban callados, mirándose un rato largo, y ella sonreía un poco, casi enigmática. Quizá se sienta como yo me siento, pensó él. Tocó su piel, rozándola con precaución al principio. Acercaron los rostros para conversar entre la música, acarició su cabello, respiró su aroma, asimiló cada registro de su voz. Algo hice para merecerla, pensó de pronto. Los años de colegio, la facultad, el trabajo, la lucha por la vida. Sentía que era un premio especial; que una mujer así no caía del cielo a cambio de nada. Eso lo hizo sentirse más seguro, más cuajado y adulto. Y en sólo unas horas, maduró. Se hizo lúcido y se dispuso a merecerla.

Llegaron las campanadas. Ding, dang. Todos bailaban y reían, brindaban, chocaban las copas salpicándose de champaña. Feliz 2001. Feliz año nuevo. Él nunca había sido muy sociable; tenía sus ideas sobre las fiestas de año nuevo en general y sobre la Humanidad en particular, y no eran ingenuas en absoluto. Sin embargo, aquella vez amó a sus semejantes. Los habría abrazado a todos. Con la última campanada ella se quedó mirándolo en silencio, la copa en la mano, la boca entreabierta, y él se inclinó sobre sus labios. Sabían a champaña y a carne tibia, ya futuro. Alrededor los amigos aplaudían y bromeaban sobre el flechazo. Ellos seguían mirándose a los ojos y se besaron de nuevo, ajenos a todo. Y más tarde, rozando el alba, la acompañó a su casa. Se besaron de nuevo en el portal, mucho rato, y él regresó a casa caminando en la luz gris del amanecer, las manos en los bolsillos, sintiendo deseos de dar pasos de baile, como en las películas. Estaba enamorado.

Pasaron los meses y se amaron con locura. Ella estaba en el último año de carrera; él, a punto de conseguir el trabajo soñado durante muchos años. Viajaron juntos y hubo un verano maravilloso, el mar, los paseos por la playa, las noches cálidas. Cuando estaban juntos apenas necesitaban otra cosa. Ella se le aferraba, jadeante, sus ojos muy abiertos cerquísima de los suyos, abrazándolo como si pretendiera hundírselo para siempre en las entrañas. Te amaré toda mi vida, dijo él. Me parece que deseo un hijo dijo ella. Que se parezca a ti. Que se nos parezca. El mundo era una trampa hostil, pero podía ser habitable después de todo. Era posible, descubrieron sorprendidos, construir un lugar donde abrigarse del frío que hacía allá afuera: un refugio de piel cálida, de besos y de palabras. A veces se imaginaban de viejos, con nietos, libros, un pequeño velero con el que navegar juntos por un mar de atardeceres rojos y de memoria serena.

Aquel año consiguió el trabajo por el que había luchado toda su vida. Un puesto de responsabilidad en una multinacional importante. El primer día que fue al despacho, al llegar a su mesa situada junto a la ventana con una vista maravillosa de la ciudad, pensó que había llegado a algún sitio importante, y que el triunfo también era de ella. Tenia que compartir ese momento, así que descolgó el teléfono Y marcó el número de la casa donde ahora vivían juntos. Estoy aquí, lo he conseguido. Estoy en la cima del mundo, dijo. y te quiero. Mientras hablaba sus ojos se posaron, distraídos, en el calendario que estaba sobre la mesa: martes 11 de septiembre. Luego se volvió a mirar por la ventana. El día era hermoso, los cristales de la otra torre gemela reflejaban el sol de la mañana, y un avión enorme se acercaba volando muy bajo.

El Semanal, 30 Diciembre 2001

2002
Pingüinos y Parafina

El otro día dejó de funcionarme la caldera de gasóleo. Doce bajo cero. Un frío de cojones. Ni agua caliente, ni calefacción, ni nada. Siberia en versión doméstica, y yo clavadito al doctor Zhivago, con carámbanos en las pestañas. Así que llamé a Ramón, el fontanero. Ramón es un amigo, y acudió presto con su caja de herramientas y su mono azul Ramón -es un clásico- dispuesto a rescatarme del Gulag. ¿Hay gasóleo en el depósito?, preguntó al llegar. Mil litros, respondí. Pues va a ser el filtro, diagnosticó mientras aflojaba tuercas y juntas. Después me enseñó el filtro, lleno de una substancia gelatinosa. Parafina, sentenció. El gasóleo tiene parafina, el frío la espesa, el filtro se obstruye y la caldera se para. ¿Y qué hacen en Finlandia?, pregunté. Ramón recogía sus bártulos. Esto no es Finlandia, comentó. Aquello es un sitio serio. Telefoneo al distribuidor local de gasóleo. Qué pasa con la parafina, digo, tirándome el pegote en plan experto en hidrocarburos. Que tengo media docena de pingüinos jugando al mus en el tresillo. Pues mire, me informa una señora o señorita. Nosotros somos agentes y servimos el gasóleo tal y como viene. ¿Seguro?, pregunto. Palabrita del niño Jesús, responde. La cantidad de parafina no es cosa nuestra. Información de Telefónica. Ring, ring. Distribuidor nacional. Atención al cliente. Ring, ring. No, me dicen. Aquí es para el butano. Llame a tal. Más ring, ring. Contestan en tal. No, mire, aquí atendemos a los del propano. Llame al teléfono cual. Ring, ring. Teléfono cual.

¿Es usuario colectivo o particular? Ring, ring. ¿De Madrid o de la sierra? Por fin, tras gastarme una pasta en llamadas, consigo hablar con una señora o señorita encantadora de Atención al Cliente de Gasóleo Particular de Personas Particulares que viven en la Sierra. Le cuento mi drama siberiano. La parafina se congela en un gasóleo que necesito justo para no congelarme. Tomo nota, dice. Lo Ilamaremos. ¿Cuándo?, pregunto angustiado. ¿Dentro de un rato? ¿Dentro de un mes? No sabría decirle, es la respuesta. Hay que pasar los datos a Asistencia Técnica. Empiezo a blasfemar. La señora o señorita aguanta impertérrita hasta que empiezo a cuestionar la virginidad de la Virgen. Entonces me da el teléfono de Asistencia Técnica. Ring, ring. Durante dos días telefoneo cada media hora, y siempre sale un contestador diciendo que deje un mensaje. Por fin dejo el mensaje: «Tienen ustedes muy poca vergüenza».

Sigo helándome. Los pingüinos cogen confianza. Se han comido media nevera y ahora se dedican a leer a Javier Marías en la biblioteca. Vuelvo a telefonear al distribuidor local. Hola, soy el del otro día. De momento, el distribuidor nacional no me hace ni puto caso. Así que no sé si mentarles los muertos a ellos o a ustedes. Mire, caballero, dice la misma señora o señorita de la otra vez. El gasóleo que nos sirven lleva parafina que en tuberías exteriores se espesa por debajo de seis grados bajo cero, y obstruye los filtros. Pero mi depósito es exterior, argumento, porque la ley me obliga a eso. ¿No será que le añaden alguna guarrería?, pregunto. Nada de nada, contesta. ¿Y a nadie se le ha ocurrido que cuando más falta hace la calefacción es precisamente por debajo de menos seis grados? Ya, responde. Pero la temperatura estándar calculada no baja hasta ahí. ¿Y quién calculó esa temperatura estándar?, demando. No sé, dice la torda. Pero en cuanto suba no tendrá problemas. Es un consuelo, respondo. Me alivia saber que cuanto más calor haga, más calefacción tendré; y que en agosto podré poner los radiadores funcionando a toda hostia. Para el invierno, ¿se le ocurre algo? Hay un truco, dice por fin. ¿Cuánto carga su depósito? Mil litros, respondo. Pues échele doscientos cincuenta de gasolina para descongelar la parafina. Oiga, le digo. Si meto doscientos cincuenta litros de gasolina en el depósito, cuando encienda la caldera volará la casa, y los pingüinos y todo cristo nos iremos a tomar por saco. ¿Cuántos me dijo que caben?, pregunta la señora o señorita. ¿Mil?.. Ah, bueno. Había entendido diez mil. Entonces póngale veinticinco litros de gasolina a ver qué pasa. Ayer, a los pingüinos les sentó fatal verme aparecer con mi lata de gasolina. Se daban con el codo y ponían mala cara. De qué va éste, murmuraban por lo bajini. Pero no hizo falta echar nada, porque a última hora subió el termómetro y la calefacción volvió a funcionar. Por fin, esta mañana me ha telefoneado un caballero amabilísimo de Asistencia Técnica del distribuidor nacional, confirmándome que, en efecto, la temperatura de congelación prevista para el gasóleo en España es de -6º para la calefacción y de -10º para los automóviles, Y que ellos se limitan a cumplir la norma publicada en el BOE. Le di las gracias y me cisqué en el puto BOE. Luego, cuando bajé a desayunar, comprobé que los pingüinos ya no estaban. Se habían llevado negra espalda del tiempo, una chaqueta de ante y las llaves del coche. Ya no puedes fiarte ni de los pingüinos.

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