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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

No me cogeréis vivo (10 page)

Pero el Catorce está cerrado -orden judicial, dice alguien- y lo sustituye el local contiguo, que se llama literalmente Ahora Es El Quince. Entramos con cuidado. Más cacheos. Ni cristo dentro. Cuatro gays que se lo montan a su aire con la música en una esquina, media docena de soldados de paisano y con el pelo al rape, luz violeta, el espectáculo que se retrasa y no empieza nunca porque, nos cuenta el camarero, no llega el presentador. Nos vamos. Taxi de confianza, patrón. No, gracias. Otro día. Seguimos a pie, mirando por encima del hombro. Llegamos otra vez a Garibaldi. La cartera todavía en el bolsillo. Vivos.

De perdidos, al río. Salón Tropicana. Orquesta, lleno hasta arriba, baile. Lo mismo güilas elegantes con pinta de buscar lo que buscan, que honestas familias de clase media y gente de toda la vida. Boleros. Salsa. Danzón. Una doceañera con calcetines blancos baila con su papi, celebrando, comunica la orquesta, el cumpleaños. En la pista abarrotada, haciéndose notar mucho, un galán flaco y alto, con cara de indio guapo, baila que te mueres con una dama bastante ordinaria pero de buen ver, que se mueve de forma perfecta en sus brazos. El galán sabe que existen espejos. Sabe manejar el perfil. Tiene maneras. Lo suyo es auténtica coreografía. Quién bailara así, comenta Xavier. Todas las señoras que están a nuestro alrededor miran al bailarín, que hace como que no. Un espectáculo. Y entonces yo le pego otro sorbo al tequila, me inclino hacia mi amigo y digo míralo, compadre. Ése no ha leído a Proust ni a Stendhal ni falta que le hace, ya lo mejor en vez de leer deletrea, el hijo de la chingada. Pero ahí lo tienes. A ése le hablas de literatura y se parte de risa, pero me juego un capítulo de mi próxima novela a que se arrima a cualquier torda de este salón, chasquea los dedos y la saca a la pista con el chichi hecho agua de limón. Órale, responde Xavier. Ésa es la neta. Te pasas la vida recitando sonetos y hablando de la brevedad de la existencia y de la profundidad del espíritu, intentando explicar La montaña mágica para trajinarte a una chava, y en ésas llega aquí, el bailarín, le echa una sonrisa y dos pasos de baile, y sin abrir la boca te friega bien fregado. No me digas que no es injusto, compa. Eso es lo que me dice Xavier, y miramos un rato evolucionar al guaperas, y después nos miramos de nuevo el uno al otro, agarramos el tequila y sonreímos, cómplices y resignados. Sin embargo, digo. También eso es literatura.

El Semanal, 17 Marzo 2002

La aventura literaria de Ramón J. Sender

Gracias a él comprendí mejor la atroz realidad de ser español. A través de sus páginas me sublevé contra mi rey camino de El Dorado, peleé junto a los Almogávares en Bizancio, viví la guerra cantonal o sufrí bajo el sol despiadado de Marruecos. Le debo muchos ratos de feliz lectura a ese oscense que tuvo la desgracia de nacer aquí, de ser exiliado de izquierdas para unos e ir demasiado a su aire para otros, díscolo y aragonés, malquerido al fin y ninguneado por casi todos. Primero anarquista, después comunista y al final fugitivo de sí mismo, perdió una guerra civil, una mujer fusilada, unos hijos abandonados, una patria y casi todas las ilusiones, salvo la de escribir -a veces demasiado- contando historias hasta el final de sus días. Historias que lo explicaban a él y a la atormentada piel de toro española, turbia y homicida, cuna de Caín, que tan a fondo conoció. El año 2001, el de su centenario, pasó ya sin pena ni gloria, salvo muy pocas y honrosas excepciones, perdida la ocasión para reivindicar seriamente su obra. Y Ramón J. Sender, uno de los poquísimos grandes novelistas españoles del siglo XX, vuelve a sumirse en esa zona gris, intermedia, difusa, del desdén y del olvido. No tuvo suerte Sender. La generación del 27 se la traía bastante floja, y el estilo, que por cierto poseía, no era para él más que un instrumento, una herramienta eficaz al servicio del acto principal, narrativo: contar bien una buena historia y aproximarnos al corazón del hombre, a nuestro corazón, a través de ella. Por eso, en este país de soplapollas donde los cortadores del bacalao cultural jugaron durante décadas, y ahí siguen algunos, a despreciar todo lo que no fuese experimentalismo y estilo floripondioso, aunque no hubiese nada debajo, Ramón J. Sender, pese a que la segunda edición de su primera novela, Imán, alcanzó en 1933 una tirada de 30.000 ejemplares -un best-seller para la época-, fue considerado desde la guerra civil escritor de segunda fila, especie de reliquia extraña de otros tiempos que vivía en el extranjero y se empeñaba en el acto decimonónico, obsoleto, de contar. Olvidando esos mandarines de la culta latiniparla que, en literatura, lo poético puede surgir tanto del estilo como del fondo contextual y que muchas veces lo primero sólo es artificio -cítenme ahora mismo de memoria, si pueden, los títulos de cuatro novelas de Fulano, Mengano o Zutano que en su momento fueron saludadas por la crítica oficial como obras maestras imprescindibles-, mientras que lo segundo es de más denso calado, y permanece. Y explica.

Ahí está, desde mi punto de vista, la clave del Sender novelista. Que nadie en la literatura del siglo XX nos explica España tan bien como él. Ni siquiera Baroja o Blasco Ibáñez en su amplia obra novelesca, ni el Pascual Duarte de Cela, ni Valle-Inclán en su Ruedo Ibérico, ni el Galdós de los últimos Episodios nacionales. Nadie consigue transmitirnos, como Sender en sus muchísimas páginas a veces irregulares, a veces mediocres, a menudo extraordinarias, la desoladora certeza de que el del español fue siempre un largo y doloroso camino hacia ninguna parte, jalonado de ruindad y de infamia. De que la grandeza, el fulgor de nuestra historia, resulta compatible con nuestra miserable condición humana; y que, paradójicamente, una es complemento o consecuencia de la otra, y viceversa. La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, por ejemplo, ayuda a comprender y a comprendernos. Ese conquistador visionario y duro, que no deja la coraza y las armas para dormir porque no se fía ni de los hombres a los que arrastra en su locura, con esa carta que escribe al rey de España de igual a igual, liberándose del vasallaje, adiós, Felipe, no eres mejor que yo porque estés más alto, tú matas por personas interpuestas y yo mato con mis propias manos, y asumo el resultado con la arrogancia que dan mis peligros y mi espada. O esos mercenarios catalanes y aragoneses de Bizancio, rodeados de enemigos en el extremo oriental del Mediterráneo, rapaces, crueles y lentos, que entran en combate bajo su propia bandera cuatribarrada, voceando Aragón y San Jorge, y que en ratos libres de la tarea de degollar turcos o vengarse de bizantinos y de varegos se acuchillan con saña entre ellos gracias al virus de la guerra civil que todo español por nacimiento y lleva consigo allí a donde va, por muy lejos que vaya.

Hay novelas de Ramón J. Sender que me gustan más que otras. Sí tuviera que recomendar algunas, aparte de La aventura equinoccial de Lope de Aguirre y Bizancio, que son mis favoritas, añadiría Imán, Mister Witt en el Cantón, Réquiem por un campesino español y la monumental Crónica del Alba. De modo que, si esta página les abre hoy el apetito senderiano me alegro. Vayan, entonces, y léanse alguna. En esas páginas hay literatura como tiene que ser. Como fue y seguirá siendo siempre, pese a los imbéciles a los falsificadores y a los mangantes.

El Semanal, 24 Marzo 2002

Sushis y Sashimis

Les juro que a estas alturas ya me da igual. O casi me lo da, porque hace tiempo comprendí que es inútil. Que los malos siempre ganan la batalla, y que el único sistema para no despreciarte a ti mismo como cómplice consiste en escupirles exactamente entre ceja y ceja, y de ese modo estropearles, al menos, la plácida digestión de lo que se están jalando. Esta introducción -o proemio, que diría don Antonio Gil, mi profesor de latín- viene a cuento del atún rojo, y el atún fucsia, y el chanquete, el salmonete o lo que ustedes quieran, y de los peces en general y de un mar en particular, el Mediterráneo en este caso. Y me da igual, les decía, o hago como que me lo da, que los pescadores, entre los que alguno no tiene dos dedos de frente o medio palmo de escrúpulos y le da lo mismo tener pan para hoy y hambre para mañana, estén logrando la extinción de cuanto vive bajo el agua, hasta el punto de que ir a una lonja para una subasta da ganas de llorar, cuando ves lo que sacan del agua: cuatro raspallones de mala muerte, un cefalópodo junior y un atuncillo despistado que pasaba por allí.

Me da igual -o me pongo así de esta manera, como si me diera o diese-, que ahora los pescadores trabajen para esos campos de exterminio flotantes que se han montado en España los del atún rojo: las jaulas donde dicen que los crían, qué risa Basilisa, juas, juas, juas, como si no supiéramos algunos que ese atún no nace en cautividad ni aunque los padres estén borrachos, y que lo que se está haciendo en el Mediterráneo con ese bicho, además de una canallada ecológica, es un negocio que sólo beneficia a unos cuantos, y sobre todo a los japoneses que pagan una pasta, porque allí ese pescado es apreciado y carísimo. Podría, si tuviera ganas -pero ya no tengo muchas-, detallar cómo se lo montan aquí mis primos; cómo detectan con avionetas los bancos de atún, los acosan, los cercan, los encierran en jaulas marinas, los engordan, los matan y se los remiten a los de las Nikon para sushis y sashimis. Podría contar cómo, pese a que España es un país que en teoría protege la especie en extinción del atún rojo -aquí no se expiden licencias, faltaría más-, somos Unión Europea de élite y todo eso se hacen bonitas carambolas a cuatro bandas con licencias francesas y con morro nacional, un poquito de tela por aquí y un poquito de mandanga por allá, se habla eufemísticamente de viveros y de criaderos y de la zorra que los parió, y el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, del que también podríamos charlar despacio otro día, mira impávido al tendido, supongo -me da la risa floja al suponerlo- que por amor al arte; y la Dirección General de la Marina Mercante prefiere no meterse en problemas; y los ecologistas, a quienes tanto les gusta salir en las fotos para gilipolleces, andan en esta materia con el bolo colgando en vez de montar la de Dios es Cristo; y los pescadores, esos pobres pringados, en lugar de boicotear ciertas jaulas o bloquear un puerto, o incluso pegarle fuego al organismo oficial correspondiente, aceptan trabajar como sicarios por cuatro duros miserables para los que de verdad se lo llevan crudo y que luego se hacen fotos en plan empresa ejemplar con las más altas autoridades, consejeros, presidentes y ministros incluidos, todos compadres con sus corbatas verde y rosa fosforito, encantados de conocerse íntimamente unos a otros. Smuac.

Podríamos entrar en documentados y deliciosos detalles sobre todo ese panorama, repito. Pero a estas alturas no sirve de nada, y ya he dicho antes que me da igual; que el mal está hecho y es irreversible, y que cuando tenga ocasión de tropezarme a algún responsable de toda esa bazofia, ya me encargaré personalmente de ciscarme en su puta madre, si puedo. Pero lo que ya no me da igual es izar las velas para olvidar precisamente que vivo en un triste lugar llamado España, con elevadísimo número de sinvergüenzas por metro cuadrado, y cuando al fin me creo libre allá afuera, génova y mayor arriba y con quince nudos de viento a un descuartelar, rumbo a donde sea, toparme con uno de los doscientos mil laberintos de jaulas, redes y balizas que ahora hay fondeados de cualquier manera y multiplicándose por todas partes, a veces sin señalar en las cartas, mientras te preguntas quién es el imbécil -en el más honesto de los casos- que autoriza que los calen aquí y allá, con luces que a menudo están apagadas en noches de temporal, en medio de las rutas tradicionales, bloqueando el paso a los abrigos de toda la vida -la otra noche, por ejemplo, eché las muelas recalando en la trampa mortal en que han convertido La Azohía de Mazarrón, y olvidando que, además del derecho de unos pocos a enriquecerse con el exterminio, para otros también existe el derecho a la libre navegación, y a que no nos toquen los cojones. Y eso sin contar la sensación de tristeza, la amargura que produce navegar entre esas jaulas siniestras que huelen a mares desolados, a dinero turbio y a muerte.

El Semanal, 14 Abril 2002

Teta y pólvora

Imagino que no se llama teniente Mariloli; pero ni el Ministerio de Defensa ni los periódicos dan su nombre, y de alguna forma tengo que llamarla. El caso es que la teniente Mariloli, además de soldado o soldada, es madre. Su bélica vocación no quita que tenga una criatura. Y como sus jefes no le dejan tiempo para el ejercicio materno, ha montado una bronca a base de batalla legal y con consecuencias políticas. Su demanda arguye que los rigores del horario castrense resultan incompatibles con el cuidado de su hijo. Y estoy de acuerdo: son incompatibles con eso y con muchas otras cosas. Imagínense a la teniente consultando el predictor tras las líneas enemigas mientras calcula si romperá aguas antes de la victoria final. O cubierta de sudor y sangre, interrumpiendo el combate porque es hora de la teta. O que la pólvora del último asalto a vida o muerte le haya contaminado la leche, y se fastidie la lactancia y luego el mamoncillo crezca con poco calcio. Lo que pasa, claro, es que, asumido el conflicto de la teniente Mariloli entre amor materno y ardor guerrero, la pregunta que te haces no es si la vida militar resulta compatible con el cuidado de un hijo, sino justo lo contrario: si quienes tienen a su cargo el cuidado de un hijo, o planean tenerlo, son compatibles con las situaciones clásicas de lo que en todos los países del mundo -menos en esta España demagógica y soplapollas-, se entiende por vida militar. Ahí me temo que el problema afecte más a las mujeres que a los hombres; salvo que ustedes me digan que también en la cosa bélica debe haber absoluta igualdad de sexos, y que marido y mujer han de turnarse equitativamente en el biberón y en el campo de batalla, porque una trinchera talibán pueden asaltarla, o defenderla, o lo que sea, lo mismo veinte Marilolis que veinte Manolos -si me salen con eso, hemos terminado ahora mismo esta conversación-. Además, que las fuerzas armadas de aquí sólo estén para hacerse fotos llevando el botijo de los norteamericanos en Kosovo o Afganistán, y que a Piqué y a Solana se les descojone Sharon de risa en la cara, no significa que un ejército sea una oficina o una fábrica o un supermercado. Ahora todo soldado es voluntario y está para lo que está: para obedecer a cambio de una paga, joderse cuando toca guardia, e ir a la guerra cuando toca guerra, a tragar mierda y lo que se tercie, a matar y a que te maten sin rechistar. Así ha sido siempre, pese a toda la murga moderna con las misiones presuntamente humanitarias o antiterroristas, con el ejército español para la paz y toda la parafernalia, y con esa demagógica desvinculación que se pretende ahora entre ejército y guerra, como si ya no tuviesen que ver uno y otra. Algo así como decir: tengo un cuerpo de bomberos, pero los incendios son moralmente reprobables y prefiero ignorarlos o que los apaguen otros. Así que tengo bomberos para darles juguetes a los niños quemados, el día de Reyes.

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