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Authors: Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

Mundo Anillo (25 page)

Las cuatro aerocicletas sobrevolaron las ruinas de estas construcciones. El derrumbamiento de los edificios flotantes había arrasado los edificios más bajos y toda la ciudad estaba convertida en un gran montón de ladrillos y vidrios rotos y cemento desmenuzado y acero retorcido, rampas agrietadas y torres elevadoras aún en pie.

Luis volvió a pensar en los nativos.

—Deben haberse derrumbado todos al mismo tiempo —dijo Nessus—. No veo señales que indiquen algún intento de repararlos. Una avería en el suministro de energía, sin duda. Interlocutor, ¿crees que los kzinti construirían tan a la ligera?

—No nos gustan demasiado las alturas. Pero los humanos serían capaces de ello si no le tuvieran tanto apego a la vida.

—Extracto regenerador —exclamó Luis—. Esa es la respuesta. No conocían el extracto regenerador.

—Sí, ello puede haberles hecho más imprudentes. Tendrían menos tiempo de vida que proteger —aventuró el titerote—. Mala señal, ¿no os parece? Si se preocupan menos de sus propias vidas, también darán menos importancia a las nuestras.

—Te estás creando preocupaciones innecesarias.

—Pronto lo sabremos. Interlocutor, ¿ves ese edificio alto de color crema, con las ventanas rotas...?

Lo sobrevolaron cuando el titerote hacía esa observación. Luis, que en esos momentos conducía las aerocicletas, dio otra vuelta para verlo mejor.

—Tenía razón. ¿Has visto, Interlocutor? Humo.

El edificio era una columna artísticamente retorcida y repujada, de unos veinte pisos. Las ventanas formaban hileras de óvalos negros. En la planta baja, la mayoría habían sido tapiadas. Por las pocas que permanecían abiertas se esparcía un tenue humo gris.

La torre estaba medio hundida en un grupo de casas de uno y dos pisos. Toda una hilera de estas casas había quedado aplastada bajo el impacto de un cilindro rodante que debió de caer del cielo. Pero el rodillo destructor se había desintegrado en un montón de cascajos de cemento antes de llegar a esa torre en particular.

Detrás de la torre acababa la ciudad. Más allá se divisaban sólo rectángulos de sembrados. Figuras humanoides fueron llegando a toda prisa de los campos mientras las aerocicletas planeaban hasta el suelo.

Edificios que parecían incólumes desde el aire, resultaban evidentes ruinas vistos a la altura de los tejados. No quedaba nada intacto. La avería del suministro de energía y sus subsiguientes consecuencias debían de haberse producido varias generaciones atrás. Luego, la ciudad había sufrido pillajes, lluvias, todas las diversas corrosiones causadas por formas de vida inferiores, la oxidación de los metales, y algo más. Un hecho que en el pasado prehistórico de la Tierra había dejado unos montículos que serían tema de especulación para los arqueólogos de épocas posteriores.

Los habitantes de la ciudad no la habían restaurado después del desastre. Pero tampoco se habían marchado a otro lugar. Habían continuado viviendo entre las ruinas.

Y a través del tiempo sus desechos se habían ido acumulando a su alrededor.

Desechos. Cajas vacías. Polvo acarreado por el viento. Restos de comida, huesos y cosas comparables a hojas de zanahoria y mazorcas de maíz. Herramientas rotas. Todo se iba acumulando.

La primitiva entrada de la torre ya había quedado sepultada. El nivel del suelo era ya más alto que la puerta. Cuando las aerocicletas se posaron sobre la tierra apisonada, tres metros por encima de una antigua zona de aparcamiento para vehículos terrestres, cinco nativos humanoides salieron con solemne dignidad por una ventana del segundo piso.

Era una ventana de doble hoja que podía acomodar con facilidad tal procesión. El umbral y el dintel estaban decorados con treinta o cuarenta calaveras de aspecto humano. Luis no logró distinguir ningún orden especial en su distribución.

Los cinco se dirigieron hacia las aerocicletas. Cuando estuvieron cerca titubearon un momento; sin duda, intentaban decidir quién sería el jefe. Esos nativos también tenían aspecto humano, aunque no del todo. Era evidente que no pertenecían a ninguna raza humana conocida.

Los cinco eran al menos quince centímetros más bajos que Luis Wu. Los fragmentos visibles de su piel tenían un tinte muy pálido, casi fantasmagórico en comparación con el sonrosado nórdico de Teela o el tostado-amarillento más oscuro de Luis. Sus torsos resultaban cortos en proporción a las piernas, más bien largas. Todos caminaban con los brazos doblados en la misma posición; y tenían unos dedos extraordinariamente largos y flexibles, que hubieran hecho de ellos cirujanos natos en los tiempos en que los hombres aún practicaban la cirugía.

Su pelo era aún más extraordinario que sus manos. Todos los signatarios lo tenían de la misma tonalidad rubio ceniciento. Llevaban el cabello y las barbas bien peinados pero no parecían cortárselos.

Huelga decir que todos tenían idéntico aspecto.

—¡Qué peludos son! —susurró Teela.

—No os mováis de los vehículos —ordenó Interlocutor en voz baja—. Esperad a que se acerquen. Entonces podréis desmontar. ¿Todos lleváis los discos de comunicación?

Luis se había puesto el suyo en la parte interior de la muñeca izquierda. Los discos estaban conectados al piloto automático del «Embustero». Confiaban en que funcionarían a tanta distancia y el «Embustero» sería capaz de traducir cualquier lenguaje desconocido.

Pero la única forma de probar los malditos aparatos era sobre la marcha. Y ahí estaban todas esas calaveras...

Poco a poco, más nativos fueron afluyendo al antiguo aparcamiento. La mayoría se quedaban inmóviles al ver los inicios-de-confrontación y pronto la muchedumbre formó un amplio círculo bastante apartado de la zona donde se desarrollaba la acción. Una multitud normal hubiera zumbado llena de murmullos de especulación, apuestas y discusiones. Pero este gentío guardaba un silencio poco natural.

Tal vez la presencia de un auditorio obligó a los dignatarios a tomar una determinación. Decidieron dirigirse a Luis Wu.

Los cinco... en realidad no eran iguales. Tenían distinta estatura. Todos eran delgados, pero uno parecía casi un esqueleto, y otro casi no tenía músculos. Cuatro llevaban unas túnicas informes de un color pardo muy desteñido, mientras que el quinto lucía una túnica de parecido corte ¿cortada de una manta parecida? pero con un borroso estampado rosa.

El más delgado fue quien tomó la palabra. En el dorso de su mano llevaba un tatuaje de un pájaro azul.

Luis le respondió.

El hombre del tatuaje pronunció un breve discurso. Estaban de suerte. El piloto automático necesitaría datos antes de poder empezar a traducir.

Luis le respondió. El hombre del tatuaje volvió a tomar la palabra. Sus cuatro acompañantes continuaban guardando un digno silencio. Y, cosa insólita, otro tanto hizo el auditorio.

Los discos comenzaban a llenarse de palabras y frases...

Más tarde, Luis se maravillaría de que el silencio no le hubiera hecho sospechar algo. Pero la postura de los nativos le engañó. Ahí estaba la masa formando un amplio círculo y los cuatro hombres velludos con sus túnicas, todos de pie, al igual que el hombre de la mano tatuada, que era quien hablaba.

—Esa montaña es el Puño-de-Dios. —Señaló en dirección a estribor—. ¿Por qué? ¿Por qué no, Constructor?

Debía de referirse a la gran montaña, la que habían dejado atrás, cerca de la nave. Ahora la bruma y la distancia la ocultaban por completo.

Luis siguió escuchando y fue descubriendo muchas cosas. El piloto automático era un magnífico traductor. Poco a poco fue perfilándose la situación y lo que apareció fue un poblado agrícola construido sobre las ruinas de lo que antaño fuera una poderosa ciudad...

—Es cierto, Zignamuclikclik ya no es tan grande como solía ser. Sin embargo, aquí tenemos viviendas como jamás seríamos capaces de construir por nuestros propios medios. Aunque a través de algunos techos se vean las estrellas, las plantas bajas resisten aún pequeñas tormentas. Los edificios de la ciudad son fáciles de calentar. Y en tiempo de guerra, su defensa es sencilla; además, no arden con facilidad. Por ello, Constructor, aunque por las mañanas salimos a trabajar en el campo, por la noche regresamos a nuestras moradas en las afueras de Zignamuclikclik. ¿Para qué molestarnos en construir nuevas viviendas si las viejas son mejores?

Dos pavorosos seres de otra raza y dos semi-humanos, sin barba y desusadamente altos; los cuatro montados sobre pájaros de metal sin alas, que decían cosas ininteligibles por la boca y en cambio hablaban claramente a través de unos discos de metal... no era raro que los nativos les hubiesen tomado por los constructores del Mundo Anillo. Luis no intentó rectificar esa impresión. Explicar su origen hubiera requerido días; y el grupo había venido a aprender cosas, no a enseñarlas.

—Esta torre, Constructor, es nuestra sede de gobierno. Desde aquí gobernamos a más de mil personas. Jamás hubiéramos conseguido construir mejor palacio que esta torre. Hemos tapiado los pisos superiores, para que la parte habitada se conserve más caliente. Una vez conseguimos defender la torre de unos atacantes arrojándoles escombros desde los pisos superiores. Recuerdo que el problema más grave fue nuestro temor a las alturas... Sin embargo, anhelamos el retorno de aquellos maravillosos tiempos en que nuestra ciudad albergaba a mil millares de personas y los edificios flotaban en el aire. Esperamos que nos hagáis retornar a aquella época. Dicen que en aquellos maravillosos tiempos, este mismo mundo fue forjado en su forma actual. ¿Os dignaréis confirmarnos si así fue?

—Así fue, sin duda —dijo Luis.

—¿Y retornarán aquellos tiempos?

Luis respondió de un modo que creyó ambiguo. Advirtió el desengaño del otro, o al menos lo adivinó.

No era fácil leer la expresión del hombre velludo. Los gestos constituyen todo un lenguaje; y los gestos del dignatario no correspondían a los de ninguna cultura terrestre. Apretados rizos color platino cubrían todo su rostro, a excepción de los ojos, que eran castaños y de dulce mirada. Pero los ojos no son muy expresivos, contrariamente a lo que suele creerse.

Su voz sonaba casi como un cántico, como un recital de poesía. El piloto automático iba traduciendo las palabras de Luis en una cantinela parecida, aunque a él le hablaba en tono normal. Luis podía oír los discos de traducción de los demás, silbando suavemente en Titerote o gruñendo por lo bajo en la Lengua del Héroe.

Luis empezó a hacer preguntas...

—No, Constructor, no somos un pueblo sanguinario. Raras veces hacemos la guerra. ¿Las calaveras? Toda Zignamuclikclik está llena de ellas. La leyenda dice que están ahí desde el derrumbamiento de la ciudad. Las usamos como decoración y por su significado simbólico.

El dignatario levantó solemnemente la mano, con el dorso vuelto hacia Luis, y le dejó ver el tatuaje del pájaro.

Todos los allí reunidos gritaron.

Era la primera vez que se oía algo en otra boca que no fuese la del dignatario.

A Luis se le había escapado algún detalle, y era consciente de ello. Por desgracia, no tuvo tiempo de prestarle mayor atención al problema.

—Mostradnos un milagro —dijo el dignatario—. No dudamos de vuestro poder. Pero tal vez nunca volváis por aquí. Nos gustaría guardar un recuerdo para poder transmitírselo a nuestros hijos.

Luis reflexionó un momento. Ya habían volado como pájaros; ese truco no les impresionaría por segunda vez. ¿Y un poco de maná salido de las ranuras de la cocina automática? Pero incluso los humanos terrestres diferían en cuanto a su tolerancia de ciertos alimentos. La distinción entre comida y porquería era una cuestión eminentemente cultural. Algunos comían langostas con miel, otros caracoles asados; el queso apreciado por un hombre era leche podrida para otro. Mejor no arriesgarse. ¿Y la linterna de rayos láser?

Luis hurgó en el portaequipajes de su aerocicleta, justo en el momento en que el borde de una pantalla cuadrada comenzaba a rozar el sol. La demostración resultaría aún más espectacular en la oscuridad.

Con el foco muy abierto y a escasa intensidad, Luis proyecto la luz sobre el dignatario, primero, y luego sobre sus cuatro adláteres, para enfocarla finalmente sobre la masa. Nadie pareció impresionarse. Luis intentó ocultar su frustración y apuntó la linterna hacia arriba.

La figurilla que había escogido como blanco se perfiló en el techo de la torre. Parecía una moderna gárgola surrealista. Luis movió el pulgar y la gárgola comenzó a brillar con luz blanco amarillenta. Movió el índice, el rayo se aguzó como un lápiz de verde luz y a la gárgola le apareció un ombligo de un blanco encendido.

Luis se volvió esperando un aplauso.

—Lucháis con luz —dijo el hombre del tatuaje en la mano—. Eso está prohibido.

La multitud gritó y volvió a caer nuevamente en un profundo mutismo.

—No lo sabíamos —dijo Luis—. Pedimos excusas.

—¿No lo sabíais? ¿Cómo podíais ignorarlo? ¿No fuisteis vosotros los constructores del Arco en memoria de la Alianza con el Hombre?

—¿Qué arco es ése?

El vello cubría el rostro del hombre, sin embargo su sorpresa era evidente:

—¡El Arco que se alza sobre el mundo!

Al fin Luis comprendió. Soltó una carcajada.

El hombre le dio un torpe puñetazo en la nariz.

Fue un golpe suave, pues el hombre velludo era delgado y sus manos frágiles. Pero le dolió.

Luis no estaba acostumbrado al dolor. La mayoría de los hombres de su siglo nunca habían sentido ningún dolor más intenso que el de un rasguño en un dedo del pie. La anestesia era demasiado corriente, el auxilio médico muy fácil de conseguir. El dolor de un esquiador al fracturarse una pierna no solía durar más de unos pocos segundos, no minutos, y el recuerdo solía quedar relegado al inconsciente como un trauma intolerable. La práctica de las artes marciales, karate, judo, jujitsu y boxeo, había sido declarada ilegal mucho antes de nacer Luis Wu. Luis hubiera sido un luchador desastroso. Se sentía capaz de hacer frente a la muerte, pero no al dolor.

El golpe le hizo daño. Luis gritó y dejó caer su linterna de rayos láser.

El gentío comenzó a agolparse. Doscientos hombres velludos enfurecidos se transformaron en mil demonios; y las cosas comenzaron a resultar menos graciosas de lo que fueron unos momentos antes.

El dignatario delgado como una caña había agarrado a Luis Wu con ambos brazos y empezaba a ahogarle en un histérico apretón. Luis, también presa de la histeria, se zafó de él con un frenético tirón. Montó en la aerocicleta, y ya tenía la mano en la palanca de despegue cuando se impuso la razón.

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