Hizo una pausa.
—Es mejor ir directamente al asunto, ¿no es verdad? —sonrió extrañamente—. Supongo que es usted la persona a quien debo decírselo, coronel Melchett. Yo maté a mi marido…, se lo aseguro.
—Mi querida mistress Protheroe… —reprochó Melchett, gentilmente.
—¡Oh, es cierto! Supongo que lo he dicho muy abruptamente, pero no acostumbro a excitarme por nada. Le he odiado durante tanto tiempo y ayer no pude contenerme y le maté.
Se reclinó en la almohada y cerró los ojos.
—Esto es todo. Supongo que me detendrá y me llevará a la cárcel. Me levantaré tan pronto como pueda. Por el momento me siento bastante enferma.
—¿Sabe usted, mistress Protheroe, que míster Lawrence Redding se ha acusado a sí mismo de haber cometido el asesinato?
Anne abrió los ojos y asintió.
—Lo sé. Está muy enamorado de mí. Su gesto es muy noble, pero no por ello es menos tonto.
—¿Sabía él que fue usted quien cometió el crimen?
—Sí.
—¿Cómo lo supo?
Anne Protheroe vaciló.
—¿Se lo dijo usted?
Siguió vacilando. Por fin pareció decidirse.
—Sí, se lo dije…
Encogió los hombros con un movimiento de irritación.
—¿No pueden irse ahora? Ya se lo he dicho. No quiero seguir hablando de ello.
—¿De dónde sacó usted la pistola, mistress Protheroe?
—¿La pistola? ¡Oh! Era la de mi marido. La encontré en el cajón de su tocador.
—Comprendo. ¿La llevó consigo a la vicaría?
—Sí. Sabía que estaría allí…
—¿A qué hora fue?
—Debe haber sido después de las seis; las seis y cuarto o las seis y veinte.
—¿Cogió usted la pistola pensando matar a su esposo?
—No. Yo…, yo la quería para mí misma.
—Comprendo. Pero, ¿fue usted a la vicaría?
—Sí. Me acerqué a la puerta ventana. No se oía a nadie. Miré. Vi a mi marido. Algo se apoderó de mí y disparé.
—¿Y después?
—¿Después? ¡Oh! Después me fui.
—¿A decirle a mistress Redding lo que acababa de hacer?
Volví a observar la vacilación de su voz antes de hablar.
—Sí.
—¿La vio alguien entrar o salir de la vicaría?
—No. ¡Oh, sí! La vieja miss Marple. Hablé con ella unos momentos. Estaba en su jardín.
Se agitó inquieta en la almohada.
—¿No es bastante ya? Se lo he dicho todo. ¿Por qué siguen molestándome?
El doctor Haydock le tomó el pulso.
—Permaneceré a su lado —nos dijo en un susurro— mientras toman las disposiciones necesarias. Podría cometer algún acto desesperado.
Melchett asintió.
Salimos de la habitación y bajamos la escalera. Vi a un hombre delgado y de aspecto cadavérico salir de la habitación contigua e impulsivamente volví a subir la escalera.
—¿Es usted el criado del coronel Protheroe?
El hombre pareció sorprendido.
—Sí, señor.
—¿Sabe usted si su difunto señor tenía una pistola en alguna parte?
—No, señor.
—¿No podría haber tenido una en el cajón de su tocador? Haga memoria.
El criado movió la cabeza.
—Estoy completamente seguro de que no tenía ninguna, señor. De lo contrario, yo la hubiera visto.
Bajó nuevamente la escalera.
Mistress Protheroe había mentido acerca de la pistola. ¿Por qué?
D
ESPUÉS de dejar un mensaje en la comisaría, el jefe de policía anunció su intención de visitar a miss Marple.
—Será preferible que venga usted conmigo, vicario —dijo—. No quiero poner nerviosa a una de sus devotas feligresas. Su presencia lo evitará.
Sonreí. A pesar de su frágil aspecto, miss Marple es capaz de contender con cualquier agente o jefe de policía, sin ayuda de nadie.
—¿Cómo es? —preguntó el coronel al pulsar el timbre—. ¿Puede creerse lo que diga o debemos dudar de ello?
Medité un momento.
—Creo que puede hacérsele caso —dije cautelosamente—. Es decir, cuando hable de lo que ella haya visto. Después, cuando se refiera a lo que piense… Eso es ya otro asunto. Tiene una gran imaginación y sistemáticamente piensa mal de todo el mundo.
—El tipo clásico de la solterona —dijo Melchett, soltando una carcajada—. Las conozco sobradamente, después de haber asistido tantas veces a sus tés.
Una pequeña criada abrió la puerta y nos acompañó a un reducido salón.
—Demasiados muebles —observó el coronel Melchett, mirando a su alrededor—. Algunos de ellos son muy buenos.
En aquel momento se abrió la puerta y miss Marple hizo su aparición.
—Siento mucho tener que molestarla, miss Marple —dijo el coronel, después que hube hecho su presentación, adoptando unas absurdas maneras militares que creía atraían a las viejas señoras—. No tengo más remedio que cumplir con mi deber.
—Desde luego, desde luego —repuso miss Marple—. Comprendo perfectamente. ¿No quieren ustedes sentarse? ¿Puedo ofrecerles una copita de licor con cerezas? Lo hago yo misma con una receta que me dejó mi abuela.
—Muchísimas gracias, miss Marple. Es usted muy amable, pero no acostumbro a tomar nada antes de comer. Ahora quisiera hablarle de ese desgraciado asunto, muy desgraciado, por cierto. Estoy seguro de que todos lo deploramos. Parece que, debido a la situación de su casa y jardín, quizá puede usted decirnos algo que nos convenga saber de lo sucedido ayer por la tarde.
—En realidad, ayer estuve en el jardín desde las cinco de la tarde y, naturalmente, desde allí es imposible dejar de ver lo que sucede en la casa vecina.
—Creo, miss Marple, que mistress Protheroe pasó por aquí ayer por la tarde.
—Sí, señor. Hablé con ella y admiró mis rosas.
—¿Puede usted decirnos a qué hora fue?
—Creo que era un minuto o dos después de las seis y cuarto. Sí, eso es. El reloj de la iglesia acababa de dar las seis y cuarto.
—¿Qué sucedió después?
—Mistress Protheroe dijo que iba a buscar a su esposo para regresar juntos a su casa. Vino por el sendero y se dirigió a la vicaría por la puerta trasera, cruzando el jardín.
—¿Por el sendero?
—Sí. Véalo usted mismo.
Llena de energía, miss Marple salió con nosotros y señaló el sendero que pasaba a lo largo del fondo de su jardín.
—El camino que hay al otro lado, con el portillo, conduce a Old Hall —explicó—. Hubieran tomado por él para regresar a su casa. Mistress Protheroe vino del pueblo.
—Perfectamente —dijo el coronel Melchett—. ¿Dice usted que fue seguidamente a la vicaría?
—Sí. La vi doblar la esquina de la casa. Supongo que el coronel no debía encontrarse todavía allí, pues regresó inmediatamente y se dirigió al estudio, aquel edificio del fondo. El vicario permitía a míster Redding utilizarlo como estudio.
—Comprendo. ¿Oyó usted un tiro, miss Marple?
—No entonces —repuso miss Marple.
—¿Lo oyó usted en otro momento?
—Sí. Parecía haber sido disparado en los bosques. Unos cinco o diez minutos más tarde. Creo que fue en los bosques. No pudo haber sido…, seguramente no fue…
Se detuvo, llena de excitación.
—Sí, sí, ya llegaremos a eso después —dijo Melchett—. Haga el favor de seguir en su relato. ¿Fue mistress Protheroe al estudio?
—Sí, entró y esperó. Algo después llegó míster Redding, que venía del pueblo. Llegó a la vicaría, miró a su alrededor…
—Y la vio a usted, miss Marple.
—No, no me vio —repuso miss Marple, sonrojándose ligeramente—, porque en aquel mismo momento yo me estaba inclinando para arreglar mis flores. Entró en el jardín y se dirigió directamente al estudio.
—¿Se acercó a la casa?
—No. señor. Fue al estudio y mistress Protheroe salió a recibirle a la puerta y después entraron ambos.
El silencio de miss Marple estaba lleno de elocuencia.
—Quizá posaba para él —sugerí.
—Puede ser —dijo miss Marple.
—¿A qué hora salieron?
—Unos diez minutos después.
—¿Qué hora sería entonces?
—El reloj de la iglesia acababa de dar la media. Cruzaron la puerta del jardín, dirigiéndose hacia el sendero, y en aquel momento el doctor Stone, que llegaba por el camino de Old Hall, se unió a ellos. Se dirigieron juntos hacia el pueblo. Al fin del sendero se les juntó alguien, que creo era miss Cram. Supongo que debió ser ella, pues sus faldas eran muy cortas.
—Debe usted poseer una vista magnífica, miss Marple, si puede ver claramente a tal distancia.
—Estaba observando un pájaro —repuso miss Marple—. Creo que era un reyezuelo de cresta dorada. Le estaba contemplando con los prismáticos y así fue cómo casualmente vi a miss Cram, si como creo se trataba de esa señorita, unirse a ellos.
—Puesto que es usted tan buena observadora, miss Marple —prosiguió el coronel Melchett—, ¿puede decirme qué expresión tenían mistress Protheroe y míster Redding cuando pasaron por el sendero?
—Sonreían y hablaban —contestó miss Marple—. Parecían muy felices de estar juntos, si comprende usted lo que quiero decir.
—¿No tenían aspecto disgustado o molesto?
—¡Oh, no! ¡Todo lo contrario!
—Muy raro —gruñó el coronel—. Hay algo extremadamente raro en este dichoso asunto.
Las palabras que miss Marple pronunció a continuación, plácidamente, nos dejaron en suspenso.
—¿Se ha acusado ahora mistress Protheroe de haber cometido el asesinato?
—¿Cómo se le ha ocurrido tal cosa, miss Marple? —preguntó el coronel Melchett, asombrado.
—Me pareció posible que ello sucediera —repuso—. Creo que también la querida Lettice lo pensaba. Es una muchacha muy inteligente, aunque temo que no sea siempre muy escrupulosa. ¡Conque Anne Protheroe dice que mató a su esposo! Bien, bien. No creo que sea verdad, aunque uno nunca puede fiarse demasiado de la gente, ¿verdad, coronel? Por lo menos, esto he averiguado por mí misma. ¿Cuándo dice ella que le asesinó?
—A las seis y veinte, después de hablar con usted.
Miss Marple meneó la cabeza lenta y comprensivamente. Creo que deploraba que dos hombres hechos y derechos como nosotros fueran lo bastante tontos como para creer aquella historia.
—¿Con qué lo mató?
—Con una pistola.
—¿De dónde la sacó?
—La trajo consigo.
—Esto no es cierto —repuso firmemente miss Marple—. Puedo jurarlo. No tenía tal arma consigo.
—Usted no pudo haberla visto.
—Claro que la hubiera visto.
—Acaso la llevaba en el bolso.
—No llevaba bolso.
—Pudo haberla escondido entre sus vestidos.
Miss Marple le miró con pena y burla.
—Mi querido coronel Melchett, ya sabe usted cómo son las mujeres jóvenes de hoy. No se avergüenzan de mostrarse sin el menor tapujo como las hizo el Creador. No llevaba ni un pañuelo escondido en la parte superior de las medias.
Melchett era tozudo.
—Debe usted admitir que todo encaja —dijo—. La hora, el reloj derribado que señalaba las seis y veintidós…
Miss Marple se volvió hacia mí.
—¿No le ha hablado usted todavía del reloj?
—¿Qué sucede con él, Clement?
Se lo conté, y expresó su disgusto.
—¿Por qué no se lo dijo a Slack anoche?
—Porque no me dejó hablar.
—Debió usted haber insistido.
—Quizá sí —repuse—. El inspector Slack le trata a usted de modo muy distinto que a mí. No pude insistir.
—Es extraordinario —dijo Melchett—. Si alguien más decide acusarse de este asesinato, haré que me encierren en un manicomio.
—Si me permite sugerir… —murmuró entre dientes miss Marple.
—¿Sí…?
—Diga usted a míster Redding lo que mistress Protheroe ha hecho y explíquele que usted realmente no cree que ella sea culpable. Después vea a mistress Protheroe y dígale que míster Redding es inocente. Entonces seguramente ambos le contarán la verdad, aunque supongo que saben muy poco de ella.
—Lo que sugiere está muy bien, pero ellos son las dos únicas personas que tenían un motivo para asesinar a Protheroe.
—Yo no diría tal cosa, coronel Melchett —repuso miss Marple.
—¡Cómo! ¿Puede usted pensar en alguien más?
—¡Oh, sí, ciertamente! —contestó, y empezó a contar con los dedos—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis…, sí, y quizá un posible séptimo. Puedo pensar por lo menos en siete personas que podrían ver con satisfacción la muerte del coronel Protheroe.
Melchett la miró, asombrado.
—¿Siete personas? ¿En St. Mary Mead?
Miss Marple asintió vivamente.
—No doy ningún nombre —repuso—. No estaría bien que lo hiciera. Pero hay mucha maldad en el mundo. Un soldado digno y honorable como usted no sabe tales cosas, coronel Melchett.
Creí que al jefe de policía le iba a dar un ataque de apoplejía.
S
US observaciones sobre miss Marple, cuando salimos de la casa, no eran precisamente elogiosas.
—Creo que esa solterona chismosa supone que sabe cuanto vale la pena saber. A lo mejor no ha salido nunca de este pueblo. ¿Qué puede ella saber de la vida?
Dije que aunque seguramente miss Marple no sabía nada de la Vida, con V mayúscula, estaba al corriente de cuanto sucedía en St. Mary Mead.
Melchett lo admitió a regañadientes. Era un testigo muy importante, especialmente para mistress Protheroe.
—Supongo que debemos creer cuanto ha dicho, ¿no opina usted así?
—Sí, si miss Marple asegura que no llevaba ninguna pistola, esté usted seguro de que así es —repuse—. Si hubiera existido la menor posibilidad de que la hubiese llevado encima, miss Marple lo habría descubierto.
—Cierto es. Vamos ahora a echar un vistazo al estudio.
El llamado estudio era un barracón con una claraboya. No había ventanas y la puerta era el único medio de entrada o salida. Después de examinarlo, Melchett anunció su intención de visitar la vicaría acompañado del inspector.
Cuando entré por la puerta principal, un murmullo de voces llegó hasta mí. Abrí la puerta de la sala de estar.
Miss Gladys Cram se hallaba sentada en el sofá, junto a Griselda, hablando animadamente. Sus piernas, enfundadas en brillantes medias rosadas, estaban cruzadas y tuve oportunidad de ver el color de sus ligas.
—Hola, Len —dijo Griselda.
—Buenos días, míster Clement —dijo miss Cram—. ¿No le parece terrible lo sucedido al coronel? ¡Pobre señor!