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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en La Fenice (14 page)

BOOK: Muerte en La Fenice
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Al llegar a lo alto de la escalera, oyeron música a su izquierda, donde estaban los tres enormes salones. Siguiendo el sonido, recorrieron un pasillo, acompañados por el borroso reflejo que les devolvían los espejos que cubrían las paredes. Las grandes puertas de roble del primer salón estaban abiertas, dejando escapar luz, música y olor a perfumes caros y a flores.

La luz que salía del salón procedía de dos inmensas lámparas de cristal de Murano llenas de juguetones ángeles y cupidos, suspendidas entre los frescos del techo, y de multitud de candelabros colocados en las paredes. La música brotaba de un trío situado discretamente en un ángulo y que interpretaba a Vivaldi en una de sus composiciones más repetitivas. Y el olor dimanaba de las mujeres que animaban el salón con sus vestidos de colores vivos y su charla más viva todavía.

Unos minutos después de verlos entrar, el conde se acercó a ellos, se inclinó para besar a Paola en la mejilla y tendió la mano a su yerno. Era un hombre que frisaba los setenta y que, lejos de tratar de disimular la calva de la coronilla, llevaba el pelo muy corto, lo que le daba aspecto de fraile estudioso. Paola había heredado sus ojos castaños y su boca grande, pero se había librado de su gran nariz, afilada proa que dominaba la cara del conde. Su smoking estaba tan bien hecho que, incluso de haber sido de color de rosa, lo primero que la gente hubiera advertido en él hubiera sido el corte.

—Tu madre está muy contenta de que hayáis podido venir los dos. —El leve énfasis aludía a la circunstancia de que ésta era la primera de sus fiestas a la que asistía Brunetti—. Espero que lo paséis bien.

—Estoy seguro —respondió Brunetti. Durante diecisiete años, había eludido dar a su suegro tratamiento alguno. No podía utilizar el título ni podía decidirse a llamarle «papá». «Orazio» le parecía una familiaridad excesiva, un rebuzno a la luna de la igualdad social. De modo que Brunetti se las arreglaba para no llamarle de ninguna manera, ni siquiera «signore». De todas formas, por vía de compromiso, los dos hombres se tuteaban, a pesar de que el «tú» no les salía con naturalidad.

El conde vio a su esposa cruzar la sala en dirección a ellos, y la llamó con una sonrisa y una seña. Ella maniobró por el salón con una combinación de gracia y habilidad social que Brunetti no pudo menos que envidiar, parándose allí a dar un beso en la mejilla, y a oprimir un brazo más acá. La condesa era un grato espectáculo, con vueltas y vueltas de perlas y metros y metros de gasa negra. Como de costumbre, calzaba zapatos puntiagudos de tacón altísimo, no obstante lo cual apenas le llegaba al hombro a su marido.

—Paola, Paola —exclamó sin disimular el gozo de ver a su única hija—. Cuánto me alegro de que por fin hayas podido traer contigo a Guido. —Se interrumpió para besar a ambos—. Da gusto veros aquí sin que sea Navidad ni haya esos horribles fuegos artificiales. —La condesa no se mordía la lengua.

—Ven, Guido —dijo el conde—. Te conseguiré una copa.

—Gracias —respondió él, y preguntó a Paola y a su madre-: ¿Os traemos algo?

—No, no.
Mamma
y yo iremos luego.

El conde de Falier cruzó el salón con Guido, parándose de cuando en cuando a intercambiar un saludo o unas palabras. En la barra, pidió champaña para él y un whisky para su yerno.

Al dar el vaso a Brunetti, preguntó:

—Supongo que habrás venido por asunto de trabajo, ¿no?

—En efecto —respondió Brunetti, alegrándose de que su suegro no se anduviera por las ramas.

—Bien. Entonces no he perdido el tiempo.

—¿Cómo dices?

Después de saludar con un movimiento de cabeza a una mujer enorme que acababa de entronizarse delante del piano, el conde dijo:

—Sé por Paola que te han encargado del caso Wellauer. Un crimen como ése es malo para la ciudad. —El conde no pudo reprimir un gesto de reprobación contra el músico, por haberse dejado matar y, lo que era peor, en plena temporada de ópera—. Así pues, cuando me enteré de que Paola había llamado para decir que esta noche vendríais los dos, hice unas cuantas llamadas telefónicas. Supuse que querrías saber algo de sus finanzas.

—Exactamente. —¿Había alguna información que este hombre no pudiera conseguir marcando un número de teléfono?—. ¿Puedo saber qué has averiguado?

—Que no era tan rico como se creía. —Brunetti se quedó esperando que esta apreciación fuera traducida a números. Era evidente que él y el conde tenían conceptos distintos de la riqueza—. Todo su patrimonio, valores y fincas, no excederá probablemente los diez millones de marcos alemanes. Tenía cuatro millones de francos en Suiza, en el Union de Lugano, pero dudo que las autoridades fiscales alemanas lleguen a saber algo de eso. —Mientras Brunetti calculaba que él tardaría aproximadamente trescientos cincuenta años en ganar esa suma, el conde agregó-: Sus ingresos por actuaciones y grabaciones deben de ascender a tres o cuatro millones de marcos al año.

—Comprendo —dijo Brunetti—. ¿Y el testamento?

—No he podido conseguir una copia —dijo el conde con aire de disculpa. Puesto que no hacía más que dos días que había muerto el maestro, Brunetti consideró que podía disculpar el fallo—. Pero su fortuna se divide a partes iguales entre sus hijos y su esposa. De todos modos, parece que trató de ponerse en contacto con sus abogados unas semanas antes de su muerte; nadie sabe por qué, ni si era en relación con el testamento.

—¿Cómo que «trató de ponerse en contacto»?

—Llamó al bufete de sus abogados en Berlín, pero al parecer la línea estaba mal, y no volvió a llamar.

—¿Alguna de las personas con las que has hablado ha dicho algo de su vida privada?

La copa que el conde se llevaba a los labios se paró con brusquedad y el champaña le salpicó la solapa del smoking. El hombre miró a Brunetti con asombro, como si de pronto acabaran de confirmarse todas las sospechas que había abrigado durante casi dos décadas.

—¿Me tomas por un espía?

—Perdona —dijo Brunetti, dando su pañuelo a su suegro para que se secara la solapa—. Es deformación profesional.

—Comprendo —dijo el conde, aunque su tono lo desmentía—. Voy a ver si encuentro a Paola y a su madre. Se marchó, guardándose el pañuelo, que Brunetti temía que sería devuelto, lavado y almidonado, por mensajero especial.

Brunetti se apartó de la barra y se sumergió en el mar de gente, iniciando su propia búsqueda de Paola. Conocía a muchas de las personas que estaban en el salón, pero indirectamente. Aunque a la mayoría no les había sido presentado, estaba al corriente de su vida y milagros, sus escándalos y sus asuntos, tanto profesionales como sentimentales. Una parte de esta información la debía a su condición de policía y otra, y no la menor, al hecho de vivir en lo que en realidad era una ciudad provinciana donde se rendía culto al chismorreo. De no ser Venecia una ciudad cristiana, la divinidad imperante hubiera sido el Rumor.

Durante los cinco minutos que Brunetti tardó en encontrar a Paola, intercambió saludos con varias personas y rechazó varios ofrecimientos de otra copa. La condesa había desaparecido de la circulación; sin duda su esposo le había advertido del riesgo de infección moral que acechaba en el salón.

Paola se acercó, se colgó de su brazo y le susurró al oído:

—He encontrado lo que deseas.

«¿La forma de salir de aquí?», dijo él, aunque sólo para sus adentros. Con su mujer practicaba cierta reserva.

—¿Qué has encontrado?

—El eco de todos los comadreos. Fuimos juntos a la universidad.

—¿Quién? ¿Dónde está? —preguntó él, mirando en derredor con interés por primera vez en toda la noche.

—Está ahí, junto al balcón.

Ella le dio un leve codazo y señaló con el mentón a un hombre que estaba al otro lado del salón, junto al balcón central que daba al canal. El hombre parecía tener la misma edad que Paola, pero había llegado a ella por un camino más accidentado. A aquella distancia, Brunetti distinguió una barbita moteada de gris y un smoking que parecía de terciopelo.

—Ven; os presentaré —dijo Paola, tirándole del brazo para llevarlo hacia el hombre, que sonrió al ver acercarse a Paola. Tenía la nariz aplastada, como si se la hubieran roto hacía tiempo, y los ojos tristes, como si también le hubieran roto el corazón. Parecía un estibador que escribiera versos.

—Ah, la bella Paola —dijo el hombre al verla llegar. Se pasó el vaso a la mano izquierda, estrechó la de Paola con la derecha y se inclinó a besar el aire a un centímetro de sus dedos—. Y éste debe de ser el famoso Guido, acerca del cual nos hartábamos de oírte hablar hace más años de lo que sería discreto recordar. —Estrechó con fuerza la mano de Brunetti, sin tratar de disimular el interés con que le inspeccionaba.

—Basta, Dami, y deja de mirar a Guido como si fuera un cuadro.

—La fuerza de la costumbre, tesoro, escudriñar todo lo que se me pone delante. Es posible que hasta le quite la chaqueta para buscar la etiqueta.

Brunetti no entendía nada, y su desconcierto debía de ser evidente, porque el hombre se apresuró a explicar:

—Al parecer, Paola no piensa presentarnos porque ha decidido mantener en secreto nuestro pasado. —Antes de que Brunetti pudiera reaccionar a la insinuación, prosiguió-: Soy Demetriano Padovani, antiguo condiscípulo de tu bella esposa y, en la actualidad, crítico de arte. —Hizo una pequeña reverencia.

Al igual que la mayoría de italianos, Brunetti conocía el nombre. Era el brillante nuevo crítico de arte, terror de pintores y galeristas. Paola y él solían leer sus críticas con regocijo, pero no sabía que hubieran estudiado juntos.

—Tengo que pedirte disculpas, Guido, si me permites que te tutee, llevado por la creciente ola de promiscuidad social y lingüística que nos arrastra, porque he de confesar que te he odiado durante muchos años. —Observó con evidente placer la perplejidad de Brunetti—. En aquel lejano pasado estudiantil, todos estábamos enamorados de tu Paola y nos devoraban los celos y, lo confieso, el odio por el tal Guido, que parecía haber llegado de otra galaxia para robárnosla. Primero, fue querer saber quién era. Después, la pregunta: «¿Me invitará a salir?», que enseguida se convirtió «¿Crees que le gusto?», hasta que la mayoría de nosotros, a pesar de lo mucho que queríamos a la pobrecita, de buena gana la hubiéramos estrangulado y arrojado a un canal, para no tener que seguir oyéndola hablar de su Guido y poder preparar los exámenes en paz. —Saboreando la evidente incomodidad de Paola, prosiguió-: Y entonces se casó con él. Es decir, contigo. Y todos nos alegramos, porque no hay remedio más eficaz para los excesos del amor… —aquí hizo una pausa para beber— …que el matrimonio. —Satisfecho al ver que Paola se sonrojaba y Brunetti buscaba con la mirada otra copa, dijo-: Es una suerte que te casaras con Paola, Guido, o ninguno de nosotros, que bebíamos los vientos por ella, hubiera aprobado el examen.

—Ese era mi único objetivo al casarme con ella —respondió Brunetti.

Padovani comprendió.

—Por ese acto de misericordia, permíteme que te ofrezca una copa. ¿Qué quieres?

—Escocés para los dos —respondió Paola—. Pero vuelve pronto. Quiero hablar contigo.

Padovani inclinó la cabeza con falsa sumisión y se fue en busca de un camarero, moviéndose entre la multitud como un yate real de la cortesía. Al momento estaba de regreso, con tres vasos.

—¿Aún escribes para
L'Unitá
? —le preguntó Paola cuando él le entregó el vaso.

Al oír el nombre del periódico, Padovani encogió el cuello con festivo gesto de horror y paseó por el salón una mirada de conspirador. Después de un teatral siseo, les hizo seña de que se acercaran y susurró:

—No se os ocurra pronunciar ese nombre en este salón, o tu padre dirá a los criados que me echen de su casa. —Aunque el tono de Padovani dejaba claro que bromeaba, Brunetti intuyó que andaba más cerca de la verdad de lo que imaginaba.

El crítico irguió la espalda, bebió un sorbo y, cambiando a un tono casi declamatorio, dijo:

—Paola, hermosa mía, ¿es posible que hayas renegado de nuestros ideales de juventud y que ya no prestes oídos a la voz proletaria del Partido Comunista? Perdón —rectificó—, el Partido Democrático de la Izquierda. —Varias cabezas se volvieron al oír el nombre, pero él continuó-: Válgame Dios, no me digas que has aceptado tu edad y ahora lees el
Corriere
o, peor,
La Repubblica
, la voz de la maltratada clase media, camuflada de voz de maltratada clase obrera.

—No; nosotros leemos
L’Osservatore Romano
—dijo Brunetti, nombrando el órgano oficial del Vaticano, que seguía arremetiendo contra el divorcio, el aborto y el pernicioso mito de la igualdad de la mujer.

—Muy loable —elogió Padovani con voz meliflua—. Pero, si leéis tan brillantes páginas, ignoraréis que, en mi modestia, soy la voz del juicio artístico que habla a la esforzada masa. —Bajó el tono y prosiguió, imitando perfectamente la lúgubre entonación con que los presentadores de la RAI anunciaban la última crisis de gobierno—. Soy el representante del honrado trabajador. En mí podéis ver al crítico de la voz áspera y las manos encallecidas que busca los valores del auténtico arte proletario en medio del caos moderno. —Movió la cabeza en mudo saludo a una figura que pasaba y prosiguió-: Me parece una lástima que desconozcáis mi trabajo. Quizá os mande una copia de mis últimos artículos. Por desgracia, no los llevo encima, pero hasta los genios tienen que manifestar un poco de humildad, aunque sea falsa. —Todos habían empezado a divertirse, por lo que continuó en la misma vena-: Mi último trabajo predilecto es un primoroso artículo que escribí el mes pasado sobre una exposición de arte contemporáneo cubano… ya sabéis, tractores y piñas sonrientes. —Hizo una mueca de angustia, hasta que recordó las palabras exactas de su crítica—. Yo ensalzaba…, ¿cómo lo decía…?, «la perfecta simetría entre el refinamiento de la forma y la integridad conceptual». —Se inclinó para susurrar al oído de Paola, pero de modo que Brunetti pudiera oírlo claramente-: Lo saqué de una crítica de unas xilografías polacas que escribí hace dos años, en la que, si la memoria no me es infiel, elogiaba «la refinada simetría del concepto integrador».

—¿Y vistes así cuando trabajas? —preguntó Paola mirando el smoking de terciopelo.

—Veo que sigues tan deliciosamente malintencionada, Paola —rió él, inclinándose para darle un leve beso en la mejilla—. No, ángel; no me parece oportuno mostrar esta opulencia en los medios de la clase trabajadora. Me pongo una indumentaria más acorde, por ejemplo, un pantalón que no usaría ni el marido de mi criada y una chaqueta que mi sobrino iba a dar a los pobres. Y tampoco —agregó, levantando una mano para impedir interrupciones o preguntas— voy en el Maserati. Me parece que desentonaría. Además, en Roma el aparcamiento está fatal. Durante una temporada, resolví el problema del transporte tomando prestado el Fiat de la criada. Pero lo encontraba cubierto de multas de aparcamiento y luego tenía que perder horas invitando a almorzar al comisario de policía para que me las quitara. Ahora, simplemente, tomo un taxi en la puerta de mi casa y me apeo en la esquina del periódico, entrego mi artículo semanal, despotrico sobre la injusticia social y luego voy a una
pasticceria
, como un buen pastel, regreso a casa, tomo un baño caliente y leo a Proust.

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