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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en La Fenice (13 page)

—¿Y cuándo fue eso?

—Cuando llegamos. Preguntamos si podíamos echar una mirada al apartamento y a las cosas del maestro. Por su manera de contestarnos, me refiero a la
signora
, me pareció que la idea no le hacía ninguna gracia. Pero nos dijo que sí, y entonces llamó a la criada y le pidió que nos acompañara. Fue entonces, cuando hablaban ellas dos, cuando la criada me pareció, no sé, retraída. Después, con nosotros, estuvo más normal. No es que nos demostrara una gran simpatía; al fin y al cabo, es belga. Pero estaba como más relajada que con ella.

—¿Volvieron ustedes a hablar con la
signora
?

—Al marcharnos, señor, cuando ya teníamos los papeles. No le gustó que nos los lleváramos. Fue sólo una mirada, pero es la impresión que nos dio. Le preguntamos si podíamos llevárnoslos. Teníamos que preguntárselo, es el reglamento.

—Sí, ya lo sé —respondió Brunetti—. ¿Algo más?

—Sí —intervino Riverre.

—¿Qué?

—No le importó que mirásemos la ropa y los armarios. Hizo que nos acompañara la criada. Pero cuando entramos en la otra habitación, entonces vino ella con nosotros y dijo a la criada que esperase fuera. No le gustaba que mirásemos aquello, señor, papeles y demás.

—¿Y qué clase de papeles eran?

—Parecían cosas oficiales, señor. Estaba todo en alemán y lo trajimos aquí para que los tradujeran.

—Sí, ya he visto el informe. ¿Y qué ha pasado con los papeles después de traducidos?

—No lo sé, señor —respondió Alvise—. O los tiene todavía la traductora o han sido devueltos.

—Riverre, ¿quiere enterarse, por favor?

—¿Ahora, señor?

—Sí, ahora.

—Sí, señor. —El agente esbozó algo parecido a un saludo y se separó del bar con deliberada lentitud.

—Eh, Riverre —dijo el comisario, y Riverre dio media vuelta, con la esperanza de ahorrarse el paseo hasta la
questura
y los dos tramos de escaleras—. Si los papeles todavía están aquí, que los suban a mi despacho.

Brunetti tomó uno de los brioches que estaban en el plato, lo mordió e hizo seña a Arianna de que le pusiera otro café.

—¿Observó algo más mientras estaban en la casa? — preguntó a Alvise.

—¿Como qué, señor? —Como si no pudieran haber visto más que aquello que habían sido enviados a buscar.

—No sé, algo. Antes se ha referido a la tensión que había entre las dos mujeres. ¿Hizo algo extraño alguna de ellas?

Alvise reflexionó, dio un mordisco a un brioche y respondió:

—No, señor —Al ver la decepción de Brunetti, agregó-: Sólo cuando nos llevamos los papeles.

—¿Tiene idea del porqué?

—No, señor. Sólo sé que estaba diferente de cuando mirábamos sus efectos personales, como si eso no importara. Yo imagino que a la gente no ha de gustarle que alguien ande husmeando en las ropas de otra persona. Pero los papeles no son más que papeles. —Al ver que su último comentario había despertado claramente el interés de Brunetti, se sintió más comunicativo—. Quizá se deba a que él era un genio. Claro que yo de esa música no entiendo. —Brunetti se preparó para lo inevitable—. La única cantante a la que conozco personalmente es Mina, y ella nunca ha cantado con el maestro. Pero, como le decía, siendo él tan famoso, esos papeles debían de ser importantes. Tal vez en ellos había cosas acerca de, en fin, ya sabe música.

Entonces volvió Riverre.

—Lo siento, señor, pero los papeles han sido devueltos.

—¿Cómo? ¿Por correo?

—No, señor. Los llevó personalmente la traductora. Dijo que probablemente la viuda los necesitaría.

Brunetti se apartó de la barra, sacó el billetero y puso diez mil liras encima del mostrador antes de que sus dos uniformados acompañantes pudieran protestar.

—Gracias, señor —dijeron ambos.

—No hay de qué.

Cuando dio media vuelta para marcharse, ninguno de los dos hizo señal de querer acompañarle, pero ambos saludaron.

El portero le dijo que el
vicequestore
Patta quería verlo inmediatamente en su despacho.


Gesú Bambino
—musitó Brunetti para sí, expresión que había aprendido de su madre, quien, al igual que él, sólo la utilizaba cuando se sentía a punto de perder los estribos.

Llamó a la puerta de su jefe y esperó puntillosamente voz de
«Avanti!»
antes de entrar. Tal como esperaba, encontró a Patta instalado detrás del escritorio, con una colección de carpetas abiertas ante sí. Durante un momento, su superior no se dio por enterado de su presencia y siguió leyendo el papel que tenía en la mano. Brunetti se dedicó contemplar las huellas de una antigua pintura al fresco con la que en otro tiempo se había adornado el techo. Patta levantó la mirada bruscamente, fingió sorpresa al ver allí a Brunetti y preguntó:

—¿Dónde estamos?

Brunetti imitó la aparente perplejidad de Patta, como si la pregunta le pareciera extraña pero prefiriera disimular.

—En su despacho, señor.

—No, no, ¿dónde estamos en la investigación del caso? —Señaló una de las sillas doradas colocadas delante del escritorio, tomó la pluma y se puso a golpear con ella la mesa.

—He hablado con la viuda y con dos de las personas que estuvieron en el camerino. He hablado con el forense y conozco la causa de la muerte.

—Todo eso ya lo sé —dijo Patta, acelerando el ritmo de los golpecitos y sin hacer ningún esfuerzo por disimular su irritación—. En otras palabras, ¿no ha descubierto nada importante?

—Sí, señor; creo que así es.

—Mire, Brunetti, he pensado mucho en esta investigación y creo que sería conveniente retirarle a usted del caso. —La voz de Patta estaba cargada de amenaza, como si se hubiera pasado la noche leyendo a Maquiavelo.

—Sí, señor.

—Imagino que podría encomendarlo a otro. Quizá entonces empezáramos a adelantar.

—Me parece que Mariani está disponible en este momento.

Patta tuvo que recurrir a todo su poder de autodominio para no hacer una mueca de desagrado al oír nombrar al más joven de los otros dos comisarios de policía, hombre de carácter intachable y estupidez impenetrable, que había conseguido el nombramiento como parte de la dote de su esposa, sobrina del anterior alcalde de la ciudad. Brunetti sabía que su otro colega estaba investigando el tráfico de drogas en el puerto de Marghera.

—O quizá podría encargarse de la investigación usted mismo —apuntó, agregando con irritante demora-: señor.

—Por supuesto, siempre cabe esa posibilidad —dijo Patta, que, o no captó la falta de respeto u optó por hacer caso omiso. Sacó del cajón de la mesa un paquete de cigarrillos rusos de papel oscuro e insertó uno en su boquilla de ónice. Qué bonito, pensó Brunetti, el color hace juego y todo—. Le he hecho venir porque he recibido varias llamadas telefónicas de la prensa y de Altos Cargos —dijo, recalcando las mayúsculas—. Y están muy preocupados por la falta de resultados de sus investigaciones. —Ahora recalcó el «sus» para que no hubiera duda de a quién se refería. Expulsó el humo delicadamente y miró a Brunetti sin pestañear—. ¿Me ha oído? No están satisfechos.

—Es natural, señor. Tengo a un genio muerto y nadie a quien echar la culpa.

¿Eran figuraciones, o había visto a Patta mover los labios repitiendo la frase en silencio, preparándose quizá para dejarla caer él mismo a la hora del almuerzo?

—Sí, exactamente —dijo Patta. Sus labios volvieron a moverse—. Nadie a quien echar la culpa. —Su voz se hizo más grave-: Quiero que esto cambie. Quiero tener a quien echar la culpa.

Brunetti nunca había oído a su jefe expresar su concepto de la justicia con tanta claridad. Quizá el propio Brunetti dejara caer esta frase a la hora del almuerzo.

—De ahora en adelante, Brunetti, quiero un informe por escrito encima de mi mesa cada mañana antes de las… —hizo una pausa, tratando de recordar a qué hora se abría el despacho—…las ocho —dijo, acertando.

—Sí, señor. ¿Eso es todo? —A Brunetti le era indiferente que el informe tuviera que ser oral o escrito; no tendría nada que decir hasta que pudiera hacerse una idea más clara de la personalidad del asesinado. Ahí estaba siempre la respuesta, se tratara o no de un genio.

—No; eso no es todo. ¿Qué piensa hacer hoy?

—Ir al funeral. Es dentro de veinte minutos. Y quiero revisar personalmente sus papeles.

—¿Y nada más?

—Nada más, señor.

—No me sorprende que no adelantemos nada —bufó Patta.

Esto parecía señalar el fin de la entrevista, y Brunetti se encaminó hacia la puerta, mientras se preguntaba cuánto trecho podría recorrer antes de que Patta le recordara lo del informe por escrito. Calculó que aún le quedaban tres pasos para llegar a la puerta cuando oyó:

—No lo olvide, a las ocho de la mañana.

La conversación con Patta impidió a Brunetti llegar a la iglesia de San Moisé hasta casi las diez. La góndola negra que transportaba el féretro y las flores ya estaba amarrada a un lado del canal, y tres hombres vestidos de azul colocaban el ataúd en la plataforma metálica con ruedas que utilizarían para llevarlo hasta la puerta de la iglesia. Entre la multitud que se agolpaba delante del templo, Brunetti distinguió caras conocidas de la sociedad veneciana, además de los consabidos periodistas y fotógrafos, pero no a la viuda, que ya debía de haber entrado en la iglesia.

Cuando los tres hombres llegaron a las puertas, se unió a ellos un cuarto hombre y, entre todos, levantaron el féretro, se lo cargaron sobre los hombros con la seguridad que da la práctica y subieron los dos peldaños del templo. Brunetti estaba entre los que les siguieron al interior y observó cómo llevaban el féretro por el pasillo central y lo depositaban en un soporte bajo, situado al pie del altar mayor.

Brunetti se sentó en el extremo de un banco, al fondo de la abarrotada iglesia. Con dificultad, por entre las cabezas de la gente, veía la primera fila, donde estaba la viuda, vestida de negro, entre un hombre y una mujer de pelo gris, probablemente las mismas personas que estaban con ella en el teatro. En segunda fila, sola en el banco, estaba otra mujer vestida de negro, la criada, supuso Brunetti. A pesar de que no esperaba mucho del oficio religioso, le sorprendió su austeridad. Lo más extraordinario era la total ausencia de música. Ni órgano había. Las fórmulas familiares flotaban sobre las cabezas de los asistentes, se hacían las aspersiones y se daban las bendiciones de rigor. La misa fue, pues, sencilla y breve.

Brunetti esperó al extremo del banco a que sacaran el féretro y saliera la presidencia del duelo. Fuera, crepitaron los flashes, y los periodistas rodearon a la viuda, que se encogió sobre sí misma, arrimándose al anciano que la acompañaba.

Sin vacilar, Brunetti se abrió paso entre la gente y tomó el otro brazo de la mujer. Reconoció a varios de los fotógrafos, vio que sabían quién era y les ordenó que se apartaran. Los que habían rodeado a la viuda retrocedieron dejando el paso libre hasta las embarcaciones que aguardaban al lado del
campo
. Sosteniendo a la mujer, la llevó hasta el barco, la ayudó a subir y entró detrás de ella en la cabina del pasaje.

La pareja que estaba en el teatro se reunió con ella en la cabina. La mujer de pelo gris le rodeó los hombros con el brazo, mientras el hombre, sentado a su lado, se limitaba a oprimirle la mano. Brunetti se situó en la puerta de la cabina y observó cómo la góndola mortuoria soltaba amarras y, lentamente, subía por el estrecho canal. Cuando estuvieron a una distancia segura de la iglesia y de la gente, volvió a entrar en la cabina.

—Gracias —dijo la
signora
Wellauer sin disimular el llanto.

Él nada tenía que decir.

El barco salió al Gran Canal y viró a la izquierda, hacia San Marco, por donde había que pasar para ir al cementerio. Brunetti volvió a la puerta y se quedó mirando hacia afuera, apartando su mirada de intruso de aquella escena de dolor. Por su lado pasó flotando el
campanile
, seguido del palacio ducal, con su estructura rectangular, y todas aquellas cúpulas airosas y alegres. Cuando se acercaban al canal del Arsenale, Brunetti subió a cubierta pidió al piloto que parara en el embarcadero del Palasport. Entonces volvió a la cabina y oyó que sus tres ocupantes conversaban en voz baja.


Dottor
Brunetti —dijo la viuda.

Él la miró desde la puerta.

—Quiero darle las gracias. Hubiera sido terrible la salida de la iglesia.

Él asintió. El barco empezó el amplio viraje hacia la izquierda que los llevaría al canal del Arsenale.

—Me gustaría volver a hablar con usted —dijo el comisario—. A su conveniencia.

—¿Es necesario?

—Creo que sí.

El motor zumbó en un tono más grave y el barco se acercó al embarcadero situado a la derecha del canal.

—¿Cuándo?

—¿Mañana?

Si ella se sorprendió o los otros se ofendieron, nadie lo delató.

—Está bien —dijo—. Venga por la tarde.

—Gracias —respondió Brunetti. El barco cabeceaba frente al embarcadero. Nadie le contestó y él salió de la cabina, saltó a la plataforma de madera y siguió con la mirada a la embarcación hasta que ésta se reincorporó al cortejo que seguía a la góndola negra hacia las aguas más profundas de la laguna.

CAPÍTULO XII

Al igual que la mayoría de los
palazzi
del Gran Canal, el
palazzo
Falier había sido diseñado para que se llegara a él en barco, y los invitados tenían que subir los cuatro escalones de poca alzada que partían del embarcadero. Pero hacía tiempo que este acceso estaba cerrado por una gruesa verja que sólo se abría para la descarga de objetos de gran tamaño. En la decadente época actual, los invitados llegaban a pie desde Cá Rezzonico, la parada de
vaporettos
más próxima, o desde otros puntos de la ciudad.

Brunetti y Paola fueron andando, pasando por delante de la universidad y
campo
San Barnaba, donde torcieron a la izquierda por un estrecho canal al que se abría una de las puertas laterales del
palazzo
.

Tocaron el timbre y les hizo pasar al patio un joven al que Paola no había visto nunca. Probablemente, un criado contratado para aquella noche.

—Menos mal que no lleva librea y peluca —comentó Brunetti mientras subían la escalera exterior. El joven no se había preocupado de preguntar quiénes eran ni si estaban invitados. O bien se había aprendido de memoria la lista de invitados o, lo que era más probable, no le importaba quién entrara en el
palazzo
.

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