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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (7 page)

Sin embargo no vaciló; se dirigió hacia el altar y se detuvo ante él, en medio de la basura. Nosotros lo seguimos, y Judas alzó al brazo para arrojar al suelo la cabeza.

-Déjala -dijo fríamente el adón.

Juan comenzó a pronunciar, suavemente, la oración por los muertos, pero el adón lo interrumpió bruscamente.

-¡Aquí no! ¿Rezas la oración por los muertos aquí?

Pasaban los minutos y él seguía allí, de espaldas a nosotros. Finalmente se volvió, con mucha lentitud. La impasibilidad de su rostro me llenó de asombro. Echó hacia atrás la capa, y la brillante luz del sol, que entraba por el techo, refulgió en su clara chaqueta de seda. Su barba era completamente blanca, así como sus largos cabellos. Nos miró con serenidad, paseando la vista de un rostro al otro, como si buscara tranquilamente cierta cualidad que estaba seguro de encontrar. Por último fijó la mirada en Judas.

-Hijo mío -dijo suavemente.

-Di, padre -respondió Judas.

-Cuando purifiques este sitio, hazlo bien.

-Sí, padre -murmuró Judas.

-Tres veces con lejía, como dice la ley. Tres veces con ceniza.

Y tres veces con arena fría, limpia del río Jordán.

-Si, padre –dijo Judas, con voz apenas audible, los ojos húmedos de lágrimas.

-Y otras tres veces con agua fría, con amoroso desvelo.

-Sí, padre.

Luego el adón se aproximó a Juan y lo besó en la boca; luego me besó a mi; después a Judas, a Eleazar y a Jonatás.

-No tenemos nada más que hacer aquí -dijo enseguida-. Volvamos a casa.

Salimos del Templo, pero en la puerta el adón se detuvo, aferró del brazo a uno de los levitas y le dijo:

-¿Dónde vivís?

-En el acra -respondió el hombre retrocediendo.

-¿Hay otros judíos allí?

-Sí.

-¿Cuántos?

-Unos dos mil.

-¿Hombres ricos? -prosiguió el adón-. ¿Propietarios? ¿Cultos?

-Sí..., cultos -asintió el levita.

-Una isla de la cultura occidental -dijo el adón suavemente-. Un trozo de Atenas en la tierra de los judíos, ¿no es así?

El levita asintió, sin saber de qué modo interpretar la actitud amable del adón.

-¿Son amigos del rey de reyes?

-Si -dijo el levita-, son amigos del rey de reyes.

-Muy bien. Allí están a salvo, dentro de muros seguros y con diez mil mercenarios para protegerlos de las mal alimentadas iras de su pueblo. Menelao, el gran sacerdote, ¿está con ellos?

-Sí.

-Dile a Menelao que Matatías ben Juan ben Simón vino de Modín a saborear la gloria de la civilización, y que trajo consigo a sus cinco hijos. Dile que algún día volveremos.

Y regresamos a Modín.Primera parte

El viejo, el adón

Ni siquiera del viejo, de mi padre, el adón, puedo decir nada sin hablar antes de Judas. Yo era tres años mayor que él, pero entre todos los recuerdos de mi infancia no hay ninguno en el que no esté presente judas. Mi hermano mayor, Juan, era amable, gentil y bueno, pero poco indicado para lidiar con los cuatro diablos que éramos nosotros; por lo que de los cinco el viejo me consideraba a mí, Simón, como responsable, y siempre me pedía razones a mí. No era oportuno que yo dijera: «¿Soy acaso el guardián de mi hermano?». Porque lo era; y yo era siempre el que pagaba la cuenta.

Sin embargo, era Judas el que realmente nos dirigía, y yo recurría a él como mis demás hermanos.

¿Cómo podría describir a Judas, que fue el primero de los hermanos en ser llamado Macabeo, de modo que recibió lo que le correspondía por derecho propio y nosotros solamente las sobras? Sin embargo, lo curioso es que hay otras imágenes que perduran en mi memoria con mayor nitidez, después de tanto tiempo: la de Eleazar, corpulento como un toro, con su ancho rostro sonriente; la de Jonatás, pequeño, delgado y vigoroso, garboso como una niña, pero tan brillante y calculador como Eleazar era honesto y sencillo; y hasta la de Ruth, tal como era entonces, alta y flexible, con sus pómulos salientes y su abundante cabellera roja, aunque no era simplemente roja como acabo de decir, sino que refulgía como el sol. Con Judas no pasa lo mismo; no tengo ningún recuerdo en el que no se encuentre Judas, y a la vez ningún recuerdo exclusivo de él, y sobre el particular hablé una vez con un viejo, un rabí que sabía muchas cosas pero ignoraba su propia edad, perdida en el pasado. La gente, me dijo, la especie humana, es la encarnación del mal, de modo que cuando en un hombre brilla el bien es como un destello enceguecedor de Dios mismo. Eso no lo sé; tendría algo que decir antes de estar de acuerdo con él; pero sin duda sería más fácil describir a Judas si hubiese sido como los otros hombres.

Judas no era como los demás. Alto y esbelto, más alto que todos nosotros, excepto yo, tenía ese cabello castaño tan frecuente en nuestro linaje, que es el de los kohanim1, aunque la mayoría somos pelirrojos, como yo, y como era Ruth; hubo sin embargo kohanim que fueron altos y de ojos azules, y tan esbeltos y hermosos como Judas. Pero hay hombres hechos de flaquezas, como decía el rabí, y es por las flaquezas por las que se conoce a los hombres, como veremos.

En aquel entonces vivíamos en Modin, una pequeña aldea situada junto al camino que va de la ciudad al mar; no es el camino principal, que corre de sur a norte y que es más antiguo que la memoria del hombre, sino una de esas pequeñas sendas que serpentean por las colinas, parten de los bosques de cedros y abetos doblados por el viento, atraviesan el valle y vuelven a entrar en la ancha faja boscosa que corre junto a la costa. La aldea estaba a un día de camino de la ciudad, y había en ella, en total, unas cuatrocientas almas que vivían en humildes casas de adobe. No tenía nada de particular, Modín; era una aldea como hay mil en todo el país, algunas más grandes, otras más pequeñas, pero todas muy parecidas entre sí.

Nosotros somos un pueblo de aldeas, con la sola excepción de esta ciudad en la que escribo ahora estas líneas; y en eso, como en centenares de cosas más, somos diferentes de todos los demás pueblos. Porque en otros países hay dos categorías, y solamente dos: amos y esclavos. Los amos, con el número de esclavos que necesitan para servirles, viven en ciudades amuralladas; los esclavos viven en el campo, en chozas de barro y zarzas apenas más grandes que hormigueros. Cuando los amos tienen que hacer la guerra, contratan grandes ejércitos de mercenarios, y luego puede suceder que los esclavos de las chozas de barro cambien o no de amos; no tiene mayor importancia, porque fuera de las ciudades los hombres son como animales y menos incluso; semidesnudos, escarban la tierra para que los amos puedan nutrirse; no leen ni escriben; no sueñan, no tienen esperanzas, mueren y procrean...

No digo esto porque esté orgulloso de que seamos diferentes, de que seamos el único pueblo que no vive en ciudades amuralladas.

No lo digo por orgullo... ¿cómo podría sentir orgullo y decir la bendición: «Nosotros fuimos esclavos en Egipto»? No lo digo por orgullo, sino para que comprendan los no judíos que lean estas líneas cómo somos nosotros los judíos. ¡Y aun así hay tanto que no puedo explicar!

Lo único que puedo hacer es contar la historia de mis gloriosos hermanos y esperar que surja algo del relato. Puedo decir que en aquel entonces en Modin el camino discurría por entre dos hileras de casas de adobe, desde la casa, situada en un extremo, de Rubén el herrero (aunque muy poco hierro conseguía trabajar), hasta la casa de Melek, el mohel,2 padre de nueve niños, en el otro extremo.

Entre una y otra había veintitantas casas a cada lado del camino, viejas, venerables y asoleadas en invierno; cubiertas, en primavera y verano, de estupendas rosas y madreselvas, con cestas de pan caliente en los umbrales, y queso fresco colgado junto a las puertas; y luego, en otoño, festoneadas de frutas secas, como doncellas que van a bailar adornadas de collares. La calle estaba llena de pollos y cabras, y también de niños (pero eso cambió, como veremos); las madres que criaban charlaban sentadas junto a las puertas de sus casas, mientras aguardaban a que se enfriara el pan y a que regresaran los maridos de los campos.

En Modín éramos labradores, como lo somos en otras mil aldeas de todo el país; la nuestra reposaba como una pepita de oro en medio de los viñedos, los trigales, las higueras y los sembrados de cebada.

No hay en ninguna parte del mundo una tierra tan rica como la nuestra, pero no hay tampoco en ninguna parte del mundo otro pueblo cuyos integrantes labren sus propios campos como hombres libres. No es de extrañar, por lo tanto, que de las muchas cosas que hablábamos en Modín, habláramos más que nada de libertad.

Mi padre era Matatías ben Juan ben Simón, el adón. Siempre fue adón; en algunas aldeas uno es adón durante un año y al año siguiente lo es otro. Pero mi padre era adón desde tiempo inmemorial. Aun cuando pasaba gran parte del año en la ciudad, al servicio del Templo (porque, como he dicho antes, nosotros somos kohanim, de la tribu de Levi y de la estirpe de Aarón), seguía siendo adón en Modín.

Nosotros lo sabíamos. Era nuestro padre, pero era el adón; y después de la muerte de mi madre, que falleció cuando yo tenía doce años, fue cada vez menos nuestro padre y cada vez más el adón.

Recuerdo que poco tiempo después realizó uno de sus periódicos viajes al Templo, llevándonos a los cinco consigo por primera vez.

No guardo recuerdo alguno del Templo, ni de la ciudad, ni de la gente de la ciudad, anterior a esa visita; sin embargo, han quedado grabados en mi memoria todos los detalles de ese viaje; y también, por cierto, de la última excursión que hicimos al Templo, los seis, pocos años más tarde.

Nos despertó antes del alba, cuando todavía era noche cerrada, arrancándonos de los jergones mientras nosotros gemíamos, protestábamos y pedíamos que nos dejara dormir un poco más. Era alto, serio, de mirada sombría, la barba roja salpicada de gris, con alguna que otra pincelada totalmente blanca, los brazos imponentes por su robustez. Estaba completamente vestido, con un largo pantalón y un chaleco blancos y una hermosa chaqueta azul claro, que llevaba ajustada en la cintura con un ceñidor de seda y con las anchas mangas recogidas hacia arriba. La abundante cabellera le caía por detrás casi hasta la cintura, y la barba, descuidada, se le desplegaba sobre el pecho como un espléndido abanico. Jamás en mi vida he visto o conocido a un hombre como mi padre, como Matatías. En mis primeras imágenes de Dios su figura lo sustituía. Matatías era adón, Dios era Adonái; yo los reunía, y a veces, que Dios me perdone, todavía lo hago.

Somnolientos, excitados y aterrados por la perspectiva del viaje, nos vestimos apresuradamente, salimos al frío del patio a lavarnos, volvimos y engullimos las tortas calientes que Juan había preparado.

Nos peinamos, nos envolvimos en nuestras largas capas de lana rayadas, como había hecho el adón, y salimos tras él; cinco enanos listados de negro, y un gigante. La aldea comenzaba apenas a despertarse cuando el adón la atravesó majestuosamente, seguido uno a uno por nosotros; primero Juan, después yo, Simón; después Judas, Eleazar y, finalmente, la pequeña y jadeante figura de Jonatás, que sólo tenía ocho años de edad.

De ese modo yo y mis hermanos marchamos con el adón cuesta arriba y cuesta abajo, por lomas y por valles, y recorrimos trece millas, largas, duras y pesadas, para llegar hasta las puertas de la ciudad santa, la única ciudad que llamamos nuestra: Jerusalén.

¿Cómo podría explicar ese momento en que un judío ve por primera vez Jerusalén? Hay otros pueblos que viven en ciudades y observan desde ellas el campo; nosotros contemplamos nuestra ciudad desde el campo. En aquel entonces éramos, además, un pueblo conquistado; aunque no como lo fuimos más tarde, con el fundamento de que los judíos y todo lo que significaban debían ser barridos para siempre de la superficie de la tierra. Estábamos bajo el talón de los macedonios; nos tenían sojuzgados y nos despreciaban, pero nos permitían vivir tranquilamente mientras no perturbáramos la paz. No nos querían como esclavos. «Si tomas a un judío como esclavo -dicen los gentiles-, no tardará en ser tu amo.»

Querían nuestras riquezas: el vidrio que hacemos en nuestros hornos en la costa del mar Muerto; el cuero del Líbano, blando como manteca pero muy resistente; la madera de cedro, fragante y roja; las grandes cisternas de aceite de oliva; las tinturas; el papel y el pergamino; las telas de lino, finamente tejidas, y las interminables cosechas, tan feraces, que en nuestro país nadie pasa hambre ni siquiera en los séptimos años, cuando toda la tierra reposa. Por lo tanto, nos impusieron gravámenes, nos exprimieron, nos robaron, pero nos dejaron, al menos momentáneamente, una ilusión de tranquilidad y libertad.

Eso ocurrió en las aldeas. En la ciudad era distinto, y en aquella ocasión, niño aún, mientras marchaba con mis hermanos detrás del adón, pude ver las primeras señales de lo que llaman la helenización. La ciudad parecía una blanca gema, o al menos, ésa es la impresión que tengo ahora, después de tanto tiempo. Era elevada, arrogante, hermosa, con sus calles limpias, lavadas con agua de los grandes acueductos, que llevaban agua al Templo mucho antes de que los romanos los soñaran siquiera, con sus torres altas y briosas, y el Templo coronando grandiosamente todo el conjunto. Pero sus habitantes eran algo nuevo; afeitados, con las piernas desnudas, a la manera de los griegos, muchos de ellos desnudos hasta la cintura, nos miraban con mofa y desprecio.

-¿Son judíos? -pregunté a mi padre.

-Eran judíos-respondió con voz vibrante, suficientemente alta como para ser oída a varias yardas de distancia-. ¡Hoy son escoria!

Seguimos andando, el adón con el mismo paso firme y regular con que había salido de Modin, nosotros los chicos rendidos de cansancio. Siempre subiendo, cada vez más arriba, fuimos dejando atrás las hermosas casas blancas de la ciudad, el estadio griego donde los judíos desnudos lanzaban el disco y corrían, los cafés, los restaurantes y los fumaderos de hachís. Nos cruzamos con una animada y sorprendente mezcolanza de mujeres pintarrajeadas que llevaban un seno al descubierto, mercaderes beduinos, rufianes, prostitutas, árabes del desierto, griegos, sirios, egipcios y fenicios; y, por supuesto, en todas partes, los altaneros y jactanciosos mercenarios de las tropas macedonias, asalariados de todos los colores y todas las razas, unidos por la simple y única circunstancia de que su oficio común era el crimen, por el cual recibían paga, armadura y alimentos.

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