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Authors: Howard Fast

Mis gloriosos hermanos (10 page)

Los mercenarios nos hicieron retroceder empujándonos con las lanzas, y en el espacio circular que se formó, Apeles caminó un instante contoneándose y luego se detuvo adoptando una postura rebuscada. Contrajo el mentón, adelantó el abdomen y separó las piernas, cruzando las manos en la espalda. Luego se pasó la lengua por los labios y habló por fin, ceceando en la lengua aramea y con la voz aguda de un capón.

-¿Qué aldea es esta? -preguntó-. ¿A qué sitio asqueroso...? ¿Qué aldea es?

Nadie respondió. El alcaide sacó un pañuelo de encaje y se lo pasó delicadamente por debajo de la nariz.

-Judíos... -ceceó-. Detesto el olor de los judíos, su aspecto, el aire que respiran...; y el orgullo que tienen esas bestias sucias y barbudas. Repito, para que se entienda bien: no me gustan los judíos. Tú... -añadió, señalando con su grueso índice a David, el hijo de Moisés ben Simón, un niño de doce años de edad-. ¿Cómo se llama este pueblo?

-Modin -respondió el chico.

-¿Quién es el adón? -inquirió Apeles.

Mi padre dio un paso adelante y permaneció silencioso, envuelto en su capa listada y en su enorme dignidad, los brazos cruzados, el rostro aguileño completamente inexpresivo.

-¿Tú eres el adón? -dijo el alcaide, con acento mordaz-. ¿Centenares de aldeas nauseabundas y centenares de jefes! ¡Adones! ¡Señores de esto y señores de aquello!

Su sarcasmo casi desembocó en un sollozo.

-¿Cómo te llamas? ¡Porque supongo que tendrás nombre!

-Me llamo Matatías ben Juan ben Simón -respondió el adón con su voz profunda, vibrante, que hizo más grave aún para acentuar el contraste con el chillido del capón.

-Tres generaciones -asintió Apeles-. ¿Hay algún judío, así sea el esclavo o mendigo más sucio y miserable, que no pueda desentrañar tres, seis o veinte generaciones de antepasados?

-A diferencia de cierto pueblo -repuso suavemente el adón-, nosotros sabemos quiénes son nuestros padres.

Apeles se adelantó y le dio una bofetada en pleno rostro.

El adón no se movió, pero del pueblo se elevó un clamor de angustia, y Judas, que estaba a mi lado, se movió para avanzar. Yo lo detuve, y las lanzas detuvieron a los demás. Aquél no fue más que mi primer contacto con Apeles, pero me bastó para advertir esa sed enfermiza y perversa de sangre por la que tantos alcaides convertían en mataderos tantas aldeas judías.

-No me gustan la insolencia ni la desobediencia -dijo Apeles-. Yo soy el alcaide, y mi deber es difundir entre vuestro pueblo descarriado cierta comprensión y cierta apreciación de esa noble y libre cultura que hizo del nombre de Grecia sinónimo de civilización. Es poco probable que occidente llegue nunca a comprender a oriente, ni oriente a occidente, pero por consideración a la humanidad en general debe hacerse alguna que otra tentativa. Eso, naturalmente, cuesta dinero, y el dinero se obtendrá. No quiero ser un gobernante severo. Yo soy un hombre justo, y la justicia ha de ser la norma imperante. Sin embargo, los representantes del rey deben gozar de seguridad; no puede ser de otro modo. Pendes no desapareció en una nube. Pendes fue asesinado, y ese crimen no puede quedar sin ser vindicado. Todas las aldeas tendrán que compartir su grado de responsabilidad. De este modo se establecerá la ley y el orden en todo el país, habrá paz y reinará la seguridad.

Hizo una pausa, se pasó el pañuelo por debajo de la nariz y gritó de repente:

-¡Jasón!

El capitán de los mercenarios, sucio y sudoroso dentro de su armadura de bronce, avanzó contoneándose.

-Cualquiera de ellos -ceceó Apeles.

El capitán de los mercenarios recorrió la fila de aldeanos. Se detuvo frente a Débora, la hija de Lebel, el maestro de escuela.

Era una niña de ocho años de edad, despierta, hermosa, con dos largas trenzas negras en la espalda; estaba en aquel momento pálida y alerta. Con un solo movimiento, rápido y medido, el capitán de los mercenarios sacó la espada y la clavó en el cuello de la niña; brotó la sangre y la pequeña cayó sin emitir un solo grito.

Nadie se movió. Sólo se oyó el gemido angustioso de la madre, y el grito del padre; pero nadie se movió. Lo que Apeles quería era demasiado evidente. Se levantó un sordo rumor en el pueblo. Apeles subió a la litera y los mercenarios, lanzas y espadas en mano, la rodearon. Los esclavos levantaron la litera y Apeles se retiró de Modín.

Le siguieron los gritos de la madre de Débora, cada vez más altos y más agudos.

Impresionaba ver a Lebel en la casa mortuoria, balanceándose y gimiendo frente al lugar donde yacía el cadáver de su hija. Aquel hombre menudo, de rostro enjuto, que durante tanto tiempo me había enseñado el alef el bet y el guime3 que impartía sus lecciones con la ayuda de una vara (que caía con tanta frecuencia sobre Eleazar que éste, cuando transcurría una mañana sin que sucediera, salía sonriendo, perplejo), aquel hombre aparecía ahora desprovisto de toda su dignidad y todo su poder, retorcido y mutilado de dolor. Su esposa lloraba en otro cuarto, y las mujeres lloraban con ella; pero Lebel se hallaba con sus hijos; con las ropas rasgadas, y la cara y la barba salpicadas de cenizas, se balanceaba y sollozaba...

-El adón vendrá a la hora de la minja4 -dije.

-El Señor nos ha abandonado, a mí y a Israel.

-Haremos entonces el servicio.

-¿El servicio resucitará a mi hija? ¿El adón le insuflará vida?

-A la puesta del sol, Lebel -dije.

¿Qué otra cosa podía decir?

-Mi Dios me ha abandonado...

Me fui a la casa de Matatías. Lo encontré sentado a la mesa, la gran mesa de cedro que siempre, hasta donde llegaban mis recuerdos, había sido el centro de nuestra vida familiar. Allí comíamos el pan de la mañana y bebíamos leche caliente por la noche; allí celebrábamos la pascua y quebrábamos el ayuno de expiación. El adón estaba allí, con la cabeza entre las manos, envuelto aún en su larga capa listada. Eleazar y Jonatás se habían sentado en cuclillas junto a la chimenea, y Judas iba y venía por la habitación, atormentándose amargamente.

-Aquí viene Simón -dijo mi padre.

- Y Simón lo sabe! -gritó Judas, volviéndose hacia mí y tendiendo ambas manos-. ¿Hay sangre en mis manos, o están limpias?

Me senté, me serví leche de la jarra y partí un trozo de pan.

- ¡Pero tú me contuviste! –gritó Judas, colocándose a mi lado-. ¡Cuando ese perro abofeteó a mi padre, tú me contuviste! Y cuando la niña... ¿Qué hubiéramos ganado con que te mataran? ¡Es mejor morir luchando!

-Sí -convine yo, comiendo con apetito voraz-. Ellos eran ochenta, armados y acorazados, y en Modín no hay ochenta hombres, ni tienen lanzas o espadas; ni armaduras, excepto las que les quitamos a los mercenarios. Así que habría sido breve y fácil, y habría suficiente sangre para cubrir toda la aldea. Tenemos cuchillos, arcos y flechas... -Mastiqué y sorbí un trago de leche, pero la amargura me dominó-. Aunque los arcos y las flechas estén enterrados, porque nosotros, que hasta hace poco éramos conocidos como el pueblo del arco, pagamos con la vida si nos encuentran alguno.

-Y así seguiremos viviendo –dijo Judas.

-No lo sé. Yo soy Simón ben Matatías, campesino, labrador; no soy vidente, ni profeta, ni rabí. No lo sé...

Apoyando las manos en la mesa, Judas me miró fijamente.

-Tienes miedo?

-Lo he tenido... Hoy he tenido miedo. Y volveré a tenerlo.

-Algún día -dijo Judas lentamente, muy lentamente, y yo comencé a comprender que aquel hermano mío de diecinueve años de edad era distinto de otros hombres-, algún día invitaré a que me sigan a aquellos que no tengan miedo. ¿Dónde estarás tú entonces?

-Basta -interrumpió el adón-. ¿No podéis dejar de discutir continuamente? No faltan penas en nuestra patria. Nuestras manos están manchadas de sangre. Id esta noche a la casa de Lebel, y rogad su perdón y el de Dios, como haré yo.

Yo continué comiendo y Judas volvió a recorrer la habitación.

De pronto se detuvo, se volvió hacia el adón y exclamó:

-¡De hoy en adelante no pediré perdón a ningún hombre!

El tiempo pasa, y nuestro país, que goza de un sol saludable, tiene virtudes curativas. Un día, poco después de aquel episodio, encontré a Judas tendido en la ladera, cuidando las cabras. Alzó la vista, me miró y sonrió. La sonrisa la recuerdo muy bien, porque la sonrisa de Judas, mi hermano, no era algo que se pudiera olvidar o resistir tan fácilmente.

-Ven a sentarte a mi lado, Simón, como un hermano -dijo.

-Yo soy tu hermano -repuse, sentándome a su lado.

-Lo sé, lo sé; y yo te ofendo, y no sé por qué. Toda la vida te he estado ofendiendo, Simón. ¿No es cierto?

-No es cierto -dije, ya cautivado por él, por esa manera con que sabia conquistar a quien quería.

-Y sin embargo, cuando a mi me ofendían y necesitaba alivio, cuando lloraba y mis lágrimas tenían que ser enjugadas, cuando sentía hambre y quería pan, no me dirigía al adón, ni a mi madre que estaba muerta, ni a Juan, sino a ti, Simón, hermano mío.

Yo no podía mirarlo; no quería hacerlo, no quería mirar esos rasgos vigorosos y puros que parecían tallados en piedra, esos ojos grandes, azules.

-Y cuando tenía miedo, me echaba en tus brazos para que calmaras mis temores.

-¿Cuándo os casaréis tú y Ruth? -pregunté.

-Algún día. ¿Cómo lo sabes, Simón? Pero tú lo sabes todo, es verdad. Algún día; cuando mejoren las cosas.

-No van a mejorar.

-Si, van a mejorar, Simón; van a mejorar. Ya lo verás.

Permanecimos un instante en silencio, tumbados en la hierba, yo con la mirada perdida, pero Judas con los ojos fijos en la encrucijada de caminos que desde el otro lado del valle conducían a la llanura de la costa.

-¿Cómo se hace la guerra? -preguntó de pronto.

-¿Qué?

-¿Cómo se hace la guerra?

-Qué pregunta tan rara...

-Es lo único que me he estado preguntando –murmuró Judas-.

Me lo estoy preguntando todos los días y todas las noches. ¿Cómo se hace la guerra? ¿Por qué no me contestas? ¿Cómo se hace la guerra?

Había que contestarle. Ya fueran sus hermanos, sus sirvientes, o sus partidarios, nadie podía mantener con él las mismas relaciones que otros hombres mantienen entre sí. Judas los absorbía, se apoderaba de ellos, los dejaba pendientes de sus palabras como si las palabras mismas fueran seres.

-¿Cómo se hace la guerra? -repetí-. Con armas; con ejércitos...

-Con ejércitos -asintió Judas-. Y los ejércitos son de mercenarios, siempre mercenarios. Hombres alquilados... La humanidad, en todo el mundo, está dividida en tres grupos.

Se tendió de espaldas, con los brazos separados, y fijó la vista en el cielo, en ese cielo azul de Judea en el que las nubes, tenues y vaporosas, avanzan y retroceden desmenuzándose como el lino fresco del telar.

-Tres grupos -continuó Judas suavemente-; los esclavos, los que poseen los esclavos y los mercenarios, los que se alquilan para matar, para asesinar; se ofrecen a Grecia, a Egipto o a Siria; o a Roma, ese nuevo amo de occidente. A Roma, Simón, ya lo has oído; y Roma los hace ciudadanos y les paga menos. Pero siempre han sido lo mismo: mercenarios...

Guardó silencio un instante.

-¿Recuerdas, cuando éramos pequeños, aquel día en que vimos marchar hacia el sur a los mercenarios sirios para atacar Egipto? Guerra entre nokrím;5 siempre igual. Un rey recluta a diez, o veinte, o cuarenta mil mercenarios, y marcha contra una ciudad. Si el rey de la ciudad puede contratar a un número suficiente de mercenarios, les sale al encuentro en alguna llanura y se acuchillan mutuamente hasta que se decide la batalla. Si no, cierra las puertas y se inicia un asedio. Hay lucro en las guerras, y nada más. Sólo que... Simón, ¿nunca se te ha ocurrido preguntarte por qué liberamos nosotros a los esclavos a los siete años?

-Lo estipula la ley -dije-, y siempre ha sido así. Porque nosotros mismos fuimos esclavos en Egipto. ¿Lo has olvidado, acaso?

-La misma respuesta que me daría el adón -dijo Judas sonriendo-. Lo de Egipto fue hace mucho tiempo. Pero fíjate, en lugar de tres, hay cuatro clases de personáis en el mundo: los esclavos, los dueños de los esclavos, los mercenarios.., y los judíos.

-Nosotros tenemos esclavos -dije.

-Y los liberamos, nos casamos con ellos, los incorporamos a nuestra vida. ¿Por qué no tenemos mercenarios?

-No lo sé -repuse-. Nunca había pensado en ello.

-Pero no los tenemos. Y cuando llegan tiempos de guerra, cuando los sirios o los griegos o los egipcios vienen a nuestro país, empuñamos los cuchillos y los arcos y les salimos al encuentro; somos una muchedumbre desordenada luchando contra asesinos amaestrados y acorazados, contra hombres que nacieron para la guerra, fueron criados para la guerra y viven sólo para la guerra. Y nos despedazan, como nos hubieran despedazado en Modín el otro día.

-Nosotros no podemos mantener mercenarios -dije al cabo de un rato-. Si contratamos mercenarios, tenemos que guerrear. Porque si no, ¿de dónde saldría el dinero para pagarles? Nosotros luchamos solamente para defender nuestro país. Si lo hiciéramos como los
nokrim
, como los extranjeros, para obtener un botín de oro y esclavos, seriamos como ellos.

-Yo podría partir a Apeles en dos –murmuró Judas-. Podría aplastarlo como a un melón maduro. Nunca ha trabajado, ni utilizado los músculos. Cuando se baña, un esclavo le levanta las partes, suponiendo que las tenga, para secarle debajo. Pero viene con ochenta mercenarios, y respaldado por la fuerza de otros ochenta mil.

-Es cierto.

-Y él me llama a mí judío roñoso; y abofetea a mi padre; y degüella a una criatura. Y repite lo mismo en trescientas aldeas, y yo tengo que callarme.

-Es cierto.

-Hasta que no aguantamos más, y salimos a atacarlos como una muchedumbre desordenada..., y ellos nos aniquilan.

¿Qué podía decir o hacer sino contemplar a aquel hermano mío que veía las cosas como yo no las había visto nunca?

-Nosotros no tenemos esclavos –prosiguió Judas serenamente-, porque hacen falta mercenarios para dominarlos, y hace falta oro para pagar a los mercenarios; y hay que hacer la guerra continuamente, porque nunca alcanza el oro; hasta que aparece un contrincante más fuerte; se requiere, en tal caso, contar con los muros de una ciudad que sirvan de protección. Y nosotros no tenemos nada de eso, ni ciudades, ni esclavos, ni oro, ni mercenarios.

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