Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Mirrorshades: Una antología cyberpunk (31 page)

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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—Ese gilipollas. Está aquí, celebrando un juicio o algo así. Pero, cariño, todavía tienes que pagar la entrada.

—Por supuesto —dijo Rickenharp.

Sacó otros veinte newbux de su bolsillo pero Carmen, poniendo una mano en su brazo, dijo:

—Esto lo pagamos nosotros —y puso los veinte.

Carter los cogió con una risita.

—Tío, a esta reina le han hecho un trabajo de laringe realmente bueno —dijo sabiendo que era una jodida chica—. ¿Todavía tocas en...?

—Se me acabó el contrato —Rickenharp cortó el tema, intentando enfrentarse a su dolor. El azul jefe había bajado de su punto álgido, y le había dejado sintiéndose como si estuviera hecho de cartulina por dentro, como si la más mínima presión pudiera hacerlo reventar. Sus músculos temblaban de vez en cuando, irritados como los pies con rozaduras de un niño nervioso. Estaba hundiéndose. Necesitaba otra dosis. Cuando estás colocado, las cosas presentan su cara amable, su lado mejor; cuando estás de bajón, las cosas muestran su aspecto más lamentable y cuando estás bajo del todo, las cosas muestran su trasero, sus aspectos más negativos. «Anótalo para una letra de canción.»

Carter apretó el timbre que abría la puerta y la cerró en cuanto pasaron.

Dentro hacía calor y había humedad, oscuridad.

—Creo que tu azul estaba cortado con coca o meta o algo —le dijo Rickenharp a Carmen cuando se alejaban de la puerta de acceso—. Porque me estoy hundiendo más rápido de lo que debería.

—Sí, probablemente... ¿A qué se refería con eso de la meada verde?

—Resultado positivo de sida-tres, el sida que te mata en tres semanas. Pones una píldora del test en tu orina, y si la orina se vuelve verde, tienes sida. No hay cura para este nuevo sida por lo que el tipo... —se encogió de hombros.

—¿Qué coño es este sitio? —preguntó Willow.

En voz baja, Rickenharp le contestó.

—Es algo así como un baño gay pero sin baños; un lugar de encuentro para homos. Pero la mitad de la gente que hay aquí son heteros que se quedan sin pasta en los casinos, y lo usan como lugar barato para dormir, ¿sabes?

—¿Sí?, ¿y cómo es que conoces un sitio así?

Rickenharp preguntó con una risita sarcástica:

—¿Me estás llamando homo?

Alguien, en una alcoba a oscuras a un lado, se rió.

Willow estaba discutiendo en voz baja con Yukio.

—No me gusta esto, eso es todo, los jodidos maricas pillan millones de jodidas enfermedades. Uno de esos mirones que parece un filete de buey bronceado se va a correr sobre mi pierna.

—Sólo vamos a caminar, no vamos a tocar nada —dijo Yukio—. Rickenharp sabe lo que se hace.

Y entonces Rickenharp pensó: Espero que sí. Quizás Frankie pudiera ponerlos a salvo de Zona Libre, quizás no.

Los muros eran mamparas negras. Era el negativo del laberinto del local de excitación. Había una luz roja más corriente y también el peculiar olor que generan montones de cuerpos sobre cuerpos y sus secreciones, de varios tipos de humo, lociones de afeitado, jabón barato y la inevitable peste a sudor. Y por debajo, espermicida KY, desinfectantes y semen rancio. Las mamparas terminaba a los diez pies de altura y las sombras se unían en el techo, allá arriba, a lo lejos. Era un espacio reconvertido de un almacén, que provocaba una extraña sensación doble: claustrofobia dentro de agorafobia. Pasaron las madrigueras de las citas. Caras borrosas y anónimas se giraron para ficharlos al pasar, con expresión tan fría como la de una cámara.

Los locales como éste no habían cambiado significativamente en cincuenta años. Algunos eran más mugrientos que otros. Los más mugrientos tenían las letrinas atascadas y proyectaban pornografía desenfocada de 16 milímetros con lo que se suponía era su banda sonora gruñendo como un borracho desde los altavoces. Y el OmeGaity pertenecía a los más mugrientos.

Pasaron por la sala de juegos con sus billares manchados y sus averiados videojuegos. Despegándose de los muros, entre las máquinas, había pósters de hombres tan exquisitamente femeninos como insoportablemente machos, caricaturas con genitales agrandados y músculos que parecían algún tipo de órgano sexual, con caras de surfistas californianos.

Carmen se mordió el dedo para evitar reírse de ellos, maravillándose del peculiar narcisismo del lugar. Dos hombres dirigían a otro hacia un cubículo diseñado como una granja, hacia un banco de madera dentro del «establo de los caballos». Chasquidos de carne húmeda. Willow y Yukio apartaron la mirada. Carmen contempló el sexo gay con fascinación. Rickenharp pasó sin alterarse, dirigiendo el camino a través de otros nidos de medianoche; pasando al lado de hombres dormidos en bancos y sillones que se reían con desagrado, y que, somnolientos, se quitaban de encima con una palmada manos indeseadas. Y encontró a Frankie en la sala de la televisión.

La sala de la televisión era brillante, bien iluminada, los muros de un alegre amarillo. Había lámparas de motel en las mesitas, un sofá, una vulgar televisión en color conectada a un canal de rock, y una hilera de monitores de televisión en el muro. Era como emerger del submundo. Allí Frankie se sentaba en el sofá, esperando a sus clientes.

Frankie manejaba un terminal portátil que había conectado a una entrada de la red. El cliente le daba el número de su cuenta o de su tarjeta de crédito. Frankie comprobaba la cuenta, transfería los fondos a la suya (bajo el concepto de tasas por consulta) y le pasaba los paquetes.

En los monitores de vídeo de la pared se veía la sala de la orgía, una cinta porno y una cadena de televisión por satélite de la Parrilla. En este último, un locutor gimoteaba por el frustrado asesinato de Crandall, esta vez en tecnita. Rickenharp esperaba que Frankie no cayera en la cuenta y empezara a relacionar cosas. Frankie el Espejo intentaba sacar beneficio de donde fuera, y la SA siempre pagaba la información.

Frankie estaba sentado en el sofá de vinilo azul desvaído, inclinado sobre su terminal de bolsillo en la mesita de café. El cliente de Frankie era un homo «disco» con el brillo azul de un tiburón, músculos de esteroides y un kimono de karate. El tipo estaba a un lado, mirando el pequeño bolso de tela con paquetes azules que había sobre la mesita de café, mientras Frankie acababa la transacción.

Frankie era negro. Su cráneo calvo había sido pintado con cromo reflectante, por lo que su cabeza era un espejo que reflejaba las pantallas de televisión como un diminuto ojo de pez. Llevaba un traje gris a rayas de tres piezas. Uno de verdad, pero arrugado y manchado como si hubiera dormido con él puesto, o quizás follado. Apuraba un purito Nat Sherman hasta su boquilla dorada. Su ojos sintéticos bizcos tenían un rojo demoníaco. Le lanzó una risita ambigua a Rickenharp. Miró  a Willow, Yukio y Carmen e hizo un gesto burlón.

—Jodidos narcos, cada día se vuelven más guapos con esos disfraces. Ahora hay cuatro de ellos aquí, uno se parece a mi amigo Rickenharp, los otros tres parecen dos refugiados y un diseñador por ordenador. Pero el japo no tiene cámara. Que se vayan.

—¿De qué va esto? —empezó Willow.

Rickenharp le hizo un gesto de no darle importancia, que significaba:
No va en serio, gilipollas.

—Tengo que hacer dos compras —anunció y miró al comprador de Frankie. El comprador tomó su paquete y desapareció en las madrigueras—. Primera —dijo Rickenharp sacando su tarjeta de crédito de la cartera—, necesito azul jefe, tres gramos.

—Ahí tienes, colega —Frank pasó un lápiz láser sobre la tarjeta, luego tecleó pidiendo el balance de la cuenta. El terminal pidió su código privado. Frankie le pasó el terminal a Rickenharp, quien tecleó su código y luego lo borró para que no se viera. Luego tecleó la transferencia de fondos a la cuenta de Frankie. Frankie tomó el terminal y volvió a comprobar la transferencia. El terminal mostró el nuevo balance de Rickenharp y el beneficio de Frankie—. Esto va a acabar con la mitad de tu cuenta, Harpie —dijo Frankie.

—Tengo algunos planes.

—He oído que tú y José habéis acabado.

—¿Cómo te has enterado tan rápido?

—Ponce estuvo comprando.

—Sí, bien, ahora que me he deshecho del peso muerto, mis perspectivas son incluso mejores —pero, cuando lo dijo, sintió ese peso muerto en sus tripas.

—Tu  mercancía, tío —Frankie buscó en el bolso de tela y sacó tres bolsas de polvo azul, ya pesadas. Miró ligeramente divertido. A Rickenharp no le gustó su mirada. Parecía decir
Sabía que volverías, mierdecilla quejosa.

—Que te jodan, Frankie —dijo Rickenharp cogiendo los paquetes.

—¿Por qué ese repentino brote de descontento, mi niño?

—No te importa, jodido cabrón.

La expresión autosuficiente de Frankie se multiplicó por tres. Miró interrogador a Carmen, a Yukio y a Willow.

—Hay algo más, ¿verdad?

—Sí. Tenemos un problema. Aquí mis amigos quieren irse de esta balsa. Necesitan irse por detrás, para que no les vean los gerifaltes.

—¿Qué clase de red les han echado?

—Es un grupo privado. Estarán vigilando el helipuerto. Todo lo que salga.

—Teníamos otra vía de escape —dijo de pronto Carmen—. Pero la volaron.

Yukio la calló con una mirada. Ella se encogió de hombros.

—Muuuyyy misterioso —dijo Frankie—. Pero hay unos límites de seguridad para la curiosidad. Vale. Tres de los grandes os conseguirán tres literas en mi próximo barco. Mi jefe envía un equipo a recoger un cargamento. Seguramente os puedan llevar allí. No obstante, va al
este.
¿Entendéis? Ni al oeste ni al sur. Una y sólo una dirección.

—Es todo lo que necesitamos —dijo Yukio, que sonreía y asentía como si le estuviera hablando a un empleado de una agencia de viajes—. Al este, a algún lugar del Mediterráneo.

—Malta —dijo Frankie—. La isla de Malta. Es todo lo que puedo hacer.

Yukio asintió. Willow se encogió de hombros, Carmen aprobó con su silencio.

Rickenharp estaba probando la mercancía. De la nariz al cerebro, y directa a trabajar. Frankie lo miraba complacido. Frankie era un
connoiseur
de las transformaciones que las drogas producían en la gente. Observaba cómo cambiaba la expresión de la cara de Rickenharp. Miraba el salto de Rickenharp hacia el modo «autista».

—Vamos a necesitar
cuatro
camas, Frankie —dijo Rickenharp.

Frankie enarcó las cejas.

—Mejor que te decidas cuando se te acabe esa mierda.

—Lo decidí antes de tomarla —dijo Rickenharp, sin estar seguro de si era verdad.

Carmen le estaba mirando.

La tomó del brazo y le dijo:

—¿Podemos hablar? —la sacó de la sala al oscuro pasillo. La piel de su brazo era dulcemente eléctrica bajo sus dedos—. ¿Puedes pagar el precio? —asintió.

—Tengo tarjetas falsas para eso, bueno, sólo son para nosotros. Quiero decir, para mí, Yukio y Willow. Tendría que tener autorización para llevarte. Y no puedo hacer eso.

—No os ayudaré a salir de otro modo.

—No sabes en qué te estás metiendo.

—Sí lo sé. Estoy listo para ir. Vuelvo sólo para coger la guitarra.

—La guitarra va a ser una carga allí a donde vamos. Vamos a territorio ocupado, a sacar lo que estamos buscando. Tendrías que dejar la guitarra.

Casi tembló ante la idea.

—La guardaré en una taquilla. Algún día la recuperaré —después de todo no podía tocar, sin que cada nota sonara mal a causa de todo el dolor que había sufrido hasta el momento—. Lo que pasa es que, si nos vigilaron con ese pájaro, me vieron con vosotros. Pensarán que soy parte de esto. Mira, sé lo que hacéis. La SA os busca, ¿no? Eso significa que sois...

—Vale, calla, mierda, y baja la voz. Mira, puedo entender que quizás estés fichado, por lo que saldrás también en la balsa. Está bien, vienes con nosotros a Malta. Pero luego...

—Luego me quedaré con vosotros. La SA está en todas partes. Me han fichado.

Ella respiró profundamente y suspiró dejando escapar un suave silbido entre sus dientes. Miró al suelo.

—No puedes hacerlo —lo miró de arriba abajo—. No das el tipo. Eres un jodido
artista.

El se rió.

—Lo has dicho como si fuera el insulto más bajo que se te podía ocurrir. Mira, puedo hacerlo y lo haré. Mi grupo está muerto. Necesito... —se encogió de hombros, desesperanzado. Luego se enderezó y se quitó las gafas de sol, mirándola a los ojos desde la oscuridad—. Y si me dejas solo te daré tal tunda que tu culo parecerá mantequilla.

Ella le dio un golpe fuerte en el hombro. Le dolió pero ella estaba sonriendo.

—¿Crees que esta clase de conversación me pone cachonda? Bueno, pues sí. Pero no te vas a meter en mis bragas sólo por eso. Y eso de venir con nosotros, ¿qué te crees que es? Tú has visto muchas películas.

—La SA me ha fichado. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

—Esa no es una buena razón para... formar parte de esto. Debes creer realmente en ello, porque
es duro.
No es una especie de espectáculo para famosos.

—Dios. Dame un respiro. Sé lo que me hago.

Esto último era una tontería. Estaba acabado, quemado, y pensó: «Siento que mi computador está sufriendo un cortocircuito. Todos sus componentes se están fundiendo. Mierda, pues que se fundan».

Ella se rió, y mirándole dijo:

—Vale.

Y a partir de entonces todo fue diferente.

[1]
En el original, T-bird, juego con Thunderbird: el pájaro mitológico de los indios americanos, que aparece bordado como una «T», y el modelo Thunderbird: un coche de la marca Ford. (N. de los T.)

STONE VIVE

- Paul di Filippo -

Paul di Filippo es un escritor que ha empezado a publicar recientemente, por lo que el conjunto de su obra todavía es pequeño. Aun así, su trabajo ya atrae la atención por su ambiciosa perspectiva y por su imaginería extravagantemente visionaria.

El siguiente relato, que apareció en 1985, fue su tercera obra publicada. Su incursión en la «transformación» —el cambio radical de la sociedad y el impacto de las nuevas tecnologías— ha demostrado su firme puesto en la dinámica ciberpunk. Vive en Providence, Rhode Island.

Los olores hierven en la Oficina de Inmigración como en una hedionda sopa. El sudor de hombres y mujeres desesperados, la putrefacción de la basura esparcida llenando la calle, el perfume especioso que despide uno de los guardias en la puerta principal. La mezcla es mareante, tanto que tumbaría a casi todos los nacidos fuera de la Chapuza
[1]
, pero Stone está acostumbrado. Los olores permanentes constituyen la única atmósfera que haya conocido nunca, un elemento nativo demasiado familiar como para despreciarlo.

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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