Conocer algo de forma meramente cualitativa es conocerlo de manera vaga. Si tenemos conocimiento cuantitativo —captando alguna medida numérica que lo distinga de un número infinito de otras posibilidades— estamos comenzando a conocerlo en profundidad, comprendemos algo de su belleza y accedemos a su poder y al conocimiento que proporciona. El miedo a la cuantificación supone limitarse, renunciar a una de las perspectivas más firmes para entender y cambiar el mundo.
El instinto de la caza
tiene [un] [...] origen remoto en la evolución de la raza. El instinto cazador y el de lucha se combinan en muchas manifestaciones [...] Puesto que el afán sanguinario de los seres humanos es una parte primitiva de nosotros, resulta muy difícil erradicarlo, sobre todo cuando se promete como parte de la diversión una pelea o una cacería.W
ILLIAM
J
AMES
,
Psychology
, XXIV (1890)
N
O PODEMOS EVITARLO
. Cada año, al comenzar el otoño, las tardes de los domingos y las noches de los lunes abandonamos todo para contemplar las pequeñas imágenes en movimiento de 22 hombres que se acometen, caen, se levantan y dan patadas a un objeto alargado hecho con la piel de un animal. De vez en cuando, tanto los jugadores como los sedentarios espectadores son presa de arrebatos de éxtasis o de desesperación ante el desarrollo del partido. Por todo el territorio estadounidense, personas (casi exclusivamente hombres) con la mirada fija en la pantalla de cristal vitorean o gruñen al unísono. Dicho así parece, sin embargo, una estupidez, pero una vez que nos aficionamos a ello resulta difícil resistirse. Lo sé por experiencia.
Los atletas corren, saltan, golpean, tiran, lanzan, chutan, se agarran..., y es emocionante ver a seres humanos hacerlo tan bien. Luchan hasta caer al suelo. Se afanan en recoger o golpear con un palo o con el pie algo de color pardo o blanco que se mueve con rapidez.
En algunos juegos, tratan de dirigir esa cosa hacia lo que llaman «portería»; en otros, los participantes salen corriendo y luego vuelven a «casa». El trabajo en equipo lo es casi todo, y admiramos cómo encajan las diferentes partes para formar un conjunto maravilloso.
Ahora bien, la mayoría de nosotros no nos ganamos la vida con estas destrezas. ¿Por qué nos atrae tanto ver a otros correr o chutar? ¿Por qué es transcultural esta necesidad? (Los antiguos egipcios, los persas, los romanos, los mayas y los aztecas también jugaban a la pelota; el polo es de origen tibetano.)
Hay estrellas del deporte que ganan cincuenta veces el salario anual del presidente de Estados Unidos; los hay que, tras retirarse, consiguen ser elegidos para ocupar altos cargos. Son héroes nacionales. ¿Por qué, exactamente? Existe aquí algo que trasciende la diversidad de los sistemas políticos, sociales y económicos. Algo muy antiguo.
La mayor parte de los principales deportes se hallan asociados con una nación o con una ciudad y son símbolo de patriotismo y de orgullo cívico. Nuestro equipo nos representa —en tanto pueblo— frente a otros individuos de algún lugar diferente, habitado por seres extraños y, quizás, hostiles. (Cierto que la mayoría de «nuestros» jugadores no son realmente «nuestros». Se trata de mercenarios que, sin reparo alguno, abandonan el equipo de una ciudad para ingresar en el rival: un jugador de los Pirates [piratas] de Pittsburgh se convierte en miembro de los Angels [ángeles] de California; un integrante de los Padres de San Diego asciende a la categoría de miembro de los Cardinals [cardenales] de St. Louis; un Warrior [guerrero] de California es coronado como uno más de los Kings [reyes] de Sacramento. En ocasiones, todo un equipo emigra a otra ciudad.)
Una competición deportiva es un conflicto simbólico apenas enmascarado. No se trata de ninguna novedad. Los cherokee llamaban «hermano pequeño de la guerra» a su propia versión de
lacrosse
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Y ahí están las palabras de Max Rafferty, ex superintendente de instrucción pública de California, quien, tras calificar a los enemigos del fútbol americano universitario de «imbéciles, inútiles, rojos y melenudos extravagantes y charlatanes», llegó a decir: «Los futbolistas [...] poseen un espléndido espíritu combativo que es América misma.» (Merece la pena reflexionar sobre la cuestión.)
A menudo se cita la opinión del difunto entrenador Vince Lombardi, quien afirmó que lo único que importa es ganar. George Allen, ex entrenador de los Redskins [pieles rojas] de Washington, lo expresó de esta manera: «Perder equivale a morir.»
Hablamos de ganar y perder una guerra con la misma naturalidad con que se habla de ganar y perder un partido. En un anuncio televisivo del ejército norteamericano aparece un carro de combate que destruye a otro en unas maniobras, después de lo cual el jefe del vehículo victorioso dice: «Cuando ganamos, no gana una sola persona, sino todo el equipo.» La relación entre deporte y combate resulta por demás clara. Los
fans
(abreviatura de «fanáticos») llegan a cometer toda clase de desmanes, incluso a matar, cuando se sienten vejados por la derrota de su equipo, se les impide celebrar la victoria o consideran que el arbitro ha cometido una injusticia.
En 1985, la primera ministra británica no pudo por menos que denunciar la conducta agresiva de algunos de sus compatriotas aficionados al fútbol, que atacaron a grupos de seguidores italianos por haber tenido la desfachatez de aplaudir a su propio equipo. Las tribunas se vinieron abajo y murieron docenas de personas. En 1969, después de tres encarnizados partidos de fútbol, carros de combate de El Salvador cruzaron la frontera de Honduras y bombarderos de aquel país atacaron puertos y bases militares de éste. En esta «guerra del fútbol», las bajas se contaron por millares.
Las tribus afganas jugaban al polo con las cabezas cortadas de sus enemigos, y hace 600 años, en lo que ahora es Ciudad de México, había un campo de juego donde, en presencia de nobles revestidos de sus mejores galas, competían equipos uniformados. El capitán del equipo perdedor era decapitado y su cráneo expuesto con los de sus antecesores (se trataba, probablemente, del más apremiante de los acicates).
Supongamos que, sin tener nada mejor que hacer, saltamos de un canal de televisión a otro sirviéndonos del mando a distancia y aparece una competición en la que no estemos emocionalmente interesados, como puede ser un partido amistoso de voleibol entre Birmania y Tailandia. ¿Cómo decide uno por qué equipo se inclina? Ahora bien, ¿por qué inclinarse por uno u otro, por qué no disfrutar sencillamente del juego? A la mayoría nos cuesta adoptar esta postura neutral. Queremos participar en el enfrentamiento, sentirnos partidarios de un equipo. Simplemente nos dejamos arrastrar y nos inclinamos por uno de los competidores: «¡Hala, Birmania!» Es posible que en un principio nuestra lealtad oscile, primero hacia un equipo y luego hacia el otro. A veces optamos por el peor. Otras, vergonzosamente, nos pasamos al ganador si el resultado es previsible (cuando en un torneo un equipo pierde a menudo suele ser abandonado por muchos de sus seguidores). Lo que anhelamos es una victoria sin esfuerzo. Deseamos participar en algo semejante a una pequeña guerra victoriosa y sin riesgos.
En 1996, Mahmoud Abdul-Rauf, base de los Nuggets [pepitas de oro] de Denver, fue suspendido por la NBA. ¿Por qué? Pues porque Abdul-Rauf se negó a guardar las supuestas debidas formas durante la interpretación prescriptiva del himno nacional. La bandera de Estados Unidos representaba para él un «símbolo de opresión» ofensivo para su fe musulmana. La mayoría de los demás jugadores defendieron el derecho de Abdul-Rauf a expresar su opinión, aunque no la compartían. Harvey Araton, prestigioso comentarista deportivo de
The New York Times,
se mostró extrañado. Interpretar el himno nacional en un acontecimiento deportivo «es, reconozcámoslo, una tradición absolutamente idiota en el mundo de hoy», explicó, «al contrario de cuando surgió, al comienzo de los partidos de béisbol durante la Segunda Guerra Mundial, nadie acude a un acontecimiento deportivo como expresión de patriotismo». En contra de esto, yo diría que los acontecimientos deportivos tienen mucho que ver con cierta forma de patriotismo y de nacionalismo
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Los primeros certámenes atléticos organizados de que se tiene noticia se celebraron en la Grecia preclásica hace 3.500 años. Durante los Juegos Olímpicos originarios las ciudades-estado en guerra hacían una tregua. Los Juegos eran más importantes que las contiendas bélicas. Los hombres competían desnudos. No se permitía la presencia de espectadoras. Hacia el siglo VIII a. de C., los Juegos Olímpicos consistían en carreras (muchísimas), saltos, lanzamientos diversos (incluyendo el de jabalina) y lucha (a veces a muerte). Aunque pruebas individuales, son un claro antecedente de los modernos deportes de equipo.
También lo es la caza de baja tecnología. Tradicionalmente, la caza se considera un deporte siempre y cuando uno no se coma lo que captura (requisito de cumplimiento mucho más fácil para los ricos que para los pobres). Desde los primeros faraones, la caza ha estado asociada con las aristocracias militares. El aforismo de Oscar Wilde acerca de la caza británica del zorro, «lo indecible en plena persecución de lo incomible», expresa el mismo concepto dual. Los precursores del fútbol, el hockey, el rugby y deportes similares eran desdeñosamente denominados «juegos de la chusma», pues se los consideraba sustitutos de la caza, vedada a aquellos jóvenes que tenían que trabajar para ganarse la vida.
Las armas de las primeras guerras tuvieron que ser útiles cinegéticos. Los deportes de equipo no son sólo ecos estilizados de antiguas contiendas, sino que satisfacen también un casi olvidado impulso cazador. Las pasiones que despiertan los deportes son tan hondas y se hallan tan difundidas que es muy probable que estén impresas ya no en nuestro cerebro, sino en nuestros genes. Los 10.000 años transcurridos desde la introducción de la agricultura no bastan para que tales predisposiciones se desvanezcan. Si queremos entenderlas, debemos remontarnos mucho más atrás.
La especie humana tiene centenares de miles de años de antigüedad (la familia humana, varios millones). Hemos llevado una existencia sedentaria —basada en la agricultura y en la domesticación de animales— sólo durante el último 3% de este periodo, el que corresponde a la historia conocida. En el 97% inicial de nuestra presencia en la Tierra cobró existencia casi todo lo que es característicamente humano. Así, un poco de aritmética acerca de nuestra historia sugiere que las pocas comunidades supervivientes de cazadores-recolectores que no han sido corrompidas por la civilización pueden decirnos algo sobre aquellos tiempos.
Vagamos con nuestros pequeños y todos los enseres a la espalda, siguiendo la caza, en busca de pozas. Por un tiempo, establecemos un campamento y luego partimos. Para proporcionar comida al grupo, los hombres se dedican principalmente a cazar y las mujeres a recolectar vegetales. Carne y patatas. Una típica, banda nómada, por lo general formada por parientes, cuenta con unas pocas docenas de individuos; aunque anualmente muchos centenares de nosotros, con la misma lengua y cultura, nos reunimos para celebrar ceremonias religiosas, comerciar, concertar matrimonios y narrar historias. Hay muchas historias acerca de la caza.
Me concentro aquí en los cazadores, que son hombres. Ahora bien, las mujeres poseen un significativo poder social, económico y cultural. Recogen bienes esenciales —nueces, frutos, tubérculos y raíces—, así como hierbas medicinales, cazan pequeños animales y proporcionan información estratégica sobre los movimientos de los animales grandes. Los hombres también dedican parte de su tiempo a la recolección y a las tareas «domésticas» (aunque no hay viviendas fijas). Pero la caza —sólo para alimentarse, nunca por deporte— es la ocupación permanente de todo varón sano.
Los chicos preadolescentes acechan con sus arcos y flechas aves y pequeños mamíferos. Para cuando llegan a adultos ya son expertos en procurarse armas, en cazar, descuartizar la presa y llevar al campamento los trozos de carne. El primer mamífero grande cobrado por un joven señala la mayoría de edad de éste. En su iniciación, lo marcan en el pecho o en los brazos con incisiones ceremoniales y frotan los cortes con hierbas para que, cuando cicatricen, quede un tatuaje. Son como condecoraciones de campaña; basta observar su pecho para hacernos una idea de su experiencia en combate.
A partir de una maraña de huellas de pezuñas podemos deducir exactamente cuántos animales pasaron, la especie, el sexo y la edad, si alguno está lisiado, cuánto tiempo hace que cruzaron y a qué distancia se encuentran. Capturamos algunas piezas jóvenes en campo abierto mediante lazos, hondas, bumeranes o pedradas certeras. Podemos acercarnos con audacia y matar a estacazos a los animales que todavía no han aprendido a temer a los hombres. A distancias mayores, contra presas más cautelosas, lanzamos venablos o flechas envenenadas. A veces estamos de suerte y con una diestra acometida tendemos una emboscada a toda una manada o logramos que se precipite por un tajo.
Entre los cazadores resulta esencial el trabajo en equipo. Para no asustar a la presa, hemos de comunicarnos mediante el lenguaje de los signos. Por la misma razón, tenemos que dominar nuestras emociones; tanto el miedo como el júbilo resultan peligrosos. Nuestros sentimientos hacia la presa son ambivalentes. Respetamos a los animales, reconocemos nuestro parentesco, nos identificamos con ellos. Ahora bien, si reflexionamos demasiado acerca de su inteligencia o su devoción por las crías, si nos apiadamos de ellos, si los reconocemos en exceso como parientes nuestros, se debilitará nuestro afán por la caza; conseguiremos menos alimento y pondremos en peligro a nuestra gente. Estamos obligados a marcar una distancia emocional entre nosotros y ellos.
Tenemos que considerar, pues, que durante millones de años nuestros antepasados varones fueron nómadas que lanzaban piedras contra las palomas, corrían tras las crías de antílope y las derribaban a fuerza de músculos, o formaban una sola línea de cazadores que gritando y corriendo trataban de espantar una manada de jabalís verrugosos. Sus vidas dependían de la destreza cinegética y del trabajo en equipo. Gran parte de su cultura estaba tejida en el telar de la caza. Los buenos cazadores eran también buenos guerreros. Luego, tras un largo periodo —tal vez unos cuantos miles de siglos—, muchos varones iban a nacer con una predisposición natural para la caza y el trabajo en equipo. ¿Por qué? Porque los cazadores incompetentes o faltos de entusiasmo dejaban menos descendencia.