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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (27 page)

—Por eso escribías de mí en tus cuadernos...

Regina soltó una risa ácida.

—Veo que eso tampoco se te escapó. Sí, lo hice, pero tiré a la papelera todo el material, como recordarás. Y te dije que una novela tiene que ser como una pasión.

—No lo entendí. Para mí, una novela es algo que se escribe sobre cosas interesantes que te suceden. Lo malo es que todo lo importante ha ocurrido siempre lejos de mí.

—Quiero hablarte de Teresa. Cuando termine, espero haberte convencido de que sólo cuenta lo que sucede dentro de uno. A mí me hicieron un regalo cuando era un poco más joven que tú y tenía tus mismas ambiciones. Entonces no supe que lo era, lo confundí con una amenaza o un ajuste de cuentas, y sólo mucho más adelante me atreví a desenvolverlo. La verdad, Judit, me dieron la verdad, que es algo que nunca hace daño, aunque te torture. No me gustaría que nos despidiéramos sin que te llevaras eso, al menos, de mí. Mucho después de que hayas olvidado de qué color era el vestido que ahora cuelga en tu armario, de nuestra pelea, del motivo por el que nos peleamos e incluso de quién fui y cuánto te defraudé, recordarás, porque así lo deseo, que esta noche empecé a verte como eres y a quererte sin engaños.

Durante largo rato, Judit escuchó. Supo quién había sido aquella Teresa que había descubierto en el cuarto secreto y el verdadero significado del cuarto mismo. Le pareció ver el piso al que llegaba el rumor del mar y a una joven Regina que se preparaba para ser adulta bajo los dictados de su maestra. Escuchó y calló, y dejó a la escritora llorar arrebatada por sus recuerdos.

—Y eso es todo —acabó—. Hace unos días comprendí, por usar tus palabras de hace un rato, que he llevado una vida de mierda.

Judit, pensativa, preguntó:

—Todo eso, ¿qué tiene que ver conmigo?

—Mucho, porque no quiero que la historia se repita.

Me siento responsable de ti. Eso que has escrito puede darte mucho éxito, pero eres demasiado buena, tienes demasiado talento como para seguir mis pasos. Sé valiente, hazme caso. No seas como yo, que he retratado muy bien el exterior, pero nunca he intentado asomarme a mis barrancos. Has intuido a tu modo la gran verdad de Regina Dalmau, y puede que, algún día, nuestra historia te dé material para una novela en la que la protagonista sea una mujer de verdad y no un estereotipo. Antes tendrás que averiguar quién eres, bucear en ti y en tus raíces, ser auténtica. No tengo nada que darte, ningún santo grial que entregarte, salvo algo que no es mío y que otra persona me dio. Te diré lo que me dijo Teresa. Sé tú misma. Trabaja y púlete como una joya, porque sólo entonces serás capaz de crear y de dar. El dinero no es importante. Lo que hay detrás de ti, incluso aquello que odias o, sobre todo, aquello que odias, es la savia de la que te alimentarás si eres una verdadera escritora.

Regina se reclinó sobre un costado, con las rodillas dobladas asomándole por la abertura del albornoz, los cabellos mojando la colcha.

—¿Me has comprendido? Me da miedo no haberme expresado bien, porque tengo la sensación de que nunca dispondré de una oportunidad como ésta. Vas a seguir adelante con tu vida y pronto no pensarás en mí más que con compasión y, si hay suerte, una leve nostalgia. La pelotera de esta noche te parecerá irreal, porque pronto tomarás las riendas y nada más importará. Pero te lo repito una vez más. Sé tú misma. No te fíes de los aduladores, ni sigas las modas. Encuentra tu fuerza dentro de ti, canaliza tu rabia, la rabia de las mujeres. Cada mujer alimenta una clase de rabia. No supe ver la tuya, y es lógico, porque ni siquiera había sabido aceptar la mía. Remueve en tu interior, en tu pasado, en aquello que constituye tu esencia. Tienes mucho talento, aunque yo no haya sabido verlo. Trabájalo. Y lee, hija, lee.

La miró, soñolienta.

—No soporto dormir sola. No, esta noche. ¿Puedo quedarme aquí?

—Necesitarás un camisón, no tengo más que el mío.

—Huy, hija, en pelotas estoy bien. Además, tengo esto —señaló el nomeolvides—. Era de Teresa.

Se dejó arropar por Judit.

—Ven aquí —pidió—. Dame un beso. Hagas lo que hagas, ten la seguridad de que no te dejaré sola.

La muchacha obedeció. Luego se metió en la cama y apagó la luz. Sabía que no podría dormir. Después de todo, era verdad. Regina había escrito un argumento para ella, y el alma de su maestra ensanchaba la suya.

EPÍLOGO

Hoy es el principio de su vida.

Perros sueltos sin collar, con un amo en alguna parte, atraviesan la plaza, jugando a perseguirse. Uno de ellos, un galgo espúreo, se despista e invade la terraza del Da Marzio, retrocede al no encontrar a ningún conocido y corre a reunirse con los suyos, sin que Regina pueda cumplir su deseo de acariciarle el hocico.

Es temprano. El sol baña los mosaicos de la fachada de la basílica y las cuatro solemnes estatuas papales que vigilan la entrada. Pronto será primavera, la luz de esta mañana de finales de febrero ya lo anuncia. En la terraza, bien arrebujada en su abrigo, Regina disfruta de la luz y del ruido, del olor a tomate y especias que empieza a expandirse desde los restaurantes que rodean la plaza y jalonan sus calles adyacentes. Pronto Roma olerá también a las hierbas salvajes que crecen entre piedras para garantizar, con su modestia indestructible, que las ruinas nunca detendrán el empuje de la vida.

No han transcurrido ni tres meses desde que Regina llegó a la ciudad. Al principio se instaló en el Raphael, el mismo hotel que frecuentó en sus breves visitas anteriores, motivadas por asuntos profesionales. Esta vez pensaba pasar una semana en la capital, como mucho diez días, para iniciar tan pronto como pudiera su proyecto de perderse en Italia, del Piamonte y la Lombardía hasta la punta de la bota, y quizá un poco más allá, a las islas. Quería viajar de Petrarca a Lampedusa, de Dante a Sciascia. Falta de entrenamiento en la práctica del vagabundeo, cayó al principio en los hábitos del turista, y recorrió el itinerario de monumentos e iglesias más frecuentado, en espera de que su hasta entonces rígida concepción del ocio, forjada durante años de disciplina, se desprendiera de su voluntad y dejara su receptividad a flor de piel. Como una turista cargada de bolsas y con los pies en ascuas, regresaba todas las noches al hotel, dispuesta a saborear un martini, escuchar al pianista y atender a los otros huéspedes que, solícitos, intentaban paliar lo que consideraban las melancólicas vacaciones de una mujer sola. Aceptaba sus invitaciones, mientras en su interior hacía sitio a la Regina en que quería convertirse y preparaba el verdadero viaje. Paseando por las abruptas vías medievales, iluminadas con candiles de aceite ante la cercana Navidad, que conducían al Tíber desde la plaza Navona, pensó que el viaje no era sólo para ella. Cómo le habría gustado a Teresa leer a sus autores preferidos en su lengua original y en los paisajes a los que pertenecían.

Cuando se extinguió el aceite de la última lámpara navideña, se propuso volar al día siguiente a Milán o, por qué no, a Trieste. O quizá debería tomar un tren y detenerse primero en Ferrara para rezar, como siempre había querido hacer, una oración sin dios a la memoria de los Finzi-Contini. Eran tantas las posibilidades que se abrían ante ella que, indecisa, sin saber qué hacer con su libertad, se quedó en Roma.

Un atardecer del nuevo año cruzó el río por un pequeño puente de piedra que ostentaba el nombre del mismo papa que mandó levantar la capilla Sixtina, y ya no volvió atrás. Caminando por el Trastevere llegó hasta una de sus muchas plazas y se metió en una iglesia, más en busca de un poco de silencio que de fe. Allí, en San Francisco a Ripa, frente a la escultura de Bernini dedicada al éxtasis de la beata Ludovica Albertoni, Regina sintió que el nudo fosilizado de la rabia que aún llevaba consigo se disolvía, dejándole las entrañas tan livianas que bien hubiera podido revolcarse sobre las losas como la propia beata, cuyo cuerpo entregado al placer de la autosatisfacción mística había sido moldeado por el artista con clara predisposición pagana.

El premio no era el viaje, se dijo entonces Regina. El premio era volver a vivir, volver a mirar. Y eso no debía hacerlo con los ojos de Teresa, sino con los suyos. Teresa la había conducido hasta allí. Era bastante.

Aquella noche de principios de enero deambuló por el Trastevere hasta dar con un hotel discreto en cuyo último piso, al que se llegaba trepando por unos empinados peldaños, le alquilaron una diminuta habitación con una terraza desde la que se veía el río, el puente y un medallón de luna. Llamó al conserje del Raphael para que le enviara sus cosas al nuevo domicilio, y desde entonces vivió en las calles, retirándose a su palomar sólo cuando, cansada de exteriores, perdido el foco como una pantalla borracha de imágenes superpuestas, se decía que tenía que reposar para continuar mañana. Las caminatas ponían a prueba su capacidad para observar y entender. Había abandonado las nociones aprendidas y no le quedaba otro remedio que señalar con el dedo y deletrear, como los niños, nombres y significados; las cosas y los seres, y también las emociones. En su nueva humildad de párvula hallaba tanto arrebato como la Ludovica de Bernini en su éxtasis. Pues dos son los momentos de máximo asombro para un escritor: aquel en que descubre el orden en que el mundo se le revela, y aquel en que recupera la facultad de nombrar que había creído perdida.

Bajar a la
piazza.
Así llamó, premonitoriamente, al impulso centrífugo que la obligaba a fugarse de las paredes para buscar en la calle la corriente de la vida. Y el inevitable desenlace fue que acabó habitando en una
piazza,
la más hermosa del, para ella, más hermoso y romano de los barrios de Roma, el Trastevere. Consiguió un apartamento en aquel
quartiere
de forma triangular abierto entre el río y los jardines del Gianicolo, donde convivían en armónica simbiosis trasteverinos puros y artistas extranjeros, artesanos y vendedores ambulantes, ladrones y patricios. Su piso estaba en la casa adyacente a la iglesia de Santa Maria in Trastevere, que pertenecía a la parroquia, y era un segundo piso dotado de cinco grandes ventanas. Las mismas que ahora veía, mientras sorbía un
cappuccino,
sentada en la terraza de Da Marzio y contemplaba el ritmo de la vida.

La oportunidad de hacerse con la hermosa vivienda llegó a su debido tiempo, cuando Regina se había convertido ya en una figura familiar que rondaba desde primera hora por el barrio, asistiendo al depliegue de las mercancías que los vendedores ambulantes extendían sobre las
bancarelle,
expositores de esplendor renacentista aplicado al arte de la supervivencia. En aquellas bancas convivían peines-linterna importados de Hong Kong, al lado de retratos del padre Pio sumido en llagas; copias de bolsos de Prada a veinte mil liras, al lado de zapatillas de seda china; postizos de nailon para el cabello, al lado de bragas tailandesas; estuches de bolsillo para herramientas junto a juegos de uñas postizas. Regina amó el Trastevere desde el primer instante, como se ama en la madurez, uniendo el deseo y la nostalgia. La conocían en cafés y mercados, aprendió los nombres de quesos y pastas; iba a la compra casi a diario por el placer de conversar con los vendedores, pero casi nunca cocinaba en su apartamento y acababa regalando las viandas a otro huésped o a la dueña del hotelito, porque tampoco quería privarse del gusto de conocer una nueva
trattoria,
o de acudir a las ya descubiertas, para recibir esa cálida acogida que los camareros reservaban a los habituales.

La oferta para vivir en la
piazza
se produjo en el interior de la basílica, porque el destino parecía citar a la atea Regina en las iglesias. Por las tardes, antes de recalar de nuevo en su café predilecto, en Da Marzio, para admirar los matices que el crepúsculo arrancaba a los mosaicos del friso, solía meterse en el templo y explorarlo palmo a palmo, como si ya adivinara la naturaleza del vínculo que pronto la uniría a aquel territorio. Una de aquellas tardes, cuando pugnaba por descifrar los detalles de un trabajo de Cavallini medio oculto por la penumbra, una voz que hablaba español con acento latinoamericano le ofreció uno de esos puntos de luz que los africanos vendían a los turistas y que ayudaban a combatir la oscuridad en el interior de los templos.

Quien hablaba era una mujer más o menos de su edad, bella y elegante. Le dijo que vivía en la casa contigua. Se llamaba Marcela y su marido, que tenía un cargo en la FAO, acababa de ser destinado a México. «Vivimos en un apartamento muy especial, y nos gustaría que la persona que nos sucediera supiera apreciarlo.» Marcela, como Teresa, pensó Regina, creía en el alma de las casas. La invitó a subir a verla. Se quedó a cenar. El marido, Hernán, tenía el aspecto que correspondía a su nombre, parecía un hidalgo español salido de un tapiz antiguo, con un toque de Verdi en la cabeza cana, de cabello y barba pulcramente esculpidos.

En cuanto puso los pies en la casa, Regina se prometió que sería suya, y el matrimonio estuvo de acuerdo. La española se asomó a cada una de las cinco ventanas que ahora veía desde el café, y pensó que sería magnífico dormir allí, con los postigos abiertos, dejando entrar la luz, las voces, los colores, los aromas. Permitiéndose bajar a la
piazza,
incluso en sueños.

El apartamento consistía en un espacio rectangular limpio y preciso, dividido longitudinalmente en dos. A la derecha, desde la entrada, se encontraban las habitaciones, cada una con su ventanal. A la izquierda, el pasillo, con techo abovedado. La cocina se hallaba al fondo del corredor, y a la izquierda de éste, como catacumbas situadas tres escalones más abajo, estaban los dos baños. Al examinar el dormitorio, que era la pieza más alejada del vestíbulo, Regina miró atrás y vio que las puertas que comunicaban cada habitación formaban una perfecta alineación de vacíos que le permitían contemplar el salón desde la cama, y que entre éste y el dormitorio no había obstáculo alguno para el ensanchamiento de la mirada. Más tarde, cenando, Hernán observó:

—Te habrás dado cuenta de que no tenemos puertas. Las guardamos en el desván, te las pueden volver a poner cuando quieras. Mi mujer sufrió prisión durante la dictadura. Tiene claustrofobia.

—Me parece perfecto tal como está —convino Regina, y cambiaron de tema.

—El sacristán te cobrará el alquiler cada mes. Es muy simpático. Si quieres, hasta puede subirte el periódico por las mañanas.

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