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Authors: Maruja Torres

Tags: #Premio Planeta 2000

Mientras vivimos (24 page)

—Hija, yo prefiero no pensar.

Sin embargo, se quedó un rato ensimismada, contemplándose el esmalte de las uñas. Por fin, levantó la vista y sonrió.

—No sirve de nada mirar atrás. Ésta sí que es una gran verdad.

—A una agente, puede que no. Los escritores nos nutrimos del pasado, y yo, en ese aspecto, soy más bien una autora de ciencia-ficción. He escrito acerca de lo que las mujeres quieren ser, no de quiénes somos. Para mi asombro, el pasado es más tozudo de lo que imaginaba. Esa mujer, que se llamaba Teresa, ha seguido cuidando de mí a pesar de que murió hace un cuarto de siglo, en espera de que le diera una segunda oportunidad. Me educó para la literatura, fue la primera persona que vio en mí dotes para esta profesión. Me pulió y enseñó. Cuando me llegó el día de poner en práctica lo aprendido, hice exactamente lo contrario de cuanto Teresa había previsto. Primero la abandoné y luego la traicioné. El lote completo. Creí que no importaba. Nadie iba a saberlo, porque ella estaba muerta. Pero lo sabía yo, y no se puede vivir con eso.

—Dices que esa mujer fracasó como escritora. ¿Qué clase de lecciones podía darte? —Blanca untó mantequilla en un trozo de panecillo y se lo introdujo en la boca.

—La ética, la moral del que escribe. No dejarse llevar por la senda más fácil.

—Tuviste éxito. ¿No se te ha ocurrido pensar que a lo mejor eres tú quien tiene razón?

—No, si de algo estoy segura es de que el éxito que importa lo tuvo ella, Teresa. Murió sola, o casi, rabiando de dolor y prematuramente. Pero vivió con integridad y eso, quizá porque me he hecho mayor, me parece el triunfo más importante que se puede alcanzar en esta vida.

—¿No te habrás hecho evangélica? Porque lo que dices suena como aquello de la Biblia, de qué le sirve al hombre... ¿Cómo era?

—«¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?» Tranquilízate, sigo atea, como lo era Teresa. Eso también me lo enseñó, que hay que portarse bien en esta vida porque es la única que cuenta. Pero sí. Parafraseando a Jesucristo, o quien fuera el autor de la sentencia, podría preguntarme de qué me ha servido el reconocimiento público si, en mi intimidad, nunca he dejado de despreciarme.

—O sea, que vas a echarlo todo por la borda y vas a dar tu dinero a los pobres —suspiró Blanca, apartando el plato con restos de verduras.

—No. No soy imbécil, y estoy muy contenta de disfrutar de una buena posición y de tener dinero suficiente e inversiones lo bastante rentables como para vivir de puta madre durante el resto de mi vida.

—Tú dirás lo que quieras, pero has escrito algunas novelas muy, pero que muy bonitas.

—Sí. Vidas de santas. Santas feministas. Mujeres sumergidas en conflictos cuidadosamente seleccionados para no transgredir el canon intocable que nos hemos dado para sentirnos mejor. ¿Quieres que te diga una cosa? En ninguna de mis novelas me he atrevido a enfrentarme con lo más importante que llevamos dentro: la furia de las mujeres, nuestra rabia de ser, nuestra amargura. Lo que nos hace grandes, tanto en la vida como en la literatura. Eso, salvo contadas excepciones que, desde luego, no se encuentran entre las escritoras feministas consagradas, a cuyo
hit-parade
pertenezco, lo han explicado mejor algunos hombres.

—¡No me salgas ahora con
Madame Bovary
y
La Regenta!
—Blanca cruzó cuchillo y tenedor, como si conjurara al diablo.

Regina se echó a reír, y como estaba bebiendo, se atragantó y la risa se le convirtió en tos. Pasado el acceso, alargó la mano y apretó la de su agente.

—¿Te das cuenta? —comentó—. Después de tantos años, ¡tú y yo hablando de literatura! Siempre he creído que no lees a autores muertos porque no los puedes representar.

—Eso es una calumnia que puso en circulación el primer editor a quien le saqué veinte millones de anticipo.

—Yo pensaba más bien en otras heroínas literarias. En lady Macbeth y Medea, en esa furia incontrolable que sentimos por no poder domeñar la vida como nos gustaría. El ansia de poder que no nos atrevemos a confesar y que se vuelve contra los hombres pero, sobre todo, contra nosotras mismas. La envidia, los celos. ¿De qué otra forma puedo explicar mi traición a Teresa, la deliberación con que la abandoné, a pesar de que me lo había dado todo?

—Aun a costa de perder mi reputación de analfabeta interesada —confesó Blanca—, tengo que decirte que el tema de la furia lo trató muy bien Dorothy Parker.

—Tú, ¿leyendo a la señora Parker? Te juro que guardaré el secreto. ¿Por qué no hemos hablado así hasta ahora?

—Dímelo tú. Yo siempre he sido muy sencilla.

—¿Sueles pensar en el futuro? —preguntó Regina.

—Querida, bastante tengo con organizarme el día sin que me dé un ataque de histeria. Aunque la opinión generalizada entre mis subordinados es que estoy histérica permanentemente.

—¿No echas de menos otra cosa? No sé, un marido. Hijos. Estabilidad sentimental, como solía llamarlo yo.

—¿La verdad verdadera? Echo de menos un mayordomo que esté bueno, lleve la casa y cada noche me dé un revolcón de muerte. Las mujeres como nosotras no estamos hechas para compartir la vida con un hombre ni la vida de un hombre, necesitamos un hombre capaz de compartir la nuestra sin estorbar. Y eso, guapa, sólo te lo consigue una agencia de colocaciones.

—Es un problema de egos —decidió Regina—. Un ego masculino no cabría en una habitación que ya estuviera ocupada por el mío. ¿Lo ves? He aquí algo sobre lo que nunca he escrito, porque me ha sido más rentable echar la culpa de los desastres que vivían mis heroínas a los hombres que se cruzaban con ellas.

—El verdadero problema, querida, es que tú tienes ego porque eres una escritora famosa. Pero cualquier hombre, aunque sea un inútil y lleve veinte años en el paro, tiene el doble de ego que tú y yo juntas. Es un regalo que les hizo su mamá.

—No es un regalo, sino una condena. Están condenados a perpetuar a su madre en cada mujer. En cambio, nosotras somos lo que somos porque casi siempre hemos tenido que luchar contra el poder materno.

—¿Lo ves? Ésa es la razón por la que traicionaste a Teresa. Pura autodefensa.

—Teresa lo intuía y me perdonó por anticipado. ¿Y sabes lo mejor? Me dejó en herencia una documentación valiosísima sobre la mujer y el feminismo. Tenía un cerebro privilegiado, era una adelantada. Durante años he estado saqueando esos papeles, utilizándolos para mis libros, sin poder dejar de sentirme culpable por hacerlo. Pero ella lo había previsto: era un regalo, uno más de los muchos que me hizo. De eso también me enteré tarde.

—Esos planes tuyos... ¿Qué piensas hacer? —preguntó Blanca.

—Lo que me salga de los ovarios. Cuando me apetezca y como me apetezca. Siempre he querido visitar Italia con calma, echándole el tiempo que considere necesario. Será lo primero que haga. Y hay otra cosa. Mejor dicho, otra persona.

—¡Lo sabía! ¿Quién es él? ¿Lo conozco?

—Sí, pero no es él, sino ella —Regina sonrió con guasa.

Sabía lo que Blanca iba a decirle.

—¡Era eso! ¡Te has vuelto lesbiana! —dijo, entusiasmada—. ¡Tienes una crisis de identidad sexual! ¡No puedes retirarte ahora! Sales del armario, lo escribes, y te forras otra vez.

Tuvo que interrumpirse, el camarero acababa de llegar con la dorada y se disponía a trocear diestramente el pescado. Cuando terminó, Blanca volvió a la carga.

—¡Ya lo sé! Es esa chica, Judit...

—Guapa, tienes intuición, pero resultas muy obvia. No, no me he vuelto lesbiana ni albergo la menor intención al respecto. Se trata de un sentimiento muy distinto. Como si el recuerdo de lo que Teresa hizo por mí hubiera despertado mis sentimientos protectores hacia esa chica, Judit. Quiero ayudarla. Es demasiado inteligente para pudrirse haciendo de secretaria, deseo que aproveche el tiempo que pase conmigo para cultivarse, para encarrilar su vida.

Se acercó una camarera con el carrito de los postres. Ambas rechazaron la oferta y pidieron café. Blanca sacó del bolso una pitillera y extrajo un cigarrillo.

—Uno después de cada comida, es todo lo que me permite mi médico. Tengo los pulmones como las cuevas de Altamira.

—Teresa fumaba Celtas. ¿Sabes si siguen vendiéndolos?

—Creo que desaparecieron hace por lo menos diez años.

Se dejaron servir las dos últimas copas de champán.

—Si por mí fuera —dijo Regina—, caería otra botella y me pasaría el resto del día durmiendo. No sabes la pereza que me da ir a la presentación. Le hace más ilusión a Judit que a mí.

La agente se puso seria.

—Creo que hay algo de esa jovencita que debo contarte. A lo mejor no es más que una chiquillada, pero... Regina, no he sido sincera contigo. Me tenías tan preocupada, y esa chica me parecía tan ideal, la ponías tanto por las nubes, que la alenté a que te cuidara y hemos mantenido grandes conversaciones a tus espaldas. Que si estabas mejor, que si tenías alguna idea para la nueva novela, en fin... Me ha tenido al día de tus depresiones.

—¿Mis depresiones?

—Sí, tus ataques de mal humor, tus rabietas. No sé, me pareció que cuidaba bien de ti, ella misma me contó cómo mejoraste a medida que te solucionaba problemas. Y como tú me habías hablado tanto de su eficacia y buena disposición, creí que...

Regina alzó el brazo para llamar al camarero.

—¿Vas a pedir otro café?

—No —dijo la escritora—. Voy a pedir un whisky de malta sin hielo.

—Pues que sean dos. He metido la pata, ¿no?

—Judit me ha ayudado, en eso no te equivocas, pero no de la forma que ella pretende. Al principio, pensé utilizarla como secretaria y, al mismo tiempo, como modelo para la novela sobre jóvenes que me pediste. Fue una tontería, tomé un montón de notas que no me sirvieron para nada. No obstante, Judit removió algo en mí, creo que me hizo pensar en mis propios veinte años, y de ahí yo sola volví al pasado, a Teresa. Es una historia compleja, y ya te la he resumido antes. La verdad es que le tengo cariño. Me parecía tan desprotegida, tan necesitada de afecto.

Se quedó mirando a Blanca.

—Hay algo más, ¿verdad? —preguntó, con un hilo de voz.

—De desprotegida, nada. Y falta de algo, desde luego, lo está, pero no creo que sea afecto lo que persigue. Hace un par de días recibí esto.

Rebuscó en el bolso y sacó un sobre grande. Se lo alargó.

—Contiene —dijo— un proyecto de novela firmado por una tal Judit F. Cautín. F de Fernández, supongo.

Regina abrió el sobre.

—No te recomiendo que lo leáis antes de que vengan con el whisky —le advirtió Blanca.

Haciendo caso omiso, la escritora se entregó a la lectura de los folios. Cuando el camarero depositó las copas en la mesa, cogió la suya sin desviar la mirada.

—Ésta sí que es buena —dijo, cuando acabó—. Brillante. Una prosa excelente, algo cargada de adjetivos, pero eso es lógico en una principiante. Y la trama, muy bien hilvanada, al menos en la sinopsis.

—No sabes cómo lo siento.

—¿Sentirlo? Si insiste en escribir eso, te recomiendo que la ayudes. Es un proyecto muy comercial, y viene de una mente muy joven. ¿No era lo que querías, lo que quieren los editores? Me pregunto en quién se habrá inspirado para la protagonista. ¿Conoces a alguna mujer madura, escritora de éxito, que a pesar de tenerlo todo lleve una vida miserable, y que hace lo imposible para impedir que su mejor discípula triunfe en la literatura?

—Me quedé horrorizada cuando lo leí.

—Eso será porque me reconociste, al menos en la primera parte. Y yo que creía que la estaba utilizando. —¿Te duele?

—No te diré que no. Aunque no tanto como tuvo que dolerle a Teresa lo que yo le hice.

5

El camarero, moviéndose con la gracia de un bailarín, interpuso una bandeja entre Judit y el subsecretario de algo, Cultura creía haberle oído decir, que le dedicaba un interesante monólogo acerca de cuán necesarias eran las escritoras como Regina Dalmau y lo mucho que la novelista le gustaba a su señora esposa.

Judit, sin dejar de asentir, aceptó un canapé de caviar y pensó en los vulgares tacos de tortilla que su madre preparaba, y que sirvieron para agasajar a Regina después de su conferencia en el ateneo, el día en que se habían conocido. Si el tipo no tuviera un aspecto tan seboso, Judit le habría pedido que la pellizcara. Era para no creerlo, el camino que había recorrido en tan poco tiempo.

Tal como la miraba, el subsecretario pronto la pellizcaría, sin necesidad de pedírselo, pensó Judit. Parecía una lombriz gorda embutida en un traje negro. Si se limitaba a escucharle, podía hacerse la ilusión de que tenía a su lado a un acompañante de importancia, como correspondía a su nivel actual.

El salón refulgía, las arañas de cristal se multiplicaban en los espejos.

—Un poco recargadito —había refunfuñado Regina, al entrar en el salón para echar una ojeada, antes de que llegaran los invitados.

Habían salido del Palace junto con la gente de la editorial y con Blanca, para cruzar a pie la corta distancia que los separaba del Ritz, donde se daba la fiesta. Regina y Judit no habían intercambiado palabra desde que la primera había vuelto de almorzar con su agente. La joven había intentado llamarla a su habitación, pero el teléfono estaba descolgado. En recepción se lo confirmaron, había dado órdenes de que no la molestaran. Incapaz de dominar su impaciencia, Judit se vistió antes de tiempo con el modelo color caldera, rosa y anaranjado que la escritora le regaló el primer día que fueron de compras. Tuvo que esperar sentada en su habitación, lo cual no le disgustaba en absoluto. Tanto si miraba por el ventanal como si examinaba el interior, el resultado no podía ser más agradable. Fuera, el paseo con sus magnolios y sus abetos gigantescos la hacía sentirse extrañamente internacional: casi nórdica. Dentro, el mueble bar, encajado en un armario rococó, debajo del televisor, y la mesita de patas curvadas, en la que había objetos de escritorio muy delicados e inútiles, prolongaban su ensoñación.

—Esta es la parte de Madrid que prefiero a esta hora —dijo Regina, deteniéndose en el paseo del Prado, con la fuente de Neptuno iluminada a sus espaldas—, lo que va de Correos a Atocha.

Fue lo único que dijo, durante el corto trayecto, en voz lo bastante alta para que Judit la oyera. El resto del camino se lo pasó cuchicheando con Amat y Blanca. La muchacha tuvo que conformarse con trotar detrás, junto a Hilda y un par de secretarias que no sabía muy bien para quién trabajaban, aunque era evidente que estaban al servicio de Regina, como todos. Judit pensó en cómo engañan las voces por teléfono. Hilda resultó ser una morenita delgada, una cuarentona con cara de niña. Por el contrario, Blanca tenía el aspecto invasor de alguien que podía haberse llamado Hilda.

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