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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

Mientras duermes (16 page)

BOOK: Mientras duermes
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—Pues seguiremos con el cloroformo. ¡No sabes cómo me alegra! —le susurró Cillian, que en una mano tenía el algodón y en la otra el bisturí.

A pesar de que lo conocía a la perfección, se dispuso a inspeccionar minuciosamente el apartamento de Clara bajo una nueva perspectiva. Buscaba un escondite pequeño, un lugar a la vez tranquilo, apartado, con poca luz pero cálido. Examinó cada rincón y ángulo de las paredes o los muebles, cada eventual, ocasional cobijo. En el salón, al lado del televisor, Cillian detectó la primera área de intervención: el frondoso ficus de interior, en su maceta de porcelana azul, al lado del radiador.

Sacó de la mochila una de las dos cajitas de la tienda de animales.

Procurando no derramar tierra en el parquet, cavó con las manos un pequeño agujero en el lado que daba a la pared, para que quedara lo más oculto posible, metió el albaricoque con los inquilinos gelatinosos. A continuación volvió a recubrirlos con tierra, sin presionar, intentando dejar una pequeña vía para el oxígeno.

El segundo lugar elegido fue el armario del dormitorio de Clara, y en concreto el cajón adaptado como zapatero. Introdujo el otro albaricoque deshuesado en una zapatilla de deporte algo gastada. Por lo que había comprobado, Clara no había utilizado nunca esas bambas, y las posibilidades de que se las pusiera durante las siguientes cuarenta y ocho horas eran prácticamente nulas. Era un buen lugar. Tranquilo, oscuro y templado, justo lo que le había recomendado el vendedor de la tienda de animales.

En poco más de diez minutos había completado la operación moscas de la fruta. Era sólo el comienzo de la que prometía ser una larga noche de trabajo.

Llegó el turno entonces de las ortigas que había comprado en Chinatown. Se protegió las manos con unos guantes de cocina y cogió la bolsa de papel llena de hojas. Era una tarea más compleja y sofisticada de lo que parecía: no podían quedar evidencias de la planta en la casa ni en las cosas de Clara. La opción más fácil e inmediata, triturar las ortigas y repartirlas por los lugares seleccionados, quedaba pues descartada.

Con las yemas del índice y el pulgar, cogió una hoja con delicadeza y, procurando no romperla, la pasó por uno de los cojines del sofá. Se trataba de que perdiera el vello que la recubría, responsable del efecto urticante de la planta.

La pasó y repasó una media docena de veces, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, a lo largo del cojín. Cuando comprobó que la parte superior de la hoja había quedado completamente lisa, empezó con otra. Era una tarea lenta y delicada, como la obra de un amanuense. Tenía que presionar lo justo para que la hoja no se rompiera pero se desprendiera de los sutiles pelillos urticantes. Y si se rompía, debía recoger uno a uno los pequeñísimos fragmentos y volver a empezar.

Cuatro hojas le bastaron para repasar uno de los lados del cojín. Procedió después a trabajar el otro lado (cabía la posibilidad de que Clara le diera la vuelta); luego los dos grandes almohadones horizontales del sofá, sobre los que Clara solía tumbarse para mirar la televisión en camisón, con las piernas desnudas; los dos grandes respaldos del mismo sofá, donde Clara apoyaba un brazo y, a veces, la cabeza; y por último la tapicería de las cuatro sillas de la mesa, por si Clara cenaba allí sentada en lugar de en el sofá.

Miró alrededor. En el salón no quedaban más lugares acordes a sus objetivos.

Volvió al dormitorio de Clara y encontró su mina de oro. El interior del armario le ofrecía una variedad casi infinita de opciones. Además, mientras estaba allí, podía hablar con ella.

Comenzó por las prendas que más posibilidades tenían de entrar en contacto directo con la piel de la chica: la ropa interior, guardada ordenadamente en dos cajones. Cogía cada braguita, media o sujetador con la meticulosidad propia de un artesano chino. Introducía en la parte interior de la prenda su mano enguantada, pasaba la hoja de ortiga, controlando que no quedaran trocitos de hoja, volvía a doblar la prenda, la dejaba donde la había encontrado, y cogía otra pieza.

—Nunca me había dado cuenta de la cantidad de braguitas que tienes —le dijo sin mirarla, como si pretendiera romper el hielo y entablar conversación—. Nunca había trabajado tanto para nadie, Clara.

La miró. Seguía dormida en la misma posición en la que la había dejado.

—No pretendo que me lo agradezcas porque no te estoy haciendo nada bueno. Pero me lo estás poniendo difícil, ¿sabes?

Una vez que acabó con las más de treinta bragas, cogió el primer sujetador del montón. La forma de la prenda le hacía más fácil la tarea. Pasaba la mano por una copa y luego por la otra sin necesidad de desdoblar y volver a doblar.

—No creas que todo esto me gusta —aclaró—. No soy un sádico.

No había más de ocho unidades. Procedía más veloz que con las bragas; cambiaba de hoja cada dos copas.

Se le acercó, sin dejar de trabajar, con un sujetador en la mano, porque lo que iba a decirle era importante.

—Borra esa maldita sonrisa de tu cara durante un día, sólo un día, y me daré por satisfecho, Clara. No quiero nada más...

—Le pasó delicadamente por el cuello la hoja de ortiga que tenía en la mano para que la pelusa quedara sobre su piel—. Depende de ti, Clara. Sólo tú puedes detenerme, porque yo por mí mismo no voy a parar.

En su sueño profundo, el rostro de Clara se contrajo en una mueca que Cillian, irónicamente, percibió como una sonrisa.

—Ya veremos dónde nos lleva todo esto.

Volvió al armario. Las medias fueron un reto. No sólo por el número, cercano al de las bragas, sino también por la dificultad de la tarea. Deslizar la mano dentro, sin romper la hoja ni hacerle una carrera a la media resultó complicado. De hecho, un par de veces la hoja se le rompió en plena labor. Tuvo que dar la vuelta a la prenda, recuperar uno a uno los trocitos que habían quedado enganchados en la malla, y comprobar una y otra vez que no quedaran restos.

A las 00.46 fue responsable del primer desperfecto en el apartamento de Clara desde que había empezado a colarse allí a escondidas. Era la primera vez que rompía algo, y aunque sólo se trataba de un par de medias, le afectó.

—No podemos seguir así, Clara. —Resopló—. Yo lo pongo todo de mi parte, pero tarde o temprano cometeré un error... Es humano...

Cogió las medias rasgadas y se las guardó en el bolsillo. Pensó que, con tantísimas prendas, Clara tardaría en darse cuenta de su ausencia, si es que se daba cuenta.

—...Y no quiero ni pensar qué pasaría si un día abrieras los ojos y... me encontraras aquí, en tu apartamento.

En realidad sí lo pensaba. Por eso guardaba el bisturí debajo del colchón. Pero la idea de agredir físicamente a la pelirroja le repelía casi tanto como aguantar su sonrisa. La violencia física no iba con él. Sólo estaba dispuesto a recurrir a ella como remedio extremo. Había algo vulgar y primitivo en la violencia. Cualquiera podía ser violento. No había inteligencia en un empujón, un puñetazo, una puñalada. No entendía que llamaran al boxeo el noble arte. Era una forma muy burda de provocar dolor; requería mucha técnica pero muy poca psicología, muy poco análisis. Por el contrario, intervenir silencioso y discreto en los pequeños detalles de la vida ajena representaba un verdadero reto y, por lo tanto, una fuente genuina de placer. Cualquiera podía herir o matar, pero pocos podían intervenir como dioses en la vida ajena, modificando el estado de ánimo y hasta el destino de un ser humano, y permanecer siempre en la sombra.

—Espero por tu bien y el mío que tu reacción a todo esto sea la apropiada, Clara.

Cuando acabó con las medias, todavía le quedaban un montón de hojas en la bolsa. Y, a pesar de que era muy tarde, no estaba dispuesto a desperdiciarlas.

Pasó entonces a las camisetas interiores, sobre todo de Calvin Klein, un par de vaqueros de Donna Karan y algunas camisetas de color de Alexander McQueen; evitó las negras porque la pelusilla de las hojas podría verse.

Tuvo la tentación de repasar también las sábanas en las que estaba durmiendo Clara en ese momento, pero no quería privarse del placer de dormir a su lado, desnudo, también esa noche. No le habría importado aguantar el picor, pero habría sido un tanto sospechoso que los dos tuvieran la piel enrojecida al día siguiente.

Acabó el contenido de la bolsa a la 1.34, cuando aún quedaban algunas prendas intactas. Estaba satisfecho. Las posibilidades de que Clara consiguiera sortear la ropa intervenida eran cero, a menos que saliera a la calle sin ropa interior.

—A ver cómo aguanta tu delicada piel. Seguro que te pondrás cremitas, ¿verdad?

Llegó el turno del desatascador. Sabía que si quería permanecer en la sombra no podía excederse. Ante una reacción muy grave, cualquier médico hurgaría hasta hallar la razón profunda de la quemadura. No necesitaba arriesgarse. De hecho, no quería provocarle una llaga abierta en la piel, sino sólo una molesta pero poco escandalosa escoriación.

En el baño, introdujo un par de gotas de ácido en cada uno de los tres frascos de gel. Siguió con los tubitos de cremas reafirmantes para las piernas, el dispensador de jabón líquido, la crema exfoliante, el dispensador de gel para la higiene íntima —en este caso redujo la cantidad a una sola gota—, el frasco de cristal de aceite corporal, el tubito de crema para las manos. Pasó del desodorante porque el orificio del spray era demasiado pequeño. Buscó en el botiquín que Clara guardaba detrás del espejo e introdujo también unas gotas en el tubo de pomada contra las irritaciones de la piel. En el mejor de los casos, Clara volvería del trabajo con el cuerpo completamente irritado por las ortigas y recurriría a ese tubito.

A las 2.34 de la noche había acabado. Se trataba del primer ataque frontal verdadero. Un ataque estructurado en distintas acciones durante cuarenta y ocho horas que tenía que dejar noqueada a su contrincante.

Paseó por el piso volviendo a controlar todos los lugares y los objetos intervenidos y se sintió realmente satisfecho. Larvas de moscas, ortigas y ácido desatascador. La cuenta atrás había empezado.

A las 2.46 se cepillaba los dientes con el cepillo de Clara y su pasta, que había cogido de su escondite personal. Por primera vez tenía la sensación de que no podía fallar.

Orinó y se fue a la cama.

A pesar del cansancio, no consiguió conciliar el sueño; estaba demasiado nervioso y excitado por lo que ocurriría en las horas siguientes.

Observó la espalda de Clara, bastante expuesta bajo ese ancho camisón. Tenía una piel suave, perfecta, sin pecas. Pensó que, si todo iba como él esperaba, pasaría tiempo hasta que volviera a estar así.

No quiso dejar escapar la oportunidad de sentir por última vez en —ojalá— semanas el contacto de la piel de Clara contra su torso. La abrazó por detrás: le envolvió el vientre con sus brazos y pegó el pecho contra su espalda.

A las 3.30 la liberó del largo y angosto abrazo. Seguía sin tener sueño. Pensó que podía aprovechar para adelantar un poco los acontecimientos y, a la vez, afrontar esa tarea que se había hecho necesaria cada vez que estaba con ella. Una vez más, a pesar de sus buenos propósitos, el preservativo se había quedado en el bolsillo del pantalón. Se reprochó seriamente su actitud desconsiderada. No le daba miedo contraer una enfermedad; Clara le ofrecía suficientes garantías en ese aspecto. Lo que le preocupaba era, como siempre, dejar alguna evidencia de su paso por allí.

La desnudó.

Con una esponja húmeda acarició suavemente su piel. Se descubrió delicado y, en su opinión, habilidoso: su mano se movía cómoda en la entrepierna de la joven. Era lo más cercano a lo que había estado nunca de satisfacer a una mujer, y le dio rabia que Clara estuviera sedada. No quería provocarle placer, pero tenía curiosidad por lo que sus manos podían conseguir sobre el cuerpo de una mujer. Sin embargo, tuvo que quedarse con la duda. La chica seguía inmune a sus sofisticadas caricias para eliminar el lubricante y lo que quedaba de Cillian en el cuerpo de ella.

Cuando acabó con la higiene íntima, pasó al resto del cuerpo. En teoría, el caro desodorante neutro e inodoro debía evitar cualquier rastro olfativo, pero pensó que, ya que estaba, más valía pecar de prudente. Mojó la esponja en el detergente intervenido y la deslizó con suavidad sobre su espalda, su barriga, sus piernas, repartiendo el jabón mezclado con el ácido desatascador por todo el cuerpo.

Se percató de que en el cuello de la chica, justo donde antes le había pasado la hoja de ortiga, se había producido ya una especie de rasguño enrojecido. Saboreó otra vez la sensación intensa y placentera de que todo iba perfectamente.

Había comprobado el efecto de la ortiga, pero le quedaba la duda —mera curiosidad infantil— del ácido. Y decidió aclarar también ese punto. Se pasó la esponja por la barriga. Probaría sobre sí mismo la sensación que viviría Clara al cabo de pocas horas. Cubrió el lado izquierdo, desde el ombligo hasta el costado. Deseó que la molestia fuera lo más desagradable posible.

Secó el cuerpo de la chica y volvió a ponerle las bragas y el camisón.

También él se vistió. No tenía sentido que se quedara en la cama, no habría conseguido conciliar el sueño y media hora después tenía que estar despierto.

Abandonó el apartamento 8A a las 3.50. Fue al ascensor y, sin dudarlo, apretó el botón del vestíbulo. Esa mañana nada le empujaba a subir a la terraza.

9

Era algo excepcional. Que no sintiera la necesidad de introducir una bala, girar el tambor y acercar el cañón de la pistola a su sien, era algo muy excepcional.

Y esa mañana no había habido ni un amago de ruleta rusa, ni una mínima incertidumbre. Esa mañana quería vivir. Su vida merecía ser vivida. Una prueba más de que Clara había ocupado un lugar muy especial en su existencia y que, lo quisiera o no, la chica estaba empujando su vida hacia una dirección nunca experimentada.

Desde que se enganchó al peligroso juego de vida o muerte, había habido distintos momentos que un psicólogo calificaría de «eufóricos». Momentos en los que la energía vital fluía en sus venas como en las venas de los demás mortales. Incluso había llegado a tomar la decisión de «volver a la cama» sin levantarse del colchón donde había pasado la noche. No necesitaba subir a la azotea, asomarse al borde de un puente, balancearse en el andén del metro o bajar hasta la orilla del Illinois. Otras veces había tomado la decisión más importante del día con total discreción, lejos de cualquier teatralidad, en su estudio, en el apartamento de un vecino o dando un simple paseo por la calle. Pero siempre había habido un breve, brevísimo momento de duda.

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