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Authors: Espido Freire

Melocotones helados (20 page)

—¡Bueno! —dijo, admirado—. Va a parecer que tenemos una casa nueva.

Animada por él, pintó con colorines otras partes de la casa, algunos chillones, otros un poco más apacibles. Recordó que en la residencia de ancianos habían cubierto una pared con teselas imitando el arco iris. Eso animaba a los viejos a que se aferraran a la vida.

—¿No te hubieras ganado mejor la vida si en lugar de tanto cuadro fueras pintora de brocha gorda?

le decía el abuelo.

—¡Abuelo!

Él se reía, con toda la malicia. Entonces ella también sonreía.

—Pero qué malo es usted. Me ve aquí toda hacendosa, y salta con esas ideas.

Las charlas con el abuelo le recordaban la desagradable despedida del director de la residencia. No podía evitarlo; sentía indignación. Aquel hombre, que se había mostrado tan servil cuando la necesitaba, la había despachado con la mirada dura.


No me
faltaban preocupaciones
—pensaba—,
y tengo que recordar precisamente eso.

Le había cortado de raíz la atracción y el respeto que sentía por las personas mayores. Se dejó a propósito los apuntes que había tomado de sus ancianos, a los que hacía compañía. Los rostros estaban cuarteados, y mostraban la vida, el poder, las decisiones erróneas que aquellos hombres habían tomado.

Elsa grande, por supuesto, no lo sabía, pero entre ellos se encontraba Melchor Arana. Había cambiado mucho. Si se hubiera traído uno de los dos retratos que le había hecho, ni siquiera su abuelo le hubiera reconocido.

Los primeros días tuvo malos sueños, pero no los recordaba al despertar. Sólo quedaba de ellos una sensación agobiante, como si un monstruo se hubiera posado sobre su pecho durante toda la noche y le hubiera impedido respirar. Cuando abría los ojos, por un momento, no recordaba bien dónde estaba, ni qué día era. Todo lo más, acudía a ella la sensación de que se encontraba en un lugar distinto, de vacaciones, tal vez, sin trabajo ni agobios. Se removía entre las sábanas, perezosa, y observaba que ya había sol fuerte tras las persianas.

Entonces, como si le hubieran dado una cuchillada, recordaba. Cartas en blanco, llamadas, miedo, Elsa pequeña, muerte, lejanía, miedo, Rodrigo, lejos, sin nada, sin nadie, miedo, tristeza, el calor agobiante, las miradas, los cuadros, retratos, rostros, ancianos, abuelo, miedo, miedo, miedo…

Aunque con los muebles y los colorines se había distraído y había recuperado cierta tranquilidad de espíri tu, su labor avanzaba poco.


Es el calor
—pensaba, porque las proximidades del verano no le despertaban las ganas de trabajar.

Con un esfuerzo de voluntad se sentaba y dibujaba durante un rato, pero al cuarto de hora abandonaba, aburrida.


No es el calor.

Sentía que llegaba el momento de una nueva etapa, una fase que estaría presidida por el colorido, y que había iniciado con un extraño cuadrito, muy inquietante, en tonos verdes. Era un retrato diminuto, una prueba que la había animado a continuar por ese camino. Se apartaba del realismo extremo, que había sido su preocupación hasta ese momento, y trataba de reflejar personalidad y carácter mediante combinaciones cromáticas. Pero aún no se sentía muy segura.

—¿No crees que me encasillaré en retratos ñoños? —le preguntó a Blanca.

—Mientras no te dediques a las escenas de caza… —había respondido ella.

Elsa grande casi se enfadó.

—No me tomas en serio. Es fácil convertirse en una retratista convencional. Este proyecto de los colores puede estallar en mis manos. Si empleo tonos amables, el rosa y el malva para una niña, o una jovencita, por ejemplo, la fama de sentimental no me abandonará jamás.

—No es un concepto tan novedoso. En publicidad se ha empleado durante años.

Elsa grande quedó definitivamente escamada. Blanca no se enfrentaba a esos problemas; utilizaba casi siempre el blanco y negro. Y, por añadidura, Blanca era mucho más moderna, más atrevida en sus propuestas, y poseía mayor talento e intuición.

—Ella lo
sabe
—se quejaba Elsa grande a Rodrigo—. Yo debo aprenderlo.

Duino agudizó su sentido del color y reafirmó su decisión de avanzar por ese camino; la ciudad estaba llena de andamios y de casas a medio recuperar, que pintaban de rosa, de rojo intenso, de verde fresco. A veces se sentaba en un parque a media mañana y observaba los edificios y la gente que pasaba: los niños con gorritos para que el sol no les enfermara y las mujeres que soportaban medias y un correcto maquillaje. Pero por lo general se limitaba a caminar, con la mente en blanco, para olvidarse de por qué vivía en Duino y no en la vitrea Desrein. Si le parecía que alguien la seguía, cambiaba de acera y apresuraba el paso. Volvía la cabeza varias veces, y evitaba tomar calles poco frecuentadas. Sentía miedo, se creía observada; le desagradaba que los hombres la miraran, o que las mujeres se fijaran en ella. Comenzó a escoger ropa discreta y aprendió a pasar desapercibida. En realidad, la situación de destierro sólo agudizaba una tendencia instintiva: Elsa grande, que siempre había contemplado a los demás, detestaba saberse contemplada.

Comenzó Bellas Artes con la intención de dedicarse, al menos remotamente, al cine o, en el peor de los casos, a la pintura. Sin embargo, el contacto con otros artistas, en lugar de estimularla, la agostó, la convirtió en una plantita muerta. Todos le parecían mejores que ella, con mayores aptitudes y un carácter más adecuado.

—No seas tonta —la animaba su hermano—. Vales tanto como ellos. Vístete de negro, pon cara de ser interesante y misteriosa y te sentirás en ese ambiente como en casa.

La carrera le ofrecía demasiadas posibilidades para limitarse a una sola opción, y de pronto decidió que dedicarse a pintar acortaría sus horizontes. Decidió entonces probar la escultura, pero carecía de habilidad. Lo intentó luego con la fotografía, la disciplina por la que más atraída se sentía; pero pronto descubrió que no poseía el temperamento adecuado.

—Mirad esto —decía, desanimada, y comparaba dos fotografías, una de Blanca y otra suya—. Es para volverse loca.

Junto a las de Blanca, sus fotografías parecían postales, reproducciones sin fuerza ni variación. Blanca trató de ayudarla, pero fue en vano, Sin pesadumbre, regresó a la pintura, y descubrió entonces su habilidad para el retrato. No era una opción habitual, y pronto destacó.

En su territorio se movía con pericia. Con su temperamento realista y calmoso se hacía pocas ilusiones. Sabía que se dedicaría a pintar retratos de próceres ilustres y grandes de la ciudad, o que terminaría en un periódico, esbozando caricaturas de personajes conocidos. Y como los buenos pintores de corte, se esmeraba en captar los reflejos de las cadenas y el brillo sedoso de los tejidos porque sabía; que el esplendor burgués no le perdonaría que indagara en el interior.

Cuando se lo permitía, cuando el modelo inspiraba confianza y se sentía en libertad, Elsa grande era enormemente perspicaz, y dominaba el lenguaje simbólico de los retratistas antiguos: flores, frutas, alegorías. Como la mayor parte de las personas silenciosas, observaba detalles que otros pasaban por alto: gestos, actitudes, palabras encubiertas. Por fortuna para ella, pertenecía a una familia exhibicionista y presumida, con la que podía practicar, y ahora que su hermano Antonio vivía lejos le añoraba doblemente porque era un excelente sujeto de estudio.

El retrato verdoso reflejaba a Blanca, una Blanca torturada y lejana, con grandes ojos almendrados, un vestido que parecía compuesto de escamas, un tono de piel que remitía a la idea de una ahogada, una Blanca rescatada después de varios días de vagar en la corriente del río.

Llevaba un collar violeta, y el fondo se iluminaba apenas con un resplandor anaranjado, o más bien dorado.

Blanca se observó en silencio durante algún tiempo, y luego devolvió el cuadro al caballete.

—Así seré cuando muera —dijo.

Elsa grande no dijo nada. No distinguía la verdad de la mentira en las palabras de Blanca. Nadie mentía como ella, nadie poseía el don de convertir en fascinante una historia con la habilidad con la que ella lo hacía. Cualquier cosa, la que fuera, se convertía en nueva en sus labios. Sabía pedir prendas y buenos precios a cambio de las historias, y las empleaba con destreza como armas de seducción. A lo largo de los años había padecido sus efectos; había disfrutado de ellos también.

Blanca había sido una artista en el sentido más habitual de la palabra. Ella sí vestía de negro, buscaba collares hechos con huesos, hilos y conchas, se había agujereado varias veces las orejas y sus cambios de humor resultaban asombrosos.

Cuando se lo proponía, podía resultar turbadora. Invitaba a gente a la que apenas conocía a posar. Fotografiaba manos, rostros sin maquillaje ni artificios, labios entreabiertos. Le gustaban también las nucas y determinadas espaldas. En cualquier exposición, sus fotos resultaban las más impúdicas, las más obviamente sensuales y crudas. Acumulaba galardones, y siempre se sentía insatisfecha.

—¿De qué me sirven los premios? —decía, asqueada, ante la desesperación de Elsa grande—. Continúo aquí, fotografiando lo que me interesa en mis ratos libres y sobreviviendo con lo que cobro de los reportajes de boda. Nadie compra fotografías artísticas para colgarlas de una pared. Y quienes acuden a mí no quieren arriesgarse.
Sácame guapa.
Llegan con sus maquillajes y las manos llenas de anillos. Y yo sonrío,
sí, señora, ladee la cabeza, a ver, un poco más, ya casi está…
Valiente manera de hacerse rica.

No le importaba el dinero. Nunca le había importado, porque siempre la rodeó. Eran otras cosas las que le robaban el sueño, las que la convertían en algo muy distinto del colibrí que todos veían. Pese a su aparente extroversión, era reservada, y nadie sabía sobre ella nada que ella no quisiera que se supiera. Salvo Elsa grande. Elsa lo sabía todo.

Sabía, por ejemplo, que Blanca se moría. No por ella, no porque se lo hubiera dicho, por supuesto. Era otra de tantas historias no contadas. Hubiera pasado desapercibido, porque era un declive progresivo, el lento cese del corazón: se había estado matando en cada comida, cada vez que había vomitado tras devorar cualquier cosa que le matara la angustia.

Se la encontró en el pequeño cuartito que hacía las veces de lavabo en el estudio, desmayada en el suelo, con grandes círculos violetas bajo los ojos y el rostro lívido.

Durante unos segundos se apoyó contra la puerta, sin reaccionar. Luego corrió al teléfono, acompañó a Blanca en la ambulancia, con las manos unidas, convencida de que moriría.

Una vez en el hospital, se acordó de llamar a su familia. Se le había olvidado el teléfono, y tuvo que sentarse un momento para controlar los nervios. Si Blanca se había drogado, si algo ilegal se escondía en todo aquello, era preferible que sus padres no supieran nada. De nuevo se sentía responsable de Blanca, como cuando eran quinceañeras y había temblado por si descubrían los manejos que su amiga y ella se traían. Ni siquiera sabía qué decir. Se limitó a quedarse allí sentada, hasta que los médicos le dijeran algo y ella supiera a qué atenerse.

Blanca no murió. Se lo comunicó un médico maduro que no parecía muy interesado en lo que decía. Elsa grande se enteró con sorpresa de que no era la primera vez que le ocurría. No eran drogas. Estaba enferma. A su corazón le faltaban minerales, sodio, potasio, sales preciosas para el organismo. Los médicos y los enfermos pasaban a su lado sin ni siquiera mirarla, ajenos a su dolor y su preocupación.

En cuanto Blanca se recuperó mínimamente, un poco avergonzada, le suplicó que no llamara a sus padres. Que no lo contara en su casa.

—Si mi madre lo sabe, nunca me permitirá que vaya a vivir por mi cuenta. Sabes que me trata como a una niña. Ya es bastante grave que controle lo que como, que me lleve a las terapias, y que quiera jugar a papás y a mamás conmigo ahora.

—No sabía que tu… problema afectara al corazón.

Blanca se encogió de hombros.

—El corazón, los riñones, el hígado… ¿Qué más da? Algo reventará un día u otro. Si supieras lo sencillo que todo parece, lo poco que me importa… Si sólo pudiera tener un poco de independencia… Cree que por estar encima logrará curarme.

Elsa grande comprendió muchas cosas: la preocupación agobiante y excesiva de la madre de Blanca, sus silencios, las piezas blancas del rompecabezas que iban encajando.

—No diré nada —prometió.

Esperó a que Blanca se durmiera, y salió al pasillo. Una anciana en silla de ruedas la miró con curiosidad, con una bolsa de suero sobre el regazo y las venas de las muñecas muy marcadas. Asustada por la proximidad de la muerte, corrió a los brazos de Rodrigo, que no le hizo preguntas, y, una vez más, se encargó de arreglarle la vida a Blanca.

Se la llevó a su casa y la ayudó a fingir que pasaría los siguientes días en el pisito recién alquilado. Se maravilló ante la estupidez de sus padres, que no pusieron pegas, y ante su propia estupidez al negarse a ver lo que sucedía, y lloró mucho. Durante varios días sufrió pesadillas. Veía a Blanca conservada en sal, o soñaba que había muerto. Por primera vez caía en la idea de que Blanca era mortal, de que se abandonarían la una a la otra algún día. Una de las dos se quedaría sola. Y Blanca, así lo decían todas las señales, partiría primero.

Todo había comenzado trece o quince años antes, cuando ocurrió aquella historia no contada, cuando las dos, Elsa grande y Blanca, continuaban aún en el colegio, y falsearon su edad para que las admitieran en un curso de verano en la Universidad de Lorda. Hubieran matado por acudir a aquel curso. Blanca se encargó de los papeles modificados, y Elsa grande, a la que los adultos consideraban más sensata y de la que no sospechaban, porque Blanca mentía más que hablaba, trató de convencer a los padres para que las dejaran ir.

—Pero si somos formales… si aprobamos todo… ¿Nos dejaríais?

Durante semanas suplicaron e insistieron, y cuando las dos presentaron las cartas en las que las admitían en varios de los módulos de un curso, los padres no tuvieron entrañas para negarse. Lorda quedaba a apenas dos horas, y preferían que las niñas pasaran el verano allí estudiando y no holgazaneando tendidas al sol.

—¿Y si nos descubren? —comenzó a preocuparse Elsa grande, mientras hacía la maleta.

Blanca puso los brazos en jarras, muy determinada.

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