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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (49 page)

—¿No sientes nada? ¿Seguro?

—Seguro.

—Debes de estar pensando que soy una tarada… —murmuré, sin permitirle escapar todavía.

—No, no creas. Casi todas hacen lo mismo.

Le solté mientras me reía a carcajadas, y él me hizo coro. Luego, tendida de costado hacia su lado, mi nariz casi rozando la suya, comprendí que el impulso de acariciarme con su dedo roto aportaba un epílogo definitivo a aquel extraño episodio de sexo accidental, y en aquel instante no lo lamenté. Porfirio, sonriendo, me besó en la frente para reencarnarse en el delicioso hermano pequeño de mi madre, la exacta mitad de mi primer novio platónico. Sentí una débil punzada en el interior del pecho, como si hasta mi dolor se hubiera desanimado, y me esforcé por devolverle la sonrisa.

—Dime una cosa, Porfirio. ¿Por qué me dejó Fernando?

—No lo sé, india —parecía sincero—. Te juro que no lo sé.

Cuando me desperté, a la mañana siguiente, me percibí a mí misma como un gigantesco espacio en blanco. Sentí, con una nitidez desconocida, rayana en la alucinación, que mis dedos estaban huecos, y hueca mi cabeza, y mis huesos, hueco mi cerebro, la arrugada y resbaladiza membrana que no escondía nada, apenas un hueco más. Me levanté de la cama, me lavé la cara y los dientes, me vestí, y salí de la habitación como si alguien me hubiera dado cuerda, y con la misma ilusión de una existencia mecánica, comí y bebí, preguntándome en qué remoto y familiar vacío se acumularían las tazas de café con leche, las tostadas y los churros que habían desaparecido entre mis labios. Porfirio, frente a mí, no levantaba los ojos del periódico que leía en silencio, y tuve que apurar el último resquicio de interés por el mundo que aún conservaba para darme cuenta de que no se sentía bien, de que estaba avergonzado, probablemente arrepentido, de lo que había sucedido aquella noche. Le envidié de lejos, con una sonrisa helada. Yo no podía sentirme mal, porque ni siquiera me sentía.

Durante mucho tiempo viví en tierra de nadie, una delgada línea fronteriza entre la existencia y nada. Todo a mi alrededor se movía y se expresaba, las personas, los objetos, los acontecimientos, el sol y la luna, todo partía de un punto y llegaba a otro, todo respiraba, todo existía, excepto yo, que no dudaba de nada salvo de mí. Los demás parecían andar de verdad, hablar de verdad, reírse o gritar o correr de verdad, pero eran ellos, los otros, quienes soportaban por completo el peso, la responsabilidad de la realidad. Yo había perdido la facultad de ser igual que ellos para convertirme en un elemento más de los miles de millones de elementos que manejaban, uno de sus pretextos, de sus materiales, un ingrediente más de sus recetas, como el vinagre en una ensalada. Cuando no me quedaba más remedio que contestar, contestaba, cuando no me quedaba más remedio que saludar, saludaba, pero no me sentía capaz de identificar esas acciones automáticas con el ejercicio de una voluntad que me desconocía. Y aunque procuraba no pensar en él, para ahorrarme la agudeza de una herida concreta, siempre abierta, ni siquiera estaba segura de que Fernando fuera exactamente el responsable de mi misteriosa incapacidad para comprender que estaba viva.

Apenas recuerdo el viaje que me devolvió a Madrid, apenas recuerdo nada de aquella época. Cuando paramos delante del portal de mi casa, Porfirio bajó conmigo del coche y subió arriba, a saludar. Besó a mi madre, aceptó una cerveza, sonrió y parloteó con decisión, ningún titubeo mientras sus labios engarzaban comentarios triviales con la fácil fluidez que habría teñido las propuestas de un viejo tramposo, el estafador que ya se sabe impune, victorioso de antemano. Entonces, aquel breve accidente se agigantó en mi conciencia para encarnarse en un presagio cruel, y aunque el desprecio que me inspiró mi tío en aquel momento fue el más intenso de los pálidos sentimientos que sería capaz de generar en mucho tiempo, no fui capaz de situar mi propia imagen fuera de una reacción que llegaría a empeorar con el tiempo antes de disolverse completamente en él, porque desde aquel día, y durante algunos meses, no solamente los ojos de Porfirio, sino también los de Miguel, me buscaron de una manera distinta, para que yo me creyera mucho menos una mujer deseable que uno de esos pequeños trapos que se guardan en un cajón para las emergencias domésticas.

Nadie llegó a descubrir cómo me sentía. Todos los habitantes de mi casa se dejaron embaucar por mi apetito, por mi tranquilidad, por la aparentemente plácida regularidad de unas acciones que apenas indujeron a sospechar un remansamiento natural, la temprana aplicación de la ley adulta, a las frágiles mujeres que me rodeaban. Porque yo ponía el despertador todas las noches, y me levantaba todas las mañanas, me duchaba y me vestía, desayunaba y cogía el autobús, entraba en clase y me sentaba en una silla. Cuando Reina tenía una mala racha, no se movía de la cama en todo el día, pero yo sí lo hacía. Yo vivía lo justo para sentarme en una silla. A partir de ahí, todo lo que dijera, lo que pensara, lo que opinara y lo que me sucediera, no era más que un puro azar. La silla en la que estaba sentada era el único objeto real, valioso e importante entre todas las cosas que me rodeaban.

No leía, no estudiaba, no paseaba, no iba al cine, ya ni siquiera iba al cine, no tenía ganas de engordar con mentiras ajenas ahora que me había quedado sin fuerzas para alimentarme de mentiras propias. Reina estaba a mi lado. Veía cómo movía los labios cuando me hablaba, cuando comía, cuando se reía, la veía estudiar, y bailar, y arreglarse para salir por las noches, y la escuchaba, registraba con indiferencia el relato de todas esas vulgares acciones que se habían vuelto tan extrañas para mí, tan remotas. Un día me dijo que se alegraba mucho de que hubiera cambiado para volver a ser la de antes, y no reaccioné. Me besaba y me abrazaba con frecuencia, y al llegar a casa, de madrugada, se metía en mi cama para hacer balance de la noche que se agotaba, como cuando éramos pequeñas. Así fui conociendo a todos sus amigos, todos sus bares, todos sus ritos, todos sus novios. Cuando creyó haber reunido las garantías precisas para prescindir de su himen, me informó generosamente de las consecuencias y no entendí nada, pero sus palabras, ese desazonador relato a caballo entre el dolor y el desconcierto, una decepción en la que me resultó imposible reconocerme, no resonaron con los ecos de un triunfo en mis oídos. Todo me importaba lo mismo. Nada.

Ahora sé que Fernando era el origen y el fin de aquel derrumbamiento, y ya no me avergüenza reconocerlo, no me siento débil, ni blanda ni tonta por ello. Tardé años en comprender que con él había perdido mucho más que su cuerpo, más que su voz y que su nombre, más que sus palabras, más que su amor. Con Fernando se había disuelto una de mis vidas posibles, la única posible vida que yo había sido capaz de elegir libremente hasta entonces, y por ella, por esa vida mía que ya nunca sería, guardaba yo aquel luto sombrío y manso, el patético destierro en una isla con respaldo y cuatro patas, tan confortable como un minúsculo calabozo de muros mohosos, húmedos y fríos, sobre cuya ventana un compasivo carcelero me hubiera consentido colocar unas alegres cortinas de cretona floreada. Vivía para sentarme en una silla, hasta que una de las raras noches en las que me dejaba arrastrar por mis amigos, sin excusas ya que oponer, el novio de Mariana se sacó del bolsillo una cajita metálica y me ofreció su contenido con una sonrisa ambigua entre los labios.

—Coge dos —me dijo—. De las amarillas. Son cojonudas.

Lo primero que me llamó la atención de él, antes aún de asombrarme por haber escogido precisamente ese término para clasificar aquel rostro, fue su belleza. Creo que nunca antes había sentido la tentación de asociar ese concepto con la cabeza de un hombre, pero todavía hoy, cuando evoco aquel instante, me resulta difícil encontrar otro término capaz de describir con precisión lo que vi, y lo que sentí entonces. Santiago encarnaba la perfección, pero lejos de la grotesca parálisis que suele atenazar los rostros muy hermosos, esclavizando a perpetuidad cada uno de sus rasgos a las sobrehumanas exigencias de una armonía esencialmente estática, la suya parecía una perfección capaz de expresarse.

Le miré durante largo tiempo, emboscada en la pequeña multitud de autómatas sociales que se movían en círculo, con una copa en la mano, ejecutando periódicamente los ritos de un gozo programado, y sucumbí de lejos a la imprevista línea de sus cejas negras, y a los ojos redondos y rasgados a un tiempo, inmensos, que lo escrutaban todo con un fondo miedoso, tras ávidos destellos de curiosidad. Su nariz era perfecta, y sus labios, casi tan gruesos como los míos, dibujaban una boca tan consciente de sí misma que en aquel momento logró parecerme obscena. Estudié lentamente su cuerpo, apurando la impunidad que a partes iguales me otorgaban bullicio y anonimato, y mientras apreciaba su rara calidad, esperé el veredicto de mi propio cuerpo, que sin embargo se mostró esta vez tercamente distante, negándose a pronunciarse. Mis ojos le deseaban, sin embargo, y por eso me dirigí a él, que, solo y aislado, desentonando en aquella fiesta absurda como un violín de una sola cuerda en una orquesta de cámara, debía de haber llegado hasta allí únicamente para que yo le encontrara.

Llevaba cerca de siete horas en aquella casa, y ya me sobraban unas seis horas y media. El chalet, una vulgar construcción de ladrillo visto —dos pisos y sótano con garaje y leñera en una parcela de mil metros, vallada y arbolada con coníferas, una gran terraza rectangular con barandilla metálica, doble carpintería de aluminio y gran salón comedor con chimenea francesa, armarios empotrados, y puertas de estilo castellano—, era propiedad del novio de la amiga de un amigo mío, un médico bastante siniestro, que negaba meterse caballo por la nariz con un desdén sospechosamente vehemente. La idea de los fines de semana con todo incluido —sexo, drogas y pop decadente, porque el rock and roll se había visto reducido a la categoría de un argumento proletario rebosante de energía ordinaria, más despreciable por energía que por ordinaria— era la última de las grandes ideas que explotábamos por aquel entonces hasta su agotamiento. El único problema consistía en que a mí ya no me parecía ni grande, ni idea.

Al principio todo había sido distinto, excitante, divertido, emocionante y, sobre todo, nuevo. Al principio, mucho antes de que la esmeralda de Rodrigo probara su eficacia, las anfetaminas me habían salvado la vida. Y si es cierto que, cuando aquella primera noche ya agonizaba en los brazos del día siguiente, me sentí extraña al desplomarme sobre la cama, como si mi propio cuerpo no hubiera sido más que un objeto necesariamente ajeno a la acción a la que se había visto asociado, una bolsa o un paquete, que mis amigos se hubieran visto obligados a llevar consigo, arrastrándolo por las aceras de bar en bar, también lo es que muy pronto aprendí a pertenecer a aquellas madrugadas, y que ellas consintieron en hacerse mías. Entonces, tomaba aquellas pastillitas de colores —amarillas, rojas, blancas, anaranjadas, circulares, limpias, potentes, perfectas— como se toma una medicina, y cuando apenas habían descendido unos pocos centímetros en el interior de mi esófago, antes aún de alcanzar las fronteras de mi aparato digestivo, me precipitaba sobre la barra de cualquier bar y me tomaba dos copas seguidas, como se bebe agua después de ingerir un analgésico, para ponerme bien. Esa era la expresión que utilizábamos, ponerse bien, y ésa era la verdad, que nos poníamos bien, porque a partir de aquel instante la realidad trepidaba, los objetos y las personas, las paredes y la música temblaban, se apelotonaban, se unían y se separaban a la misma velocidad que la sangre desarrollaba en las rápidas pistas de mis venas. Mis ojos se ablandaban, mis poros se abrían, mi cuerpo se rendía de antemano al más mínimo asalto que llegara desde el exterior, la vida valía doble, la risa era fácil, y yo ligerísima. Rechazaba las drogas contemplativas y las que incrementan la lucidez, y aunque el alcohol, más acá de sus efectos, siempre me había procurado un placer apreciable por sí mismo, dejé de beber por beber, limitándome a las dosis necesarias para optimizar los resultados de aquellas sustancias que me quitaban importancia, en lugar de concedérmela. No quería resucitar a la luz de la ebriedad, contemplarme en su reflejo deslumbrante y doloroso, cuando podía ser ágil, veloz e inconsistente, un cristal opaco, impenetrable hasta para mi propia mirada. Trepé muy deprisa por aquella cuesta, y descubrí una ciudad nueva, patética y gloriosa, en el corazón de la ciudad donde había vivido siempre, pero cuando llegué arriba, miré a mi alrededor y todo lo que vi me pareció viejo, cansado, enfermo, tal vez herido de muerte por la viciosa rutina del ritual. Cuando conocí a Santiago, todavía no había cumplido los veintidós, pero ya no me divertía.

Un par de años antes todo había sido distinto. Perdí un curso entero en la planta baja de Saldos Arias, en el sótano de Sepu, me pateaba las secciones de Oportunidades de todos los grandes almacenes de Madrid, una semana tras otra, y me cruzaba la ciudad de punta a punta sólo para encontrar rimmel de tono verde billar, o laca de uñas negra, o cualquier clase de gomina para el pelo mezclada con purpurina plateada, dorada o de colores, porque todo valía, todo me daba lo mismo si prometía probar su eficacia en el instante estelar de la noche, garantizarme el destello mágico de una gloria efímera, la que obtendría al traspasar el profano umbral del templo de turno y comprobar, con un violento escalofrío de placer, que todo el mundo me miraba, que todos, siquiera en aquel preciso instante, me estaban mirando a la vez. No me esforzaba por estar guapa, por resultar atractiva o deseable, y sin embargo jamás he invertido tanto tiempo en mí misma, jamás me he cuidado con un esmero tan obsesivo como entonces, cuando aspiraba a convertirme, cada noche, en el más completo de los espectáculos vivientes que pudieran contemplarse en la ciudad. Cualquier extravagancia me parecía demasiado discreta, cualquier exageración, indeseablemente convencional. Me lavaba la cabeza todos los días, y tardaba horas enteras en peinarme, marcándome ondas exageradamente rígidas con unas tenacillas de vapor, o cardándome el pelo para fabricar sobre mi cráneo moños verticales de varios pisos. Durante una temporada me dio por salir a la calle con el pelo enroscado en grandes rulos de plástico de colores, como un ama de casa pueblerina y descuidada, y aunque no me favorecía nada, conseguí dar el golpe un par de veces. Empezaba a vestirme a media tarde, vaciaba el armario encima de la cama para probar todas las combinaciones posibles antes de decidirme, tenía cientos de prendas, de todos los colores, de todos los tamaños, de todos los estilos, de una calidad pésima, baratas pero vistosas, y miles de medias, negras, rojas, verdes, amarillas, azules, marrones, naranjas, estampadas, de malla, con costuras, con lunares, con palabras, con círculos, con música, con manchas de sangre, con huellas de labios, con siluetas de sexos masculinos bordadas en relieve. A veces me asustaba de tanta inanidad, y entonces me pintaba. También tardaba horas en pintarme. Luego, me miraba en el espejo y me gustaba.

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