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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (24 page)

BOOK: Malena es un nombre de tango
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Cuando la conocieron a la vez, en el curso preuniversitario, Catalina Pérez Enciso ya estaba empeñada en ser cantante pop, y encaraba la carrera de derecho como un mero trámite alimenticio, el transitorio recurso que garantizaba su manutención en la casa paterna durante el necesariamente brevísimo período de tiempo que transcurriría entre la creación de Kitty Baloo y los Peligros de la Jungla, el grupo musical que acababa de fundar y del que esperaba a cambio que la propulsara hasta la leyenda, y la fulgurante, impostergable y estremecedora fama que sin duda aguardaba, con matemática puntualidad, a su primera maqueta en el estudio de algún disc-jockey genial. Probablemente la radio española carecía de tal especimen, porque Kitty aprobó Preu, y después primero, y segundo, y tercero, cuarto y quinto, a curso por año, sin lograr del destino la más mezquina compensación por la apasionada tozudez con la que escribía, interpretaba y arreglaba sus propias creaciones, acompañada de año en año por músicos aficionados siempre diferentes, condenados a perder la fe en tres o cuatro meses a lo sumo. Mientras tanto, Miguel y Porfirio se turnaban en su cama, y seguirían haciéndolo, algún tiempo después, en la no tan agradable tarea de acudir en cualquier momento a sus llamadas de auxilio desde los juzgados, aportando consigo la documentación necesaria para probar que la portadora de esa escandalosa cresta armada con jabón Lagarto y teñida con un spray verde lima a quien los porteros no dejaban entrar era, efectivamente, quien decía ser, y se dirigía, efectivamente, a representar los intereses de cualquier maleante que exhibiría sin duda un aspecto más presentable que el de su defensora. Aun así, cuando un delincuente no invocaba sus principios para rechazarla de plano en la primera visita, Kitty era una buena abogada, concienzuda, meticulosa y, con frecuencia, triunfante, aunque su carrera no estaba destinada a alcanzar las altísimas cotas de éxito en las que tan cómodamente se instalaron, a la vuelta de unos años, los dos hermanos entre quienes nunca se decidiría a escoger al definitivo hombre de su vida.

Porfirio siempre había querido ser arquitecto, pero Miguel, en cambio, parecía carecer de una vocación definida, así que a nadie le extrañó mucho que, después de aprobar tercero al enésimo intento, abandonara esa Escuela a la que había seguido a su hermano casi por pereza, para quedarse anclado en el título de aparejador, que obtuvo apenas un par de meses antes de que Porfirio terminara la carrera. Entonces empezaron a trabajar juntos, y el hijo de Teófila —que debía de sentirse en deuda con el hijo de mi abuela por la iniciativa que éste emprendió antes incluso de formalizar la matrícula de primero, cuando, de despacho en despacho, llegó hasta el jefe de Estudios para desplegar ante él todas las ramas de nuestro peculiar árbol genealógico, y obtener a cambio la gracia de que tanto a él como a su hermano les fuera permitido fragmentar en dos su primer apellido, para cortar de raíz cualquier ulterior tentación de curiosidad sobre su origen— decidió compartir las ganancias al cincuenta por ciento con su socio, quien, a pesar de elevar airadas protestas en contra de tal medida, nunca llegó, sin embargo, a ofenderse del todo. Algún tiempo después, cuando Miguel encontró por fin algo parecido a una vocación sólida en el diseño industrial, y obtuvo su primer gran éxito con un revolucionario modelo de dispensador de compresas femeninas para pared cuyas sugerentes líneas aún se pueden contemplar hasta en el cuarto de baño del más casposo bar de carretera de la provincia de Albacete, estuvo en condiciones de devolver el brindis. En aquella época, todavía trabajaban en un tercero interior de un edificio ruinoso de la calle Colegiata, al lado de Tirso de Molina, donde su placa, un bruñido rectángulo de latón dorado ocupado por una sola palabra, ALCANTARA, en rígidas mayúsculas romanas, alternaba con las de un par de hostales de viajeros de una estrella, un rectángulo de plástico rojo donde, en primorosos caracteres cursivos y sobre una curvilínea rúbrica de florecitas de aspecto silvestre, se leía «Jenny, 1° B», y el rótulo de un médico que se anunciaba, alardeando de la misma concisión de la que hacían gala mis tíos, con una sola palabra, VENEREAS. De allí se mudaron a un ático más pequeño, pero exterior, en el último extremo de Atocha, que abandonaron pronto en favor de la planta baja de un chalet de la zona innoble de Hermosilla. Este alojamiento cayó enseguida a beneficio de dos pisos unidos en la zona noble de General Arrando, desde donde se mudarían a la primera planta de una vieja mansión aristocrática de Conde de Xiquena, antes de conquistar todo un edificio para ellos solos, un palacete, diminuto en relación con la casa de Martínez Campos pero mucho más gracioso, situado en el mejor tramo de la calle Fortuny, el estudio del que ya no creo que se muevan nunca, porque con un plano de Madrid en una mano, y una revista especializada en cotizaciones inmobiliarias en la otra, resulta difícil imaginar una digna etapa sucesiva sin contemplar previamente la harto improbable privatización de los edificios que administra el Patrimonio Nacional.

Muchos años antes, cuando aún veraneábamos juntos, ningún detalle permitía prever que la vida, esa diosa artera, estaba dispuesta a respetar tan escrupulosamente la patente de corso de la que los pequeños gozaron en el generoso ámbito de su propia familia. Para mí, que la afirmaba y sostenía por encima de todo, existían ciertas contrapartidas, sin embargo, porque mis tíos, aun conservando una cierta dosis de temeraria inconsciencia y las ganas de divertirse necesarias para mezclarse en nuestros juegos, habían aprendido ya a invocar su autoridad de personas mayores para explotarnos, en la misma medida en que todos los adultos explotan siempre a los niños que pululan a su alrededor, y apenas pillaban desprevenido a alguno de nosotros, le enviaban a comprar tabaco, invitándole a un helado, eso sí, con las vueltas, o le pedían que subiera hasta su habitación, tres agotadores pisos, para bajar un libro que se habían dejado encima de la mesilla o, si había algo que ver en la televisión a media tarde, levantaban al sobrino que hubiera corrido más, o peleado con más fiereza, para conquistar una butaca, y le mandaban sentarse en el suelo, y cualquier padre, o madre, o tío, que merodeara por allí, sancionaba inmediatamente sus atropellos.

Aquello me ponía enferma porque, en esas coyunturas, Miguel y Porfirio añadían un odioso delito de traición al vil ejercicio de la tiranía, y me dolía sentirme obligada a despreciarles queriéndoles tanto al mismo tiempo, pero sin embargo, nunca llegué a acusar como una ofensa lo que mi hermana consideraba el abuso definitivo, tal vez porque, aunque ambas solíamos afirmarlo con idéntica pasión, yo estaba verdaderamente enamorada de ellos —en la medida, siempre mayor de la que los adultos suponen, en la que puede enamorarse una niña pequeña— y ella no, o quizás porque ya entonces presentía que las pocas veces que consiguiera beneficiarme del entusiasmo de algún incauto, mi piel se estremecería de placer bajo el filo de sus uñas como aquellos hombros se sacudían contra las yemas de mis dedos, y me creería capaz de vivir días enteros sin comer y sin dormir, alimentándome solamente de caricias, mientras que a Reina, en cambio, la gusta tan poco que la soben, que siempre, todavía hoy, va a la peluquería con la cabeza recién lavada.

—Malena, hazme cosquillas un rato, anda… Si tú me las haces a mí, luego te las hago yo a ti, en serio.

Podía ser cualquiera de los dos, y podía ser en cualquier sitio, y a cualquier hora. Quizás se lo habían pedido antes a Clara, o a Macu, o a Nené, y alguna se había negado, o se había inclinado sobre ellos hasta cansarse sin obtener a cambio más que el desganado rasgueo de un par de dedos perezosos, que el estafador de turno había guardado en sus bolsillos mucho antes de que se cumpliera el plazo apalabrado. Pero en cualquier caso, antes o después, acudían a mí y yo me sentía feliz por ello.

—Anda, Malena, tú, que eres el amor de mi vida y no una borde como éstas…, hazme cosquillas, unas pocas sólo, y te juro que en cuanto que me crezcan las uñas, te las devuelvo, una por una. Hoy no puedo porque me las acabo de cortar y me da mucha dentera.

—Siempre te acabas de cortar las uñas —intervenía Reina, en lo que ella creía que era mi defensa—. ¡Anda que no tienes jeta!

—Tú te callas, enana. Por favor, princesa, hazme cosquillas y te llevaré al pueblo en coche todas las tardes de esta semana.

—Eso. Como estamos a domingo y es la última…

—¡Que te calles ya, joder, que esto no va contigo!

Y en eso tenían razón. Aquello no iba con Reina.

Siempre, desde que era tan pequeña que ya apenas puedo reconstruir con detalle las situaciones al rescatar vagamente aquella sensación, cuando Miguel o Porfirio me cogían por la cintura, o me llevaban a hombros, o jugaban conmigo en la piscina, dejándome resbalar sobre su cuerpo mojado mientras se arrojaban mutuamente el mío como si fuera una gran pelota, había sentido una especie de extraño nerviosismo, un impreciso estado de exaltación física sólo comparable al hormigueo que erizaba los poros de mis brazos en ciertas ocasiones privilegiadamente extraordinarias y felices, como la llegada de los Reyes Magos, o mi irrupción en la fiesta de disfraces del colegio o, quizás más exactamente, el misterioso mareo que me paralizaba en el portal de casa la primera mañana: de primavera, una estación que para mí comenzaba solamente el día que mamá nos consentía por fin salir a la calle en manga corta, para que yo sintiera, triunfante, que había derrotado otra vez al invierno. Si someto mi memoria a un esfuerzo todavía mayor, intuyo que antes sentía lo mismo mientras mi padre me llevaba en brazos, pero él se hizo mayor mucho antes que los pequeños, y cuando dejó de jugar conmigo yo no disponía aún de una memoria duradera. Nunca le pregunté a mi hermana si ella había experimentado alguna vez un impulso semejante, porque daba por hecho que cualquier cosa que me sucediera a mí le había ocurrido antes a ella, que parecía vivir más deprisa, y tampoco me detuve jamás a interpretar la naturaleza de mis sensaciones, cuya legitimidad estaba garantizada por la complaciente indiferencia con la que todos asistían a esa ceremonia que comenzaba cuando Miguel, o Porfirio, extendía un brazo en mi dirección para que yo aferrara la muñeca con mi mano izquierda y recorriera lentamente el resto de extremo a extremo, utilizando solamente la punta de los dedos de la derecha, y frecuentando de vez en cuando las zonas prohibidas, fundamentalmente la cara interior del codo, para generar cosquillas auténticas, la insoportable caricia que les hacía retorcerse y gritar. Sin embargo, recuerdo que ya en aquella época me sorprendía que ellos nunca intentaran cobrarse aquel tributo de ninguno de sus sobrinos varones, limitando su presión, en virtud de un mecanismo tal vez inconsciente, tal vez no, a las niñas de la casa. Conmigo siempre tenían éxito, de todas formas.

Entonces apreciaba sobre todo la diferencia que establecían entre mi hermana y yo, porque habitualmente no nos hacían mucho caso, e incluso cuando jugaban con nosotros, nos trataban a todos como si fuéramos uno solo, un misterioso ente denominado «los niños», en lugar de este niño, y esta niña, y aquélla, y el otro, pero cuando me rogaban que les hiciera cosquillas, me hablaban a mí, a mí sola, y me distinguían de los demás, y de Reina por encima de todo. Ahora, en cambio, sospecho que les complacía sólo porque me gustaba hacerlo, gobernar sobre su piel, controlar sus reacciones, tenerlos, en definitiva, a mi merced, sobre todo cuando me sentaba a horcajadas sobre ellos, que me recibían tumbados blandamente boca abajo, al lado de la piscina, para permitirme tomar posesión de toda su espalda.

Miguel hablaba.

—Ahí, ahí, justo… No, un poco más arriba, a la derecha, sube, sí… Ahora ve despacio, hacia la izquierda, no, más abajo, ahí, en el centro… Baja, baja pero no mucho, justo, justo, no te muevas, por Dios, no te muevas… Tengo un grano horroroso, ¿no?, me pica muchísimo, rasca, ráscame con las uñas… Bien, muy bien, ahora puedes ir a donde quieras, los hombros también… Enróllame la cintura del bañador, sólo un poco, así… Hazme cosquillas en los riñones, por favor… Me encanta, me encanta, me encanta…

Porfirio gruñía.

—¡Hummm…! Sí… No, no, ¡ah…! ¡Ah! Sube… Más… Sí… Mm, Mm, Mm… Vale. Derecha… Ahí, ahí… No, abajo, quédate… Bien… ¡Hummm…! Rasca, sí… Ay, ay, ay…

Y así, una mañana de sol y de agua, como otra cualquiera, hice la primera conquista de mi vida.

Había terminado con Porfirio, que parecía tener la piel más sensible y quizás disfrutaba más, pero se saturaba antes, y estaba sentada encima de Miguel, bastante harta ya de trabajar, y a punto de renegar de mis habilidades, cuando escuché el ruido de un coche que se acercaba por el camino. Porfirio, que estaba sentado encima del césped leyendo el periódico, estiró la cabeza y sonrió. Yo le imité, convencida de que en un instante podría abandonar mi tarea y lanzarme a la piscina, donde jugaban los demás, al distinguir a las pasajeras del R-5 amarillo que acababa de detenerse junto al garaje.

—Levántate, Miguel. Venga, que han llegado las tías.

Pero mi víctima, la cabeza hundida entre los brazos cruzados a modo de almohada, ni siquiera hizo ademán de mover un dedo.

—Pero ¿qué haces? — insistió Porfirio, y se acercó a nosotros para darle una patada suave en el brazo—. Levántate ya, tío.

Entonces Miguel desenterró su cara y los dos pudimos contemplar allí, perplejos, las huellas de un ataque de risa que apenas le consentía hablar.

—No puedo. No puedo levantarme…

Tres chicas, cubiertas con largas camisetas blancas tras las que se adivinaban las siluetas de sus bañadores, se acercaban lentamente hacia nosotros, saludando a Porfirio con los brazos en alto.

—¿Qué dices?

—Que no puedo levantarme, coño. Estoy haciendo un hoyo de la hostia, tío, me he debido de cargar todo el césped, no me la ha mordido un topo de milagro, te lo juro…

—¡Joder! —su interlocutor movía el pie derecho con impaciencia, pero la calidez de su sonrisa me convenció de que no estaba enfadado, sino más bien divertido por la incomprensible parálisis de su hermano.

—Si me levanto y me ven así, van a salir corriendo y no van aparar hasta Madrid.

—Vale, tío —Porfirio estaba muerto de risa—. Es que eres la hostia, en serio.

—Y ¿qué quieres que haga? Ha sido sin querer. Ve tú con ellas, y distráelas un rato, anda. Yo me voy a tirar al agua. Espero que esté helada.

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