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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (15 page)

—Está en la edad.

Con eso, y una sonrisa, mi madre solía zanjar la cuestión, cuyos extremos me temo desconocía por completo, cada vez que Reina salía trotando por el pasillo a toda prisa en dirección al teléfono de la cocina, renunciando a descolgar el aparato que reposaba sobre una mesita, en un rincón del salón. Pero a mí, que había nacido apenas quince minutos más tarde que ella, no me resultaba fácil aceptar aquel argumento, así que una tarde le pregunté sin más preámbulos si no tenía remordimientos, y me contestó que no dijera tonterías.

—No soy la novia formal de ninguno de los dos, ¿verdad? Al fin y al cabo, Iñigo sale todas las tardes y no me cuenta lo que hace. Y Angel… bueno, sólo la veo cuando viene a buscarme con Pedro. El ya sabe que salgo con un tío, y si a él no le importa, ¿por qué va a importarme a mí? Además, no hago nada malo con ninguno de los dos. Sólo besos.

Estuve apunto de corregirla porque su última afirmación no era del todo cierta. Angel le tocaba las no tetas por encima de la ropa, yo estaba harta de verlo, pero no llegué a mencionarlo, y no únicamente porque en mi extravagante interpretación del mundo la densidad de sus concesiones, sólo besos o más que besos, fuera lo de menos, sino porque ella, tras un profundo suspiro, dio por terminado su discurso aludiendo a un punto que entonces me atormentaba casi a diario.

—En fin, hija, que no sabes la suerte que tienes con eso de que no te gusten los tíos.

Cada vez que alguien mencionaba mi rigurosa indiferencia frente a los chicos de la pandilla, incluso sin la discreta malevolencia característica de la tía Conchita —rarita esta niña, ¿no?—, mi memoria me devolvía la alarma de su hermana Magda, las cejas encrespadas enmarcando el recelo de unos ojos que ya no conocía, la mano sujetándose el pecho como si fuera una trampilla suelta que se podía vencer, derramando por el suelo su contenido, y el acento desquiciado con el que entonaba esas absurdas preguntas de loca —pero…, pero, vamos a ver, Malena, tú quieres ser un niño para decir tacos y para subirte a los árboles, ¿no?, quiero decir, que no es que quieras tener el pecho plano cuando seas mayor, ¿no?, quiero decir, que no es que quieras tener cola, como tienen los niños, ¿no? ¿A que no, Malena? ¿A que a ti te apetece maquillarte y ponerte zapatos de tacón?—, la descabellada encuesta que repitió una y otra vez aquella tarde en que me atreví a confesarle que yo rezaba para volverme niño, que quería ser un niño, hasta que la razón suprema que, por la vergüenza que en definitiva me inspiraba, había intentado camuflar tras pretextos fabricados sobre la marcha, afloró finalmente a mis labios, y la mera mención de la perfecta naturaleza de Reina bastó para tranquilizarla en un momento. Entonces no comprendí ni el origen, ni la intensidad, ni el brusco y reconfortante final de su preocupación, y sin embargo, más tarde, la precocidad amorosa que, frente a mi estricta impasibilidad, parecía capaz de desarrollar mi hermana, me devolvería a una vieja incertidumbre.

Pero Reina se enamoraba aproximadamente cada tres meses de un chico distinto, y se enamoraba hasta la muerte, hasta la locura, hasta la desesperación, eso decía, y yo ya intuía que por ese camino nunca podría llegar a ninguna parte. Yo, mientras tanto, enrollaba todas las noches la pesada colcha de ganchillo que la abuela Soledad había tejido para mí, y la dejaba en el suelo, a mi lado, y cuando me metía en la cama, ponía la vida en izarla sin hacer ruido para encabalgarla después sobre mi cuerpo. Entonces me quedaba muy quieta, con los brazos estirados, muertos, y cerraba los ojos para sentir su peso, para calcular el peso de un hombre de verdad, y muchas noches me dormía así, esperando.

No había nada extraordinario en mi vida, excepto quizás ese gran día de cada mes de junio, el único del año en que mamá nos hacía trabajar de firme, cerrando maletas, embalando cajas, transportando las plantas en brazos hasta el portal, a la espera del gigantesco camión que inauguraba las verdaderas vacaciones viajando de vacío desde Almansilla hasta Madrid para regresar cargado de trastos hasta los topes, cuando nosotros estábamos ya esperándolo a la sombra de la parra, en el porche de esa casa que era maravillosa como ninguna otra casa podrá serlo jamás.

—No está mal, para ser el capricho de un indiano —solía decir el abuelo mientras se quedaba un instante inmóvil, contemplándola con los brazos en jarras, sin detenerse siquiera a apagar el motor del coche, y yo sonreía, consciente de que me había sido dado traspasar un año más las fronteras del Paraíso.

Han pasado ya muchos años desde que los cerezos empezaron a florecer sin mí, muchos años desde que murió Teófila, desde que decidí que debía ir a su entierro aunque cada kilómetro que recorriera se me clavara en el corazón, excepto acaso el último, como el último alfiler que ya no encuentra espacio libre para posarse sobre un viejo y trillado acerico, y nunca más volví, y sin embargo lo recuerdo todo con la memoria de una niña que era feliz porque un golpe de viento tibio, cargado de sol, le rozaba la cara al abrir la ventana, y aún puedo jugar con las sombras de colores que nacían en la puerta vidriera del vestíbulo, lunares rojos, amarillos, verdes y azules temblando sobre mis brazos desnudos, y puedo mirarme en el pequeño espejo de un perchero de metal pintado de verde y contemplar mi rostro, esta boca de india, entre las lagunas de plata que delataban la edad del azogue viejo, arruinado por el tiempo, tan distinto del que aún resplandecía en el gran salón del primer piso donde me colaba para bailar, dando vueltas y vueltas sin despistar nunca a mi propia imagen, que se multiplicaba hasta el infinito en ocho inmensos espejos, tan altos como las propias paredes, deslumbradores signos de un recinto prodigioso que sin embargo no era el único, porque también podía abrir la puerta del despacho y asomarme al balcón del suicida, o perseguir a mi hermana alrededor de una mesa de mármol, en el centro de la enorme cocina en la que sólo se veían ristras de ajos y de guindillas pero donde el aire olía siempre a jamón serrano, o espiar por la rendija de la puerta la cama de mis abuelos, que tenía un dosel de raso color sangre rematado con borlas de seda, como los que salen en las películas, o tratar de salvar cuatro pisos deslizándome por la barandilla de la escalera, para caerme y hacerme daño en el descansillo del tercero, como me sucedía siempre. Esto es lo único que he querido conservar de aquella casa, y creo que, aunque quisiera, ya no podría describirla con la distancia de un observador objetivo, calcular el número de sus habitaciones, el tamaño de los armarios, o la disposición de los cuartos de baño que albergaban aquellos espesos muros de piedra gris coronados de pizarra negra, como los castillos de los cuentos excepto por la veleta, el guerrero desnudo, tocado con un penacho de plumas, cuya lanza de hierro señalaba la dirección del viento.

Pero no solamente la casa era excitante, porque el jardín que la rodeaba, más allá de la piscina y la pista de tenis, más allá todavía de los establos y los invernaderos de la abuela, se hacía campo, olivos, cerezos y tabaco, y más allá del campo estaba el pueblo, que se vislumbraba ya, como una sola calle, desde la verja de hierro, tan lejos que nunca nos atrevíamos a dejar la bicicleta en el garaje cuando salíamos a dar una vuelta por las tardes. Almansilla era, supongo que sigue siéndolo, un pueblo muy bonito, tanto que, sobre todo en agosto, nos tropezábamos muchas veces con coches de matrículas absurdas —Barcelona, La Coruña, San Sebastián—, cuando no sencillamente indescifrables, aparcados en la plaza, y a sus ocupantes recorriendo las callejas empedradas donde nunca daba el sol, tan estrechas eran y tan desplomados estaban ya los viejos muros de adobe de las casas que las flanqueaban, o fotografiando desde todos los ángulos posibles aquel hermoso rollo jurisdiccional de piedra labrada donde se había azotado durante siglos a los condenados en los tribunales del Santo Oficio, o admirando la fachada de la Casa de la Alcarreña, un viejo edificio abandonado tras la guerra civil pero conocido aún por el apodo de quien fue su última propietaria, tan respetuosa con el color de sus muros, revocados año tras año con un añil intenso, casi violeta, como quiso Carlos V que fueran las amas de los burdeles de su imperio. Pero al margen de dos reclamos turísticos de naturaleza tan dispar, la gran atracción de Almansilla para quienes habitábamos en la Finca del Indio, porque así la llamaban en el pueblo, eran los Fernández de Alcántara Toledano, la irresoluble madeja que sólo conseguí desenrollar a medias, poco a poco, al torpe ritmo con el que las artríticas manos de Mercedes, la mujer de Marciano, el jardinero, limpiaban de hebras las judías verdes que acababa de recoger para la cena.

Mi hermana y yo, y todos nuestros primos, al menos todos los que eran nietos de la abuela Reina, habíamos crecido en el más estricto respeto del código establecido por aquélla con respecto a Teófila, una norma muy cómoda de cumplir porque constaba de un único punto, que negaba en cualquier presente, pasado o futuro, reciente o remoto, que Teófila pudiera haber existido alguna vez. Y sin embargo, desde que era pequeña, no recuerdo haber dejado de reconocer ni una sola vez a cualquiera de mis otros tíos, de mis otros primos, al cruzarme con ellos por la calle, aunque a veces ignorara hasta su nombre, y no podría precisar cómo aprendí a identificarlos, pero estoy segura de que a ellos les sucedía lo mismo, porque el pueblo entero parecía vivir con nosotros aquella rígida comedia, hasta el punto de que, tradicionalmente, los jóvenes de Almansilla se agrupaban en dos pandillas distintas, la de las nativos y la de los veraneantes, y en ambos casos, los respectivos Fernández de Alcántara actuaban como aglutinante del correspondiente grupo, dando sentido a una división en sí ridícula, teniendo en cuenta lo escasa que era la población incluso en el mes de agosto.

Cuando yo alcancé la adolescencia, las cosas no habían cambiado mucho, porque a pesar de que los herederos de mi abuelo ya habían empezado a saludarse entre sí —yo no tendría más de diez años cuando María perdió a su marido y a uno de sus hijos en un espantoso accidente de tráfico, y todavía recuerdo el asombro de mi madre cuando, tras decidir por su cuenta y riesgo que teníamos que ir al funeral, se encontró allí con cinco de sus ocho hermanos legítimos—, y de que Miguel y Porfirio eran uña y carne, la inercia era tan fuerte todavía que nunca se nos pasó por la cabeza ir a buscar a nuestros primos del pueblo, ni siquiera por curiosidad. Recuerdo incluso el susto aquel que nos llevamos una noche, durante las fiestas, cuando Reina se cortó en la muñeca con el cuello de una botella rota, y Marcos, el hijo mediano de Teófila, que era el médico, se la llevó corriendo a su casa porque parecía que fuera a desangrarse allí mismo. Mis padres vinieron con nosotras, y estuvieron charlando tranquilamente en el consultorio, y ella incluso besó a su hermano cuando le dio las gracias, al final. Yo pasé más de una hora hablando con mi prima Marisa, y me pareció muy simpática, y divertida, con ese acento tan cerrado que tenía, pero cuando me despedí de ella ni siquiera se me ocurrió que pudiéramos volver a vernos alguna vez. Mi prima siguió saliendo con sus amigos y yo con los míos, y todos seguimos mirándonos mal los unos a los otros, porque ellos eran unos paletos y nosotros éramos unos pijos, o porque ellos no sabían nada y nosotros nos pasábamos de listos, o porque su abuela era una puta de las que ya no quedan y la nuestra una bruja más seca que un sarmiento o, a lo mejor, sólo porque nuestra memoria no alcanzaba a veinte años, y nada de lo que habitaba en ella nos consentía aún compadecernos de nosotros mismos.

Las fuerzas estaban equilibradas, porque aunque la abuela había tenido nueve hijos de siete embarazos —Carlos y Conchita también eran mellizos— y Teófila sólo cinco —ella siempre de uno en uno—, la tía Pacita había muerto cuando yo todavía era una niña pequeña, y ni Tomás, ni Magda, ni Miguel, que es solamente diez años mayor que yo, le habían dado nietos a su madre. La tía Mariví, que estaba casada con un diplomático destinado en Brasil, apenas venía a España, y su único hijo, Bosco, sufrió tanto de amor por mi hermana aquel verano que pasó con nosotros, que no le quedaron ganas de repetir. Con mi tío Carlos pasaba algo parecido, porque vivía en Barcelona y prefería veranear en Sitges, así que los únicos niños que pasábamos los veranos en la Finca del Indio éramos los seis hijos de mi tío Pedro, los ocho de mi tía Conchita, Reina y yo, netamente superiores en número a los cinco hijos de María y los cuatro de Marcos, pero desprovistos de los refuerzos que para ellos representaban sus parientes por parte de madre. De los restantes hijos de Teófila, Fernando, el primogénito, vivía en Alemania y no venía nunca, y ninguno de los dos pequeños, ni Lala, que era actriz, ni Porfirio, que tenía la misma edad que Miguel, había tenido hijos todavía.

Y así dejé pasar, mirando el mundo de reojo desde una valla de piedra sembrada de cáscaras de pipas, los veranos de mi infancia, sabiendo y sin saber al mismo tiempo, enterándome de las cosas sin preguntarlas, aprendiendo que nosotros éramos los buenos y los del otro bando eran los malos, aunque me tenía que parecer legítimo que ellos dividieran el mundo exactamente al revés, y colocando a Porfirio y a Miguel, para no complicarme más la vida, en una especie de fuera de juego permanente. Con eso tuve bastante hasta que el abuelo me regaló la esmeralda, la piedra verde que me vincularía para siempre a la herencia de Rodrigo el Carnicero, y entonces, de repente, intenté mover las muñecas y las encontré atadas, y mi imaginación inútil, aplastada por el peso de tantos secretos antiguos, tan viejos ya que algunos no podían seguir siendo valiosos, y me propuse desentrañar al menos la clave de esa historia tan oscura y tan cercana a la vez, pero no conseguí averiguar nada, y la mirada que me lanzó mi madre cuando le pregunté, sin mencionar a Teófila siquiera, desde cuándo se llevaban tan mal sus padres, me convenció de que debía renunciar a indagar dentro de los límites de mi propia familia, y cumplí catorce años, y luego quince, sin saber a quién recurrir, hasta que un par de semanas después de mi cumpleaños, me enfadé una tarde con mi hermana y con mis primas porque se pusieron de acuerdo para cambiar el canal de la tele, robándome el final de la película de después de comer, y salí al jardín por hacer algo, y cuando quise darme cuenta, estaba delante de la casa de Marciano. Entonces me acerqué a saludar a su mujer, y le acepté un refresco por no ofenderla, y descubrí por casualidad que a Mercedes le gustaba mucho hablar.

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