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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

Madre Noche (15 page)

BOOK: Madre Noche
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—Me encuentro muy bien.

—El hombre que los espera en México se llama Arndt Klopfer —dijo Jones—. ¿Se acordará de ese nombre?

—¿No es el fotógrafo? —pregunté.

—¿Le conoce?

—Fue quien tomó mi fotografía oficial en Berlín.

—Ahora es el cervecero más importante de México.

—¡Lo que son las cosas! La última vez que oí hablar de él fue cuando cayó sobre su estudio una bomba de doscientos cincuenta kilos.

—No es posible destruir a un hombre que valga —dijo Jones—. Ahora... El padre Keeley y yo tenemos que pedirle un favor muy especial...

—¿De qué se trata?

—Esta noche tenemos la reunión semanal de la Guardia de Hierro de los Hijos Blancos de la Constitución —dijo Jones—. Al padre Keeley y a mí nos gustaría que alguien dijera una especie de oración fúnebre en memoria de August Krapptauer.

—Entiendo.

—El padre Keeley y yo pensamos que ni él ni yo podríamos hacer su panegírico sin que se nos quiebre la voz. Sería una prueba emocional terrible para cualquiera de los dos. Nos preguntamos si usted, un orador de tanta fama, un hombre dotado que posee una lengua de oro, por así decirlo... Pensábamos... si no aceptaría el honor de decir unas pocas palabras.

No podía rechazar la oferta:

—Gracias, caballeros. ¿Un panegírico?

—El padre Keeley ya pensó en un tema central, si eso le ayuda.

—Me ayudaría mucho saberlo. Desde luego que sí.

El padre Keeley se aclaró la garganta.

—Creo que el tema debería ser «Su verdad sigue adelante» —dijo ese viejo clérigo chiflado.

31. "Su verdad sigue adelante"

La Guardia de Hierro de los Hijos Blancos de la Constitución Norteamericana estaba reunida en pleno, sentada en hileras de sillas plegables, en el cuarto de las calderas de calefacción en el sótano del doctor Jones. Los guardias de hierro eran veinte, en total. Sus edades oscilaban entre los dieciséis y los veinte años. Todos rubios. Todos con más de un metro ochenta de estatura.

Correctamente vestidos: traje, camisa blanca y corbata. Todo lo que los identificaba como Guardias de Hierro era un pedacito de cinta dorada introducido en el ojal de la solapa.

Ni siquiera me habría dado cuenta de este raro detalle de los ojales en la solapa derecha —solapas que, habitualmente, carecen de ojal— si el doctor Jones no me lo hubiera indicado.

—Es la manera que tienen para identificarse entre sí, incluso cuando no llevan la cinta —dijo—. Pueden ver cómo crecen sus filas sin que nadie más se dé cuenta.

—¿Y todos deben llevar sus chaquetas al sastre e insistir en que quieren el ojal en la solapa derecha? —pregunté.

—Sus madres lo hacen —aclaró el padre Keeley.

Keeley, Jones, Resi y yo nos sentamos en un estrado que se levantaba frente a los Guardias de Hierro, de espaldas a la caldera de calefacción. Resi estaba en el estrado porque había prometido decir algunas palabras a los muchachos acerca de su experiencia directa con el comunismo, detrás, del telón de acero.

—La mayoría de los sastres son judíos —dijo Jones—. No queremos que nos descubran.

—Además, es bueno que las madres participen —añadió Keeley.

El chofer de Jones, el Führer Negro de Harlem, también subió al estrado para colgar un enorme cartelón de lona en la pared a nuestras espaldas, sujetando los extremos anillados a las cañerías de la calefacción.

El cartel decía lo siguiente:

«Edúcate bien. Sé el conductor de tu clase en todo. Mantén tu cuerpo limpio y fuerte. Guárdate tus opiniones para ti mismo.»

—¿Son muchachos del vecindario? —pregunté a Jones.

—OH, no. Sólo ocho de ellos son de Nueva York. Nueve vienen de Nueva Jersey; dos de Peekskill (esos dos mellizos, ¿ve?) y uno viene nada menos que de Filadelfia.

—¿Viaja desde Filadelfia todas las semanas?

—¿Y en qué otra parte iba a conseguir lo que August Krapptauer le ofrecía aquí? —dijo Jones.

—¿Cómo los reclutaron?

—Por medio de mi periódico —contestó Jones—. Pero en realidad se reclutaron a sí mismos. Padres preocupados, conscientes, escribían continuamente a
El Miliciano Blanco Cristiano
para preguntarme si no existía algún movimiento juvenil que quisiese mantener pura la sangre norteamericana. Una de las cartas que más me destrozó el corazón fue la que me escribió una mujer de Bernadsville, Nueva Jersey. Había permitido que su hijo ingresase en los
Boy Scouts of America
, sin darse cuenta que esa organización tendría que usar su sigla —B.S.A.— para significar lo que es en realidad: «Bastardos Semitas de América». Y el muchacho llegó a estar en la categoría «águila»; y entró en el ejército, fue al Japón y volvió al país casado con una japonesa.

—Cuando August Krapptauer leyó esa carta, lloró —completó el padre Keeley—. En aquel momento fue cuando se dio cuenta, agotado como estaba, de que era su deber volver a trabajar con la juventud.

El padre Keeley pidió silencio a la asamblea. Nos hizo rezar. Su plegaria fue convencional: pedía el valor necesario para enfrentarse a las hordas enemigas.

Hubo, sin embargo, un toque nada convencional; un detalle que nunca había visto, ni siquiera en Alemania. El Führer Negro se hallaba de pie junto a un timbal enorme, al fondo de la habitación. El parche del timbal estaba asordinado —precisamente con la misma piel de leopardo con que poco antes me había abrigado—. Al final de cada frase de la plegaria si Führer Negro daba un golpe sobre el timbal asordinado.

El informe de Resi sobre los horrores de la vida tras el telón de acero fue breve y aburrido; tan poco eficaz, en verdad, desde el punto de vista educacional, que Jones tuvo que echarle una mano.

—La mayoría de los comunistas fanáticos son judíos o tienen sangre oriental, ¿no es cierto? —le preguntó.

—¿Qué? —dijo Resi.

—Claro que lo son. Se sobrentiende —finalizó Jones; y la despidió con bastante brusquedad.

¿Dónde estaba George Kraft? Sentado entre los asistentes, en la última fila, cerca del timbal asordinado.

A continuación, Jones me presentó. Me presentó como al hombre que no necesita presentación alguna. Dijo que yo no empezaría a hablar aún porque me tenía preparada una sorpresa. Y fue una sorpresa.

El Führer Negro abandonó su tambor, se acercó a un reóstato junto a las llaves de la luz y disminuyó gradualmente la iluminación mientras Jones hablaba.

En la creciente oscuridad Jones peroró acerca del clima intelectual y moral de Norteamérica durante la Segunda Guerra Mundial. Describió cómo los patrióticos blancos que pensaban fueron perseguidos por sus ideales y cómo, al final, casi todos los patriotas norteamericanos se pudrieron en las mazmorras de las cárceles federales.

—Un norteamericano no podía hallar la verdad en ningún sitio.

La habitación estaba sumida ahora en la oscuridad más absoluta.

—Casi en ningún sitio —puntualizó Jones en la oscuridad—. Porque si un hombre tenía la fortuna de poseer una radio de onda corta —dijo—, había aún una fuente de verdad... Sólo una.

Y entonces, en la oscuridad, se oyeron los crujidos y susurros producidos por la estática de onda corta, un fragmento en francés, un fragmento en alemán, unos compases de la Primera Sinfonía de Brahms que parecían tocados por chicharras y, después, en voz alta y clara:

«Aquí, desde Berlín, les habla Howard W. Campbell, Jr.: uno de los pocos norteamericanos libres que aún quedan. Deseo dar la bienvenida a mis coterráneos, es decir, a los nativos gentiles y blancos de la División 106, acantonados ante Saint Vith esta noche. A los padres de los muchachos de esta división de infantería, les diré que el área en que se encuentran sus hijos está en calma por el momento. Los Regimientos 442 y 444 forman una sola línea... El 423 está de reserva...

El último
Reader's Digest
trae un hermoso artículo que lleva por título «No hay ateos en las trincheras». Me gustaría ampliar este tema y decirles que, aunque esta guerra está instigada por los judíos —es una guerra en la que sólo los judíos podrán ganar algo—, no hay judíos en las trincheras. Los muchachos de la 106 pueden confirmarles lo que digo. Los judíos están demasiado ocupados haciendo balances de mercaderías en la intendencia del Ejército, contando dinero en la Sección de Finanzas del Ejército o vendiendo cigarrillos y medias de nylon en el mercado negro de París, como... para acercarse a una distancia menor de doscientos kilómetros del frente.

Ustedes, amigos que se encuentran en sus hogares; ustedes, padres y parientes de los muchachos que están en el frente... Quiero que piensen en todos los judíos que conozcan. Quiero que piensen detenidamente sobre ellos.

¿Han pensado ya?... Ahora, permítanme preguntarles: ¿La guerra los ha hecho más ricos o más pobres? ¿Comen mejor o peor que ustedes, en las condiciones del supuesto racionamiento? ¿Se visten mejor o peor que ustedes? ¿Parecen tener más o menos combustible para sus autos que ustedes?

Ya sé cuáles son las respuestas para todas esas preguntas; y también las saben ustedes, si abren bien los ojos y piensan con atención durante un minuto.

Ahora, permítanme preguntarles: ¿Conocen a una sola familia judía que haya recibido el fatídico telegrama desde Washington, que una vez fue la capital de un país libre? ¿Conocen a una sola familia judía que haya recibido un telegrama desde Washington, ese telegrama que por lo común comienza diciendo: "El ministro de Guerra desea expresarles con profundo pesar que su hijo..."?»

Y así por el estilo.

Hubo quince minutos de Howard W. Campbell, Jr., el norteamericano libre, allí, en la negrura del sótano. No pretendo ocultar mi infamia con un casual «y así por el estilo».

El Instituto de Documentación sobre Criminales de Guerra de Haifa conserva las grabaciones de cada programa radiofónico de Howard W. Campbell. Si alguien desea repasarlos, si quiere entresacar de ellos los peores detalles, no me opongo a que se añada la antología resultante como apéndice a este informe.

No podría negar que dije todo eso. Lo único que puedo señalar es que no creía en ello: sabía muy bien qué ignorantes, destructivas, soezmente irrisorias eran las cosas que decía.

La experiencia de sentarse en la oscuridad y oír todo aquello que había transmitido no me sobresaltó. Supongo que ayudaría a mi defensa decir que me sobrevino un sudor frío o alguna tontería parecida. Pero siempre supe lo que hacía. Siempre he sido capaz de vivir con lo que haya hecho. ¿Cómo es posible? Gracias a ese simple y ampliamente extendido regalo que ha recibido la humanidad actual: la esquizofrenia. Me sucedió algo en la oscuridad, sin embargo, que merece contarse. Alguien introdujo en mi bolsillo una nota; y lo hizo con la torpeza intencional del que quiere que uno se dé cuenta.

Cuando volvió la luz no pude adivinar quién lo había hecho.

Pronuncié el panegírico de August Krapptauer, señalando, incidentalmente, que yo creía firmemente que la verdad que Krapptauer mantuvo enhiesta durante toda su vida sin duda perduraría para el género humano mientras existiesen hombres y mujeres que escucharan a sus propios corazones, y no a sus cabezas.

Obtuve una calurosa salva de aplausos de los presentes y un redoble del tambor del Führer Negro.

Entré en el baño para leer la nota.

La nota estaba escrita sobre un papel a rayas arrancado de un bloc. Decía.

«Puerta de la carbonera abierta. Salga en seguida. Le espero en almacén desocupado, en la acera de enfrente. Urgente. Su esposa peligra. Cómase esta nota.»

La firmaba mi Hada Madrina Azul, el coronel Frank Wirtanen.

32. Rosenfeld

Alvin Dobrowitz, mi abogado aquí en Jerusalén, me ha dicho que me salvaría fácilmente si pudiera indicar a un solo testigo que me haya visto en compañía del hombre que conozco como el coronel Frank Wirtanen.

Encontré a Wirtanen en tres ocasiones: antes de la guerra, inmediatamente después de ella y en los fondos de un almacén desocupado en la acera opuesta a la casa del reverendo Lionel J. D. Jones, doctor en Cirugía Dental y doctor en Teología. Sólo durante nuestro primer encuentro, aquel del banco del parque, nos vieron juntos algunas personas. Y los que nos vieron lo recordarán tan bien como las ardillas y los pájaros del parque.

La segunda vez lo encontré en Wiesbaden, en el comedor de lo que en otro tiempo fue la Escuela de Candidatos al Cuerpo de Ingenieros de la
Wehrmacht
, En el comedor había un gran mural: un tanque bajaba por una hermosa, ondulada senda campesina: el sol brillaba en aquel mural. El cielo estaba sereno, Y esta escena bucólica estaba a punto de quedar hecha pedazos.

En un matorral pintado en primer plano se veía un alegre grupito de Robin Hoods con cascos de acero: ingenieros cuya próxima picardía consistiría en minar el camino y completar su inminente diversión con un cañoncito antitanque y una ametralladora.

¡Parecían tan felices!

¿Cómo llegué a Wiesbaden?

Me sacaron del recinto de prisioneros de guerra del Tercer Ejército, cerca de Ohrdruf, el 15 de abril, tres días después de que me capturara el teniente Bernard B. O'Hare.

Me condujeron a Wiesbaden en
jeep
, custodiado por un primer teniente cuyo nombre desconozco. No hablamos mucho. Yo no le interesaba gran cosa. Se pasó todo el viaje alimentando su rabia contra algo que nada tenía que ver conmigo. ¿Lo habían humillado, insultado, engañado o malinterpretado gravemente? No lo sé.

De cualquier manera, no creo que me sirviera de mucho como testigo. Acataba órdenes que aburrían. Preguntó cómo llegar al campamento y después al comedor. Me dejó ante la puerta del comedor; me ordenó que entrara y esperara. Luego, puso en marcha el
jeep
y se largó, dejándome sin custodia.

Entré, aunque si hubiese querido podría haberme internado en la campiña cercana. En aquel melancólico cobertizo, solo y sentado sobre una mesa bajo el mural, estaba mi Hada Madrina Azul.

Wirtanen llevaba el uniforme de soldado norteamericano: chaquetón con cierre metálico, pantalones y camisa verde oliva —la camisa con el cuello abierto—, botas de combate. No tenía armas. Tampoco se le veían emblemas de su rango o unidad.

Era un hombre de piernas cortas. Cuando lo vi allí, sentado sobre la mesa, balanceaba sus pies. Y sus pies estaban a una buena distancia del piso. Debía andar por los cincuenta y cinco, por lo menos, en aquel tiempo; siete años más que cuando le había visto por última vez. Estaba calvo y había aumentado de peso.

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