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Authors: Jorge Molist

Los muros de Jericó (31 page)

BOOK: Los muros de Jericó
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Cuando la conversación terminaba, Dubois le preguntó:

—¿Está aún interesado en recordar hoy?

57

¿Con quién estaba el verdadero Dios? ¿Con el Papa o con los cátaros?

Hacía unos momentos que Miguel y Hug terminaron su discusión sobre cómo actuar frente a la cruzada contra los cátaros, y ambos habían salido de la tienda. Hug fue a la búsqueda del juglar Huggonet, que traía un mensaje para el rey.

Jaime quedó pensativo mientras Fátima le servía otra infusión. Veía los argumentos y la lógica tanto de Hug como de Miguel. Sus sentimientos iban con Hug.

Las noticias que le llegaban de las tierras occitanas le indignaban, no podía consentir la masacre de sus vasallos, no podía consentir que le despojaran de sus derechos feudales.

Ahora su antiguo enemigo Ramón VI, conde de Tolosa, le ofrecía juramento de fidelidad, tal como antes hicieran el resto de nobles occitanos. Y si Jaime lo aceptaba, estaría obligado a ayudar al conde. De todos modos Ramón estaba casado con su hermana, y esto también le obligaba.

Pero la lógica estaba con la opción de Miguel; como vasallo del Papa —tal como su título de El Católico acreditaba—, debía seguir sus órdenes. Con el poder de la excomunión en manos de Inocencio III, enfrentarse a él era peligrosísimo.

Pero ¿eran los cátaros merecedores de la cruel persecución a la cual la Iglesia católica y las gentes del norte les sometían?

Jaime no lo creía. Cierto que los Buenos Hombres cátaros criticaban muchos de los preceptos católicos. Cierto que acusaban a la Iglesia romana de poseer poder y bienes terrenales en exceso. Pero ¿acaso no era verdad? ¿Por qué debían ser perseguidos y exterminados? ¿Por pensar distinto? Dios creó la mente para pensar y le dio al hombre libertad para hacerlo. Quizá demasiada. ¿O era el diablo el creador del pensamiento?

Pero ¿de qué parte estaba el diablo? Según los cátaros, el diablo estaba con el Dios malo, el del odio y la corrupción. El Dios del Antiguo Testamento y del «ojo por ojo».

Ellos se consideraban del lado del Dios bueno, el del espíritu y del alma incorruptibles. El Dios del Evangelio de san Juan. El Dios del AMOR.

Y la ROMA del Papa representaba lo contrario del AMOR (como ocurría cuando AMOR se leía al revés y aparecía ROMA). Inocencio III adoraba pues, según los cátaros, al mal Dios.

¿En qué bando estaría el verdadero Dios?

Fátima le servía otra infusión con graciosos movimientos; sus labios carnosos sonreían prometedores, y su pelo negro azabache desprendía un intenso olor a jazmín. Desde la batalla de las Navas de Tolosa, donde junto a sus compañeras fue tomada como parte del botín, Jaime había pasado todas las noches con ella.

Sin duda las mujeres educadas en un harén eran muy superiores en sus habilidades amatorias a las mujeres cristianas. Sabían dar cariño cuando era preciso, y pasión cuando era pasión lo que se necesitaba. Y él se estaba encariñando con Fátima.

Una vez servida la infusión, ella se sentó a su lado, besándole ligeramente el cuello; estremeciéndose, él la cogió por la cintura. Ella se apretó contra él y, sintiendo el calor de su cuerpo, notó cómo se iniciaba una erección.

Pero era difícil disfrutar del momento. Los pensamientos, aquella terrible duda sobre cómo actuar, continuaban castigándole.

—¡Hug de Mataplana desea veros, señor! —gritó desde el exterior de la tienda el capitán de la guardia nocturna—. Viene con Huggonet.

—¡Franqueadle la entrada! —ordenó sin moverse de los almohadones y manteniendo la cintura de la chica abrazada.

Los dos hombres entraron. La talla de Hug destacaba frente al juglar, que tenía un aspecto amuchachado. Hug inclinó la cabeza, y Huggonet, que lucía en su cuello un vendaje manchado de sangre, hizo una amplia reverencia.

—Creía que os habían degollado, Huggonet —le dijo Jaime con sorna.

—El Dios bueno y vuestra intervención lo evitaron. Gracias, mi señor —dijo el juglar con voz tenue y una nueva reverencia.

—¿Y sólo para darme las gracias me querías ver? —repuso Jaime disimulando su ansiedad.

—No, mi señor. No hubiera osado turbar vuestro descanso, de no tener un mensaje de alguien que os tiene un gran respeto y mayor cariño.

—¿A quién te refieres, juglar? —Jaime sentía que su corazón se aceleraba.

—A la dama Corba, mi señor.

—Dame su nota.

—No es una nota, mi señor. La dama Corba no quería que un mensaje tan personal cayera en manos extrañas y me lo ha dictado para que os lo recite y lo olvide.

—¡Recítalo por tu vida, Huggonet!

—Con vuestro permiso, mi señor, me retiro —dijo Hug.

—Tenéis mi permiso, Hug —concedió Jaime—. Habla, Huggonet.

Hug salió de la tienda dando grandes zancadas.

—Espero que mi herida me permita terminar…

—¡Maldito seas, recita! —le gritó Jaime perdiendo la paciencia.

Huggonet hizo sonar su laúd. Fátima, al oír la suave música, se apretó un poco más a Jaime.

Veo volar la blanca paloma y espero vuestro mensaje.

Pero vos estáis lejos y no llegan las noticias.

Oigo vuestra voz cuando el viento mueve los sauces.

Pero vos estáis lejos— y sólo es mi deseo.

Huelo mi carne que se quema cuando huelo el humo.

Pero vos estáis lejos y es sólo mi destino.

Siento la pena de vuestra ausencia cuando mi laúd llora.

Pero vos estáis lejos y mi habitación es fría.

Oigo vuestro caballo cuando las herraduras golpean el empedrado.

Pero vos estáis lejos y es el caballo de otro.

Ruego al Dios bueno su ayuda para que ganéis vuestras batallas.

Pero vos estáis lejos y tardo en conocer vuestro destino.

Escucho el llanto y el temor de los niños occitanos.

Pero vos estáis lejos y ellos pierden padres y vidas.

Siento miedo cuando los guerreros salen a luchar contra el francés.

Pero vos estáis lejos y no sé quién vencerá.

Escucho el laúd de los juglares y su canto en nuestra habla.

Pero vos estáis lejos y oïl matará la lengua de oc.

Mi señor, venid a Tolosa y enderezad los entuertos.

Mi señor, venid a Occitania e imponed vuestro derecho.

Haced saltar y reír de felicidad a mi corazón.

Haced cantar a las madres y que los niños jueguen en paz.

Haced callar a los que os llaman cobarde.

Haced de mi cuerpo el lugar de vuestro cuerpo.

Haced de la tierra de Oc la patria del trovador.

Venid a Tolosa, mi señor,y:

Haced valer vuestro derecho sobre Occitania.

Haced valer vuestro y único derecho sobre mí.

El eco de las últimas suaves notas se apagó. Jaime sentía un nudo en su garganta y los ojos llenos de lágrimas.

Un torrente de sentimientos e imágenes arrastraba sus pensamientos. ¡Corba! ¡Querida Corba! La dulce, la seductora. El podría buscar sucedáneos, pero no podría encontrar sustituta. Sus ojos verdes… de bruja, algunos decían. Su pelo negro brillante… como ala de cuervo que su nombre insinuaba.

Corba, el trovador.

Corba, la dama.

Corba, la mujer.

Corba, la bruja.

—Mi señor —dijo Huggonet al cabo de unos momentos—, ¿me dais recado para la dama?

Jaime no respondió hasta pasado un rato. Y luego recitó:

Pedro vendrá a Tolosa

y deshará los entuertos

y hará suyo para siempre

lo que suyo es.

Huggonet inició una sonrisa, movió sus labios memorizando las palabras e hizo una reverencia despidiéndose:

—Con vuestra venia, señor, corro a Tolosa a dar vuestro mensaje a la dama.

Al salir Huggonet, Jaime supo que jamás podría volverse atrás de lo dicho. La suerte de Occitania estaba echada.

Y también la suya.

58

La San Diego Freeway estaba poco transitada a aquellas horas de la madrugada, y Jaime conducía lentamente, tratando de establecer orden entre pensamientos y sentimientos.

Luego de su visita a la capilla subterránea, se había unido a la febril actividad de los demás con los documentos. El ambiente no era el adecuado para compartir experiencias espirituales y esta vez no hubo comentarios ni siquiera con Dubois.

A pesar de sus esfuerzos, no pudo concentrarse en los papeles. En las ocasiones anteriores, las escenas del pasado que revivía le maravillaban y asombraban, dedicando su atención a cómo se producía la increíble experiencia. El misterio estaba por resolver, pero algo le preocupaba mucho más ahora: ¿por qué le ocurría aquello a él? Debía de haber una razón, una finalidad; estaba llegando a la convicción de que existía un mensaje, una advertencia escondidos en aquello, pero que él no era capaz de descifrarlos y la certeza de que allí había un aviso martilleaba en su mente.

Algo en sus recuerdos de aquel pasado se correspondía con exactitud con la situación de hoy; había reconocido, sin lugar a dudas y con toda certeza, a la dama Corba:

Corba era Karen.

Ella había sabido todo el tiempo quién era él y quién era ella, pero no se lo dijo; esperaba que él lo descubriera. Su relación no era nueva, sino que venía de siglos y quizá hubiera ocurrido también en otras vidas. Esa nueva conciencia le daba a lo suyo otro sentido. ¿Más profundo? ¿Más místico? Jaime no lo sabía aún, pero era distinto y deseaba con urgencia poderlo hablar con ella.

Pero había bastante más. Corba estaba arrastrando al rey Pedro a una guerra en apoyo de los cátaros; sin duda la opción más peligrosa incluso para un poderoso rey.

Pero ¿no estaba ocurriendo hoy, en su vida presente, exactamente lo mismo? Karen le empujaba ahora a tomar riesgos aún desconocidos al apoyar la causa de los cátaros y, aunque éstos le eran simpáticos y los recuerdos del siglo XIII lo tenían fascinado, mantenía su espíritu crítico con respecto a su doctrina y no compartía aún muchas de sus creencias.

Lo cierto es que estaba con ellos, y Karen era la razón. La historia se repetía.

¿Tenía Corba un interés verdadero por Pedro el hombre? ¿O sólo por Pedro el rey, por su poder político y militar, y por la ayuda que podía ofrecer a los cátaros?

¿Tenía Karen un interés real por él, por Jaime como persona? ¿O su interés era por la posición clave que él ocupaba para ayudarles a derrotar a los Guardianes en la Corporación? ¿Utilizó Corba al rey Pedro? ¿Lo estaría utilizando Karen a él? Y en el caso de que lo hiciera, ¿lo amaba también?

Jaime tenía demasiadas preguntas. Pocas respuestas, pero sí una certeza: habría violencia, y la sangre iba a correr, tanto en el siglo XIII como ahora. No conocía la situación a la que el rey Pedro se enfrentaba, pero sí conocía algo del presente; su Montsegur seguro no protegería a los cátaros de hoy de sus enemigos. Sus sistemas de seguridad y sus pasadizos secretos no les ayudarían cuando el juego se jugara en serio. Todo lo más a escapar y, si no podían hacerlo, serían exterminados sin más. Afirmaban que las armas eran cosa del diablo y ¡ni siquiera había un miserable revólver en Montsegur!

Bien, él les podía haber prometido una cierta fidelidad, pero a Jaime Berenguer no lo cazarían como a una rata. No tenía ninguna intención de llegar a la perfección en esta vida y tampoco en la siguiente, si la había. En realidad no sentía ninguna prisa. Él jugaría para ganar y para que Karen ganara con él.

Y de perder la partida, con su fracaso seguramente dejaría la piel. Lo de ser mártir tendría para los cátaros múltiples compensaciones espirituales pero, por si acaso se equivocaban, él iba a concederse una pequeña satisfacción material.

Antes de dejar su pellejo de mártir en la trifulca, se llevaría por delante a varios de aquellos bastardos llamados Guardianes.

Jaime pisó a fondo el acelerador del coche, que saltó hacia adelante como intentando cortar la negra noche que se abría frente a él. Mientras, en la radio sonaba a todo volumen el
rap
de moda
To live and die in L.A
. (Vivir y morir en Los Ángeles).

Mañana, sin falta, visitaría a Ricardo.

JUEVES
59

Ya era de noche cuando Jaime llegó el día siguiente a Ricardo's. Al ver el coche de su amigo en el aparcamiento Jaime sintió el calor reconfortante del que vuelve al hogar luego de una larga ausencia. Su amigo estaba allí. Lejos de los cátaros. Lejos de la Corporación. Estaba allí y él sabía que siempre encontraría a Ricardo cuando lo necesitara.

Se quedó unos minutos sentado en el coche, escuchando la música de la radio, anticipando el placer de estrecharle la mano, de tomar una copa juntos y de hablar. Ya había advertido por teléfono a Ricardo que tenía un problema serio y que quizá necesitara su ayuda.

«Como antes y como siempre —le contestó—. Para eso están los hermanos.»

Su amistad venía de muy lejos, de cuando eran chiquillos y vecinos de la misma área residencial. Ellos no crecieron en ningún barrio, lo suyo era un desarrollo de casas unifamiliares, de clase media, de los años sesenta. Población blanca con algún oriental o afroamericano de clases sociales emergentes. El padre de Ricardo era de origen mejicano y ocupaba una posición importante en la policía de Los Ángeles.

Los padres de Jaime habían establecido una distribución comercial siguiendo los conocimientos en ventas adquiridos en Nueva York y la experiencia de los negocios en Cuba. Funcionaba bien, pero no permitía excesos económicos.

Vecinos, los padres de ambos chicos tenían muchos puntos en común y establecieron una buena amistad.

Los hijos se convirtieron en inseparables, y en la adolescencia su raíz cultural fue para los muchachos un hecho diferencial frente a los demás. A Ricardo le atraían las
gangs
hispanas del barrio y las frecuentaron un tiempo. Y como Jaime no iba a ser ni menos hombre ni menos hispano, siempre estaba con su amigo para lo bueno y para lo malo.

La capacidad de Ricardo para meterse en líos era asombrosa, y también su habilidad para salir bien de ellos. Precisamente por ello Ricardo disfrutaba con las situaciones truculentas y de peligro, mientras que Jaime no lo pasaba tan bien. Pero estaba fielmente allí donde Ricardo le necesitaba. Así que con frecuencia era Ricardo el que se metía en problemas, Jaime el que acudía en su ayuda y, al final, Ricardo el que sacaba a Jaime del feo asunto en el cual el propio Ricardo se había metido.

Su tiempo con los de la raza del barrio terminó tan pronto como la policía local identificó al hijo de Frank Ramos metido en un asunto de guerra entre bandas.

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