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Authors: Ann Radcliffe

Los misterios de Udolfo (14 page)

BOOK: Los misterios de Udolfo
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La sorpresa de Emily superó por un momento su dolor y se aventuró a preguntar por qué. St. Aubert replicó que, si hubiera podido explicar sus razones, su promesa no habría sido necesaria.

—Es suficiente para ti el tener un profundo sentido de la importancia de verme en este instante —continuó—. En ese hueco también encontrarás unos doscientos luises de oro, guardados en un bolsillo de seda; ese lugar secreto fue construido en realidad para ocultar el dinero que pudiera haber en el castillo en un tiempo en que toda la provincia se veía recorrida por grupos de hombres que se aprovechaban de los tumultos y se dedicaban al saqueo y al crimen. Pero aún queda una promesa más que debes hacerme: que jamás, cualesquiera que sean tus circunstancias futuras, venderás el castillo.

St. Aubert le ordenó incluso que si se casara tendría que incluir en el contrato una cláusula que señalaría que el castillo sería siempre de su propiedad. Entonces le dio una más detallada información sobre sus circunstancias en aquel momento añadiendo:

—Los doscientos luises, junto con el dinero que encontrarás en mis bolsillos, es todo el dinero que tengo para dejarte. Ya te conté cómo me he visto afectado por las circunstancias de monsieur Motteville de París. ¡Ah, hija mía! Te dejo pobre, pero no necesitada —añadió, tras una larga pausa.

Emily no pudo contestar a nada de lo que le había dicho, pero se arrodilló al lado de la cama, con la cara apoyada en la colcha, llorando sobre su mano.

Después de esta conversación, St. Aubert pareció más tranquilo. Aunque cansado por el esfuerzo de hablar, se sumió en una especie de letargo, y Emily continuó mirándole y llorando a su lado, hasta que un ligero golpe en la puerta de la habitación la hizo reaccionar. Era La Voisin que venía a decirle que el confesor del convento vecino estaba abajo preparado para asistir a St. Aubert. A Emily no le pareció momento adecuado para molestar a su padre, pero solicitó que el sacerdote no se marchara. Cuando St. Aubert se despertó de su somnolencia, estaba confuso y tardó algunos minutos antes de recobrarse lo, suficiente para saber que era Emily la que estaba a su lado. Movió los labios y alargó la mano hacia ella, que la cogió, dejándose caer en la silla, conmovida por la impresión de muerte que se veía en su rostro. Tras unos minutos recobró la voz y Emily le preguntó si quería ver al confesor. Contestó que sí, y cuando el santo padre apareció por la puerta, ella se retiró. Llevaban algo más de media hora solos cuando llamaron a Emily, que encontró a St. Aubert más agitado que antes, y echó una mirada con bastante resentimiento al fraile quien, sin embargo, le devolvió la mirada con suavidad y pesar y se dio la vuelta. Con voz trémula, St. Aubert le pidió que se uniera a él en sus oraciones y le rogó que avisara a La Voisin para que también participara. El viejo y su hija acudieron, ambos llorando, y se arrodillaron con Emily alrededor de la cama, mientras el santo padre leía con voz solemne las oraciones para los moribundos. St. Aubert yacía con rostro sereno y parecía unirse fervientemente a la devoción, mientras le brotaban a menudo lágrimas bajo los párpados cerrados, y los sollozos de Emily interrumpieron más de una vez el solemne acto.

Cuando se terminó y le fue administrada la extremaunción, el fraile se retiró. St. Aubert hizo entonces un gesto para que La Voisin se acercara un momento a su lado. Estrechó su mano y estuvo silencioso durante unos minutos. Al final, dijo con voz temblorosa:

—Mi querido amigo, nuestra amistad ha sido corta, pero lo suficiente para daros una oportunidad de mostrarme su más delicada atención. No puedo dudar de que vos extenderéis esta amabilidad a mi hija cuando me haya ido. La necesitará. Os la confío a vuestro cuidado durante los pocos días que se quedará aquí. No necesito decir nada más, conocéis los sentimientos de ser padre porque tenéis hijos; los míos se verían muy afectados si tuviera menos confianza en vos.

Hizo una pausa. La Voisin le atendió y sus lágrimas fueron el mejor testimonio de su sinceridad, al afirmar que haría todo lo que estuviera en su mano para suavizar el dolor de Emily, y que si St. Aubert lo deseaba, la acompañaría hasta Gascuña; una oferta tan grata para St. Aubert que casi no tuvo palabras para expresar cómo valoraba la gentileza de aquel hombre, o para decirle que la aceptaba. La escena que siguió entre St. Aubert y Emily afectó a La Voisin de tal modo que abandonó la habitación y ella se vio de nuevo sola con su padre, cuya vida parecía escaparse con rapidez, pero ni su sentido ni su voz le abandonaron, y empleó muchos de aquellos últimos y terribles momentos en aconsejar a su hija sobre su comportamiento futuro. Quizá nunca había razonado con más justicia o se había expresado más claramente que en aquella ocasión.

—Por encima de todo, mi querida Emily —dijo—, no te dejes llevar por el orgullo de los sentimientos, por el error romántico de una mente amable. Aquellos que realmente poseen sensibilidad, deben aprender lo más pronto posible que es una cualidad peligrosa, que continuamente produce excesos de desgracia o de dicha de cada circunstancia que nos rodea. Y teniendo en cuenta que en nuestro paso por este mundo las circunstancias dolorosas son más frecuentes que las gratas y que nuestro sentido del mal es, me temo, más agudo que el que tenemos de lo bueno, acabamos siendo víctimas de nuestros sentimientos, a menos que en alguna medida seamos capaces de dominarlos. Sé que dirás (porque eres joven, Emily querida), sé que dirás, que aceptas que has de sufrir a veces, antes de renunciar a tu refinado sentido de la felicidad para con los demás; pero cuando tu mente se haya visto vencida por las vicisitudes, te bastará con vivir y entonces te recobrarás de la desilusión. Te darás cuenta de que el fantasma de la felicidad se cambia por la esencia; porque esa felicidad sólo es posible en un estado de paz y no de agitación. Corresponde a una naturaleza temperada y uniforme y no puede seguir existiendo en un corazón que esté reaccionando a las circunstancias de cada momento. Ya ves, hija mía, que aunque yo te guardaría contra los peligros de la sensibilidad, no estoy abogando por la apatía. A tu edad tendría que decir que sería un vicio más odioso que todos los errores de la sensibilidad y sigo creyéndolo. Lo llamo vicio porque conduce a un mal seguro; en esto, sin embargo, no es más que una sensibilidad mal gobernada que, por esa misma regla podría también ser calificada de vicio; pero el mal de la apatía es de consecuencias generales mayores. Estoy muy cansado —dijo St. Aubert débilmente—, y te he preocupado quizá de forma innecesaria, mi querida Emily, porque en un tema tan importante para tu tranquilidad futura, me preocupa el que me comprendas perfectamente.

Emily le aseguró que valoraba profundamente su consejo y que nunca lo olvidaría o cesaría de luchar para beneficiarse de él. St. Aubert sonrió afectuosa y tristemente.

—Lo repito —dijo—, no trataría de enseñarte a que fueras insensible, si pudiera. Sólo quiero avisarte de los peligros de la susceptibilidad y señalarte cómo puedes evitarlos. Defiéndete, te lo suplico, de engañarte a ti misma, lo que ha sido fatal para la paz de tantas personas; defiéndete de dejarte llevar por el orgullo en razón de la sensibilidad; si cedes a la vanidad, tu felicidad se habrá perdido para siempre. Recuerda que es mucho más valiosa la fuerza del valor que la gracia de la sensibilidad. Y no confundas fortaleza con apatía; la apatía no reconoce las virtudes. Recuerda también que un acto de ayuda, un acto de caridad es más valioso que todos los sentimientos abstractos del mundo. El sentimiento es una desgracia en lugar de un adorno, a menos que nos lleve a las buenas acciones. El mísero, que se cree respetable solamente porque posee riquezas y confunde así el sentido de hacer el bien por el real de lograrlo, no es más culpable que el hombre de sentimientos sin virtudes activas. Habrás visto a personas que se recrean en este tipo de sensibilidad en los sentimientos, que excluyen las llamadas a cualquier virtud práctica y que se apartan de la desgracia, y, como los sufrimientos de ésta son dolorosos al ser contemplados, no tratan de suavizarla. ¡Qué despreciable es esa humanidad que se contenta con la piedad donde podía aportar algún remedio!

Un poco después, St. Aubert se refirió a madame Cheron, su hermana, de la que apenas habían hablado.

—Déjame que te informe de una circunstancia que casi afecta a tu bienestar —añadió—. Como sabes, nos relacionamos muy poco durante algunos años; pero como pasará a ser tu único familiar femenino, me ha parecido apropiado ponerte bajo su cuidado, como verás en mi testamento, hasta que seas mayor de edad, y recomiendo que quedes bajo su protección después. No es exactamente la persona que yo habría elegido para confiar a mi Emily, pero no tengo alternativa, y creo que, por encima de todo, es una buena mujer. No necesito recomendarte prudencia, querida mía, para tratar de tu relación con ella. Lo harás porque es conveniente y ella lo ha intentado muchas veces.

Emily le aseguró que todo lo que le pidiera lo haría con su mejor voluntad y disposición.

—Además —añadió Emily con voz entrecortada por los suspiros—, pronto será eso todo lo que me quede. Será casi mi única consolación cumplir tus deseos.

St. Aubert la miró a la cara en silencio y movió los labios, como si quisiera hablar, pero su ánimo decayó y sus ojos se hicieron pesados y tristes. Emily sintió que la miraba directamente a su corazón.

—¡Querido padre! —exclamó; y entonces, rehaciéndose, presionó su mano y ocultó su cara en el pañuelo.

Había ocultado sus lágrimas, pero St. Aubert oyó sus sollozos convulsivos y recuperó algo de fortaleza.

—¡Oh, hija mía! —dijo, desfallecido—, que mi consuelo sea tuyo. Muero en paz porque sé que estoy a punto de regresar al seno de mi Padre, que seguirá siendo tu Padre cuando me haya ido. Confía siempre en Él, querida mía, y Él te ayudará en esos momentos, como me ayuda ahora.

Emily sólo podía escuchar y llorar, pero la extrema firmeza de su comportamiento, y la fe y la esperanza que manifestaba en todo momento, suavizaron en parte su angustia. Sin embargo, cada vez que miraba su afectado rostro y las huellas de la muerte imponiéndose sobre él, veía cómo se cerraban sus ojos, aún inclinados hacia ella, y los pesados párpados que trataban de cerrarse, y le daba un vuelco el corazón, como define exactamente esa expresión, que requería de una virtud filial como la suya para superarlo.

Una vez más St. Aubert quiso bendecirla.

—¿Dónde estás, querida mía? —dijo, alargando los brazos.

Emily se había vuelto hacia la ventana para que no percibiera su angustia y comprendió entonces que había perdido la vista.

Cuando le dio su bendición con lo que pareció el último esfuerzo de la vida que expiraba, se hundió en la almohada. Emily le besó en la frente; las huellas de la muerte estaban allí y, olvidando por un momento su fortaleza, las lágrimas humedecieron su rostro. St. Aubert abrió los ojos, el espíritu de padre volvía a ellos, pero no tardó en desaparecer y ya no habló más.

St. Aubert se mantuvo hasta cerca de las tres de la tarde, y así, hundiéndose gradualmente en la muerte, expiró sin lucha, sin un suspiro.

Emily fue sacada de la habitación por La Voisin y su hija, que hicieron todo lo que pudieron para consolarla. El hombre se sentó y lloró con ella. Agnes estuvo más afectadamente solícita.

Capítulo VIII
Sobre él, cuya ruina tus virtudes aflige,
formas aéreas se asentarán por la noche,
e inclinarán la cabeza pensativa.

COLLINS
[17]

E
l monje que estuvo anteriormente volvió por la tarde para ofrecer algún consuelo a Emily y trajo un amable mensaje de la madre abadesa, invitándola al convento. Emily, aunque no aceptó el ofrecimiento, le devolvió una expresiva respuesta de gratitud. La santa conversación del fraile, cuyas amables maneras le recordaron en parte las de St. Aubert, suavizó la violencia de su dolor y elevó su corazón hacia Dios que, extendido por todas partes y por la eternidad, contempla los acontecimientos de este pequeño mundo como las sombras de un momento, y recoge igualmente y en el mismo instante el alma que ha cruzado las puertas de la muerte y que abandona así el cuerpo humano.

—A la vista de Dios —dijo Emily—, mi querido padre existe tan realmente como ayer existía para mí. Sólo ha muerto para mí; para Dios y para él mismo, tiene una existencia más plena.

El buen monje la dejó más tranquila de lo que había estado tras la muerte de su padre; y, antes de retirarse a su pequeña cámara para pasar la noche, reunió todo su ánimo para hacer una visita a su cuerpo. Silenciosa y sin llorar, estuvo de pie a su lado. Su aspecto, plácido y sereno, reflejaba la naturaleza de las últimas sensaciones que habían conmovido aquel cuerpo ahora abandonado. Se volvió durante un momento ante el horror de la quietud que la muerte había fijado en su cara, que siempre había visto tan animada y volvió a mirar con una mezcla de duda y asombro. Su razón casi no podía superar la expectación involuntaria e indescriptible de ver aquel querido rostro que parecía seguir animado. Continuó observándole, cogió su mano fría, habló, siguió mirando y estalló en un transporte de desesperación. La Voisin, al oír sus sollozos, acudió a la habitación para tratar de sacarla de allí, pero ella no oyó nada y sólo le suplicaba que la dejara.

Una vez sola cedió a las lágrimas, y cuando las sombras de la tarde oscurecieron la habitación y cubrieron con un velo el objeto de su desesperación, siguió junto al cuerpo hasta que, totalmente exhausta, quedó por fin tranquila. La Voisin volvió a llamar a la puerta y le aconsejó que pasara al comedor. Antes de salir, besó los labios de St. Aubert como si quisiera despedirse de él dándole las buenas noches. Volvió a besarle; sintió que el corazón se le rompía, lágrimas de agonía brotaron de sus ojos, echó una mirada al cielo, después a St. Aubert y salió de la habitación.

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