Trevize se incorporó sobre un codo.
—Escuche, Janov, aunque la Tierra esté realmente muerta, no tenemos por qué regresar a casa. Todavía quiero encontrar Gaia.
Pelorat resopló como si estuviera ahuyentando plumas.
—Por supuesto, mi querido amigo. Yo también. Y no creo que la Tierra esté muerta. Quizá Compor nos haya dicho lo que él considera la verdad, pero apenas hay un sector de la Galaxia donde no exista alguna leyenda que sitúe el origen de la humanidad en algún mundo local. Y casi invariablemente lo llaman Tierra o algo por el estilo.
»En antropología lo denominamos "globocentrismo". La gente tiende a dar por sentado que ellos son mejores que sus vecinos; que su cultura es más antigua y superior a la de otros mundos; que lo que otros mundos tienen de bueno procede de ellos, mientras que lo malo procede de otros lugares. Y tienden a igualar la superioridad en calidad con la superioridad en duración. Si no pueden mantener razonablemente que su propio planeta es la Tierra o su equivalente, y el origen de la especie humana, casi siempre hacen todo lo posible para situar la Tierra en su propio sector, aunque no puedan localizarla exactamente.
Trevize contestó:
—¿Está insinuando que Compor se limitaba a seguir la costumbre habitual cuando ha dicho que la Tierra estaba en el Sector de Sirio? Sin embargo, el Sector de Sirio tiene una larga historia, de modo que todos los mundos incluidos en él deberían ser muy conocidos y la cuestión podría dilucidarse con facilidad, incluso sin ir allí.
Pelorat se rio entre dientes.
—Aunque usted demostrara que ningún mundo del Sector de Sirio podría ser la Tierra, no le serviría de nada. Usted subestima las profundidades hasta las que el misticismo puede enterrar la racionalidad, Golan. En la Galaxia hay un mínimo de media docena de sectores donde eruditos muy respetables repiten, con toda solemnidad y sin la sombra de una sonrisa, que la Tierra, o como ellos la llamen, está situada en el hiperespacio y no se puede llegar a ella, excepto por accidente.
—¿Dicen si alguien ha llegado alguna vez por accidente?
—Siempre hay historias y siempre hay una negativa patriótica a la incredulidad, a pesar de que las historias nunca son verosímiles y no las cree nadie más que los habitantes del mundo donde han surgido.
—Entonces, Janov, no las creamos tampoco nosotros. Entremos en nuestro hiperespacio particular de sueño.
—Pero, Golan, lo que a mí me interesa es esta cuestión de la radiactividad de la Tierra. A mi modo de ver, tiene la marca de la verdad… o una especie de verdad.
—¿Qué quiere decir, una especie de verdad?
—Bueno, un mundo radiactivo sería un mundo en el que la radiación estaría presente en una concentración más elevada de lo habitual. En un mundo así el porcentaje de mutación sería más alto y la evolución tendría lugar más rápidamente, y de forma más variada. Quizá recuerde haberme oído decir que entre los puntos comunes de casi todas las leyendas, el más firme es que la vida en la Tierra era increíblemente diversa: millones de especies de todas clases de vida. Es esta diversidad de vida, este desarrollo explosivo, lo que quizá trajera la inteligencia a la Tierra, y después la expansión por toda la Galaxia. Si, por alguna razón, la Tierra fuese radiactiva, es decir, más radiactiva que otros planetas, esto podría explicar todo lo demás que la Tierra tiene, o tenía, de único.
Trevize guardó silencio durante unos momentos y luego dijo:
—En primer lugar, no tenemos motivos para creer que Compor estaba diciendo la verdad. Podía muy bien estar mintiendo descaradamente para inducirnos a marcharnos de aquí y salir a toda velocidad hacia Sirio. Creo que eso es precisamente lo que hacía. Y aunque nos haya dicho la verdad, lo que ha dicho es que había tanta radiactividad que la vida se hizo imposible.
Pelorat volvió a resoplar.
—No había demasiada radiactividad para permitir que se desarrollara la vida en la Tierra y es más fácil mantener la vida, una vez establecida, que desarrollarla. Así pues, queda demostrado que la vida fue establecida y mantenida en la Tierra. Por lo tanto, el nivel de radiactividad no habría podido ser incompatible con la vida en un principio y sólo habría podido disminuir con el tiempo. No hay nada que pueda aumentar el nivel de radiactividad.
—¿Y las explosiones nucleares? —sugirió Trevize.
—¿Qué tiene eso que ver?
—Quiero decir, ¿y si hubiera habido explosiones nucleares en la Tierra?
—¿ En la superficie de la Tierra? Imposible. En toda la historia de la Galaxia no se habla de ninguna sociedad tan insensata para utilizar las explosiones nucleares como arma bélica. No habríamos sobrevivido. Durante las insurrecciones trigellianas, cuando ambos bandos quedaron reducidos a la inanición y la desesperación, y cuando Jendippurus Khoratt sugirió la iniciación de una reacción de fusión en…
—Fue ahorcado por los tripulantes de su propia flota. Conozco la historia galáctica. Estaba pensando en un accidente.
—No hay datos sobre accidentes de este tipo que sean capaces de aumentar significativamente la intensidad de la radiactividad de un planeta. —Suspiró—. Supongo que cuando dispongamos de tiempo para ello, tendremos que ir al Sector de Sirio y hacer unas cuantas averiguaciones allí.
—Algún día, tal vez, lo haremos. Pero por ahora…
—Sí, sí, me callaré.
Así lo hizo, y Trevize continuó despierto durante casi una hora considerando si ya habría llamado demasiado la atención y no sería preferible ir al Sector de Sirio y después regresar a Gaia cuando el interés, el interés general, por ellos se hubiera desvanecido.
No había llegado a ninguna conclusión cuando se quedó dormido. Sus sueños fueron agitados.
No llegaron a la ciudad hasta media mañana. Esta vez el centro turístico estaba muy concurrido, pero lograron obtener la dirección de una biblioteca de consulta, donde recibieron instrucciones para utilizar los modelos locales de computadoras.
Examinaron cuidadosamente los museos y universidades, empezando por los que se hallaban más cerca, y verificaron toda la información existente sobre antropólogos, arqueólogos e historiadores.
Pelorat exclamó:
—¡Ah!
—¿Ah? —dijo Trevize con cierta aspereza—. Ah, ¿qué?
—Este nombre, Quintesetz. Me suena.
—¿Lo conoce?
—No, claro que no, pero quizá haya leído obras suyas. Cuando volvamos a la nave, donde tengo mi colección de consulta…
—No volveremos, Janov. Si el nombre le suena, es un punto de partida. Si él no puede ayudarnos, seguramente podrá indicamos a alguien que lo haga.
—Se puso en pie—. Encontremos el modo de llegar a la Universidad de Sayshell. Y como allí no habrá nadie a la hora del almuerzo, primero comeremos.
Ya era media tarde cuando llegaron a la universidad, se abrieron camino por sus laberínticas instalaciones, y se encontraron en una antesala, esperando a una mujer joven que había ido en busca de información y tal vez podría conducirles hasta Quintesetz.
—Me pregunto —dijo Pelorat con inquietud —cuánto rato más tendremos que esperar. Las clases deben de estar a punto de terminar.
Y, como si esto fuera la señal que aguardaba, la señorita que les había dejado media hora antes se dirigió rápidamente hacia ellos, con zapatos que lanzaban destellos rojos y violetas y pisaban el suelo con un agudo tono metálico. La estridencia variaba con la velocidad y fuerza de sus pasos.
Pelorat se sobresaltó. Supuso que cada mundo tenía sus propios modos de activar los sentidos, tal como cada uno tenía su propio olor. Se preguntó si, ahora que ya no percibía el olor, también debería aprender a no fijarse en lo llamativas me resultaban las mujeres elegantes cuando andaban.
Llegó junto a Pelorat y se detuvo.
—¿Quiere darme su nombre complete, profesor?
—Janov Pelorat, señorita.
—¿Su planeta natal?
Trevize empezó a levantar una mano como para imponer silencio, pero Pelorat; bien porque no lo vio, bien porque no le hizo caso, dijo:
—Términus.
La joven sonrió ampliamente y pareció satisfecha.
—Cuando le he dicho al profesor Quintesetz que un tal profesor Pelorat preguntaba por él, ha contestado que le recibiría si era Janov Pelorat de Términus, pero no en otro caso.
Pelorat parpadeó con rapidez.
—¿Quiere… quiere decir que ha oído hablar de mi?
—Eso parece.
Y, casi a punto de estallar, Pelorat esbozó una sonrisa mientras se volvía hacia Trevize.
—Ha oído hablar de mí. La verdad es que no pensaba… Quiero decir, he escrito muy pocas obras y no pensaba que nadie… —Meneó la cabeza—. No eran demasiado importantes.
—Pues bien —repuso Trevize, sonriendo a su vez—, deje de recrearse en este éxtasis de subestimación propia y vamos allá. —Se volvió hacia la mujer—. ¿Supongo, señorita, que hay algún tipo de transporte para llevamos a él?
—Está a poca distancia. Ni siquiera tendremos que dejar el edificio y les acompañaré con sumo placer…
¿Son los dos de Términus? —Y echó a andar.
Los dos hombres la siguieron y Trevize contestó, con una sombra de fastidio:
—Sí, los dos. ¿Tiene eso mucha importancia?
—Oh, no, claro que no. Como sabrán, hay algunas personas en Sayshell a las que no les gustan los miembros de la Fundación, pero en la universidad somos más cosmopolitas. Vive y deja vivir, es lo que siempre decimos. En otras palabras, los miembros de la Fundación también son personas. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Sí, entiendo lo que quiere decir. Muchos de nosotros decimos que los sayshellianos son personas.
—Así es como debe ser. Yo nunca he estado en Términus. Creo que es una gran ciudad.
—No tanto —contestó Trevize con naturalidad—. Sospecho que es más pequeña que la Ciudad de Sayshell.
—Veo que quiere halagarme —replicó ella—. Es la capital de la Confederación de la Fundación, ¿no? Quiero decir, no hay otro Términus, ¿verdad?
—No, que yo sepa, sólo hay un Términus, y de allí somos… de la capital de la Confederación de la Fundación.
—Entonces, tiene que ser una ciudad enorme… Y ustedes vienen desde tan lejos para ver al profesor. Nos sentimos muy orgullosos de él, ¿saben? Está considerado como la mayor autoridad de toda la Galaxia.
—¿En serio? —dijo Trevize—. ¿En qué?
La muchacha volvió a abrir desmesuradamente los ojos.
—Es usted un bromista. Sabe más sobre historia antigua que… que yo sobre mi propia familia.
—Y continuó andando sobre sus pies musicales.
Uno no puede ser tachado de bromista y halagador en tan corto espacio de tiempo sin desarrollar un cierto impulso en esa dirección. Trevize sonrió y dijo:
—¿Supongo que el profesor lo sabe todo sobre la Tierra?
—¿La Tierra? —La joven se detuvo ante la puerta de un despacho y los miró con asombro.
—Ya sabe. El mundo donde se originó la humanidad.
—Oh, se refiere al planeta que existió primero. Supongo que sí. Supongo que debería saberlo todo. Al fin y al cabo, se encuentra en el Sector de Sayshell. ¡Eso lo sabe todo el mundo! Este es su despacho. Voy a avisarle.
—No, no lo haga —dijo Trevize—. Espere un minuto. Hábleme de la Tierra.
—La verdad es que nunca he oído que nadie lo llamara la Tierra. Supongo que es una palabra de la Fundación. Aquí lo llamamos Gaia.
Trevize lanzó una rápida mirada en dirección a Pelorat.
—¿Ah, sí? Y ¿dónde está situado?
—En ningún sitio. Se encuentra en el hiperespacio y es imposible llegar a él. Cuando yo era niña, mi abuela decía que Gaia había estado una vez en el espacio real, pero sintió tanta repugnancia ante los…
—Delitos y estupideces de los seres humanos —murmuró Pelorat —que, por vergüenza, abandonó el espacio y se negó a tener nada más que ver con los seres humanos que había enviado a la Galaxia.
—Así pues, conoce la historia. ¿Lo ve? Una amiga mía dice que es una superstición. Pienso contárselo. Si es suficientemente buena para profesores de la Fundación…
Una brillante agrupación de letras rezaba sobre el cristal ahumado de la puerta: SOTAYN QUINTESETZ ABT en la complicada caligrafía sayshelliana, y debajo de ella se leía: DEPARTAMENTO DE HISTORIA ANTIGUA.
La mujer colocó un dedo sobre un liso círculo metálico. No hubo ningún sonido, pero la fumosidad del cristal se tornó de un blanco lechoso durante un momento y una voz apacible dijo, de un modo abstraído:
—Identifíquese, por favor.
—Janov Pelorat de Términus —dijo Pelorat—, con Golan Trevize, del mismo mundo.
La puerta se abrió inmediatamente.
El hombre que se levantó, dio la vuelta a la mesa Y salió a su encuentro era alto y de mediana edad. Su piel tenía un leve color tostado y su cabello, peinado con muchos rizos en la coronilla, era gris oscuro. Alargó la mano hacia ellos y su voz fue apacible y suave.
—Soy S.Q. Estoy encantado de conocerlos, profesores.
Trevize dijo:
—Yo no poseo ningún título académico. Sólo acompaño al profesor Pelorat. Puede llamarme simplemente Trevize. Es un placer conocerlo, profesor Abt.
Quintesetz levantó una mano con evidente turbación.
—No, no. Abt sólo es una especie de título absurdo que no tiene ninguna importancia fuera de Sayshell. Hagan caso omiso de él, por favor, y llámenme S.Q. En Sayshell tendemos a usar las iniciales en nuestras relaciones sociales normales. Me alegro mucho de conocer a dos de ustedes cuando no esperaba más que a uno.
Pareció titubear unos momentos, y después alargó la mano derecha tras limpiársela disimuladamente en los pantalones.
Trevize la tomó, preguntándose cuál seria el saludo característico de Sayshell.
Quintesetz dijo:
—Hagan el favor de sentarse. Me temo que encontrarán las butacas un poco incómodas, pero yo, por mi parte, no quiero que mis butacas me abracen. Es algo que actualmente está de moda, pero yo prefiero que un abrazo signifique algo, ¿verdad?
Trevize sonrió y repuso:
—¿Y quién no? Su nombre, S.Q., parece ser de los Mundos Periféricos y no sayshelliano. Le ruego me disculpe si el comentario es impertinente.
—No me molesta. Mi familia procede, en parte, de Askone. Hace cinco generaciones, mis tatarabuelos abandonaron Askone cuando la dominación de la Fundación se hizo demasiado opresiva.
Pelorat exclamó: