Alargó apasionadamente el brazo.
—¿Hay algún componente estructural visible que sea metálico? Ninguno. No sería conveniente, ya que en tiempos de Salvor Hardin no había metales nativos y casi ninguno importado. Incluso instalamos plástico antiguo, rosado por los años, cuando construimos este enorme conglomerado, a fin de que los visitantes de otros mundos puedan detenerse y exclamar: «¡Galaxia! ¡Qué hermoso plástico antiguo!» Te lo digo, Compor, es una farsa.
—Así pues, ¿es esto en lo que no crees? ¿En Seldon Hall?
—Y en todo su contenido —dijo Trevize en un furioso susurro—. No creo que tenga sentido esconderse aquí, en el límite del Universo, sólo porque nuestros antepasados lo hicieron. Creo que deberíamos estar ahí fuera, en medio de todo.
—Pero Seldon dice que te equivocas. El Plan Seldon está desarrollándose tal como debe.
—Lo sé. Lo sé. Y todos los niños de Términus son educados para creer que Hari Seldon formuló un Plan, que lo previo todo hace cinco siglos, que instituyó la Fundación de modo que anticipó ciertas crisis, y dispuso que su imagen apareciera holográficamente durante esas crisis, y nos dijera lo mínimo que deberíamos saber para continuar hasta la siguiente crisis, y así nos conduciría a través de mil años de historia hasta que pudiéramos edificar un Segundo y Mayor Imperio Galáctico sobre las ruinas de la vieja y decrépita estructura que estaba derrumbándose hace cinco siglos y se desintegró completamente hace dos siglos.
—¿Por qué me dices todo esto, Golan?
—Porque te digo que es una farsa. Todo es una farsa, Y aun en el caso de que en un principio fuese real, ¡ahora es una farsa! No somos dueños de nosotros mismos. No somos nosotros quienes seguimos el Plan.
Compor miró escrutadoramente al otro.
—Ya me habías dicho cosas así antes de ahora, Golan, pero siempre había pensado que sólo decías ridiculeces para excitarme. Por la Galaxia, ahora creo que hablas en serio.
—¡Claro que hablo en serio!
—No puede ser. O bien es una broma pesada a mis expensas o bien has perdido la razón.
—Ni lo uno ni lo otro —dijo Trevize, ya calmado, metiendo los pulgares en el cinturón como si ya no necesitara los gestos de las manos para acentuar la pasión—. Admito haber especulado otras veces sobre ello, pero solo fue por intuición. Sin embargo, la farsa que esta mañana se ha desarrollado ahí adentro me ha abierto los ojos y pretendo, a mi vez, abrir los ojos al Consejo.
Compor exclamó:
—¡Estás loco!
—De acuerdo. Ven conmigo y escucha.
Los dos bajaron las escaleras. Eran los únicos que quedaban, los últimos en completar el descenso. Y mientras Trevize se adelantaba ligeramente, los labios de Compor se movieron en silencio, lanzando una muda palabra en dirección a la espalda del otro:
«¡Tonto!»
La alcaldesa Harla Branno declaró abierta la sesión del Consejo Ejecutivo. Sus ojos habían mirado a los reunidos sin muestras visibles de interés; no obstante, ninguno dudó de que había advertido quiénes estaban presentes y quiénes no habían llegado todavía.
Su cabello gris estaba peinado en un estilo que no era marcadamente femenino ni imitación del masculino. Era el modo en que ella lo llevaba, nada más. Su rostro desapasionado no destacaba por su belleza, pero no era precisamente belleza lo que uno esperaba ver en él.
Era el administrador más capaz del planeta. Nadie podía acusarla de poseer la brillantez de los Salvor Hardin y los Hober Mallow, cuyas historias animaron los primeros dos siglos de existencia de la Fundación, pero tampoco nadie podía asociarla con las locuras de los hereditarios Indbur que habían gobernado la Fundación antes de la aparición del Mulo.
Sus discursos no excitaban la mente de los hombres, ni tenía el don del dramatismo, pero poseía la capacidad de tomar decisiones sensatas y defenderlas mientras estuviese convencida de que eran acertadas. Sin un carisma evidente, tenía la habilidad de persuadir a los votantes de que esas decisiones serían acertadas.
Puesto que, según la doctrina de Seldon, el cambio histórico es muy difícil de alterar (siempre salvando lo imprevisible, cosa que la mayoría de seldonistas suele olvidar, pese al incidente del Mulo), la Fundación podía haber mantenido su capital en Términus bajo cualquier circunstancia. Pero esto es un imponderable. Seldon, en su reciente aparición como un simulacro de quinientos años de edad, había fijado tranquilamente la probabilidad de continuar en Términus en un 87,2 por 100.
No obstante, incluso para los seldonistas, ello significaba que había un 12,8 por 100 de posibilidades de que se hubiese realizado el traslado a algún punto más cercano al centro de la Confederación de la Fundación, con todas las fatales consecuencias que Seldon había esbozado. El hecho de que esta posibilidad de uno entre ocho no hubiese tenido lugar se debía a la alcaldesa Branno.
Era indudable que ella no lo hubiese permitido.
Incluso en períodos de considerable impopularidad, se había aferrado a la decisión de que Términus era la sede tradicional de la Fundación y continuaría siéndolo. Sus enemigos políticos habían caricaturizado su pronunciada mandíbula (con cierta efectividad, había que admitirlo) como un bloque colgante de granito.
Y ahora Seldon había respaldado su punto de vista y, al menos por el momento, eso le proporcionaba una considerable ventaja política Al parecer había dicho un año antes que si Seldon la respaldaba en su próxima aparición, consideraría su labor felizmente concluida. Entonces se retiraría y asumiría el papel de ex estadista, en lugar de exponerse a los dudosos resultados de otras guerras políticas.
Nadie la había creído realmente. Estaba familiarizada con las guerras políticas hasta un extremo que pocos habían alcanzado, y ahora que la imagen de Seldon había aparecido y desaparecido no daba muestras de querer retirarse.
Habló con una voz perfectamente clara y un marcado acento de la Fundación (en otros tiempos había sido embajadora en Mandress, pero no había adoptado el estilo dialéctico imperial que ahora estaba en, boga, y formó parte de lo que había sido una incursión casi imperial en las Provincias Interiores).
Dijo:
—La Crisis Seldon ha terminado y es tradición, muy prudente a mi juicio, que no se tomen represalias de ninguna clase, ni de hecho ni de palabra, contra los que han respaldado al bando equivocado. Muchas personas honestas creían tener buenas razones para querer lo que Seldon no quería. No tiene objeto humillarlas hasta el punto en que sólo puedan recobrar su dignidad censurando el Plan Seldon. A su vez, existe la arraigada y deseable costumbre de que quienes hayan apoyado al bando perdedor acepten alegremente la derrota, sin más discusión. El tema ha quedado relegado al olvido, por ambos lados, para siempre.
Hizo una pausa, escrutó las caras reunidas durante un momento, y después prosiguió:
—La mitad del tiempo ha pasado, miembros del Consejo; la mitad del período de mil años entre imperios. Ha sido una época llena de dificultades, pero hemos recorrido un largo camino. En efecto, ya somos casi un Imperio Galáctico y no quedan enemigos externos de importancia.
»El interregno habría durado treinta mil años, a no ser por el Plan Seldon. Después de treinta mil años de desintegración, quizá no habría quedado fuerza suficiente para volver a formar un imperio. Quizá sólo habrían quedado mundos aislados y probablemente moribundos.
»Lo que hoy tenemos se lo debemos a Hari Seldon, y en él hemos de confiar siempre. El peligro de aquí en adelante, consejeros, somos nosotros mismos, y a partir de ahora no debe haber dudas oficiales sobre el valor del Plan. Convengamos ahora, sosegada y firmemente, en que no deben haber dudas, críticas o condenas oficiales del Plan. Tenemos que apoyarlo incondicionalmente. Ha demostrado su efectividad a lo largo de cinco siglos. Constituye la seguridad de la humanidad y no debe ser alterado. ¿Convenido?
Hubo un sordo murmullo. La alcaldesa apenas levantó la mirada para obtener pruebas visuales de conformidad. Conocía a todos los miembros del Consejo y sabía cómo reaccionaria cada uno. Después de la victoria, no habría objeciones. El año siguiente, tal vez. Ahora, no. Abordaría los problemas del año siguiente el año siguiente.
Siempre que no…
—¿Control mental, alcaldesa Branno? —preguntó Golan Trevize, enfilando el pasillo a grandes zancadas y hablando a gritos, como para compensar el silencio del resto. No se molestó en ocupar su asiento que, en su calidad de nuevo miembro, estaba en la última fila.
Branno siguió sin levantar la mirada.
—¿Sus opiniones, consejero Trevize? —dijo.
—Que el gobierno no puede prohibir la libertad de expresión; que todos los individuos, y con más motivo los consejeros y consejeras, que han sido elegidos con este fin, tienen el derecho a discutir los temas políticos del día; y que ningún tema político puede ser disociado del Plan Seldon.
Branno enlazó las manos y levantó la mirada. Su rostro era inexpresivo.
—Consejero Trevize, ha entrado irregularmente en este debate y ha interrumpido la sesión al hacerlo así. No obstante, le he pedido su opinión y voy a contestarle —replicó—. No hay límite para la libertad de expresión dentro del contexto del Plan Seldon. Es sólo el Plan en si lo que nos limita por su misma naturaleza. Hay muchas maneras de interpretar los acontecimientos antes de que la imagen tome la decisión final, pero una vez la toma, esta decisión no puede seguir siendo cuestionada en el Consejo. Tampoco puede ser cuestionada de antemano, como diciendo: «Si Hari Seldon declarara esto y aquello, estaría equivocado.»
—¿Y si uno lo pensara de verdad, señora alcaldesa?
—Entonces podría decirlo, en el caso de que esa persona fuese un particular y discutiera el asunto en un contexto particular.
—Así pues, ¿quiere decir que las limitaciones a la libertad de expresión que usted propone afectan exclusiva y específicamente a los funcionarios gubernamentales?
—Exactamente. Esta no es una norma nueva de la ley de la Fundación. Ha sido aplicada con anterioridad por alcaldes de todas las facciones. Un punto de vista particular no significa nada; la expresión oficial de una opinión tiene peso y puede ser peligrosa. No hemos llegado hasta tan lejos para exponernos ahora al peligro.
—Permítame indicarle, señora alcaldesa, que esa norma suya ha sido aplicada, escasa e irregularmente, a ciertos decretos del Consejo. Nunca se ha aplicado a algo tan vasto e indefinible como el Plan Seldon.
—El Plan Seldon necesita más protección, porque es precisamente ahí donde las dudas pueden ser más fatales.
—¿No consideraría usted, alcaldesa Branno…?
—Trevize se volvió, dirigiéndose ahora a los miembros del Consejo, que parecían haber contenido unánimemente la respiración, como esperando el resultado del duelo—. ¿No considerarían ustedes, miembros del Consejo, que hay motivos para pensar que no existe ningún Plan Seldon?
—Todos hemos sido testigos de su funcionamiento hoy mismo —dijo la alcaldesa Branno, más sosegada cuanto mayor era el apasionamiento y la elocuencia de Trevize.
—Precisamente porque hoy hemos visto su funcionamiento, consejeros y consejeras, podemos darnos cuenta de que el Plan Seldon, tal como nos han enseñado a creer, no puede existir.
—Consejero Trevize, éste no es su turno de intervención y no debe continuar en esta línea.
—Tengo los privilegios de mi cargo, alcaldesa.
—Esos privilegios han sido revocados, consejero.
—Usted no puede revocarlos. Su declaración limitando la libertad de expresión no puede tener, en sí misma, la fuerza de ley. El Consejo no ha votado formalmente, alcaldesa, y aunque lo hubiera hecho, yo tendría derecho a cuestionar su legalidad.
—La revocación, consejero, no tiene nada que ver con mi declaración protegiendo el Plan Seldon.
—Entonces, ¿en qué se basa?
—Se le acusa de traición, consejero. Haré el favor al Consejo de no arrestarle dentro de la Cámara, pero en la puerta le esperan miembros de Seguridad que le tomarán bajo su custodia cuando salga. Ahora le pido que salga sin oponer resistencia. En el caso de que haga algún movimiento imprudente, lo consideraremos un peligro inmediato y Seguridad entrará en la Cámara. Confío en que no sea necesario.
Trevize frunció el ceño. En la sala reinaba un silencio absoluto. (¿Acaso todos lo esperaban, todos menos él y Compor?) Dirigió la mirada hacia la salida. No vio nada, pero estaba seguro de que la alcaldesa Branno no fanfarroneaba.
Balbuceó con rabia:
—Repre…, represento a un importante grupo de votantes, alcaldesa Branno…
—Sin duda se sentirán decepcionados.
—¿En qué pruebas basa esta absurda acusación?
—Lo sabrá en su momento, pero puede estar seguro de que tenemos todo lo que necesitamos. Es usted un joven muy indiscreto y debería haber comprendido que alguien podía ser amigo suyo y, sin embargo, no estar dispuesto a ayudarle en su traición.
Trevize se volvió en redondo para fijar la mirada en los ojos azules de Compor, que no se inmutó.
La alcaldesa Branno dijo tranquilamente:
—Recuerden todos los testigos que cuando he hecho mi última declaración, el consejero Trevize se ha vuelto a mirar al consejero Compor. ¿Quiere salir ahora, consejero, o me obligará a incurrir en el deshonor de un arresto dentro de la Cámara?
Golan Trevize se volvió, subió nuevamente los escalones y, en la puerta, dos hombres uniformados y armados lo flanquearon.
Harla Branno, mirándolo impasiblemente, murmuró a través de sus labios apenas entreabiertos:
—¡Tonto!
Liono Kodell había sido director de Seguridad durante todo el período de administración de la alcaldesa Branno. Como le gusta decir, no era un trabajo agotador, aunque naturalmente nadie sabía si mentía o no. No parecía mentiroso, pero eso no significaba nada.
Tenía un aspecto agradable y cordial, y muy posiblemente eso fuera adecuado para el cargo. Estaba bastante por debajo de la estatura media, y bastante por encima del peso medio; llevaba un tupido bigote (algo insólito para un ciudadano de Términus) que ya era más blanco que gris; tenía unos brillantes ojos marrones, y un parche característico de un color básico marcaba el bolsillo superior de su mono pardusco.
—Siéntese, Trevize. Me gustaría que habláramos amistosamente, si es posible —dijo.