Como hablando a distancia con la mujer, dijo:
—Muy pronto volveremos a vernos. Tus odiosas arterías no me cerrarán el paso a los espejos venecianos ni al secreto de Beatrice Balzani. Al final seré yo quien gane la partida y tú tendrás que rendir cuentas por tus siniestros engaños.
GIOVANNI llegó a la universidad como un sonámbulo. Su rostro acusaba la serie de emociones y estragos de las últimas horas. El grupo llevaba ya un buen rato clasificando documentos en el archivo histórico. El napolitano vio con alivio que Amadio no estaba en la sala. Se había temido una fuerte amonestación por llegar tarde.
—Ha preguntado por ti —le susurró Paolo, refiriéndose al profesor—. De muy mal talante.
Lena se acercó enseguida y le preguntó en voz baja:
—¿Se puede saber qué te traes entre manos?
—Ha ocurrido algo muy grave —murmuró Giovanni, que aún no había decidido qué iba a contarles. Ante las caras expectantes de sus dos amigos, añadió—: Creo que Alessandra es cómplice de hechos criminales.
Los otros alumnos del curso, adivinando que ocurriría algo raro, estaban con el oído alerta. Giovanni se dio cuenta y dijo:
—Luego, a solas, os lo contaré. Ahora tengo algo que hacer. Perdonadme.
La sección de ciencias físicas estaba en uno de los altillos de la biblioteca universitaria. Giovanni subió allí discretamente. Quería pasar tan inadvertido como fuera posible.
Localizó sin dificultad diversos tratados de óptica y monografías sobre lentes convexas y cóncavas. Ojeó algunas de aquellas obras. No le ofrecían nada de lo que buscaba.
Sin embargo, al devolverlas al estante, vio que detrás de la primera hilera de volúmenes había otros libros, penosamente cubiertos de polvo.
Introdujo el brazo y rebuscó. La mayoría de ellos se encontraba en muy mal estado. Probablemente se habría considerado que no merecía la pena restaurarlos. La humedad y el abandono estaban haciendo la tarea final.
Ya casi desesperaba de encontrar algo de interés cuando dio con un pequeño ejemplar que tenía estampado el título:
De los espejos venecianos (y sus ocultas propiedades).
El libro había sido editado en Venecia. La fecha de impresión y el nombre del autor no figuraban. En las portadillas había unas iniciales manuscritas medio borradas, lo que indicaba que el pequeño volumen había tenido un dueño particular antes de pasar a los fondos de la universidad. Los caracteres del texto eran toscos y no muy legibles a la pobre luz del altillo. La obra contenía algunos grabados que allí apenas podían apreciarse.
Sin pensarlo dos veces, Giovanni decidió sustraer el libro. Tras asegurarse de que no podía verle nadie, se lo introdujo en el jubón y lo sujetó bajo el brazo.
Estaba estrictamente prohibido llevarse obras de la biblioteca sin permiso. No obstante, mientras recolocaba los otros tomos del estante, el napolitano pensó: «¿Quién lo echará de menos? Lleva aquí años y nadie le ha hecho el menor caso. Quiero leerlo con calma, sin gente alrededor. En unos días lo devolveré, y en paz».
Bajó a la sala general, pendiente de que debía tener el brazo unido al cuerpo. Si se descuidaba, el libro podía caer a sus pies ante todas las miradas, poniéndole en incómoda evidencia.
Volvió al archivo histórico. Sus compañeros estaban enfrascados en la tarea que Amadio les había ordenado. Tendrían trabajo para el resto de la mañana.
Giovanni se sabía incapaz de aguantar allí tanto tiempo, con el libro bajo el brazo, y sin poder enterarse de su contenido. Se acercó a Lena y, sigiloso, le dijo:
—Tengo que irme. Podemos vernos luego, a las dos, en la plaza del mercado. Avisa a Paolo; a los demás, ni una palabra.
—De acuerdo.
—Si Amadio pregunta por mí, dile que me he ido porque me encontraba mal.
—No sé cómo se lo tomará —avisó ella, aunque se daba cuenta de que nada haría desistir a Giovanni.
—Otra cosa: intenta averiguar por qué no está en su sitio el legajo histórico de la familia Balzani. Hazlo como si fuese una simple curiosidad tuya. Pregúntaselo al jefe del archivo sin mencionarme a mí para nada. ¿Me harás ese favor?
—Lo intentaré —dijo Lena, no de muy buena gana.
Giovanni abandonó la sala ante las miradas curiosas e intrigadas de los otros miembros del grupo.
Una vez fuera de la universidad, se dirigió rápidamente a la hostería. En su mísera habitación dispondría de la soledad y la calma necesarias. A aquella hora nadie le molestaría allí.
Como un ladrón que examinara su botín, Giovanni, con la puerta de su cuarto cerrada, sacó a la luz el volumen sustraído. Estaba tibio. Era el momento de recoger el fruto. Acercó una banqueta al ventanuco enrejado y ávidamente empezó a leer.
Había una introducción en la que se exponían hechos extraños y asombrosos, relacionados con espejos de muy diversas clases, desde la antigüedad hasta finales del siglo XVI.
El estudiante no se detuvo demasiado en las primeras páginas.
Quería llegar cuanto antes a la materia que el título del libro anunciaba. Enseguida la encontró, y sobre ella pudo leer:
Entre los espejos venecianos salidos de los famosos talleres de la isla de Murano, constituyen categoría especial los creados por el maestro Guido Forlani.
Aquel gran artífice dio origen a una edad de oro. Con él, el eterno misterio de los espejos y sus espacios mágicos llegó a la cima más alta.
Según numerosos testigos, los espejos creados por Forlani producían, bajo determinadas circunstancias, imágenes sobrenaturales. También respondían a veces, como objetos vivos y sensibles, al estado de ánimo de quienes en ellos se contemplaban. Se asegura asimismo que las personas que los poseen tienen conocimiento a través de ellos de misterios del pasado y del futuro, y de muchas otras cosas que no podrían saberse de otra manera.
Por desgracia, no fueron demasiados los espejos que salieron de las prodigiosas manos de Guido Forlani, a pesar de sus muchos años de sublime dedicación al oficio. Cada una de sus obras exigía un lento y difícil proceso de creación. Se calcula que fueron alrededor de cien, como mucho, los espejos que llegó a construir a lo largo de su vida. Pero es una cantidad muy inferior la que queda en la actualidad. Algunos desaparecieron misteriosamente, otros fueron destruidos por causas poco claras: unos cuantos fueron robados y están en paradero desconocido, mientras otros se perdieron en incendios y terremotos.
Por todo ello, hoy constituyen rarezas de valor incalculable; muy codiciadas por coleccionistas, amantes de las antigüedades y estudiosos de las artes ocultas.
Todos los espejos Forlani son de grandes dimensiones. Pueden ser identificados, además de por sus marcos de madera labrada, con máscaras, símbolos y otras diversas ornamentaciones, por sus dos iniciales en plata: G y F, incrustadas en la parte inferior derecha del marco.
Guido Forlani se llevó a la tumba el gran secreto de la creación de sus espejos legendarios. Nunca dio a conocer la fórmula ni los procedimientos que hacían que sus obras fuesen distintas de todas las demás. Con él murió un secreto único. Pero sus espejos, los pocos que aún quedan, siguen siendo motivo de asombro y fascinación para el escaso número de personas que tienen el privilegio y la fortuna de contemplarlos».
Giovanni interrumpió la lectura. Estaba sereno y emocionado a la vez. No le cabía duda: los dos espejos venecianos del palazzo eran de Forlani. Unos golpes en la puerta le sobresaltaron. Su primera reacción, antes incluso de preguntarse quién llamaba, fue la de ocultar el libro bajo el revoltijo de sábanas y mantas que había en la cama. Los golpes se repitieron. Nadie hablaba.
Giovanni fue hacia la puerta, abrumado por un mal presagio. Recordó el cuerpo del hombre cubierto por la sábana. Abrió de un tirón.
—¿Qué le ocurre, Conti? —inquirió, ceñudo, el profesor Giacomo Amadio.
La sorpresa fue considerable, pero Giovanni se sintió íntimamente aliviado. Improvisando como pudo, mintió con aire afligido:
—Los dolores de cabeza son mi cruz, profesor. Ya de niño empezaron a atacarme. Últimamente no me habían molestado, pero desde hace unos días…
—Debería verle un médico cuanto antes. En Padua contamos con algunos eminentísimos. Le recomendaré al doctor Ficino: me honro con su amistad y es el más entendido.
—No será necesario que se tome usted la molestia, profesor —atajó decididamente Giovanni—. Esos dolores no tienen importancia, tal como vienen se me van. No los causa nada grave, lo sé desde hace tiempo. Pero molestos sí son. se lo aseguro. Cuando los sufro, me es difícil concentrarme. Mañana ya estaré bien.
Aunque apenas había espacio para los dos, el catedrático se introdujo en el cuarto y cerró la puerta. Mirando atentamente a Giovanni, le explicó:
—Le seré franco: me preocupa usted, Conti. Mi interés por los alumnos no se limita a las clases. Y menos aún cuando se trata de jóvenes procedentes de tierras lejanas, como es su caso. Usted no tiene a nadie en Padua. Puede sincerarse conmigo. Dígame, aparte de los dolores de cabeza —descartó, como si no creyera en su existencia—, ¿algo le inquieta o le preocupa? ¿Tiene algún problema de adaptación?
—Ninguno, en absoluto —respondió Giovanni, evitando la mirada del profesor.
—Celebro oírlo, pero no me deja muy convencido.
—Le aseguro que no hay motivo alguno para que usted se preocupe —insistió el napolitano—. Todo se reduce a un malestar pasajero que pronto se desvanecerá.
—Bien. Mejor así. Y ahora, cambiando de tema —dijo Amadio, mientras sus ojos recorrían la pobre habitación—. ¿cómo es que vive aquí? ¿No me había dicho que tenía alquilada una habitación junto al palazzo Balzani?
—La dueña cambió de parecer.
—¿Tan pronto? ¿Algo en su conducta desagradó a esa señora? No nos gusta que nuestros estudiantes den que hablar ni que causen molestias. El buen nombre de la universidad no ha de ser puesto en entredicho por causas semejantes.
—No fue nada de eso, puedo garantizárselo. Un antiguo huésped, hacia el que ella se sentía obligada, solicitó ocupar de nuevo la habitación —Giovanni había decidido repetir las mentiras de Alessandra sin añadir nada de su parte. Consideraba primordial ocultarle al catedrático todo lo que estaba investigando. Quería seguir por su cuenta, y con libertad de acción, hasta que decidiera llegado el momento de abandonar o le resultara conveniente acudir a Amadio—. Ella me rogó que dejara libre la estancia y yo accedí, aunque no sin pesar, lo reconozco.
—Me tranquiliza usted. A veces, los estudiantes se comportan de manera reprobable en los lugares donde están alojados.
Amadio estuvo algunos minutos más en el cuartucho. Le hizo varias preguntas acerca de cuestiones académicas, pero apenas prestaba atención a las respuestas que Giovanni le daba.
Al quedar a solas, el estudiante se sintió profundamente aliviado. Había logrado salvar felizmente la situación. No todos hubiesen conseguido quitarse tan fácilmente de encima a Giacomo Amadio. Aquel pequeño logro le dio ánimos.
LENA y Paolo esperaban en la plaza del mercado. Sus semblantes parecían contrariados.—No hemos podido evitarlo —dijo Paolo en cuanto llegó Giovanni—. Amadio se ha enfurecido al saber que habías estado sólo un rato en el archivo. ¿Ha ido a verte?
—Sí. Me ha pillado desprevenido. Pero he salido bien del apuro. He inventado unos dolores de cabeza que se supone que me atacan de vez en cuando.
Lena aclaró, disculpándose:
—Le he dicho que te habías cambiado a la hostería, porque iba a ir a la casa de Alessandra. He pensado que no convenía que Amadio se presentara allí en estos momentos. Se ha quedado muy sorprendido al saber lo de tu mudanza. Pero no le hemos dicho nada de las causas.
Giovanni aprobó:
—Habéis actuado como convenía. Es importante que nadie se entere de lo que está ocurriendo.
—Algunos del curso empiezan a recelar —avisó Paolo—. Se han dado cuenta de que andamos con secretos. Tu conducta de hoy les ha llamado la atención. Y como saben que estuviste en una habitación junto al palazzo Balzani…
—Hay que mantenerles a distancia —le cortó Giovanni—. Si algo tienen que saber, lo sabrán más adelante. Amadio en especial: es el más peligroso.
—El director del archivo me ha dicho que el legajo Balzani desapareció hace unas semanas —informó Lena.
—¿Eso es todo? —preguntó Giovanni—. ¿Qué explicación puede haber?
—Alguien se lo llevó. No han podido averiguar quien ha sido. Y no ha vuelto a saberse nada desde entonces.
—No sé de qué manera, pero creo que todo lo que sucede ahora tiene que ver con la maldición del astrólogo y la desaparición de Beatrice. De forma extraña, el pasado influye en los acontecimientos actuales —dijo Giovanni.
—Beatrice, la que nunca murió —recordó Paolo—. Lena me lo ha contado. Es una leyenda interesante. Pero, ¿qué vas a sacar en claro de unos hechos tan lejanos? ¿Por qué te empeñas tanto en removerlos?
—No lo he decidido yo. Primero fue el azar: a causa de mi retraso en la llegada fui a parar a aquella habitación. Después, todo se ha ido encadenando.
Les habló entonces de Guido Forlani y del libro de los espejos venecianos. Después, midiendo mucho sus palabras, se refirió al hombre que había visto en su antigua habitación. Finalmente, comentó:
—En aquellos momentos creí que estaba muerto. Ahora tengo dudas. Quizá estuviera bajo los efectos de algún sedante. El aguante de esa mujer me ha desconcertado. Le he dado a entender que sé lo que sé, y no se ha inmutado. Hasta me ha amenazado con ir a quejarse a la universidad.
Paolo se mostraba preocupado y dijo:
—Este asunto cada vez me va gustando menos. ¿No has pensado en denunciarla?
—Sí, pero he decidido no hacerlo. Han pasado demasiadas horas. Si ahora registraran la casa, seguro que no encontrarían ni rastro de aquel cuerpo. Sería inútil. Ellos ya se habrán movido.
—¿Quiénes? —preguntó Lena.
—No lo sé. Ella y alguien más. Creo que tiene cómplices o actúa a las órdenes de otra persona.
—¿No temes que al callar, te conviertas en cómplice tú también? —tanteó Paolo. haciéndole partícipe de sus propios temores.
—Hablaré a su debido tiempo. Quizá muy pronto. Cuando sepa más cosas para inculparlos. Pero antes necesitaré un margen para actuar por mi cuenta. ¿Estáis dispuestos a seguir ayudándome?