Siempre con la vela en la mano, se acercó al espejo de las máscaras. Con una de las mangas de su jubón empezó a limpiar una pequeña zona, a la altura de sus ojos. La costra de polvo endurecido iba cayendo en fina llovizna. Poco a poco, aquella superficie fue recobrando algo del brillo del pasado. El revestimiento de azogue no tenía corrosión, estaba intacto.
Giovanni cedió entonces a un impulso súbito. Proyectó su cálido aliento sobre la superficie que había rescatado del tiempo y, en la humedad condensada, escribió con un dedo: «Beatrice». Una vez que lo hubo hecho, pensó que aquello parecía una invocación a la mujer desaparecida.
Poco después creyó percibir que la soledad del palazzo albergaba otra presencia. Nuevamente miró a su alrededor con prevención. Se preguntó si estaba yendo demasiado lejos en su afán indagador, si no se estaría acercando a algo para lo que no estaba debidamente preparado.
Miró su cara lívida en el espejo. Su rostro estaba bastante demacrado. Quiso reírse de sí mismo, pero sólo pudo formar una desamparada mueca con los labios.
Parpadeó varias veces. A través del espejo que estaba contemplando, le pareció haber visto algo en el que quedaba a su espalda. Se volvió. Dentro de su marco recargado de símbolos, el otro espejo, velado por el manto de polvo, no mostraba más que un reflejo borroso de la figura de Giovanni con la vela encendida en la mano.
Entonces, muy despacio, se giró para encarar de nuevo el cristal donde se estaba desvaneciendo el nombre de Beatrice. A través de este espejo escrutó el otro.
Con un temblor en todo su cuerpo, comprobó que el fenómeno se repetía. Vislumbraba algo, confuso e indefinido, que parecía sólo existir en el espejo de los símbolos.
Volvió a girarse lentamente, con plena conciencia de sus movimientos, para sobreponerse al miedo que crecía en su interior.
De nuevo, al tenerlo delante, el espejo de los símbolos le presentó su aspecto normal. El cabo de vela iba menguando. La mano notaba ya muy cerca el calor de la llama.
De un modo inexplicable, presentía a Beatrice Balzani muy próxima. Pensó que, al desempañar una parte del espejo de las máscaras, tal vez hubiera despertado algo, una relación misteriosa y oculta entre los dos espejos venecianos.
Su temor dio paso a una nueva excitación: quizá estaba empezando a acariciar un secreto que había permanecido oculto durante muchos años, un secreto que acaso tuviera que ver con la misteriosa enfermedad de Beatrice y su desaparición nunca explicada.
El cabo de vela estaba llegando a su final. No tenía otro. Se había propuesto hacer una incursión breve, sólo con el objeto de acabar con aprensiones infundadas. Ahora lo lamentaba. No quería irse de allí sin examinar más a fondo los espejos. Aprovechó la última luz de la vela para observar los muros donde estaban. Por un momento sospechó que alguien pudiera ocultarse tras ellos, produciendo las extrañas imágenes. Era una posibilidad inquietante. Para acabar con la duda, se armó de valor, salió de la cámara y examinó los muros por detrás.
Nadie había estado allí. El manto de polvo del suelo aparecía intacto, sin el menor vestigio de pisadas. Además, los muros no tenían ninguna abertura que pudiera estar comunicada con la parte trasera de los espejos. Eran muy compactos.
La vela se apagó. Giovanni quedó a oscuras. En aquel mismo instante decidió lo que haría: volver a su habitación por la cornisa, proveerse de nuevas velas y regresar a la cámara de los espejos. Se orientó por salones y estancias, llegó a la planta superior y, siempre en medio de una gran negrura, dio con la galería por la que había entrado.
Cuando se disponía a abandonar el lugar, tuvo un sobresalto: alguien estaba atisbando por la ventana de su habitación. Giovanni se escondió enseguida tras la balaustrada. Maldiciendo, se dijo que debía de ser Alessandra, pero se cubría con un manto oscuro y no podía ver su cara. Prefería, a pesar de todo, pensar que era ella y no otra persona, cuya presencia resultaría aún más alarmante.
«Tengo cortado el camino de regreso. El bulto en la cama sólo habrá servido para hacer más sospechosa mi ausencia», se lamentó Giovanni, realmente preocupado.
Por el interior del edificio, se deslizó hacia otra de las galerías. Quería tener una visión más clara de su ventana. Empezaba a temer que la acechante figura no fuese Alessandra.
Cuando miró de nuevo, la presencia desconocida se había retirado de la ventana. Pero ésta había quedado entreabierta, como señal de su paso.
Giovanni, escondido, estuvo esperando con atención a que apareciera de nuevo la intrusa.
La noche empezaba a ser desapacible. Nubes densas habían tapado la luna. Pero aún podía ver que la figura del manto no había vuelto a hacer su aparición.
Tras largo rato de espera, Giovanni decidió reaccionar. No podía pasarse toda la noche allí, agazapado. Después de todo, no tenía nada grave que ocultar.
«He entrado en un edificio abandonado: eso es todo. Sería absurdo continuar aquí por más tiempo, escondiéndome como un criminal.»
Aunque le costó lo suyo, hizo de tripas corazón. Esta vez, el paso por la cornisa le resultó mucho más difícil. Notaba un principio de vértigo que no le había atacado en su anterior recorrido.
Ya cerca de la ventana, le acometió el temor de que alguien se asomara de repente para lanzarle al vacío.
Una fuerte ráfaga de aire le empujó contra el muro. Empezó a llover furiosamente.
Giovanni dio los últimos pasos en la cornisa y entró bruscamente en su habitación, decidido a encararse con quien fuera.
Pero no esperaba ver lo que vio: una figura inmóvil yacía lúgubremente en la cama. Giovanni notó que su vello se erizaba de nuevo.
Necesitó unos instantes para darse cuenta de que no había nadie. En su alteración, acababa de confundir el bulto que él mismo había dejado en la cama con una presencia extraña.
Una súbita ráfaga de aire sacudió parte de la cortina hacia el exterior de la ventana. Entonces comprendió que ni Alessandra ni ninguna otra persona cubierta con un manto había estado asomada a ella.
La cortina, agitada por el aire, le había engañado con la ayuda de la penumbra y de su propia excitación.
Algo avergonzado de sí mismo, se tranquilizó. Recordó los dos espejos e hizo el propósito de volver cuanto antes a examinarlos.
Cogió tres velas largas, que le darían luz por tiempo más que sobrado. El sonido intenso de la lluvia le hizo apresurarse. La tormenta arreciaba. El fulgor de los relámpagos iluminaba la tétrica soledad del palazzo.
La cornisa, azotada por el viento y el agua, le había ofrecido bastante seguridad cuando estaba seca; ahora, resbaladiza y mojada, todo lo contrario. Tampoco había que olvidar las ráfagas de aire: tenían tal fuerza que podían hacer perder la estabilidad a quien se encontrara en equilibrio precario. Nada hacía pensar que el temporal amainaría. Por las trazas, aún iba a intensificarse. Giovanni pensó que desistir era lo más razonable. Además, era ya muy tarde
Cerró la ventana para que no siguieran entrando rachas de agua. A la noche siguiente, con condiciones más favorables, llevaría a cabo su segunda incursión en el palazzo.
No renunciaba a investigar el enigma de los espejos venecianos.
LLOVIÓ toda la noche y, aunque mansamente, aún seguía haciéndolo por la mañana. Cuando Giovanni bajó para irse a la universidad, se encontró con que la señora Alessandra estaba esperándole en el zaguán.
—Se presenta una contrariedad —le saludó ella, mirándole con ojos oscuros y fríos.
—¿Cuál? —preguntó Giovanni, con el aire de un inocente estudiante que sólo se preocupa de sus libros y de sus clases.
—El caballero que ocupó la habitación en la que se aloja usted va a volver a Padua. Acabo de recibir un mensaje en el que me avisa de su regreso para antes del anochecer.
—¿Y bien? —dijo el joven, no acabando de creer aún lo que se le estaba insinuando.
—Me siento obligada hacia él. Estuvo aquí una temporada. Tuvo muchas deferencias conmigo, honestas y delicadas. Se trata de un caballero intachable. Merece que se le complazca.
—¿Mi presencia aquí es un obstáculo?
—Lo lamento, pero sí. Él adora la habitación de arriba. Es el único lugar de Padua donde quiere alojarse.
Todos los recelos de Giovanni se iban perfilando. Ante sus ojos, aquella mujer le infundía cada vez más sospechas y verdades ocultadas. No obstante, opuso una protesta levemente airada:
—Quien ocupa una habitación tiene preferencia sobre cualquier aspirante. Estoy al corriente de pago y tengo intención de quedarme.
—Pagó usted una semana. Se ha cumplido ya. No hay motivo para discutir más —puntualizó ella, impávida y lejana.
Giovanni estuvo a punto de replicar: «¡Y todo porque anoche me di una vuelta por el palazzo! ¿Qué trata usted de ocultar o encubrir'? ¿Qué sabe realmente? ¿Por qué quiere impedir que yo vuelva a entrar en la mansión de los Balzani?».
Sin embargo, se lamentó:
—No tengo otro lugar adonde ir, señora. Usted lo sabe.
—Ya me he ocupado de todo mientras dormía usted.
—¿Tiene alguna otra habitación disponible?
—En esta casa no se alquila más habitación que la de arriba —opuso ella, como si el solo hecho de sugerir otra cosa fuese un ultraje.
—¿Entonces?
—Hay una pequeña habitación libre en la hostería Veneciana. Muy modesta, por descontado, pero la podrá tener a buen precio. Una de las criadas ha tenido que marcharse por causas familiares. Tardará en volver. Usted ocupará esa alcoba. Ya lo tengo todo hablado. Como ve, no voy a dejarle en la calle.
Giovanni veía esfumarse la posibilidad de volver a examinar los espejos aquella misma noche, lo que le contrariaba mucho. Intentó resistirse:
—Si me permite decirlo, dispone usted de mí con excesiva ligereza, señora. Un huésped libremente aceptado no es un mueble que se lleva y se trae según cambie el viento. Todo esto me coge de sorpresa. No sé qué decirle. Si me deja unos días para pensarlo…
—No puedo dejárselos, porque no dispongo de ellos. Creo habérselo dicho con claridad: no todos los compromisos tienen el mismo grado. Sea amable y recoja sus cosas. En la Veneciana estará usted en su ambiente: es un lugar de estudiantes.
Giovanni alimentaba una sospecha. Concibió un plan y considero estratégicamente adecuado acceder a lo que Alessandra le pedía. Con cara entre dolida y resignada. asintió:
—Bien. Ya que así lo quiere usted, renunciaré a mis derechos de huésped. A ello me impulsa una doble cortesía: es usted mujer y mayor que yo en edad.
—Gracias —dijo ella secamente, aunque aliviada por no tener que entrar en nuevos forcejeos verbales—. Sabía que entraría usted en razón. Desde que le vi supe que era un joven sensato.
—Volveré a primera hora de la tarde para recoger todas mis cosas. Ese caballero tan distinguido podrá instalarse sin impedimentos al anochecer.
—En su nombre, le doy las gracias —concluyó ella, dando el asunto por zanjado.
Giovanni estuvo gran parte de la mañana esperando a que se le presentara una buena ocasión para hablar a solas con Lena, y Paolo.
El profesor Amadio se explayó analizando distintos escollos de la gramática. El joven napolitano a duras penas conseguía fingir que le escuchaba. La sesión se le hacía interminable.
Cerca del mediodía, en un descanso, los tres amigos pudieron celebrar el aparte. Giovanni les contó todo lo ocurrido, haciendo especial mención de los espejos venecianos y sus desconocidas propiedades. Ellos escucharon con atención y, tras resistirse al principio, se mostraron al fin dispuestos a ayudarle.
Acabada la secreta conversación, Lena salió de la universidad. Iba a cumplir una misión que Giovanni le había encomendado. Paolo iría a relevarla más tarde.
A primeras horas de la tarde, Giovanni y Paolo llegaron furtivamente a las inmediaciones de la casa de la enigmática Alessandra.
Lena, que fingía merodear por allí, se les acercó al verlos y dijo con desánimo:
—Nada. Ella ni siquiera ha salido.
—¿Ha venido alguien? —preguntó el napolitano.
—Ni un alma. Mi vigilancia no ha servido para nada.
—No lo creas, Lena. Lo que ha ocurrido es lo que yo esperaba —dijo Giovanni—. Gracias, de verdad. Ahora, déjalo todo en nuestras manos.
—¿Seguro que no me vais a necesitar? —apuntó ella, aunque se le veía con ganas de marcharse.
—Paolo dispone de mayor libertad. Nadie le echará de menos. Él me ayudará a cubrir la tarde. Vuelve a casa, Lena; será lo mejor.
—De acuerdo. Ya me diréis mañana qué ha pasado.
Mientras Lena se retiraba y Paolo permanecía de guardia en las proximidades, Giovanni fue a desocupar la habitación, como había prometido por la mañana.
Fue metiéndolo todo en la bolsa de cualquier manera. De vez en cuando, miraba a través de la ventana. Pero sus ojos no le estaban diciendo adiós a la mansión Balzani.
Al final, actuando de un modo perfectamente calculado, olvidó uno de sus libros en lo alto del armario.
La despedida de la señora Alessandra fue sucinta y rápida.
—Le deseo suerte en sus estudios —dijo ella.
—Gracias. Yo también se la deseo a usted —correspondió Giovanni, aunque en un tono que parecía poner en duda que ella fuese a tenerla. Y, con velada sorna, añadió—: Presente mis respetos al caballero que está al llegar. Espero que lo encuentre todo de su agrado.
Ella no respondió. Luego, estuvo un rato con la puerta entreabierta, viendo como se alejaba el estudiante con su bolsa. Parecía querer asegurarse de que se iba para no volver jamás. Finalmente, cerró muy despacio.
Paolo, oculto hasta entonces, empezó a vagar por las calles colindantes. Se cruzó con Giovanni, pero entre ambos no se intercambió ni una mirada. Paolo sabía muy bien qué tenía que hacer; el napolitano se lo había explicado con detalle.
La nueva habitación en la hostería Veneciana era en verdad muy precaria. Se encontraba al final de uno de los angostos corredores de la planta baja.
La puerta no se podía abrir totalmente porque, a la mitad de su recorrido, tropezaba con la cama. La única vista al exterior era un ventanuco enrejado que daba a un callejón sin salida, donde abundaban los desperdicios. El pobre y escaso mobiliario estaba mugriento y desvencijado. No había armario; tan sólo un hueco en un muro, tapado por una cortina remendada que no alcanzaba a cubrirlo por entero.